miércoles, 25 de enero de 2017
La escritura como expiación y otros secretos del poder de la palabra.
La primera vez que leí la Novela “Orlando” de Virginia Woolf, no la entendí muy bien. La segunda vez que la leí, me asombró su fuerza, la irreverencia, la inteligencia de la escritora para crear escenarios inciertos de la manera más exquisita y firme. La cuarta vez descubrí que amaba la historia por su poder de evocación, por su capacidad para transgredir, para cuestionarse a sí misma, para elevarse sobre los paradigmas sociales y crear un lenguaje totalmente nuevo, sobre lo que al género sexual en la literatura universal se refiere. La novela “Orlando” fue para mí una especie de descubrimiento sutil, una forma de comprender el mundo y sus pequeños matices de una manera lírica, pero profundamente devastadora. En suma, Orlando me habló sobre la realidad con una sensibilidad desconocida y una crudeza inquietante.
No sé realmente cuando se transformó en hábito releer “Orlando” cada tantos meses, pero lo cierto es que es el libro que llevo en mi cartera: he memorizado algunos de sus párrafos, aprendido a encontrar un matiz distinto cada vez que paladeo la historia y de hecho, es como si volviera a leerla por primera vez en cada ocasión. Porque hay una sutil magia en su manera de recrear la complejidad de la naturaleza humana, la ternura que subyace en la capacidad del espíritu humano para entenderse de mil maneras distintas.
Comienzo hacerlo cada 25 de enero para celebrar el nacimiento de la escritora que me enseñó a la distancia y con el ejemplo, que escribir es un oficio calcinante. Una visión del ayer y del hoy dolorosa. Una perspectiva sobre el tiempo que se construye sobre piezas rotas de nuestra mente. Y cómo le agradezco a esta mujer de voluntad pertinaz esa noción de la escritura como vocación, como una forma de sanar y de romper viejos paradigmas. De crear desde la oscuridad y la ambivalencia.
De la pluma al Infinito Íntimo:
A Virginia Woolf se le acusó prácticamente de todo: de una genialidad incomprendida, una locura radiante y más recientemente, de una personalidad clasista, y xenófoba. Tal pareciera que Virginia, en toda la gloria de su talento, es la víctima propiciatoria para la imaginación popular, esa que crea sus propios monstruos y también, devociones. Pero Virginia, distraída, levemente malvada, inquietante y poderosa, no parece encajar en ninguna parte. Como si su portentosa capacidad para contar y crear a través de la palabra, la convirtiera en un ser totémico, inalcanzable e irreal. No obstante, Virginia Woolf, más allá de su espléndida capacidad para transmutar el mundo en palabras, era también una pionera en el arte del pensamiento como defensa contra el dolor, la furia y el desarraigo. No sólo elaboró una percepción profunda sobre el hecho de la literatura como expresión ideal del paisaje íntimo sino también, esa necesidad de comprender el mundo interior como una forma de comunicación artística.
Tal vez por ese motivo, Virginia Woolf escribía siempre. Lo aseguran sus biógrafos, su doliente marido, su hermana, cualquiera de sus amigos y conocidos. No sólo escribía, conversaba en voz alta con sus personajes, se paseaba de un lado a otro, repitiendo en voz alta parlamentos imaginarios de un mundo extraordinario que sólo ella podía ver. Como si su mente se encontrara a una distancia considerable de lo mundano, lo simple y lo vulgar. Pero Virginia, trágica y espléndida, también era una mujer hedonista, venática y que disfrutaba de lo real con una impulsividad que aún asombra a quienes la imagen, pálida y lánguida, como escritora trágica. Porque Virginia Woolf era muy terrenal, durísima: le gustaba fumar puros — y lo hacía con el desparpajo del experto -, jugaba bolos con mucha habilidad y escribía a máquina a toda velocidad. Lo hacía riendo en voz alta, gritando cuando había necesidad. También era feminista, pacifista, una crítica literaria, una libre pensadora muy elegante y directa. En suma, Virginia Woolf resumió esa época de transformaciones y de cambios que le tocó vivir.
En una ocasión, le ofrecieron un doctorado honoris causa que rechazó con una nota tajante, educada pero que no dejaba lugar a equívocos. Cuenta Leonardo, su devoto viudo, que cuando le preguntó el motivo de la respuesta, la furiosa y siempre cínica Virginia le respondió con una frase aparentemente sencilla: “no todo está dicho”. Una síntesis curiosa y muy sincera sobre su vocación por la escritura: escribía por pasión, en el entusiasmo de la inspiración, con los dientes apretados, tecleando con una fuerza tan contundente que más de una vez se quejó que ninguna máquina de escribir soportaba “sus raptos de felicidad”. Porque para Virginia, escribir lo era todo, las palabras creaban el mundo a su alrededor, lo reconstruían a conveniencia. Escribir, para Virginia, era no sólo un medio de comunicación sino su firme convicción de luchar, a brazo partido y de la mejor manera que conocía, contra sí misma.
Virginia agonizaba lentamente. Más allá de esa ferocidad suya, de ese hedonismo salvaje que muchas veces fue considerado imprudente e impúdico para una dama de su época, Virginia padecía los rigores de la depresión. Una tan profunda, tan insoportable, que la hacía permanecer encerrada en su dormitorio, muriendo a cuenta gotas, sintiendo ese dolor de la soledad que hiere, del aislamiento espiritual que nada vence. Era entonces, cuando a pesar de eso — o quizás debido a ese sufrimiento misterioso y abrumador — Virginia comenzaba a escribir. Sin detenerse, rememorando la belleza de campos en flor y cielos siempre azules, dotando de vida a personajes extraordinarios que le sobreviven. Virginia Woolf luchaba entonces contra la oscuridad, la que se acechaba, la que consumía ese ardor suyo por vivir. En medio de una época pesimista y melancólica, en medio de los trozos perdidos de un siglo movedizo y sin identidad, Virginia Woolf luchó contra el desconsuelo con la palabra. La enarboló como la única bandera reconocible, como la única capacidad de redención posible. Entonces se recuperaba, Virginia la extraordinaria: disfrutando de manera muy visible la vida, fascinada por el amor conyugal, de la cercanía de sus amigos, de esa Londres que amo y odió a partes iguales. De contemplarlo todo, para escribirlo después, para verterlo en la hoja, para crear algo nuevo a partir de lo corriente, lo obvio. Para Virginia Woolf ningún tema carecía de importancia: todos tenían el brillo que podían inspirar un párrafo, una reflexión, una imagen perdurable. Escribía para consolarse y también para comprenderse, para afirmar su intuición que estaba construyendo una carrera basada en las letras — a pesar de su época, su sexo, la mirada reprobadora de una sociedad limitada -, y continuar recorriendo el mundo a través de su mente.
Una vez, Virginia Woolf le contó a uno de sus íntimos amigos que jamás dejaba de imaginar lo que deseaba escribir. Lo comentó en medio de una de esas reuniones tumultuosas en casa de su buena amiga Lady Ottoline Morrell, por quien sentía una extraña combinación de simpatía y amargura. “Nunca nada está completo, siempre debe revisarse, reconstruirse, reescribirse”. De nuevo, la insistencia en el mundo incompleto, a punto de derrumbarse, quebradizo, sin sentido. Y es que Virginia y sus contemporáneos, heredaron una época triste y oscura, una postguerra que destrozó el mundo victoriano y creó algo más, mucho más incierto y real. Virginia solía meditar sobre el mundo que le había tocado vivir asumiendo que “eran los restos de una guerra no sólo de armas, sino de épocas” y mirando las heridas recién abiertas como una forma de aprendizaje. Como hedonista que era, Virginia intentó recrear el siglo trastocado en imágenes — “muchas, impensables imágenes”- y también en pequeños diálogos imaginarios — “toda época tiene un rostro” — hasta crear una manera de comprenderse así misma y a su trabajo literario amplia y rotunda. La mujer que escribe lo que mira, la mujer que escribe lo que sabe.
Pero Virginia no escribía únicamente como un ejercicio de ficción o como un interminable análisis cultural. Virginia Woolf escribía también un meticuloso diario que llevó años tras año y en el cual contó no solo su personalísima perspectiva sobre el mundo, sino el otro rostro de la Virginia pública, la enfurecida defensora del derecho a ser — en una época donde la mujer aún era parte de algo más amplio que sí misma — y sobre todo, de esa Virginia risueña que intentaba sostener con todas sus fuerzas. Es en sus diarios donde Virginia es más sincera, y no sólo por el elemento privado, sino por el hecho que fue la manera más personal que encontró para hablar sin tener que luchar contra su propio dolor. Un diario al año, escrito en volúmenes de páginas en blanco, encuadernados por su marido en la editorial que les pertenecía, Hogarth Press. Siempre escribiendo, para si misma, el lector más voraz, critico y cruel. Sumaban veintisiete cuando se suicidó el 28 de marzo de 1941. Curiosamente, no llevó ninguno de ellos en el bolsillo con las trágicas rocas que evitaron que su cuerpo flotara. Tampoco escribió nada sobre su inminente decisión en ninguno de ellos. En realidad, sus anotaciones se habían hecho más secas, dolorosas, aterrorizadas quizás. El mundo colapsaba a su alrededor. La guerra — la real, no las historias como las que había crecido — se extendía por el mundo con una rapidez de pesadilla: Hitler se había apoderado del mundo o así lo parecía y Londres era atacada con una ferocidad que parecía anunciar una destrucción impensable de la ciudad. Un infierno de calles rotas, de cielos color perla que reflejaban la melancolía de un dolor secreto, interminable.
Para Virginia Woolf fue el final de un largo transitar por el dolor, entre las sombras. La depresión se volvió pertinaz, insoportable. Sólo pensaba en la muerte, a toda hora, por todos los motivos. Pensaba en la de su marido Leonard, quien era judío y lo que podría ocurrir si los Alemanes invadian Inglaterra. Releía sus libros en la búsqueda del consuelo, de alguna palabra que pudiera reivindicar el dolor, la angustia incesante. Pero no lo encontró. Recorría Londres, la ciudad con la que tantas veces pareció identificarse y luchar, como un espíritu errabundo, incapaz de reconocer en los escombros los lugares que hasta entonces había amado. Debió ser insoportable para Virginia, que el mundo en penumbras de su dolor más intimo se hiciera visible, evidente, cercano. Real.
A medida que la Guerra se hizo incontestable, Virginia Woolf sintió que los síntomas de la locura — ese yo fugitivo al que tanto temió por tanto tiempo — comenzaron a ser más obvios, cercanos. Ese trastorno mental invalidante, destructor. Le atacan terrores inconfesables, una sensación de angustia que era incapaz de controlar. “Muero un poco cada noche, en este silencio interminable”, escribió atónita y agotada, cada vez más cercana a la brecha definitiva. Porque a medida que el dolor se hizo tan agudo como insoportable -esa herida intelectual que caló hondo y fuerte en su psiquis — Virginia descubrió con horror que el remedio que siempre había utilizado para alejarse del miedo — la palabra constante, la adición a la palabra que siempre logró sostenerla incluso en los momentos más duros — comenzaba a diluirse. A ser mucho menos efectivo. Eso, a pesar que Virginia nunca perdió el temple literario, esa tentativa insistente de crear un estilo fluyera al compás del tiempo, que pudiera desmenuzar la realidad en cientos de visiones y escenas distintas. Pero en sus últimos años, su prosa tiene algo de huida, algo de dolorosa perdida. Algo de esa angustia de continuar en movimiento a pesar de los dolores, la abrumadora sensación de haber perdido hasta los últimos elementos de si misma.
Y es que en esa pulsación entrecortada e infinita de la escritura de Virginia Woolf es quizás su huella más perdurable en la literatura y sin duda, “Miss Dalloway”, la mejor expresión de una concepción de la literatura arraigada en la identidad y la necesidad de la creación como consuelo. Porque “Miss Dalloway” se asume desde una sencillez simbólica hasta alcanzar una profundidad desgarradora, una lenta cronología del olvido en mitad de una percepción sobre la angustia existencial que asombra por su crudeza. No hay nada estridente en la efímera belleza de esa narración lenta y progresiva de un día cualquiera. Y sin embargo, hay una belleza trágica en cada una de sus escenas que asombra y conmueve por su insistencia en la ternura como reflexión sobre lo cotidiano. Un lento goteo de ideas y consideraciones filosóficas que Virginia decía que lo había aprendido de Proust, maestro en el arte de atrapar el tiempo en frases inolvidables, una manera de conjugar el presente y el futuro en un verbo simultaneo que quería abarcar esa métrica incesante del tiempo. Pero además de eso, Virginia supo imprimir a su novela una vulnerabilidad que roza la fragilidad sin serlo, una lento y doloroso análisis del mundo que creó una visión del mundo a medio camino entre la confesión y la observación. Quizás lo aprendió del Ulises de Joyce, que solía decir “le había afectado en lo esencial de cualquier escritor” pero muy probablemente, lo aprendió sola. Esa yuxtaposición de las perspectivas de lo real, lo imaginario, lo profundo y lo venial es muy obvia y recurrente en “Miss Dalloway” pero también, en el resto de su obra. Esa interpretación de lo que se escribe como un todo extraordinario que abarca el mundo. Para Virginia era importante esa pespectiva Universal, de abarcar hasta el último detalle. Obsesionada con no ser tomada en serio, solía pensar que toda literatura, debe lograr englobar el mundo, “comprenderse así misma”, en un laberíntico análisis de perspectivas cada vez más complejo.
Sus biografos suelen comentar que no descansaba nunca. De hecho, jamás dejaba de estar en movimiento: una laboriosidad incensante que combinada con su necesidad de escribir a toda hora la dejaba exhausta. Un extravío que parecía provenir de una necesidad muy concreta de no tomar un segundo para pensar o analizar, de escuchar al mundo que la rodea. Con frecuencia insistía que quería lograr una forma de escribir fluida y abierta que contenga la vida, sin menospreciarla o falsificarla. Y para eso había que vivir, al borde, en la pasión, a toda hora, llenando cada minuto del día de palabras, pensamientos, quehaceres, vivencias. Tal y como lo refleja el exquisito cotidiano de “Miss Dalloway” que no quede nada para el vacío, que no haya nada para el extravío o el dolor.
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