lunes, 2 de enero de 2017
Crónicas de la loca neurótica: ¿Ahora qué? Manual de uso para la incertidumbre.
Hace unos días, un amigo me preguntó “hasta cuándo” pensaba escribir sobre feminismo. O de hecho, hasta cuando pensaba escribir directamente. Lo dijo además, con un tono paternal que intentó disimular con una sonrisa jovial. Me tomé un sorbo del café sin azúcar que compartíamos, antes de estallar por la ira que me coloreaba las mejillas.
— ¿Y por qué debería dejar de hacerlo?
— Lo digo porque ya es suficiente ¿No? Ya demostraste el punto. Eres una mujer educada, intelectual y culta. Hablaste de todos los temas que te provocó. Te buscaste polémicas. Ya ahora puedes madurar con tranquilidad.
La ira me dejó paralizada y en silencio. Intenté ordenar la mezcla de cólera, amargura y algo parecido al desaliento que me cerró la garganta. No pude hacerlo. Mi amigo me dedicó una mirada casi alarmada cuando dejé la taza a un lado de la mesa con un movimiento rápido que la hizo zarandear sobre la madera.
— Oye escribes muy bien — añadió — no es que no lo hagas. Es que ¿Para qué sigues haciéndolo? ¿Qué sentido tiene? Allí tienes: tanto esfuerzo en escribir sobre feminismo para ganarte insultos de mujeres ¿captas el punto?
Lo capto, desde luego. Vivo en un país machista en el que llamarte a ti misma feminista equivale exponerte a la burla, la discusión innecesaria e incluso, la humillación pública. Se trata de batallar en un espacio de ideas difusas, argumentos incompletos y una serie de ideas retrógradas que intentas combatir con un mínimo de objetividad, la mayoría de las veces sin lograrlo. Pero más allá de eso, una mujer que escribe sobre feminismo es un estereotipo tan frecuente — y tan evidente — que resulta siendo casi tragicómico, incluso paródico. No es fácil mantenerse fuera de la arena de la discusión absurda, de los tópicos veniales de una superficial guerra de los sexos. Pienso en las veces en que lo he logrado. Pienso en las que no.
— Me refiero además — prosigue mi amigo — que estás arando en el mar. Regalando libros digitales a gente que no le interesa, hablando de literatura en un país que no le importa leer. ¿Para qué insistes? Deberías tomar el año nuevo para alejarte de todo eso. Usar tu talento para algo más productivo ¿No?
Cuando era una niña, solía pensar que los libros eran la puerta abierta hacia el conocimiento. Un pensamiento cursi y por completo ideal de alguien que se educó con una gran biblioteca a su disposición y leyendo la mayor parte del tiempo. Pero también, era una percepción brumosa sobre la educación: después de todo, con doce años estaba tan enamorada de la lectura como lo puede estar alguien a esa edad y sobre todo, estaba por completo convencida del poder renovador de la lectura. Crecí convencida que leer era no sólo un hábito reivindicador por excelencia, sino además, una manera de asumir cierto punto de vista individual imposible de obtener por otros medios. En otras palabras, leer te hace mucho más consciente de tus posibilidades. Se convierte en un lento trayecto hacia ti misma, hacia algo más profundo y poderoso de lo que puedes explicar. De pronto, leer te salva. Por todas las pequeñas razones por las que puede hacerlo cualquier cosa.
Pero vivo en Venezuela, claro. Un país en crisis — quizás la peor de su historia — , en medio de una generación cada vez más cínica y sobre todo, que batalla a diario contra el miedo. Contra la inmediata sensación de incertidumbre que te provoca un futuro despedazado desde su origen. Crecí en la Venezuela socialista, donde la ideología busca aniquilar la personalidad, destruir toda forma de refinamiento intelectual. Un país para quien el arte es una herramienta de ideología panfletaria. Un país en el que termina siendo peligroso — un peligro real, no metafórico — tener opiniones propias. Un país que no lee, no recuerda su historia ni tampoco le importa hacerlo. Un país en ruinas, a la distancia mínima de un desastre inimaginable y certero. Un país donde leer es la menor de las opciones. La menos importante de todas.
Por supuesto que entiendo el punto, me digo saboreando el café amargo, espeso y requemado. Un mal café. Porque la cafetería en la que me encuentro con mi amigo con toda seguridad recalienta el que preparó el día anterior. Porque como bien dice el papel pegado en la puerta “a veces no habrá café y cerraremos”. Porque estoy en medio de un tipo de apocalipsis difícil de explicar. Que ocurre todos los días. Que nos aplasta como un monstruo invisible y ambicioso. Este el país que heredamos de un error histórico monumental. El que debemos afrontar hasta que sea el día de la inevitable huida.
— Dedicate a lo tuyo — vuelve a la carga mi amigo — ¿A ti que te interesa si las tipas son usadas como objetos? ¿La cultura de la Miss? ¿Las multitud de madres adolescentes? ¿A quién le importa leer los nuevos libros cuando tiene que decidir si va a comer esa noche? Dedícate a sobrevivir y ya está.
Una vez, Coetzee dijo que todos atravesamos estados animales, temibles y cercados por una cierta naturaleza salvaje. Que las peores situaciones están hechas para embrutecer, no para controlar. El control viene después, claro. La cuerda cortísima. Pero embrutecer es un método infalible para demoler el espíritu. Para dejar la voluntad de cualquiera al alcance de cualquier panfleto. Lo dijo en “Desgracia”, un libro temible y precioso sobre tragedias y dolores muy humanos. Sobre el horror al límite de lo cotidiano. Sobre la mezquindad del hombre moderno. Recuerdo la frase como si la hubiera leído ayer. Me produce la misma sensación de angustia remota, de algo doloroso al borde la conciencia.
— Entonces ¿tu dices dar por perdido el país y el esfuerzo? ¿Incluso mi forma de concebir la esperanza? — pregunto — sólo asumir que no se puede, que no vale la pena ¿Y ya? ¿eso es todo?
— Pero ¿En medio de este desastre a quien le importa? — me dice con los ojos muy abiertos y asombrados, supongo por mi ingenuidad- ¿A quien le importa la cultura, los derechos de nadie? ¿Vale la pena acaso insistir en algo semejante?
Suspiro. ¿Vale la pena seguir avanzando contra corriente? ¿Vale la pena creer que se trata de un esfuerzo privado contra el caos descomunal que parece llenar todos los espacios de la realidad? ¿Vale la pena esa petulancia mía de creer que sí, que todavía existe la posibilidad de encontrar algo bueno en medio de todos los destrozos de un país que se viene abajo? ¿De verdad vale la pena esta lucha diminuta, invisible? Arar en el mar, había dicho mi amigo. Imaginé la escena. Las líneas de espuma en el mar extraordinario, plata y movedizo. Desapareciendo. Apareciendo otra vez. Y después, sólo el mar. La superficie espejada reflejando el cielo tristón. ¿Eso es todo?
Sacudo la cabeza. No, no lo es todo. Porque eso equivale a aceptar que Venezuela — esa noción brumosa del país en el que nací, el gentilicio que llevo a cuestas — es sólo los escombros políticos de una lucha desigual. Que el enorme poder político que se esgrime y avanza en medio del miedo, triunfó — que quizás lo hizo en cierta forma — y que el daño es irremediable. Que logró no sólo aplastar sino también, deformar lo suficiente lo que somos — quienes aspiramos a ser — hasta transformarnos en una masa silenciosa y aterrorizada sólo esperando escapar. ¿Eso es lo que somos? ¿Eso es lo que realmente está ocurriendo? ¿eso es lo que debo aceptar?
Pienso en toda la gente que conozco que aún insiste tener esperanzas por Venezuela. Así, esperanzas. Nada elaborado ni tampoco que pueda interpretarse como algo más que el esfuerzo. Mi amigo H., que trabaja a diario en su consultorio y que por las tardes, ofrece consultas gratis a quienes no pueden pagarlas. “Es necesario hacernos responsables unos por otros”, me dijo hace poco, cuando le pregunté por qué lo hacía, precisamente él entre todas las personas de un país indiferente. “Necesitas entender que en medio de una situación así, sólo tenemos la responsabilidad y la solidaridad entre todos.”
— Eso suena idealista — le dije. Y a la distancia, me avergüenza mi incredulidad.
— Lo es, Agla. Por ahora, sólo tenemos ideas. Y lo que puedas hacer a diario contra esta situación. Algo real, desde tus medios. Es eso, o dejaste aplastar.
Pienso también en V., mi amiga que gerencia una de las librerías que sobreviven a la crisis económica en la ciudad. Lo hace con buen gusto, enfrentándose a la desidia, luchando a brazo partido contra ese instinto de abandonarse a la desesperanza. Pero V. es mucho más fuerte que eso: acude a diario para ponerse detrás del mostrador, preparar café y sonreír. Una lucha pequeña pero efectiva. Crear un espacio entre los espacios. Una esperanza en medio de la Caracas en ruinas.
O mi amiga A., que insiste con una terquedad devota, en viajar por todas las regiones del país para recordar a todo el que quiera escucharla, que hay un motivo para la persistencia. Que la terquedad es una cosa buena. Que hay un motivo para continuar y avanzar en medio de los destrozos, de la desazón que avanza en todas partes. Porque Venezuela es más que una crisis. Es una compleja mezcla de ideas y elementos. Y para A. también es una forma de comprenderse a sí misma.
Tomo otro sorbo de café. Aprecio su sabor. Es amargo, viejo. Pero café. En medio de una escasez inimaginable. Que existe porque alguien se empeñó en abrir la puerta del negocio un día más, a pesar de todo. Que insiste en enfrentarse al dolor, al miedo, al terror. Y a algo más sutil que todo eso: a la resignación. Cuando miro a la barra, el encargado está afanado en ordenar las tazas que cuelgan en la pared trasera. Lo hace de manera concienzuda, con buen gusto. Sigue atento a esos pequeños detalles. Sigue luchando.
No es algo sencillo, no es algo obvio. No es algo épico, idílico, romántico. Es trabajar a diario contra las cientos de razones para no hacerlo. Contra todos los motivos que en buena lógica, te insisten en que luchar carece de sentido. ¿Por qué no cerrar y huir? ¿Por qué no claudicar? Pienso en mi amigo H., que a esa hora debe estar atendiendo a más de veinte pacientes. Que lo hace porque puede, porque se preocupa. Que sabe que su esfuerzo no solucionará la crisis de insumos, en las cientos de carencias que padece el Venezolano a diario. Pero continúa. Como mi amiga V. que abre la librería con buena música y la invitación tácita a continuar, a pesar de todo. O mi amiga A., con su morral y su cámara a cuestas, mirando la Venezuela invisible, la honesta, la humilde, la franca.
¿Vale la pena? No lo sé. Pero quizás que no lo valga o que no tenga sentido, no sea tan importante como su significado elemental. Esa rebeldía diaria, esa percepción inmediata de nuestra necesidad de seguir luchando a pesar de todo. De no permitirnos esa última caída en el desastre, en medio de los trozos perdidos de un país anónimo.
— A mi me importa — respondo entonces. Y cuando lo digo, tengo una vaga sensación de triunfo que incluso entonces me parece ridícula — me importa continuar insistiendo, haciendo lo que puedo desde mis medios para enfrentar ese miedo, ese horror de todos los días.
— ¿Una rebeldía contra qué?
— No lo sé — admito — o quizás no es contra una sola cosa. Y ni siquiera se trata de rebeldía. Se trata de esa necesidad de continuar haciendo lo que creo necesario para continuar, para persistir. Una resistencia contra esa Venezuela herida, sin nombre. A piezas, sin forma. Eso es lo que intento hacer. Y no sé si lo hago bien. O por cuánto tiempo continuaré haciéndolo. Pero lo haré todas las veces que sea necesario.
Mi amigo no responde, irritado e incrédulo. Imagino que podríamos seguir, argumento tras argumento, cerrando puertas, insistiendo en la pequeña debacle personal. El qué importa, en el qué valor tiene. Pero no lo hace. A pesar de eso, su silencio tiene cierto peso. Un significado propio. Una pregunta a cuestas que no sé si quiero responder.
— Algún día te vas a cansar — dice mucho después, cuando nos despedimos en la puerta del café.
— Quizás.
— Y te vas a preguntar si valió la pena el esfuerzo.
¿Me lo preguntaré? me digo a mi misma un rato más tarde, mientras camino a solas por la ciudad. Esta Caracas despótica, hostil. No lo sé, me respondo a ciegas, con cierta melancolía. Pero aún así, la posibilidad de no insistir en mis pequeñas batallas es mucho más dolorosa que esa posibilidad. Mucho más temible. Una puerta cerrada que me niego a aceptar.
***
Camino por la calle, un poco incómoda en mi piel, como siempre. ¿Habrá alguien que sienta completamente feliz? ¿Existe la felicidad plena? ¿Existe una visión de ti mismo profundamente asumida y asimilada? No lo sé. Nunca me he sentido así. Tal vez se trate a que soy una inconforme. Probablemente sea un poco esa incertidumbre en la que me tambaleo. Después de todo vivo en un país sin certezas. En un país en medio de la debacle donde lo único real parece ser el miedo. Mi incomodidad parece insignificante respecto a eso. De hecho, lo es.
Cuando era muy jovencita, siempre pensé en Venezuela como un buen lugar para vivir. Incluso durante los primeros años del chavismo, jamás pensé en el país donde nací como un territorio en caos al que debía abandonar. Eso, a pesar que nunca fui precisamente inocente, pero sí lo bastante ingenua para mirar el futuro como una gran expectativa. Recuerdo que cuando tenía unos catorce, me imaginé como sería en la tercera década de mi vida. Era una imagen vívida, de una mujer extraña y fuerte, una que no le tenía miedo — no tanto — a la oscuridad, que sabía cosas que yo aún no comprendía, que sostenía la cámara vivir y el lápiz para soñar. Me la imaginé muchas veces, esa mujer que sería yo, esa figura que nunca tendría miedo y que muchas veces podría vencer el dolor.
Sonrío. Mi madre, que me acompaña a tomar un café mientras pienso en todas estas cosas, me dedica una mirada levemente confusa.
- ¿Qué pasa? — pregunta. Me encojo de hombros. Miro sus manos, tan parecidas a las mías y pienso en ambas. En ella que es mi reflejo en muchas cosas y en mi, que me construyo aún. Suspiro, sin saber como expresar la idea, como construir ese pensamiento abstracto que me atormenta.
— ¿Te pasó que supiste el momento exacto en que dejaste de ser joven? — intento ser sutil en el planteamiento, darle un toque ligero a mis palabras. Pero tienen su poder, su contundencia. Mi mamá suspira y pienso que no me responderá. Que quizás me dirá alguna de sus frases favoritas: “se es joven mientras se puede y se quiere”, pero en cambio parece pensarse lo que dije. La contemplo: es muy bella aún, en sus sesenta y pocos años. El cabello rubio le cae sobre los hombros bien peinado y abundante, el rostro tiene un brillo delicado y frágil. Pero si, no es una mujer joven. Es un adulto por completo. ¿Como se asimila esa idea? ¿Como es comprender de pronto que dejaste toda la frescura de la juventud, de aprender por primera vez, de la ingenuidad de la inocencia? ¿Me esta pasando eso a mi? Me pregunto con un sobresalto. ¿Me está ocurriendo justo ahora? ¿Por eso padezco esa leve melancolía a todas horas? Me muerdo los labios preocupada, desconcertada.
Y me está ocurriendo en medio de una crisis atroz, me digo. Una crisis que sacude todos los cimientos de cada cosa que creo y temo. ¿Perdí los mejores años de mi vida, esa veintena invaluable en un país herido y destrozado? Es un pensamiento desagradable y duro que me lleva esfuerzos manejar. Tomo una bocanada de aire. El pánico está muy cerca de la superficie, me roza por un momento y me asusta lo que puede significar.
— Creo que nunca sabes algo semejante hasta que es inevitable ignorarlo — comenta por fin— no creo que nadie admita que es un adulto, un viejo. La sensación de dolor de comenzar a asumir la mortalidad no es sencilla. Es un pequeño trago amargo que tomas a sorbos muy pequeñitos todos los días. Luego ocurre algo y…solo sabes…
Lo dice todo con voz muy suave, casi quebradiza. Parece cansada, pero luego descubre que solamente está…triste. Sí, mi madre está triste mientras sonríe y me contempla con sus bellos ojos verdes. Tan jóvenes, ahora que lo noto. Aprieta los labios. Instintivamente, sé en qué está pensando. Hace cuatro años sufrió un infarto: no fue muy grave, pero si todo lo contundente que puede ser para alguien como mi madre descubrir su vulnerabilidad. La recuerdo en la cama de la clínica, temblorosa y pálida, agotadisima. Sentada a su lado, no sé que decir. Me aprieto los dedos, siento una profunda angustia. Ella tampoco dice nada, hasta que vuelve la cabeza en la almohada para llorar. El recuerdo me hace daño y parpadeo para no llorar, que ella no note mi tristeza.
- La juventud es una idea que no entiendes hasta que la pierdes — murmura. Y noto que no me lo dice a mi. Los dedos apretando con casi excesiva fuerza la taza de café, los ojos entrecerrados. No me mira. ¿Que ve con los ojos de mi mente? ¿El futuro? ¿La incertidumbre? Quiero extender la mano y apretar la suya, quiero abrazarla y consolarla. Pero no lo hago. Continuamos sentadas juntas, una frente a la otra, meditando sobre la vida, la muerte y todo lo que ocurre entre ambos extremos.
De manera que ya soy un adulto en un país incierto, destrozado. Un campo de batalla regado de pura desesperanza. ¿Donde leí esa frase? Lo pienso con mucha frecuencia. Lo pienso mientras me ducho y comienza a preocuparme mi salud. Me palpo los senos nerviosamente, buscando algún indicio de cualquier aviso que mi salud ya no es perfecta. El pensamiento me irrita, me preocupa. Sobre todo en esos momentos de soledad perfecta en que todo a mi alrededor pierde significado. Lo pienso cuando me miro en viejas fotografías y me sorprende que sea el mismo rostro que ahora veo en el espejo. Y sin embargo, hay algo que se mueve en el fondo de mi expresión, de mis ojos. No podría decir qué, pero es tan evidente como elemental, tan poderoso como crudo. ¿Experiencia? que poético. ¿Vejez? que directo. Quizás solo sea el lento paso del tiempo dejando huellas, medito con cierto nerviosismo. No en arrugas, que no temeria, en canas que me harían sonreír. Sino en algo más intangible, evidente. Doloroso quizás. ¿Qué puede ser? ¿Lo comprenderé cuando ya sea inevitable?
Crecí en un país sin esperanzas. En un país que espera morir o un desastre social que lo destroce hasta sus cimientos. ¿Qué te hace eso? ¿Qué heridas te deja hacerte adulta en un país en guerra dialéctica, con filas interminables de ciudadanos hambrientos? ¿Un país sin norte ni futuro? No lo sé. A mi me volvió resistente, incrédula, cínica. Me volvió una anciana agotada. Me volvió melancólica, triste. Me volvió aún más pesimista de lo que ya prometía mi naturaleza.
Aún así, Venezuela es un país joven, pienso caminando por una calle concurrida. Un grupo de colegiales pasan corriendo a mi lado, riendo y haciendo escándalo. Según algunos estudios, somos un país adolescente: el 60% de la población tiene menos de veinticinco años y la cifra parece aumentar año con año. De manera que todos los Venezolanos somos jóvenes, en cierta forma. ¿Es natural sentirse de esta manera? Seguramente sí, pero me desconcierta esta sensación de leve angustia, como si mi edad fuera una idea más que un símbolo de como miro el mundo. ¿Quien soy ahora mismo? ¿En quien me convertiré?
Me encuentro en una de mis librerías favoritas de la ciudad: un lugar pequeño, discreto, repletos de libros apiñados en enormes estanterías de madera. La visito desde su fundación, harán catorce años atrás. La primera vez que la visité, tenía apenas veintidós años. El mundo me parecía enorme, interminable. La sensación de posibilidades abiertas. El librero, un sujeto maravilloso con una enorme barba rubia y acento español me recibió en esa ocasión.
- ¿Qué busca? — me preguntó.
- Solo quiero quedarme un rato.
Me quedé un buen rato ese día. Y el día siguiente. Y tantas tardes después, que tengo la impresión que muchos de los momentos más entrañables de mi vida, han ocurrido entre los preciosos anaqueles con olor a pino, rodeada de extrañas ediciones de libros singulares. Me gusta ojearlos siempre, aunque no compre ninguno. Detenerme en medio del silencio y leer un párrafo de un favorito inolvidable. O una obra recién descubierta. El día de mi cumpleaños, el obsequio que me hice, a esa mujer en que me convertí, a esa extraña que miro al espejo, fue una tarde entre estanterías y un nuevo libro que atesorar.
El librero, que sigue llevando barba hirsuta y sigue siendo tan antipático como siempre, se sienta a mi lado en el banquito del fondo. Suspira, con su respiración afanosa de fumador y ríe entre dientes.
- ¿Que pasa hoy que tienes esa cara de loca?
- Siempre la tengo.
Reímos juntos. Me extiende una bella edición recién llegada de una recopilación de Alejandra Pizarnik.
— ¿Qué pasa con esa cara?
— Me la dejó Venezuela.
— Te hemos criado romántica y cursi.
No respondo. Me observa con sus ojos glaucos y penetrantes. Se levanta de la silla, busca entre las estanterías. Abre y cierra gaveteros. Cuando regresa, lleva dos tazas de café en la mano. Lo pruebo con cautela. Como lo suponía, el sabor es rancio y duro. Pero me gusta, a pesar del inmediato parpadeo del dolor que siento en el estómago. Maldita gastritis, otro recordatorio de la juventud que se desvanece entre ideas y pensamientos.
- Cuando era niño, quería ser capitán del ejército — me explica — de verdad que lo deseaba. Me pasaba los días pensando en eso. Leía todo lo que podía sobre el ejército. Era muy miope y también asmático. Pero yo seguía insistiendo. Una y otra vez. Hasta que un día, el oficial que me recibía en el escritorio, me miró y me dijo una sola frase. ¿Sabes cual puede haber sido?
Tomé un sorbo de café. Pensé en varios juegos de palabras ingeniosos. Decidí no responder. El librero bebió de su taza un par de largos sorbos humeantes.
- Esa misma que estás pensando: “eres demasiado mayor” — dijo — eso me dijo. Se me cayó el mundo encima. Era demasiado mayor para mi sueño. Me encontré solo, roto. Creí que nada valía la pena. Sentí que la juventud había terminado.
Lo miré, con las mejillas coloreadas de angustia. Pienso en Venezuela, en los días rotos. En los sueños perdidos. En todas las cosas que debo renunciar a diario. En todas las cosas a las que he renunciado durante la última década y media. ¿Cuántos sueños he perdido? ¿Cuantos deseos incumplidos llevo a cuestas? Me revuelvo incómoda en la silla. Me apresuro a terminar el café. Quiero irme de aquel pequeño mundo de libros, volver al mundo real que se mueve muy rápido. Mirar a mi alrededor y pensar sobre el tiempo que avanza muy rápidamente, sobre la vida que carece en ocasiones de significado. Recuerdo una línea del libro “la Soledad de los números primos” de Paolo Giordano: “el mundo está hecho de números y de tristezas mal comprendidas” y siento que esa frase tiene su sabor y su propio peso, su sentido y su manera de llenar mis pensamientos, aunque intente evitarlo. Entonces el Librero deja la taza a un lado y hace una cosa muy rara: sonríe como un niño. Una sonrisa que muestra todos los dientes, los hoyuelos de las mejillas, que le enrojece el rostro y le destaca las arrugas. El gesto me sorprende, me deja sin palabras. Espero, queriendo saber que significa.
- Entonces decidí abrí una librería. La primera, antes que esta: en España. Era pequeñita y desordenada, ¡pero como la quería! — me explica. La voz tiene un lustre distinto, algo extraordinario entre la emoción y al simple inocencia — me encantó llenar las paredes de libros usados porque no tenía dinero para comprar nuevos. Y vender. Poner en los brazos de un niño un cuento nuevo que comenzaría a leer y recordaría después. Imaginar cada día un mundo de libros. Construir mi mundo lentamente, entre los estantes enormes y bastos. ¡Me despertó a la vida! y pensé que había perdido mucho tiempo soñando con otra cosa, mirando en otra dirección. Y me gustó que el sueño se tomara el tiempo para llegar, para sonreír y para construirse. Vida nueva.
Nos miramos uno al otro. Mire a este viejo gruñón, delicioso y de pronto le vi tan joven como seguramente lo fue. El cabello castaño claro, los ojos vivaces. Y que juventud tan bella esta, la de las esperanzas, la de las cosas buenas por nacer, la de las ideas que se hacen realidad. Cuando me incliné y lo besé en la mejilla, se quedó avergonzado y sonrojado.
- Renacer en palabras — comenté. Asintió. Me quitó la taza de café de las manos y volvió detrás del mostrador. Su mundo. Los libros alzándose a nuestro alrededor,, siendo una visión del futuro. Y pensé en todas las cosas que deseo hacer, en cada pensamiento que me queda por elaborar, en tantas imagenes que quiero atesorar. A pesar de todo, quizás por todos. En los proyectos que he logrado no obstante el terror, la crisis interminable, el desaliento y la desesperanza. Y tuve una sensación de asombro, como quien descubre un tesoro, como quien sueña cada día cien veces, con los ojos abiertos y las manos extendidas hacia la incertidumbre. Una manera de crear.
- Así que, se es tan joven como los son tus sueños — me dice. Sonríe. Apoya sus manazas en el escritorio — No importa tu edad, el país y sus achaques. Solo se envejece cuando el tiempo deja de tener significado. O cuando lo tiene pero solo te recuerda quien no eres. Piensa en quien serás.
Que pensamiento precioso ese, me digo, mientras camino por esta Caracas arisca, vestida de azul y calor radiante, con el libro de la Pizarnik apretado contra el pecho — claro que lo compré, mi delicioso regalo de cumpleaños — y pienso en todas las cosas que aún quiero alcanzar, en esa avidez de las cosas que busco, que intento obtener con esfuerzo e imaginación. Y me pregunto que pasará después, cada año una nueva visión, cada año una nueva esperanza. Y sonrío, esta vez sin miedo, taza de café en la mano, sentada en algún lugar escondido de la ciudad, mirando la tarde caer. Pienso en todo lo que aspiro, lo que aún necesito y lo que quiero recorrer. Una visión de mi misma más allá del tiempo. Una necesidad de soñar.
Aún continúo aquí. No sé hasta cuando, no sé que haré después. En realidad, no tengo claro incluso que ocurrirá en los próximos meses que debo afrontar con algún tipo de esfuerzo de voluntad impreciso. No sé que ocurrirá, pienso, mirando la ciudad parpadear al atardecer, pero me gusta confiar que podré continuar amargura y quizás, con un poco de paz.
C’est la vie.
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