miércoles, 28 de diciembre de 2016
Una historia desde las estrellas: Gracias Leia querida, por demostrar el poder de la (verdadera) fuerza.
Cuando eres una niña pequeña en latinoamérica, no tienes muchas opciones para jugar. O son muñecas — la célebre Barbies, la mayoría de las veces — o algo igual de femenino, como cocinas de plástico, estuches de maquillaje infantil o algo por el estilo. Cuando tienes diez años en latinoamérica lo que se espera de ti es que sostengas entre los brazos un muñeco calvo con los labios fruncidos en su rostro de bebé. Que te quedes a un lado mientras los muchachos lanzan pelotas, corren, se encaraman en los árboles, conducen automóviles imaginarios. Que comiences tu papel de mujer decente lo más pronto que puedas.
Dicho así, todo lo anterior parece un cliché. Ese tipo de discursos frenéticos y furiosos que se suele tachar de “feminazis” o “machorro”. Pero en realidad, cualquier mujer latinoamericana lo sabe. Desde niña sientes la presión insoportable de encajar en un estereotipo, de llevar de un lado a otro el peso de una tradición que no sabes de donde proviene, pero que debes aceptar. Esa obligatoriedad que está en todas partes, desde las pequeñas cosas hasta las más grandes e importantes. Te ocurre cuando debes soportar los cepillazos bien intencionados que intentan domar tu cabello desordenado o te enfundan — también con mucha buena intención — en esa preciosa ropa de niña que se supone debes usar con gusto. Y no es que esté mal: desde luego no. Pero en determinado momento, descubres que hay pocas opciones. Que más allá del bebé de plástico recién nacido, la Barbie sonriente, el set color rosa de maquillaje, una niña latinoamericana — y quizás de cualquier parte del mundo — debe asumir que hay una historia que se escribió para ella desde mucho antes de su nacimiento. Una que te recuerda que estás hecha para ser madre, que tu deber — invisible e imposible de rechazar — te convierte en buena esposa, en mujer abnegada. Que a medida que creces, te espera una aventura muy específica que está allí para ti, aunque en realidad no sea lo que desea. Aunque en realidad, no tengas una idea clara de lo que quieres para esa mujer en la que te convertirás y que a la distancia, parece difusa, confusa y sin rostro. Así que mejor prepararse pronto, con las muñequitas y los lacitos. El brillo en los labios, las brazos cubiertos de pulseras de cuentas. Y esa noción — insistente y desdibujada — que serás lo que la cultura donde naciste, espera de ti.
Uno no entiende esas cosas — jamás las piensas — hasta que ocurre algo que te las revela de golpe. Y esa revelación me llegó de un lugar inesperado, imposible de imaginar: de una galaxia muy, muy lejana. La encarnaba una mujer que llevaba un vestido blanco, el cabello recogido en el peinado más extraño imaginable y un arma en la mano. Leia Organa, Princesa de Alderaan, corrió por el puente de una nave espacial extraordinaria y me recordó a mi y a todas las niñas del mundo, que había algo más que las chicas frágiles y pudorosas. Las jovencitas en desgracia, las princesas tristes en su castillo. Que había una historia que contar para esa raza misteriosa y en ocasiones estrafalarias de niñas que se hacían preguntas sin respuestas. Como yo. Y a las que Leia las encarnaba todas.
Crecí admirando a Leia, fascinada por el dinámico, extraño y sobre todo, siempre en evolución universo de Star Wars. Me convertí en fan de la saga y la mitología que le rodea no sólo por mi natural afición a la Ciencia Ficción sino también, por intentar comprender el poder de esa Princesa guerrera que luchaba en pantalla por liberar a la Galaxia mientras la mayoría de las mujeres del cine, eran meras imágenes secundarias. Había algo poderoso y simbólico en Leia, que no necesitaba que nadie la rescatara y no se sentía en el deber de agradecer la ayuda cuando la recibía. Algo de fundamental importancia en un personaje de tres dimensiones más preocupado por intereses y todo tipo de aspiraciones idealistas que por los habituales tópicos femeninos que suelen achacarse a las mujeres cinematográficas. Leia brillaba con luz propia en medio de un drama épico con resonancias griegas, donde las intrincadas ramificaciones de un poderoso clan familiar intergaláctico parecía dominarlo todo. Pero Leia era Leia y a pesar de eso, se enfrentó a las intrigas, las batallas espaciales y al obligado subtexto romántico, para debatirse en preocupaciones y obsesiones genuinas. George Lucas dotó a su personaje no sólo de legítimo poder — como senadora de la República y parte de la realeza de un Planeta de especial significado — sino que además, le brindó la oportunidad de desenvolverse con libertad en medio de los habituales tópicos del género. Con su traje cerrado hasta la barbilla, la mirada concentrada y su personalidad férrea, Leia sabía que hacer para luchar y batallar frente a los esbirros del malvado Imperio. Y lo hizo en cada oportunidad que pudo.
Vi “The New Hope” muchas veces. Tantas como para memorizarla y encontrar significados ocultos — y quizás imaginarios — en su historia sencilla y por momentos básicas. Pero lo que nunca perdió su poder fue esa capacidad de Leia para aglutinar todo un nuevo lenguaje sobre lo femenino. Uno que sigue siendo revolucionario y que las películas actuales heredaron como un elemento necesario para su estructura. Leia, que encarnó el rol de Princesa en un universo cinematográfico donde todo parece relacionado con un oscuro villano capaz de controlar cada aspecto del poder, luchó contra esa noción absoluta de la maldad sin perder un ápice de credibilidad. Leia, que para las niñas como yo que se hacían preguntas sobre por qué debían de jugar con muñecas cuando querían encaramarse en los árboles o correr descalzas, era el símbolo de una nueva dimensión de las cosas. Una respuesta a esa pregunta cultural que nadie podía responder en realidad y que este nuevo ideal de mujer — arma en mano, muy consciente de su poder, con la mirada puesta en la galaxia — encarnó mejor que cualquier otro símbolo o ícono.
Para entonces, ya era una adolescente y Star Wars parecía algo de otra generación, no digamos Leia, con toda su carga sustancial de mensajes y pequeñas reflexiones sobre lo femenino. Por entonces, ya comenzaba a hacerme preguntas sobre roles y la manera como la cultura donde nací asume — y analiza — el género y me preocupaba como a cualquier muchacha de mi edad, si esa serie de inquietudes y preocupaciones estaban reñidas con mi feminidad. Con quince o dieciseis años no es sencillo analizar tu comportamiento y tu manera de pensar más allá de lo obvio. Y lo evidente — al menos en mi caso — es que necesitaba saber si los obligatorios roles de hija, madre y esposa de alguien más era todo lo que podía aspirar. Ya para entonces había encontrado otros ídolos mucho más consistentes y profundos que Leia de Alderaan, mujeres que desde las páginas de mis libros favoritos se hacían preguntas semejantes a las mías. Pero había algo en Leia — en todo lo que el personaje representaba — que me hacía volver a esa primera imagen de la niñez, de la Leia poderosa y firme. En toda su sencillez de fenómeno Pop, la Leia de Carrie Fisher continuaba siendo el emblema de una cierta rebeldía primigenia, una oposición elemental hacia algo más complejo que me llevó años comprender.
No es fácil explicar todo lo anterior cuando eres una adolescente flacucha e insegura, preocupada por encajar pero también, que no puede evitar cuestionarse sobre temas concretos tan profundos como inevitables. Cuando creciste con la insistencia de ser “decente”, de ser “una niña bonita”, una “muchacha de bien”. Cuando pasaste buena parte de tu infancia esquivando las críticas y la presión cultural para ser la mujer que se espera de ti. Hay un peso real y muy específico que debes llevar a cuestas. Una sensación muy clara que debes cumplir con esa percepción de la mujer que se lleva a todas partes como un fardo muy pesado.
Tal vez por ese motivo, a veces veía “The New Hope” por la necesidad de reencontrarme con esa rebeldía originaria, con Leia que había sido heroína durante toda mi infancia. Porque en Latinoamérica, las heroínas de ficción pertenecen a un único molde sencillo que se repite tantas veces como para resultar irritante. En las novelas televisivas y los dramones cinematográficos la mujer reproduce el tópico habitual de quien sufre por amor o es objeto de disputa amorosa. La mujer que es engañada, seducida, violada, maltratada. La que sufre y debe sufrir para complacer cierta obsesión colectiva sobre la fragilidad femenina. En lugar de eso, Leia era un personaje dinámico, que desafía a los símbolos de poder y lo hace con un desparpajo que asombra y deja muy claro que Leia no vino a este mundo — galáctico — a sufrir o aceptar nada. Recuerdo que llegué aprender de memoria el diálogo entero de su primer y memorable encuentro con Moff Tarkin (encarnado por Peter Cushing) “Noté su repugnante olor a cuervo carroñero en cuanto me trajeron a bordo”. Lo dice además, sin amilanarse ante el peligro ni tampoco por un mero arrebato de temeridad. Leia sabe su lugar en el mundo y buena parte del mérito de esa certeza — fortaleza — es de una jovencísima Carrie Fisher, sosteniendo a pulso y con su infalible sentido de la oportunidad y el buen humor un personaje exquisito.
Me hice adulta sin renunciar del todo a esa percepción de esa primera gran heroína que admiré y a la mujer que se desdibuja detrás de ella. En ocasiones pienso que crecí admirando a Leia hasta que conocí a Carrie Fisher, que con dificultad intentaba sostener el mito de la princesa más intrépida de la galaxia. Fisher, actriz, escritora y guionista era la dimensión más humana del mito, la realidad física de la Princesa Leia demostró que esa capacidad humorística y su persistente voluntad de crear un espacio propio tenía mucho que ver con la mujer que la encarnó. La extraña, en ocasiones herida por el propio peso de su fama y en medio de dolorosas debacles emocionales heroína que se construyó a sí misma.
***
Cuando tenía veintiséis años me diagnosticaron un severo trastorno de pánico, tan grave que me hizo recluir durante meses en casa, aterrorizada y confusa por los síntomas que padecía. Fue un periodo especialmente duro en mi vida: recibir un diagnóstico psiquiátrico jamás es sencillo y mucho menos, cuando durante buena parte del tiempo, intentas por todos los medios a tu alcance ignorar su existencia. Las primeras semanas, resultó enloquecedor e invalidante asumir que sufría de un padecimiento del que sabía muy poco. Pero más allá de eso, me agobió el miedo: no dejaba de preguntarme con una frecuencia extenuante si lograría tener una vida normal a pesar de todo. Si tendría la oportunidad de alcanzar cierto equilibrio en el futuro.
Mi psiquiatra me escuchó con amabilidad. Era casi tan joven como yo y estaba muy preocupado por la angustia que me provocaba la mera idea del trastorno. Cuando no tuve nada más que decir, se levantó y se acercó hacia impecable biblioteca de oficina. Lo vi ir y venir, buscando lo que supuse sería un libro. Cuando lo hizo, me lo extendió con un gesto rápido y firme. No supe que decir cuando encontré a Leia Organa mirándome desde la portada.
— Wishful Drinking — leí en voz alta. Mi médico sonrió.
— No eres la única que a veces tiene que enfrentarse al lado oscuro de la fuerza.
De manera que por segunda ocasión en mi vida, Leia estuvo allí para demostrarme cierto tipo de esperanza que no comprendía muy bien pero que sabía que necesitaba. Leyendo sus sinceras y en ocasiones descarnadas confesiones, descubrí que detrás del personaje que tanto amaba de niña, había una mujer atormentada, divertida, de una fuerza asombrosa y una capacidad para la esperanza que no podía entender muy bien. De nuevo, fue Leia, reconvertida en la locuaz e inteligente Carrie, quién me habló sobre las posibilidades reales más allá de la angustia, la que guió a través de un complicado camino hacia encontrar un cierto tipo de paz que jamás que me llevó esfuerzos comprender. Y fue Leia, magnífica y rebelde a quien encontré en las páginas de un libro lleno de dolores y pesares pero también de una profunda integridad. Una heroína de un viaje accidentado, largo pero finalmente, hermoso.
Leia de nuevo, me recordó el motivo que sostiene las verdaderas épicas, los relatos extraordinarios que transcurren en medio de la tormenta y la borrasca. Los grandes sufrimientos y las pequeñas batallas diarias. Y fue Carrie Fisher, el alter ego de la primera mujer que admiré, la que me demostró que la vida continúa a pesar de todo. Que hay un poder real, misterioso y sincero que habita en medio de las cicatrices de esas luchas invisibles que enfrentamos en la soledad de nuestra mente.
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Toda la trilogía original tiene una clara relación con la fortaleza de Leia. La ambición de Leia, la inteligencia de Leia, su firme decisión de no dejarse vencer en medio de la debacle bélica que la rodea. Es Leia quien toma las decisiones, la que lleva consigo los planos robados de un arma inimaginable. Y es Leia la que rompe todos los estereotipos, la que empuña el valor con la misma destroza que un arma de plasma.
Sonrío al recordar todas las veces que siendo una niña, me peiné como la princesa de Alderaan para recordar que siempre hay un motivo para luchar. Las infinitas ocasiones en que hizo sonreír recordar mi admiración por ella. El enorme cariño que le profesa la adulta que le convertí. Tal vez allí está el gran triunfo de esta mujer extraordinaria, convertida en mito, fuera y dentro de la pantalla: continuar llevando esperanza, aún sin saberlo, quizás sin saberlo. Un símbolo de lo que podemos ser y lo que podemos alcanzar por pura tenacidad. Una princesa guerrera que trascendió a la cultura pop para convertirse en algo más.
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