lunes, 9 de enero de 2017

De la búsqueda del poder de la imagen y otras transgresiones del lenguaje visual: Lo cotidiano como sujeto fotográfico.





Elinor Carucci comenzó a fotografiar cuando tenía catorce años, animada por un espontáneo deseo de documentar su vida a través de una serie de imágenes más o menos congruentes. Lo hizo, además, sin ningún tipo de pretensión ni tampoco con un objetivo: años después insistiría que sólo deseaba dejar constancia de “su ser y estar” a través de una imágenes simples — pero nunca sencillas — que contaban su adolescencia como hija de un matrimonio norteamericano corriente. Hay algo íntimo, levemente perturbador en las imágenes de la adolescente Carrucci, que logra captar el rostro envejecido y amable de su madre, las ausencias del padre, las habitaciones abiertas y cerradas de su memoria doméstica. Un pulso honesto no sólo con un lenguaje fotográfico carente de artificio sino algo mucho más profundo: una capacidad para analizar la realidad desde cierta franqueza descarnada que a la distancia, resulta incómoda.

La Elinor Carucci adulta conservó intacta esa noción sobre la sinceridad visual. De hecho, su celebrado trabajo fotográfico es una mezcla de un día a día sublimado a través de la imagen y algo mucho más complejo y cerebral. Aunque en apariencia casual y accidental, no hay nada que el ojo atento de Carucci no analice bajo la luz del discurso. Una meditada conclusión sobre la vida de su entorno inmediato y sobre todo, el poder de la fotografía para desmenuzar la realidad en fragmentos concretos de lenguaje. La obra de Carucci — que abarca casi tres décadas e incluye su vida familiar en todas las facetas — asombra justo por su mutabilidad, pero también, por su percepción muy directa sobre un objetivo preciso: recorrer la percepción sobre lo cotidiano como una serie de rituales y visiones personales de enorme importancia artística.

No obstante, Carucci no considera que su formidable trabajo — y sus implicaciones — sea mejor o más específico que la atención concreta que toda madre dedica a sus hijos. Y de allí quizás la formidable tensión visual que sostiene una obra que tiene algo de perturbador por la atención meticulosa y obsesiva a los detalles. Hace unos años, un periodista preguntó a Carucci si la fotografía le ha permitido establecer una relación peculiar o más profunda con sus hijos que otras madres. Carucci pareció desconcertada por la idea. “No creo que los retrate más que otros padres, solo que de manera distinta” contestó “Los miro como todas las madres contemplan a sus hijos, sólo que yo tengo una cámara en la mano al hacerlo”.

¿Es ese elemento de profunda noción sobre sus relaciones privadas y emocionales lo que hace el trabajo de Elinor Carucci distinto? ¿O se trata de algo intangible, una insistente necesidad de traducir lo corriente y habitual en una idea mucho más sensitiva y sensible, que la fotografía refleja como herramienta artística ideal? Para Carucci la respuesta parece estar entre ambas percepciones de la imagen como medio artístico y un instrumento estético capaz de construir una percepción profunda sobre lo que el discurso fotográfico puede ser. Carucci madre pero también fotógrafo, crea un recurso capaz de traducir las infinitas variaciones del día a día íntimo en un planteamiento elemental. La cámara como reflejo. La cámara como puerta a una idea profunda sobre su propia identidad.

Una y otra vez: las infinitas variaciones de la individualidad.

Para Carucci, la fotografía es mucho más que un medio expresivo. Es una reflexión sobre todos los aspectos de su vida y sobre todo, la capacidad del arte para sostener un punto de vista novedoso sobre lo habitual. Quizás por ese motivo y con su marido como cómplice, ha retratado cada aspecto de la vida de sus hijos desde el nacimiento hasta la adolescencia con una frecuencia y una persistencia que transforma el documento visual en algo más que un simple registro fotográfico. Desde discusiones y peleas entre los niños, hasta momentos de intimidad tan profunda que han llevado a una agria discusión sobre su responsabilidad sobre la imagen de sus hijos, Carucci combina su obra artística con una visión antropológica de profunda belleza e importancia conceptual. Para la fotógrafa, el acto de fotografiar se ha convertido en algo más que una ejecución concreta sino más bien, en un diálogo argumental con su entorno. Y de allí su triunfo, su relevancia y sobre todo, trascendencia. Para Carucci, el objeto fotográfico — su familia, su vida, las relaciones y vínculos invisibles que les unen — se sostienen sobre esa percepción suya sobre la imagen que transforma y elabora una puntual expresión sobre la individualidad.

Quizás por ese motivo, tiene tanto valor la interrelación no sólo emocional que Carucci sostiene con su familia: hay un elemento sensible y conmovedor en cada una de sus fotografías, incluso las que han sido juzgadas directamente pornográficas y sometidas al escrutinio público desde su capacidad para escandalizar. Carucci, que no se atiene a las reglas comunes de la fotografía familiar, transgrede de manera consciente líneas y dimensiones del pudor que convierten al grueso de su obra en un manifiesto de idea específico que puede resultar desagradable en lo esencial. Después de todo, pocas veces lo íntimo se muestra tan visible, tan descarnado, con una percepción casi cruda de su cualidad anecdótica. Carucci lo hace y además, avanza más allá para hacerse preguntas existenciales y metódicas sobre todo tipo de reflexiones sobre lo que somos más allá de la mirada pública. Las infinitas variaciones personales y abstractas sobre lo que nos define como individuo.

Para Carucci, la fotografía familiar — un término falso y blando que no logra definir medianamente su trabajo — es algo orgánico y poderoso que subvierte el orden de la noción sobre lo público y lo privado. Lo problematiza a un nuevo nivel que además, analiza la visión de lo humano y lo humanístico a través de trozos de información sabiamente construidos para analizar una perspectiva común. La fotógrafa no intenta responder preguntas, sino plantear posibilidades sobre la convivencia en común, la percepción de los paisajes íntimos y sobre todo, analizar el trasfondo de la identidad compartida como un todo emocional que desborda la percepción del yo.

Elinor Carucci y los pequeños símbolos femeninos trascendentes:

En el libro recopilatorio del trabajo de Elinor Carucci titulado “Madre” , una de las fotografías la muestra desnuda, amamantando a la vez a sus gemelos recién nacidos. No es una fotografía utópica de la maternidad sino algo más doloroso, real y tangencial. Carucci tiene un aspecto casi clásico, en un juego de luz y sombra natural que la muestra hermosa pero también agotada, frustrada y cansada. Sostiene un bebé en cada mano y parece luchar contra la resistencia de los bebés a mamar de sus pechos desnudos. La fotografía causó revuelo por su franqueza y abrió — de nuevo — una encendida discusión sobre la llamada “pornografía” cotidiana en el trabajo de la fotógrafa. Artículos y ensayos se preguntaron si su búsqueda del realismo no llevaba a cierta provocación implícita e incluso un crítico la acuso de forzar la relación de los símbolos visuales hacia algo más grotesco que el mero documento, en busca de una polémica artificial.

Eso, a pesar que las imágenes son algo más que la desnudez de las madres y de los bebés. Que el elemento realmente perturbador reside no en el hecho de mostrar lo evidente — en este caso a la madre desnuda y un acto de suprema intimidad como lo es amamantar — sino hacerlo de manera cruda, sin búsqueda directa de la belleza ni tampoco de cierta armonía o justificación. La fotografía muestra a la maternidad desde un punto de vista que pocas veces se toca: desde el miedo hasta la incomodidad. Una angustia invisible que convierte a la madre no sólo en un mero objeto simbólico — y que podría calzar en cualquier estereotipo visual previo — sino en un registro poderoso sobre la emoción. Con esa pequeña reflexión sobre el dolor real, la incomodidad y cierta angustia existencial, la fotógrafa lleva el documento a otro nivel, lo transforma en algo mucho más ambiguo y poderoso. Retrotrae el poder de la imagen — como expresión visual de ideas conjuntivas — hacia algo más vital y sincero que cualquier otra fotografía al uso.

Como suele ocurrir, Carucci se negó a responder de manera directa a la acusaciones y al escándalo que propició la fotografía. De hecho, nunca lo ha hecho, ni antes y después. Con su mirada inquebrantable que intenta comprender la vida en todas sus vicisitudes, se limitó a seguir fotografiando. “Los gemelos tienen nueve años ahora. Los he fotografiado continuamente” dijo en una entrevista posterior. “Es en parte porque eso es lo que hago. No puedo dejar de ser un fotógrafo. Veo el mundo a través de una lente. Es cómo lo entiendo. Pero también es más que eso: pensé que convertirme en una madre cambiaría quién soy y que quería reflejar eso.Las cosas cambian, no sólo nuestros cuerpos.Hay algo que nos une a todos en madres que se convierten. No es la Madonna puramente beatífica y el Niño. Espero que cada una de mis fotografías refleje una universalidad”.

Quizás en esa salvedad — la profundidad temática y el alcance del trabajo de Carucci — resida su contundencia. Ninguna de sus fotografías se limita a analizar los espacios emocionales y temporales al uso. Lo hace con una belleza en ocasiones agresiva que conmociona por su realismo emotivo. Los temores, las preocupaciones, las lágrimas, el amor y la risa se transforman no sólo en temas fotográficos sino también, en una cuidadosa combinación de reflexiones e interpretaciones sobre lo que la fotografía puede ser como medio de un discurso más poderoso que lo obvio. En el trabajo de Carucci todo versa sobre un sentido de la identidad, el espacio y el lugar de enorme importancia. Carucci recurre su mundo — el privado y el que habita más allá — y recopila imágenes que transforma en un lenguaje consecuente. Una reflexión sobre la vida real que nadie muestra o mejor dicho, que nadie desea mostrar. Por compleja, por dolorosa, por incómoda e incluso, sólo por desagradable. Es justo en esa grieta sobre la posibilidad de mostrar — o no hacerlo — lo que permite al Carucci encontrar una identidad nueva en un tipo de imágenes sino también, algo más sencillo y poderoso. Una vitalidad asombrosa que hace de su trabajo — y propuesta — un documento desbordante de pura belleza real.

De todas las facetas de la realidad: El escenario de la propia vida.

En el 2012 Elinor Carucci ganó la beca Guggenheim, gracias a su trabajo “Diary of a Dancer”, en la que contó a través de imágenes su vida como bailarina en Nueva York. La cámara la siguió con un pulso obsesivo hacia el escenario, revelando lo bello y lo feo de una faceta artística la mayoría de las veces malinterpretada y en ocasiones, subestimada. En la serie abunda la intimidad, pero también una intimidad profunda y bien asimilada, creada a base de escenas en alta velocidad, autorretratos tomados con cronómetro y pequeños detalles de cada aspecto de su cotidiano. Elinor acababa de emigrar desde su natal Israel y el choque étnico y cultural también en notorio en sus fotografías “Me sentí como inmigrante cuando llegué aquí y, hasta cierto punto, todavía lo hago” confesó en una entrevista posterior “Yo estaba rodeado de mi propia cultura y familia, hablando hebreo, y entonces … era tan extraño. El proyecto de baile era mi manera de mostrarlo, pero creo que también estaba usando las fotografías para ayudarme a entenderlo.”

No obstante, fue con el proyecto “Madre” que Elinor Carucci alcanzó el reconocimiento internacional y cultural. Y lo hizo a través del mismo método que Diary of a Dancer, pero llevado a otra expresión y a otro nivel. La búsqueda de intimidad llega a un dimensión inédita y lo hace con un golpe de efecto maravillosamente calculado: Hay fotografías de sus hijos llorando y no se trata de imágenes idílicas y suavizadas para el consumo. En todas ellas pueden verse ríos de moco saliendo de su nariz. Hay escenas de los niños golpeando, gritando, saltando, abrazados durmiendo juntos. Una y otra vez la imagen de la belleza idílica se rompe bajo el peso de una ternura dolorosa y rica en matices.


A Carucci se le ha acusado de todo, desde pornógrafa hasta veladas acusaciones de abuso infantil debido a sus fotografías. Pero ellas las ignora todas. Unos años atrás y durante la gira de publicación del libro “Madre” resumió no sólo lo esencial de su trabajo sino también, la forma como intenta intepretarlo como parte de una idea artística “Mi objetivo es capturar lo cotidiano con todo el dolor y las dificultades, así como el amor y la alegría.No puedo limitarme a lo que es apetecible y lo que no es o de lo contrario las imágenes no funcionan. La vida es dolorosa y desagradable y quizás allí radica su magia”. Una mirada poderosa sobre los mínimos secretos de lo cotidiano y más allá de eso, la belleza que nace de lo dolorosamente real.

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