martes, 10 de enero de 2017
Crónicas de la feminista defectuosa: La historia incompleta de la puta, la santa, la madre y otros estereotipos femeninos.
Hace unos días, leí un artículo que se preguntaba en voz alta: “¿Por qué las mujeres fingen orgasmos”? . El texto, redactando en ese tono juguetón y divertido tan común en algunas publicaciones, parecía más preocupado en descubrir el motivo por el cual una mujer “engañaba” a su pareja que la circunstancia que podría provocar que no pudiera alcanzar el clímax. De hecho, en uno de los párrafos un experto analizaba el comportamiento sexual de la mujer como el de “complaciente” y que fingir el orgasmo no era otra cosa que una de las tantas maneras en que el sexo femenino puede “gratificar” a su contraparte femenina. El concepto en general me pareció tan escandaloso que me pregunté en cuantas ocasiones la mujer es percibida de esa manera parcial, básica y secundaria. Un pensamiento inquietante que te conduce — y casi por asociación libre — a toda una serie de preguntas sobre cual es lo percepción de lo femenino en nuestra sociedad o lo que es más preocupante, cómo se asume la identidad de la mujer en medio de una cultura que insiste en mirarla como simple reflejo del género masculino.
No, no se trata de un pensamiento extremo y radical — aunque pueda parecerlo — sino una reflexión sobre ese punto de vista tan común que sobre la mujer suele tenerse. Me refiero en concreto a esa percepción de lo femenino como parte de un rol cultural o lo que parece ser lo mismo, el papel biológico que cumple la mujer — o debería cumplir — dentro de ciertas interpretaciones sobre lo social. Ambas cosas parecen ser síntomas de que aún la individualidad de la mujer se menosprecia o al menos se cuestiona con frecuencia. Y que preocupante resulta esa idea, en una sociedad de consumo que se delimita y se concibe a través de estereotipos, que se analiza constantemente por sus rígidos esquemas de la realidad. ¿Que debe fingir entonces la mujer para comprenderse como parte de la sociedad? ¿Que esconde la mayoría de las veces para no transgredir ese límite invisible entre el deber ser y esa expresión de lo femenino que parece creada a la medida de una sociedad restrictiva?
Le hice las preguntas anteriores a un grupo de mujeres, de todas las edades y profesiones. Las respuestas, me demostraron que aún la identidad femenina tiene un largo trecho que recorrer para encontrar una visión mucho más profunda que el estereotipo sobre sí misma. Quizás una perspectiva que incluya no solo esa herencia histórica restringida y la mayoría de las veces limitante que heredó de la tradición, sino algo más profundo y quizás significativo: una mirada esencial a su propio lenguaje creador.
De la inteligencia y otras pequeñas batallas simbólicas de la identidad femenina:
Mi amiga F. es profesora de historia en una reconocida Universidad del país. La mayor parte de su vida la ha dedicado al estudio y a la investigación académica, además de a sus diversos intereses por el idioma, la antropología y sociología. Políglota, con una envidiable cultura literaria y un crítico sentido del humor, es probablemente una de las personas más intrigantes que conozco. Y también de las más solitarias: con dos divorcios a cuesta, su vida emocional ha sido una ingrata carrera de obstáculos que le ha dejado heridas emocionales perdurables. Cuando nos sentamos a conversar, sonríe socarrona.
- ¿El artículo es sobre las ineptas sentimentales? — me pregunta. Intento sonreír también, pero no puedo. Le explico que deseo entender hasta que punto la mujer Venezolana debe luchar contra el estereotipo y como ese enfrentamiento constante con lo que considera “femenino” en nuestro país puede resultar limitante y hasta prejuiciado. Me escucha en silencio. Su expresión se hace dura y hasta un poco melancólica.
- ¿Qué debes ocultar y disimular en Venezuela? — le pregunto directamente — ¿Que te obliga la sociedad a esconder sobre ti misma?
- La sociedad Venezolana mira a una mujer inteligente con escepticismo. De entrada, nuestro país es machista. No a los extremos de otros países del hemisferio pero si lo suficiente como para que la mujer deba cumplir con un decálogo concreto del deber ser para comprenderse así misma — me explica — de manera que lo primero que una mujer debe ocultar en Venezuela es así misma.
Un pensamiento curioso que he escuchado más de una vez. Y es que la mujer Venezolana debe luchar desde muy niña con esa ambivalencia social que la halaga pero a la vez, la menosprecia de una manera muy sutil e insistente. La niña que debe “comportarse”, la niña “linda”, la niña que es de la “casa”. Son conceptos que parecen superponerse para crear una especie de idea tergiversada y errónea sobre la identidad de la mujer, que desborda esa visión rígida de una sociedad que se aferra a sus históricos cánones de conducta con cierta irresponsabilidad.
Y probablemente F. sea el mejor ejemplo de esa visión limitada — y limitante — de la cultura Venezolana sobre la mujer. La hija menor de tres hermanos, nadie apostó mucho por su temprana vocación humanista. Su madre, sobre todo, la ignoró siempre que pudo y cuando fue evidente que F. no tenía intenciones de seguir lo que se considera la vida tradicional de una mujer Venezolana — matrimonio incluido — los enfrentamientos se hicieron inevitables. El hogar paterno se convirtió de hecho en un pequeño campo de batalla, donde se le exigía “sentar cabeza” — en esa visión general de la mujer como parte de un rol social — y finalmente “madurar”. Tal vez un poco abrumada por la presión, F. terminó contrayendo matrimonio con su novio adolescente durante los primeros años de la veintena, solo para divorciarse un par de años después. Para entonces, ya era licenciada en historia y con aspiraciones docentes. Su esposo había abandonado el sueño universitario para buscar un “trabajo real”. Para F. esa visión del mundo enfrentada fue el principio de una pequeña batalla dialéctica que hizo insostenible la relación.
- ¡Le molestaba lo que llamaba “mi estudiadera”! — me cuenta con cierta amargura — me reclamaba que insistiera en dar clases en la Universidad, que insistiera en continuar estudiando. La convivencia se hizo insoportable. Había una especie de enfrentamiento silente, diario. Un ataque directo a lo que consideraba mis “pretensiones”. Finalmente, cuando me fue infiel, no me sorprendió. El divorcio fue un alivio.
La dura experiencia escaldó un poco a F. con respecto a lo que a lo sentimental se refiere. Me cuenta que durante los años siguientes, se volvió tímida y precavida. Tuvo unas cuentas relaciones fallidas y se enfrentó una y otra vez, al extraño prejuicio de la mujer “Muy inteligente”. Me cuenta que más de una vez, el galán pareció intimidado por su capacidad intelectual y que con frecuencia, se sintió menospreciada justo por su dedicación profesional.
- Te sientes como si tener opiniones, pasiones y una visión del mundo propia no es lo que se espera de ti — me comenta — o mejor dicho, no es lo que se asume como deseable. Había siempre una extraña sensación de pisar un terreno resbaladizo en lo que a la identidad femenina se refiere. Como si ser yo misma no fuera aceptable o al menos, comprensible para nuestra cultura.
Una década después de su divorcio, volvió a contraer matrimonio. En esta ocasión, el hombre era un profesor Universitario con quien compartía intereses e incluso, aspiraciones profesionales. Para F. fueron años de autodescubrimiento y una nueva visión de lo que una relación de pareja podía ser: compartían lecturas e tiempo juntos y además de la necesaria química emocional y física, había una enorme afinidad intelectual.
- Fue algo totalmente distinto a mi primer matrimonio, nos complementábamos de alguna manera — me explica — y por supuesto, eso influyó en la relación de muchas maneras. Realmente, tenía muchas esperanzas en nosotros, en un futuro juntos.
Mi amiga toma un sorbo de café. Las manos le tiemblan un poco. Aguardo, en silencio. Sé que la relación terminó también en divorcio y uno lo bastante desagradable como para que amiga tomara la decisión de incluso abandonar el país durante algunos años. Me pregunto que pudo ocurrir para que una relación que al parecer había comenzado de manera tan auspiciosa terminara en un pequeño desastre doméstico.
- Los problemas comenzaron cuando ambos participamos en el mismo concurso de credenciales para optar por un cargo académico en la misma Universidad — me cuenta. Suspira — no pensé que sería una competencia frontal, pero a él le pareció ofensivo que lo hiciera. Me reclamó en varias oportunidades que no tenía sentido nos enfrentaramos en el plano laboral pero yo no lo veía de esa manera: se trataba que ambos veíamos nuestras respectivas carreras en la misma perspectiva y aspirábamos al mismo cargo. Por supuesto, para él no fue tan sencilla esa visión de las cosas.
El matrimonio comenzó a resquebrajarse con rapidez a partir de ese momento, crisis que solo empeoró cuando F. logró el cargo Universitario, lo que según me explica, provocó una pelea muy violenta en la pareja. Meses después, luego de un progresivo alejamiento y luego de una breve infidelidad — otra vez, esa deslealtad emocional y física que parece simbolizar de manera muy primitiva el poder masculino — su esposo le exigió el divorcio. Fue un proceso lento y agresivo, donde estuvieron en disputa no sólo los bienes de la pareja sino hasta su identidad sexual. Su ex marido insistió en su supuesto “lesbianismo” para justificar un enfrentamiento constante que terminó por agotar física y emocionalmente a mi amiga. Me cuenta que por meses, lo ocurrido la sumió en una profunda depresión y una serie de cuestionamientos sobre si misma que la hirieron profundamente.
- Llegué a preguntarme si la responsabilidad de todo lo ocurrido había sido mía, si había provocado la ruptura por “imponer” mi punto de vista — sonríe con tristeza — me llevó años superar esa especie de “culpa” histórica, asumir que simplemente había seguido mi visión intelectual. Pero para nuestra cultura, eso es poco menos que impensable. Poco femenino.
Me produce escalofríos lo que me cuenta, no sólo por las implicaciones sino por el hecho, que F. se enfrentó probablemente a un tipo de prejuicio patriarcal que en nuestro país se considera normal. Y es que la mujer intelectual, en un país donde lo tradicional tiene un marcado corte machista, es cuando menos una anomalía. Una excepción inquietante para esa visión sobre la mujer que disminuye y menosprecia.
Cuando nos despedimos, le pregunto que aprendió de todo lo que ha vivido. Me preocupa que el constante enfrentamiento con una cultura misógina y aplastante pueda haberla herido de maneras que no puedo imaginar. Pero ella sonríe, a pesar de todo. Quizás por todo y me dedica un guiño malicioso.
- Aprendí que pensar es el mayor acto de rebeldía en un país que te lo prohibe — dice — y lo seguiré haciendo siempre que pueda.
Sonrío también. Tal vez, la verdadera batalla es mucho más simbólica de lo que pienso, me digo.
Del éxito profesional femenino y otras conceptos sociales invisibles:
Mi amiga M. me comenta de entrada que para ella, el trabajo es una forma de identidad. Lo hace con cierto desparpajo, una provocación que no sé muy bien que desea expresar. De manera que la escucho en silencio. Me cuenta que desde que era una adolescente ha trabajado porque “le obsesiona ser independiente en un país donde eso es mal visto serlo” y más de una vez, me explica que para ella, su éxito profesional es algo muy cercano a la definición de su propia personalidad. Publicista y actualmente dueña de una pequeña empresa que a pesar de las vicisitudes económicas de nuestro país avanza lo bastante bien para brindar discretas ganancias, se considera así misma una luchadora. Pero también está sola. Cuando le preguntó por qué, suelta una carcajada.
- Los machos de nuestro país no están preparados ni creo que lo estén muy pronto para una mujer que piensa por si misma, paga sus propias cuentas y hace lo que le da la gana — me dice — ¿Te parece exagerado? Pues en mi caso, lo compruebo a diario.
Para M. la cosa parece resumirse a que su éxito profesional no parece coincidir con esa imagen tradicional que la sociedad Venezolana imagina para la mujer. Y es que sin duda, nuestra sociedad parece tener una imagen concreta sobre quién debe ser la mujer, o al menos la mujer que se considera normal: una especie de variaciones múltiples entre la abnegación, lo maternal, la amabilidad, la mujer que siempre sonríe. Pero M. es contestona, intransigente, agresiva, energética. Se encoge de hombros cuando le pregunto si eso ha sido un problema insolventable en su relaciones.
- ¡Por supuesto! — responde — a los hombres en este país mami los educa para aspirar a una esposa que “los cuide”. Una esposa bella, simpática, inteligente claro o los que esa idiosincracia Venezolana asume como inteligente. Una mujer que lo cuidará como mamá lo hizo y será, como ella, cabeza de familia. Pura mierda. En la realidad las cosas nunca son tan sencillas y cuando lo comprueban, llega la decepción.
En su caso, esa decepción se resume a una serie de relaciones fallidas que le han demostrado que para algunos hombres Venezolanos, la mujer que triunfa profesionalmente es poco menos que una rareza, una excepción a algún tipo de regla ancestral que insiste en la mujer que no se toma así misma como individualidad demasiado en serio. Y es que para esa cultura que interpreta a la mujer como parte de su rol biológico, la prioridad femenina debe ser esa visión borrosa del hogar futuro, los hijos que cuidará. Esa identidad maternal que parece desdibujar la real, la individualidad necesaria. ¿Es a ese prejuicio al que se ha enfrentado mi amiga durante su vida?
- No sólo me he enfrentado a esa necesidad de limitar a la mujer a ciertas aspiraciones muy concretas sino al machismo de la mujer Venezolana, que es aún más radical que el del hombre — me dice — es la mujer la que te mira con desconfianza cuando triunfas. Es la madre la que te recuerda que siendo tan “agresiva”, no podrás casarte. Que nadie te querrá “así”. Una opinión que encuentras en todas partes.
Y es que Venezuela, el éxito profesional femenino aún sorprende o mejor dicho, no entra en los parámetros de lo que se considera habitual. En una somera investigación sobre el tema, encontré que el salario de la mujer Venezolana en relación a su contraparte masculino, siempre será un 30% inferior, a pesar de que ambos tengan la misma especialización y desempeñen el mismo cargo. Un panorama preocupante, si tomamos en cuenta que la mayoría de las mujeres de nuestro país son sostén de hogar y única cabeza de familia. Cuando se lo comentó a M. sacude la cabeza, desalentada.
- Antes de comenzar mi propio emprendimiento, trabajé en varias empresas donde por más que lo intentara, jamás lograba obtener los mismos beneficios que mis colegas masculinos. Una discriminación sutil que nunca acepté y que me trajo más de un problema. La igualdad es mi derecho y aunque el país no sea justo, lo lógico es que insista en la idea.
¿Y en lo emocional que tal funciona esa idea? M. parece seria por primera vez durante nuestra conversación cuando le hago la pregunta. Los hombros rígidos, la expresión un poco decaída.
- No funciona — dice con seriedad — Durante toda mi vida, me he enfrentado a esa visión de la mujer “hombruna” debido esencialmente, a mi éxito profesional. O soy una “puta” o soy “hombruna”. O les intimida y reaccionan groseramente o quieren “sacar provecho”. Es como atravesar un terreno minado, entre los prejuicios, temores y dolores de una sociedad muy niña.
De hecho, ninguna relación de M. ha superado el año. Me explica que finalmente, rozando la treintena, asumió que su vida emocional al parecer se encuentra empañada por su firme decisión de enfocar sus energías en el éxito en otros ámbitos de su vida más allá de lo emocional. De vez en cuando, su madre le recuerda que en nuestro país ser “macha” nunca será “bonito”.
- ¿Cómo puedes vivir con esa sensación que hacer lo que te gusta te condena a estar sola? — me dice — es como decidir entre dos extremos de la realidad que no te queda otro remedio que admitir son reales.
Medito sobre esa idea unas horas más tarde y me pregunto si esa grieta entre quienes somos y quienes la sociedad espera que seamos será alguna vez comprensible, o al menos justa. Pienso amargamente, que no hay respuesta aún para esa pregunta.
De la puta a la santa: La mujer Venezolana y el eterno cuestionamiento a su sexualidad.
A J. le suelen llamar “mami” “riquisima” y otros tantos epítetos más o menos incómodos, inevitables en este país donde el halago se confunde con mucha frecuencia con la grosería. Con su 1,80 de estatura, cuerpo escupido gracias al constante ejercicio y melena abundante, es el prototipo de ese ideal de belleza venezolano que tanto se insiste. Ella es la primera en admitirlo: creció obsesionada con la idea de ser una “Miss” y cuando no lo logró, se obsesionó con su aspecto físico a niveles casi peligrosos. Sufrió de una extrema delgadez durante los primeros años de la veintena y luego, dedicó varios años a cuidar de su salud, quizás en un intento de consolar esa idea estética que necesitaba complacer desde niña. Ahora, casi a los cuarenta, la belleza continúa preocupándole, pero desde otra perspectiva. Como socióloga ha dedicado una buena parte de su carrera a hacerse preguntas sobre la agresión estética en nuestro país y sobre todo, analizar sus experiencias adolescentes bajo otra perspectiva.
- Cuando tenía dieciséis, estaba convencida que era una necesidad lucir bien en Mini falda y camiseta con escote — me explica. En su bonita oficina del Este de la ciudad, tiene algunas fotografías de la niña que fue, que siempre sonríe a la cámara, muy maquillada y bien peinada. Ella toma una de las imágenes enmarcadas y me la pone entre las manos — mírame aquí: parecía una mujer adulta. Estaba impaciente por serlo. No quería ser niña. Quería ser una tipa “rica”. Quería estar “buena”.
La niña de la fotografía realmente parece mucho mayor a lo que realmente es, con los ojos muy maquillados, la boca roja y el cabello peinado de manera muy elaborada. Lleva un generoso escote que muestra su pecho delgado. La minifalda apenas le cubre las rodillas. Pero ella no parece incómoda. Con una mueca provocativa, hace pucheros a la cámara.
- Comencé mi vida sexual muy temprano — me explica J. con cierto cansancio — pensé que si no me acostaba con ese noviecito insistente me dejaría. Y de hecho, me dejó luego. La típica historia adolescente. Pero yo pensé que el asunto era conmigo. Que yo había hecho algo más. Así que con el siguiente novio, fui más rápido. Y la cosa “funcionó” o como lo interpretas a esa edad: el muchacho se volvió loco conmigo…hasta que encontró a otra que le resultó más novedosa. No entendí nada.
Me lo cuenta con tristeza. Me describe la manera como su sexualidad se convirtió en un arma, en una manera de insistir en ciertas ideas que creía ciertas pero que realmente nunca comprendió muy bien de donde venían. Quería ser la “bella”, la “popular”, la “mami” que todos deseaban. Y lo fue, durante esa época adolescente donde todo parece sencillo y un poco sin sentido. Pero también se convirtió en esa figura tan temida de la sutil tradición machista Venezolana como es la “fácil”.
- ¿Quien es fácil? — le pregunto. J. frunce la boca y me pregunto si a la exitosa mujer de cuarenta años con quien converso, todavía le duele ese insulto juvenil, que tuvo que soportar tantas veces.
- Fácil es la muchacha insegura que se acuesta con el novio para que no busque en otra lo que ella le puede dar — responde — ese es el concepto que se repite con tanta frecuencia que se toma por cierto. Fácil es la que disfruta su sexualidad, la que no cree que deba contenerse por el tabú social. Pero esas son una minoría en comparación de las que usan el sexo como un arma para obtener reconocimiento social. Y eso se extrapola a toda una serie de ideas que destruyen esa visión de la mujer sexual y la transforman en otra cosa. La mujer sexualizada a la fuerza, la que se concibe así misma solo a través de la gratificación física.
Para J. el camino fue largo y tortuoso. Después de sufrir una paliza de una de sus parejas, se cuestionó por completo lo que hasta entonces habían sido sus costumbres y su manera de ver el mundo. Y no solo con respecto a quien era — como mujer — sino que se esperaba de ella. Me explica que vivió por tanto tiempo según el estereotipo de la mujer “rica” que cuando retrocedió un poco para comprenderse, le provocó dolor asumir hasta que punto se había lastimado por obedecer ciertos patrones de comportamiento heredados de manera invisible por una cultura que insiste en roles femeninos.
- Fui “la puta” mucho tiempo porque “la santa” me aburría — me dice — ¿Quien quería ser la niñita santurrona, la niña educadita? Quería ser la chevere, la que invitaban a todas las fiestas, la que andaba con los tipos más “divinos”. Exhausta, me cuenta que recuperarse de las heridas físicas de la agresión que duró, le permitió admitir las profundas heridas emocionales que por años, padecería. Una especie de reflejo de esa extraña agresión a la que se sometía con todo tipo de dietas poco saludables y rutinas de ejercicios extenuantes. Detener el ciclo le llevó casi una década. Recuperarse, aún es un proceso diario.
- ¿Como te ves ahora mismo? — le pregunto. J. medita la respuesta en silencio y mientras lo hace, miro a mi alrededor. Su oficina está llena de sus fotografías, de esa lenta evolución suya de la niña que fue, a la mujer plena que es. En varias de las imágenes, su esposo sonríe. Una de sus hijas salta en una radiante escena playera. Y aún así, la expresión de J. es dura, un poco angustiada. Hay heridas que nunca cicatrizan del todo, pienso. Que insisten en lastimarte a pesar del tiempo que transcurre, de las experiencias y la fortaleza espiritual.
- Me veo como una sobreviviente — dice por último — a mi misma, a la sociedad, a los parámetros de una cultura que te dice que debes hacer. Cuando lo aceptas, pierdes muchas pequeñas partes de ti misma, pero sobre todo, te provocas un tipo de dolor que solo tu misma puedes consolar. Pero asumir ese poder lleva tiempo, esfuerzo y no siempre se logra.
Un concepto muy duro de asimilar, pienso, mientras camino por la calle. Miro a las mujeres a mi alrededor: Me pregunto si todas llevamos nuestra historia a cuestas, construímos una identidad a la medida de algo tan difuso como un prejuicio. No lo sé, me digo con sinceridad, pero sin duda, hay una misma visión que une, que crea una versión sobre lo femenino mucho más real y poderoso que la cultura sugiere debe ser. Y esa identidad compartida, tan radiante como intangible, la quizás sobreviva a cualquier restricción, a cualquier estereotipo cultural. Una expresión del yo atemporal.
C’est la vie.
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