lunes, 27 de febrero de 2017

Del dolor y lo perverso: La imagen como espejo recurrente de la oscuridad.






En una ocasión, Irina Ionesco dijo que todo lo que rodeaba su vida “debía pertenecer al misterio”. Un imperativo que deja muy claro que para la artista, el enigma que rodea no sólo su historia personal sino incluso su identidad, es parte del juego de espejos que sustenta su obra. Un elemento que brinda una rara percepción sobre los alcances y límites de su mensaje — mitad de camino entre la belleza onírica y algo más perturbador — y además, lo dota de una inesperada profundidad. Para Irina Ionesco la imagen — lo que refleja y sustenta — es algo más que un conjunto de símbolos visuales elementales. Una percepción mucho más compleja de lo que la fotografía puede expresar y crear.

Irina Ionesco es además, un misterio entre misterios. Nacida en 1935, aún se debate sobre su país natal e incluso el mero origen de su familia. Se habla que nació en Rumania — y fue hija de una pareja de acaudalados artistas — pero también que es oriunda de París y que formó parte de la troupe de un circo que acampaba en las cercanías de la ciudad. Lo único que parece ser cierto que Ionesco pasó su infancia recorriendo Europa del Este antes de establecerse finalmente en Francia. Se habla que fue pintora, ceramista e incluso que dedicó por años al grabado. No obstante, ninguna obra suya de la época se conserva. Hay largas descripciones sobre sus piezas “extrañas, duras y levemente provocadoras” en periódicos y crónicas de sus primeros años en París. Pero ni una sola fotografía que pueda mostrar cuál era el estilo temprano de una artista que luego sorprendería por su profundidad, expresividad pero sobre todo, latente perversidad.

En una de sus escasisimas entrevistas, Ionesco asegura que su vida es una cuidadosa puesta en escena “a la que ha dedicado especial cuidado”. Tal vez por ese motivo, no sorprende que su llegada al mundo del arte tenga algo de evidente dramatismo: en la década de los ’70, virtualmente irrumpió en la comunidad artística de París, mostrando sus ya por entonces inquietantes fotografías en blanco y negro. Su primera serie — una colección de retratos en alto contraste de semi desnudos femeninos — causó revuelo en la ciudad, que ya por entonces debatía y mostraba un nuevo tipo de interés por un tipo de lenguaje visual mucho más elaborado y violento que el que hasta entonces había sido habitual. Ionesco sorprendió no sólo por sus extrañisimas visiones sobre la sexualidad y lo erótico sino también, por el aire retro y barroco en cada una de sus extravagantes imágenes. Se trataba además de una poderosísima aproximación a un tipo de percepción sobre la mujer que hasta entonces había resultado desconocida en la fotografía Europa: las modelos de Ionesco tenían un aire fatal y peligroso que rompían con la estética de lo frágil que imperaba por entonces. Había algo retorcido en sus primeros planos donde el desnudo no sólo era evidente y directo, sino en el uso de las sombras y contrastes para acentuar las facciones y los detalles estrafalarios de la — poca — ropa que lucían. El resultado era un atmósfera de singular tensión y algo más elaborado que la fotógrafa describía como “el mal latente”.

Pero Ionesco no se detuvo allí. Las siguientes imágenes mostraron que la fotógrafa estaba creando un norte visual lo suficientemente ambiguo e inquietante como para crear toda una nueva propuesta artística. De los retratos esquemáticos, Ionesco comenzó a mostrar elementos fetichistas, que convirtieron su lenguaje en una percepción mucho más simbólica y compleja. Corría el años 1973 y la liberación sexual era un tema que se debatía en voz en todas partes. Ionesco no sólo reconvirtió la percepción de la sexualidad liberadora en algo más sino que le añadió un cierto morbo exquisito. Una presunción del sexo — y sus pequeños misterios — como una forma de creación artística por derecho propio. Ionesco se convirtió entonces en interlocutor de la reflexión sobre la nueva sexualidad de la mujer: Una meditada expresión de la identidad femenina elaborada como una concepción del sexo como impulso elemental.

En el año 1974, su colección completa de retratos fue exhibida por primera vez en la Galería Nikon de París. El éxito llegó de inmediato: de pronto, el trabajo de Ionesco llegó revistas de arte y moda, a pesar de lo perturbador que resultaba la mayoría de sus retratos y las inmediatas críticas que recibió por lo que se llamó el uso de una “sexualidad abierta y sucia” en su propuesta estética. Con todo, Ionesco se enfrentó los ataques con la misma actitud indiferente y fría con que había soportado la confusión que despertó su trabajo años atrás en París. Siguió fotografiando sólo a mujeres -a pesar de las exigencias de los grandes medios que incluyera modelos masculinos — y utilizando su durísima estética, que en ocasiones transformaba sus fotografías en escenarios lóbregos e inquietantes. Su actitud causó malestar y de inmediato, tuvo roces importantes con grandes editores de diversas publicaciones. Irina Ionesco los ignoró a todos y luego de meses de escarceo con estudios y revistas, volvió a las calles de París para seguir fotografiando de la manera en que lo había hecho por casi una década. “Ningún artista necesita ni desea que le digan que hacer con su sensibilidad” llegó a decir a una publicación menor de arte de la ciudad, en medio del revuelo.


A pesar de la resistencia inicial — su estilo fue considerado “excesivo” e incluso se le criticó por su uso de las luces y sombras — Ionesco consiguió hacerse un lugar propio en pleno centro de la cultura francesa. El prefacio de su primer portafolio fue redactado por el surrealista André Pieyre de Mandiargues escribió el prefacio Liliacées langoureuses aux Perfumes d’Arabie (1974) lo que despertó el interés del elitista grupo de artista que rodeaban al artista. Además, Mandiargues brindó al trabajo de Irina y sus diferentes implicaciones, un raro estatus de símbolo sexual: el escritor conservaba una de las mayores colecciones de objetos y fotografías eróticas del siglo XIX y era conocido en todo París por su percepción fantasmal y levemente retorcida sobre el sexo. Con el transcurrir de los años, la amistad entre la fotógrafa y el escritor creó una extraño contexto — y quizás una referencia inevitable -a las sucesivas transformaciones que el trabajo de Ionesco sufriría a no tardar.

Del absurdo a lo obsceno: la revolución de la imagen y los límites invisibles.
Eva Ionesco por Irina Ionesco.



Eugenia Ionesco insistió en mantener el misterio alrededor de su vida y tal vez por eso, no fue hasta 1974 cuando comenzaron a aparecer fotografías de su hija Eva, una niña rubia de extraordinaria belleza a la que nadie conocía su existencia. Se trató de un golpe de efecto que no sólo reavivó la carrera de Ionesco, sino que llevó a sus fotografías a un nuevo nivel de escándalo. La fotógrafa insistía en retratar a la niña de la misma forma que a sus modelos y el resultado, fue una rarísima colección de imágenes al borde mismo de lo provocador y lo incómodo. Con apenas diez años cumplidos, la hija de Ionesco se convirtió en el foco de toda la propuesta de su madre. Aparecía en las imágenes tendida en posturas lánguida,s con el cuerpo delgado e infantil cubierto de telas lujosas y joyas que no lograban disimular su desnudez. Al principio, las imágenes causaron revuelo e incomodidad, pero poco a poco comenzaron a bordear el límite de cierto cariz moral que sorprendió y escandalizó a París.

Los retratos de Eva Ionesco fueron presentados por primera vez gracias a un trabajo monográfico de la revista Photo. Se trató de una publicación sencilla que llevaba por titulo el en apariencia inocente apelativo Eloge de ma fille. No obstante, desde el mismo prólogo de la obra (redactado por el artista británico Grahm Ovenden, reconocido fotógrafo de jóvenes pubescentes) quedó muy claro que se trataba de algo más que un homenaje de una madre a la belleza de su hija. El conjunto de imágenes mostraban a Eva desde una perspectiva directamente sexual que no podía ser disimulada ni tampoco suavizada, a pesar de la insistencia de su madre en explicar que sólo se trataba “de una mirada a la belleza”. Pero las fotografías dejaban poco a la imaginación: Con el cuerpo semidesnudo y de pie en medio de escenarios barrocos, Eva Ionesco era la encarnación de un tipo de provocación muy específica e incómoda.

Eva ionesco por Irina Ionesco.

Las opiniones de críticos y público se dividieron de inmediato: Mientras un considerable número de entusiastas describieron la obra de Ionesco como “experimental” y una “osada combinación de belleza virginal orgánica mezclada con un erotismo manufacturado”, buena parte del mundo artístico parisino calificó las imágenes como pornografía infantil. Y no había duda, que Ionesco sabía que estaba tocando los límites pocos claros de un tipo de fenómeno moral que resultaba desagradable para buena parte de sus admiradores. Ionesco se negó a responder preguntas y ocultó algunos de los retratos del foco de medios de comunicación y revistas. Aún así, el rumor de su obsesión por la belleza de su hija — que continuó plasmando en series fotográficas que nadie llegó a ver sino décadas después — convirtió su trabajo en un tipo de propuesta inquietante que superó con creces su rápida caída en el anonimato. Poco a poco, Ionesco pareció abandonar por voluntad propia el lugar de popularidad que había ocupado por casi década y media. Y lo hizo, en un extraño gesto de rebeldía que pareció definir el resto de su carrera.

Cinco años después que la primera fotografía de Eva Ionesco se mostrara en público, la fotógrafa realizó una sesión para la revista Vogue Japón bajo el concepto de “Alicia en el país de las Maravillas”. Fue la primera vez que Irina admitió — incluso bajo cierto cariz simbólico — que no había nada accidental o espontáneo en las fotografías que tomó de su hija o en perturbador concepto que desarrolló a través de sus imágenes. Se trató además, de la primera declaración pública de la fotógrafa, luego de años de lucha sutil contra el escándalo y las directas acusaciones sobre abuso infantil. La sesión demuestra además, que Ionesco parecía lo bastante obsesionada con el concepto de su obra previa como para plasmarla de nuevo en una serie de imágenes impactantes. La sesión lleva a cabo una revisión sobre la popular historia para niños pero Irina Ionesco además, agregó un ingrediente ambiguo que convierte la propuesta en algo duro de asimilar. La Alicia de Ionesco no es una criatura frágil e inocente, sino una Lolita con leves tintes escalofriantes que contempla al espectador rodeada de un mundo en sombras. Para la ocasión, Ionesco además insistió en que la historia fuera redimensionada en una serie de pequeños retablos diminutos: la colección de fotografías tiene un aspecto onírico y tenebroso que sorprendió no sólo a los editores de la revista sino que también, dejó muy claro que Irina no había abandonado su planteamiento conceptual durante el largo silencio público.

La polémica y el ojo que mira: Irina Ionesco y el doble reflejo de la fama.
Los retratos que Irina Ionesco realizó a su hija Eva, continúan siendo el elemento primordial del trabajo de la fotógrafa, a pesar de su poderoso estilo y del notable aporte a la percepción de la figura femenina que brindó buena parte de su trabajo. No obstante, la compleja relación de vampirismo emocional entre madre e hija inmortalizada en imágenes, despierta mucho más interés que cualquier otra aproximación conceptual de la artista. Desde lo formal, Irina Ionesco parece no sólo obsesionada con la capacidad de la imagen para convertir al rostro humano en una compleja mezcla de simbología. Con sus espacios barrocos, su puesta en escena rígida y dura pero sobre todo, el análisis de los espacios como pequeños fragmentos claustrofóbicos de luz y sombra, Irina Ionesco creó a través de la figura de su hija una insólita codificación del lenguaje visual que transformó a Eva de modelo a un preciado objeto en medio de un escenario polémico y audaz. El fetiche erótico se transforma entonces en una idea distante e inaccesible, en la que la provocación tiene una evidente relación con la distancia emocional y no con la seducción como propuesta directa.

Tal vez se deba a que Ionesco cierra los espacios alrededor de Eva y evita toda comunicación con el espectador. La niña sorprende por su belleza, pero parece encontrarse perdida entre la parafernalia que le rodea, sujeta a una serie de representaciones espaciales y metáforas que tienen poca o ninguna relación con su peso físico y mera existencia. Hay una explícita intencionalidad en la forma como Ionesco crea capas de significado y una compleja dimensión de análisis de forma y fondo, con la imagen de su hija como elemento visual. Su menuda figura se pierde en medio de los abigarrados decorados que le rodean y el erotismo — o la idea sobre la carnalidad que se trasluce en la puesta en escena — se convierte en una serie de códigos estéticos enrevesados e incompletos. Aún así, la composición funciona y el resultado es un ambiente excesivo recargado y asfixiante que parece sostener el discurso ambiguo y tenebroso de la fotógrafa.

Un cuento de hadas macabro:
Casi tres décadas después, Eva Ionesco admite que todavía es incapaz de mirar las fotografías con que su madre le inmortalizó como una improbable Lolita durante su niñez y adolescencia. Convertida en actriz y directora, la artista insiste en que está profundamente traumatizada no sólo por la colección de imágenes — “resulta insoportable verme reconstruida como una pieza de utilería barata” llegó a confesar — sino también por la noción que toda su identidad fue explotada por fines en apariencia artísticos, pero que Eva considera alienantes y abusivos. Como si se tratara de una forma de expiación, en el 2011 dirigió una película autobiográfica en la que intentó plasmar lo que considera una “retorcida y destructiva” relación emocional. El film no recibió mayor reconocimiento pero trajo de nuevo a la palestra pública la casi olvidada de Irina Ionesco y sobre todo, reverdeció el eterno debate sobre la línea entre la libertad artística, la pornografía y la explotación sexual, en la que Eva parece tener un especial y visible papel.

“Crecer con la convicción que tu cuerpo no te pertenece sino es parte de una obra marchita y decadente es una experiencia aterradora” contó Eva durante la producción de su película, que atravesó una larga y complicada batalla legal para llegar a la pantalla grande. Su madre jamás respondió a la acusación. En la actualidad, la fotógrafa reside en Londres y se enfrenta a Eva en una dura batalla legal de diversas implicaciones que otra vez, las une en un vínculo pernicioso y perverso. “La película muestra al monstruo en matices, jamás con su verdadero rostro” explicó Eva durante la cortísima y discreta promoción de la película, titulada con cierta ironía “Mi pequeña Princesa” y que mostró a Irina como una madre déspota y helada capaz de utilizar a su hija para su retorcida búsqueda de la fama “ Mi madre y yo ahora sólo hablamos a través de nuestros abogados. Es como una tragedia griega”, insistió. Irina tampoco respondió a la acusación, como si el silencio en medio de esa tensión insoportable entre madre e hija — viejos odios reconvertidos en alegoría — fuera otra de sus formas de expresión. Una instantánea durísima de un vieja conversación incompleta.

sábado, 25 de febrero de 2017

Secretos a media voz y otras historias de brujería.




Llamarte bruja no es sencillo. Mucho menos, cuando la palabra parece confundirse con una serie de ideas y conceptos sobre lo femenino poco menos que preocupantes. Y aún así, llamarte bruja es un honor. Llamarte bruja es una manera de asumir tu propia visión del mundo, de construir respuestas a las preguntas que te formulas a diarios e incluso, las que no sabias te obsesionaban. Llamarte bruja es una sonrisa, la necesidad de creación. El nombre que define el espíritu salvaje de la mujer primitiva, de esa naturaleza esencial de la mujer que la vincula directamente con el tiempo, la Tierra y las estrellas. El nombre secreto de su propia voluntad.

Pero de niña, yo no sabía esas cosas. Solo sabía que "bruja" era mi abuela, con su sonrisa brillante y divertida y sus mirada inteligente. Que "bruja" era mi madre, con su mirada serena y sus silencios inquietantes. Que "bruja" sería yo, aunque no sabía como ni tampoco cuando llegaría a serlo. Pero sabia que había algo que me unía irremediablemente a esa palabra, a esa extraordinaria idea que parecía aspirar a la esperanza, a lo bello y a lo radiante. Porque una bruja conoce el poder de la palabra y también del conocimiento que encierra. Y sin duda "Bruja" es una palabra poderosa. Es un reflejo nítido de nuestra capacidad para soñar y crear. Una puerta abierta hacia las posibilidades de nuestra voluntad.

No todo era tan sencillo, claro. No todo el mundo consideraba la palabra bruja tan hermosa como lo hacía mi familia. La primera vez que le dije a una de mis amigas del colegio que mi abuela se llamaba así misma de esa manera, la niña me dedicó una mirada asombrada y después, un poquito inquieta. Hubo un largo momento de silencio en que pareció paladear la palabra - y su posible significado - y finalmente, me dedicó una sonrisa vacilante, maltrecha.

- Bruja ¿Cómo las de los cuentos? - preguntó con timidez. Me encogí de hombros. ¿Qué decían los cuentos sobre las brujas? Que eran mujeres temibles que habitaban en los bosques, que disfrutaban hiriendo y matando. Una mujer de espalda retorcida y piel verde que merodeaba entre en la oscuridad, al acecho. Una figura inquietante capaz de usar sus conocimientos para aterrorizar a otros. ¿Eso era mi abuela? La recordé en su cocina, cantando en voz alta mientras cocinaba. O escribiendo en silencio, durante las tardes plácidas y muy calurosas de Caracas. Mi abuela, que alimentaba a todos los perros callejeros del barrio. Que cosía ropa para los necesitados. Que siempre visitaba a los enfermos y les obsequiaba fruta. Una mujer de mirada inteligente y poderosa. Una sabia.

- No, como las de verdad.

- ¿Cómo son las de verdad? - insistió mi amiga. La pequeña grieta del miedo continuaba en sus ojos. Pero esta vez, también había interés.

- Son las que curan y les gusta hacerlo. La que te cocinan galletas y escriben para recordar lo bueno de la familia - le expliqué - de las que cuidan el jardin, sentadas bajo la luz de la mañana. De las que se sabe las canciones que te haran reir. Mi abuela es ese tipo de bruja.

Mi amiga me miró con la boca entreabierta. Por entonces, con siete años, Flor era una niña muy curiosa que siempre hacia preguntas, como yo y quizás por eso, nos llevábamos tan bien. Más de una vez, las monjas bigotonas que dirigían el colegio, nos habían castigado a ambas por nuestro hábito de preguntar y preguntar. Una incluso llegó a decirnos que la mítica Eva, había perdido el Paraíso por ser tan curiosa como nosotras. La idea me pareció deliciosa. Lo imaginé muy claro: una Eva hermosa y salvaje, de cabello largo y lleno de hojas, mirando al cielo y formulando muchas preguntas. ¿Por qué el cielo es azul buen Dios? ¿Por qué la tierra tiene sabor a recuerdos? ¿Quienes somos Dios? ¿A dónde iremos?  La cúpula celeste guardaba silencio, un poco abrumado quizás por aquel torrente de femenina insistencia. Y después la manzana. ¡No la comas nunca! Le había ordenado el Dios de Las Escrituras. Eva, por supuesto, no había resistido la tentación. Yo tampoco habría podido. Habría tomado la manzana, con manos temblorosas, deseando conocer su sabor, sus misterios. ¿Era eso terrible?  La historia de Eva historia singular que siempre me hacía sentir confusa y extrañamente abrumada. Quizás porque la comprendía demasiado bien.

- Oye, la quiero conocer ¿Te permitirá llevarme a tu casa? - preguntó mi amiga entusiasta.

- Yo creo que sí. Mi abuela le gusta la gente nueva.

Por supuesto, mi abuela aceptó. Y no solo porque le gustara la gente nueva - que era cierto - sino también porque la curiosidad de Flor, le agradó. Para mi abuela, las preguntas eran una forma de conocimiento, una profunda manifestación espiritual. Una forma de comprenderte a ti mismo. Con una paciencia admirable, durante horas respondía todas mis preguntas, como si se divirtiera haciéndolo. Siempre tenía una explicación a cualquiera de mis interrogantes. Y de no tenerla, ambas solíamos sentarnos en su vieja biblioteca para leer y tratar de encontrarla.

Flor pareció fascinada con la casa, a pesar que me preocupaba la encontrara desordenada y extraña. Pero en realidad le encantó el jardin antipático, con sus buganvillas de colores encendidos brotando por todos lados, su enorme árbol de mango alzándose en el centro y su hiedra verde oloroso trepando por los muros. También le gustó el salón, con sus colección de muebles viejos, fotografías y tapices.  Pero como yo, prefirió  cocina, con sus aromas exquisitos y un poco abrumadores. Nos sentamos las tres juntas en la mesa de madera, tomando un poco de leche chocolatada, mientras mi amiga miraba a su alrededor con los ojos muy abiertos.

- Pero si parecen brujas de verdad - dijo entonces, por lo bajo. Mi abuela soltó una de sus carcajadas ruidosas, de esas que parecían tan luminosas como los rayos de sol que entraban por la ventana.

- ¿Que es una bruja de verdad? - preguntó mi abuela. Mi amiga se encogió de hombros, masticando a toda velocidad las galletas de Avena recién hechas.

- Las que hacen hechizos y viven en el bosque. He visto dibujos donde tienen plantas así - dijo señalando la albahaca y el romero puesto a secar junto a la ventana - y también escobas y cosas como las que usted tiene. Pero no entiendo ¿Las brujas no deberían dar miedo?

Miré a mi abuela avergonzada. La pregunta de mi amiga era cuando menos grosera. Me tomé un sorbo de chocolate, pensando en cómo disculparme pero cuando miré a mi abuela, ella sonreía. Y muy contenta. Se tomó su tiempo para responder, masticando lentamente las deliciosas galletas calientes.

- ¿Qué te da miedo, hija? - preguntó a Flor.
- Las cosas que no entiendo, las que me pueden hacer daño. Asustarme - respondió. Sacudió la cabeza  y miró hacia el jardin, verde y fresco, que parecía flotar al otro lado de la ventana - pero aquí todo es hermoso y cálido.

- Lo que nos asusta, es lo que no comprendemos - respondió mi abuela - lo que no sabemos de donde provienen o en las que no podemos confiar inmediatamente. Nos abruman, nos preocupan, nos hacen sentirnos pequeños y débiles. ¿Es así?

- ¡Sí! - saltó Flor, muy contenta - es como usted lo dice. Pero...esta casa no da miedo. Ni Usted. No entiendo.

- ¿Debería darte?

- En los cuentos se dice que las brujas son... - Flor tomó una bocanada de aire y frunció su nariz llena de pecas. Estaba buscando una palabra, una que expresara exactamente lo que le producía las historias de las brujas misteriosas de los cuentos. Lo supe por la manera en que el miedo le tensó las mejillas, le hizo apretar los labios - son temibles.

La palabra me produjo escalofríos. La conocía porque la había leído en algún libro. Simbolizaba los espacios oscuros, gritos de dolor. En mi mente, escuché el sonido del viento, ese que me daba tanto miedo en la Oscuridad de la noche, golpeando las ventanas. ¿Así era que veía Flor a mi abuela? ¿Mi casa? ¿Incluso a mi misma? La miré sin saber que decir. Mi abuela extendió la mano y apretó la mía, como si supiera que estaba pensando. A veces tenía la impresión que era así.

- ¿Por qué lo son? - preguntó mi abuela, tan tranquila. Y es que a ella no parecía haberle afectado tanto como a mi la palabra. ¿La había escuchado muchas veces? ¿Era eso? O se trataba solo del hecho que mi abuela sabía muchas más palabras que yo y que su visión de ellas era mucho más profunda y sentida? No lo sabía. Pero me intrigó el pensamiento. Me dije que más tarde le preguntaría eso.

- Porque hacen cosas...enigmáticas: hechizos, pócimas. Una bruja le dio una manzana envenenada a Blancanieves - explicó Flor muy convencida - y otra construyó una casa de caramelos y se comía a los niños. Y...

Flor contuvo la respiración. Miró a su alrededor y tuve la impresión, miraba la alegre cocina de mi abuela comparándola con esas ideas. Después me miró a mi, sentada a su lado, con la boca llena de galletas, despeinada y llevando su mismo uniforme de colegio. Y luego a mi abuela, sonriente, con su trenza color caoba cayéndole sobre el hombro derecho. Fue una mirada larga, progresiva, que le iluminó el rostro y la sonrisa. Cuando levantó las manos, su gesto me sobresaltó.

- ¡Ya lo entiendo! - dijo exultante - ¡Los cuentos no siempre son reales!

Me sorprendió la frase. Boquiabierta, pensé que era quizás la respuesta más sencilla a una idea muy compleja que había escuchado nunca. Vaya que Flor era lista, pensé muy admirada, mientras mi abuela sonreía y nos servía un poco más de chocolate. Había algo en su expresión curiosamente dulce, pero sobre todo entrañable. El sol de la tarde le bañaba las mejillas y todo su cuerpo robusto, tenía un aspecto saludable y hermoso. Mi abuela es una bruja, pensé, y de pronto, la palabra pareció encajar perfectamente en muchas ideas, en muchos lugares y pensamientos. Mi abuela, tenía conocimiento. Poder. Mi abuela sabía el valor de las palabras, del significado del aroma de las plantas. Mi abuela era una mujer fuerte y sabia.

- No lo son - asintió mi abuela - pueden serlo, pero siempre hay que tener una opinión personal sobre lo que uno mira, comprende y construye a diario. Es bueno hacer preguntas, cuestionarte, siempre decidir en que deseas creer y confiar. Es importante, sobre todo, saber cuando vale una palabra y el conocimiento. Por eso, la curiosidad es un don divino. Una perspectiva para saber y crear.

No supe que contestar a eso, ni Flor tampoco. Nos quedamos muy silenciosas, comiendo galletas y bebiendo chocolate, mientras asimilabamos la idea lentamente. Pensé de nuevo en la mítica Eva, castigada por el pecado de la curiosidad. ¿Era así? Quizás no, me dije. Quizás Eva jamás había sido castigada por nada, sino que nos habría brindado el conocimiento de quienes eramos. La imaginé libre y feliz, corriendo por un Paraíso verde, repleto de belleza y luz. Preguntándose, mirando todo a su alrededor con ojos redondos. Y el cielo azul, donde habitaba el Dios creador sonriendo con ella. Eso me gustaba más, pensé con un suspiro, que la otra historia, donde era expulsada del Paraíso, triste y angustiada. Para la mítica Eva, yo deseaba un Paraíso Terrenal.

Cuando la mamá de Flor vino a buscarla, corrió a contarle sobre la cocina, las galletas, el chocolate, el jardin. Y también sobre las brujas. Su mamá, distraída, no la escuchó sino que le agradeció a mi abuela con una gran sonrisa amable. Las miré alejarse en su automóvil pequeñito azul, mientras Flor nos hacia frenéticas señas de alegría desde el cristal.

- Su mamá no creyó que eras bruja - le comenté a mi abuela. Ella soltó una carcajada. Una bella y estruendosa, que pareció repiquetear y palpitar por todo el jardín.

- Ya lo creerá - dijo - Seguramente, Flor la termine convenciendo. Y aún así...

- Cada quien tiene su versión de la historia - repetí. Mi abuela me regaló uno de sus guiños, divertida.

- Incluso las brujas - contestó - sobre todo, las brujas.

Esa noche, antes de dormir, pensé que tenía que preguntarle a mi abuela a que se refería con esas palabras. Más tarde lo hice y la respuesta me hizo sonreír. Pero eso esa es otra historia que contaré en su oportunidad.


Más tarde, despierto en medio de la oscuridad. Había estado soñando con una mujer hermosa y salvaje, que extiende la mano para alcanzar una manzana, brillante y tentadora. Cuando la toma, la escucho reír y el azul del cielo parece reír también entre resplandores. Y pienso, otra vez, que el conocimiento es una forma de construir una idea sobre la divinidad, y ¿Por qué no? de sonreír al infinito.

viernes, 24 de febrero de 2017

Una recomendación cada viernes: ‘La Historia de tu vida’ de Ted Chiang.







Tu padre está a punto de hacerme la pregunta. Éste es el momento más importante de nuestras vidas, y quiero prestar atención, captar cada detalle. Tu padre y yo acabamos de volver de una noche en la ciudad, con cena y espectáculo; es más de medianoche. Salimos al patio para mirar la luna llena. Luego le dije a tu padre que quería bailar, así que me sigue la corriente y ahora estamos bailando lentamente, un par de treintañeros oscilando de un lado a otro bajo la luz de la luna como niños. No siento el fresco de la noche en absoluto. Y entonces tu padre dice:
– ¿Quieres tener un hijo?
La historia de tu vida
Ted Chiang.

Se dice que el cuento — como género literario — se encuentra en medio de una crisis compleja. Eso, a pesar del merecido Nobel para Alice Munro en el 2013, que reivindicó no sólo el prestigio del cuento sino además, lo dotó de una desconocida relevancia. Aún así, las historias cortas parecen no encajar en nuestra época, obsesionada por la complejidad literaria o al otro extremo, por la inmediatez, lo que hace que el cuento deba luchar contra dos tendencias contradictorias con las que no logra reconciliarse nunca. Y la crisis se hace patente: Según estadísticas de varias editoriales alrededor del mundo, el número de antologías dedicadas a las narraciones breves ha disminuido paulatinamente durante la última década y las predicciones es que el porcentaje llegará a un mínimo histórico en menos de un lustro. Todo lo anterior ha provocado un preocupado debate dentro y fuera del mundo de las letras. Se habla de la posible trascendencia del cuento como forma de expresión pero sobre todo, de su futuro. ¿Desaparecerá el cuento en el futuro?

A pesar de eso, las historias cortas siempre han sido parte indispensable de cómo se concibe la Ciencia Ficción, la fantasía y el terror literario. Las recopilaciones, antologías y relatos sueltos publicados en serial, han sido parte de la forma básica de cómo se concibe la literatura de género. En la actualidad no es diferente: las historias cortas forman parte no sólo de cómo comprendemos cierto tipo de literatura sino además, del núcleo del terror, la fantasía y la ciencia ficción como medio de expresión formal. Hay una perspectiva específica sobre lo que el cuento plantea que lo hace ser elemento conjuntivo de esa noción sobre la imaginación, lo que soñamos y creamos que sigue siendo esencial dentro de la literatura como caja de resonancia de un discurso mucho más amplio.

Ted Chiang es quizás uno de los escritores actuales que encarna esa percepción del cuento como fenómeno individual y de análisis de algo más profundo en la literatura que la mera historia que se cuenta: Su prosa experimental basada en una pulcra lógica, crea un nuevo tipo de comprensión sobre los alcances de la ciencia y lo emotivo, en una mezcla poco usual que convierte sus cuentos en perfectos mecanismos de ideas tan complejas como espiritualmente profundas. Para Chiang, la Ciencia Ficción no es sólo un análisis sobre el futuro, la tecnología y los alcances de los límites humanos sino también una profunda experiencia vivencial y emocional. Una aspiración a un tipo de comprensión sobre la emoción, la filosofía privada y la belleza que sorprende por sus matices pero sobre todo, por su delicadeza. Chiang analiza al hombre y su circunstancia no sólo a través de sus intrincadas relaciones con la ciencia y la tecnología, sino también, de esa presunción de fe y de grandeza espiritual que brinda a sus relatos una segunda dimensión entre líneas de enorme profundidad intelectual.

Todo lo anterior hace que el libro recopilatorio “La Historia de tu vida”, tenga un enorme valor no sólo como volumen independiente sino como análisis de la evolución de Chiang en la búsqueda de una noción esencial sobre la Ciencia convertida en una forma de filosofía. Cada uno de los cuentos contenidos en el libro, tiene una marcada personalidad y apunta en direcciones distintas, aunque coinciden en una específica búsqueda sobre la razón de la existencia, todo tipo de preguntas trascendentales y una mirada compasiva sobre el dolor humano. Los relatos analizan de una u otra forma la idea sobre la capacidad del hombre para crear una nueva dimensión sobre su naturaleza. Y es en esa conmovedora mirada sobre el sufrimiento, el desarraigo y la soledad, en la que Chiang encuentra un punto de inflexión sobre la forma en que comprendemos el tiempo, la identidad universal y la abstracción personalísima de la creencia.

Los cuentos de Ted Chiang tienen un cuidado “sentido de la maravilla” que resulta primordial en el género pero que además, es de considerable importancia para comprender la mirada del autor sobre el mundo y su circunstancia. Hay algo clásico y melancólico en las pequeñas pero densas narraciones de Chiang, que recuerda a las de Asimov y de Theodore Sturgeon, pero con un ingrediente novedoso que sorprende por su frescura. Ted Chiang se toma muy en serio el peso de la inteligencia del hombre — para el hombre y por el hombre — como parte esencial de lo que desea contar. La colección está unida por un hilo en la que la pasión de Chiang por descubrir la trascendencia moderna construye una red interconectada de expresiones sobre el bien y el mal, lo temible y lo esperanzador. En medio de todo, Chiang medita entre líneas sobre la realidad y la fantasía, la textura del tiempo y nuestra comprensión de lo que nos rodea. Y lo hace con una delicadeza que convierte sus pequeñas escenas e historias en una profunda experiencia emocional.

Desde complejos análisis sobre el lenguaje, hasta variables de teoremas matemáticos, Chiang utiliza la ciencia como telón de fondo y contexto para reflexionar sobre las inquietudes tradicionales de la Ciencia Ficción pero a la vez, como una forma de metódica mirada sobre los espacios espirituales del hombre como colectivo. Se trata de conjeturas de un humanismo profundo que se mezclan con la ciencia sin jamás contradecirse entre sí. Chiang logra un equilibrio que transforma la empatía por sus personajes, en alegorías inmediatas sobre procesos mentales y emocionales de una belleza casi lírica.

Chiang confesó en una oportunidad  que su obra literaria forma parte de sus “profundas inquietudes y dolores personales”. Quizás por eso, sus cuentos se concatenan sin desentonar para enviar un único mensaje: somos piezas diminutas de un gran mecanismo que avanza a ciegas en medio de especulaciones científicas. Pero para Chiang la ciencia no es la respuesta absoluta, sino que se trata de un método de proceso para abarcar la ternura de las emociones humanas desde su conjunto. En una entrevista, Chiang afirmó que su cuento “La historia de tu vida” (cuya adaptación al cine “Arrival” del director Denis Villeneuve se convirtió en un éxito de público y crítica) “creció por un interés en los principios diferenciales de de la física pero también, su relación con las pequeñas cosas diarias, temibles y dolorosas que vivimos en cada ámbito de nuestra existencia”. No obstante, “la historia de tu vida” no medita sólo la física, la teoría de la relatividad y los espacios dimensionales sobre el tiempo omnisciente, sino también sobre el sufrimiento humano. Lo hace además de una forma muy simple, casi nostálgica. Esa sorprendente combinación de sofisticados conceptos científicos y profundas emociones, en medio de un contexto ultra tecnificado y específico es quizás el elemento más reconocible en la obra de Chiang. Una especulación sobre las ciencias y su impacto sobre lo humano, lo pequeño, lo íntimo.

Por asombroso que parezca, en el Universo de Chiang, el humanismo es indivisible de un positivismo que a veces resulta casi agobiante por su pulcritud. Entre ambas cosas, el escritor logra una contraposición entre calidez y profundidad que a primeras de cambio resulta incómoda pero que termina sosteniendo su discurso con enorme serenidad. Y Chiang saca provecho de la imprevisible combinación y sus buenos resultados. En el cuento “Sesenta y dos cartas”, la industrialización se transforma en un juego de nociones Cabalísticas y Chiang logra hacer creíble a una sociedad ucrónica sistematizada que se sostiene sobre la magia — en lugar de la ciencia y la tecnología — como forma de expresión formal. Al contrario, en “Torre de Babilonia”, relato que abre el volumen y de alguna forma presenta al escritor a su pública, Chiang transforma la parábola bíblica en una compleja metáfora sobre la relatividad y los misterios de la física cuántica, transformados para la ocasión en una forma de fe y creencia por completo espiritual.

¿Como logra Ted Chiang que temas tan disímiles y en ocasiones rocambolescos funcionen de la manera en que lo hacen? Se trata de un cuestionamiento válido: después de todo, la ciencia ficción diferencia con mucho cuidado sus raíces científicas y las celebra como aproximaciones teóricas que intentan analizar la realidad como futuribles y conjeturas tecnificadas. No obstante, para Chiang el núcleo de la Ciencia Ficción parece ser otra cosa y lo demuestra en sus aproximaciones a temas que por lo general, el género no toca o cuando lo hace, se limita a cierto planteamiento objetivo. En su cuento “El infierno es la ausencia de Dios” (ganador del premio Nebula y del prestigioso Hugo), la narración se basa enteramente en aproximaciones filosóficas sobre el bien y el mal, todo basado en certezas científicas sobre la existencia del cielo y el infierno. En el relato, la incertidumbre de la fe desapareció para dar paso a una certeza fatalista que convierten lo sobrenatural en un teorema racional y en condiciones científicas medibles. Las primitivas doctrinas cristianas toman entonces el lugar de la percepción objetiva y convierten las experiencias místicas en algo mucho más peligroso y letal. Los personajes deben luchar no sólo contra el miedo de la experiencia — las descripciones sobre ángeles, iluminados, cielo e infierno de Chiang son casi escalofriantes — sino contra las catástrofes específicas que provocan las rocambolescas manifestaciones espirituales. A pesar de eso, Chiang se aleja con muy buen tino de cualquier discurso moralista: Chiang sólo describe y muestra. La historia se hace entonces un manifiesto liberal y durísimo sobre nuestra percepción sobre la fe y la creencia. Al final, el relato es una hipótesis pesimista que cautiva y aterroriza a partes iguales.

No obstante de lo anterior y sus constantes devaneos humanistas, Chiang es un científico y lo deja claro en la rigurosidad técnica de sus historias. Sus premisas son atrevidas y osadas, pero la línea científica en cada una de ellas están sustentadas en una detallada y realista descripción que aportan una dimensión por completo nueva a la alternativa de la Ciencia como sujeto literario. Hay un enorme trabajo de investigación, ya sea en sus nociones sobre lingüística como en los obvios conocimientos bíblicos y místicos en sus relatos y esa combinación de buen hacer narrativo y conocimiento cuantificable lo que convierte a sus cuentos en inauditos despliegues de imaginación. No importa si el relato comienza esbozando premisas delirantes sobre la salvación espiritual o detalles sobre la albañilería en la antigua Babilonia, Ted Chiang encuentra la fórmula ideal para sostener esa percepción sobre lo bello y lo temible, lo doloroso y el éxtasis intelectual con una habilidad portentosa.

La ciencia, la razón y los que nos hace humano son conceptos que suelen batallar entre sí por una preeminencia histórica dentro de la forma como el ser humano se comprende. Ted Chiang lo sabe y transforma ese pulso entre ideas en algo mucho más esencial y profundo: en una percepción ideal sobre la belleza, una profunda aseveración sobre el dolor y el impacto de ese gran mecanismo Universal que engloba las leyes infinitas que gobiernan la realidad. Las preguntas que se plantea el escritor son sin duda Universales y no resultan novedosas bajo un análisis superficial, pero a medida que se avanza en los planteamientos de Chiang, se descubre evidente intención de encontrar una respuesta que unifique lo humano y lo divino en una percepción elocuente sobre la identidad del hombre. Una mirada ideal sobre la identidad de la tribu humana y lo que resulta más contundente aún, ese elemento esencial que nos hace ser criaturas complejas y desconcertantes. La humanidad como el mayor misterio de todos.

jueves, 23 de febrero de 2017

De la belleza que seduce al simbolismo que oculta: Algunas consideraciones sobre Barry Lyndon de Stanley Kubrick.



En el cine, en ocasiones la forma es tan importante como el fondo. O quizás, ambas cosas se mezclan, como un único lenguaje. Stanley Kubrick lo sabía y sin duda, esa percepción del cine como reflejo de la contradicción, fue lo que brindó a su obra esa profundidad desconcertante que marcó hito en la historia de la cinematografía. Una visión compleja sobre la forma en que el cine puede contar historias pero sobre todo, los alcances de los matices y las nociones sobre lo que oculta el lenguaje visual como reflejo de lo que le rodea.

Quizás por eso, en más de una ocasión Stanley Kubrick se llamó así mismo “un sujeto denso”. Lo hizo con ese sentido del humor tímido y un poco extravagante que siempre escondió bajo una expresión tensa. En realidad, Kubrick era un esteta, un observador nato que tenía la cualidad de reconstruir la realidad en pequeños fragmentos de imágenes irreales. Para el director, la realidad era chata, elemental. De manera que siempre insistió en reconstruirla a su medida. Metódico, meticuloso, obsesivo y sobre todo profundamente convencido de la necesidad de transformar lo visible en algo mucho más bello y depurado, su prolífica carrera cinematográfica parece mostrar una realidad distinta, pulida y casi depurada. Una percepción por completa nueva de la estética como vehículo de expresión formal.

No en vano, Kubrick era un hábil jugador de ajedrez: en sus películas hay mucho de esa noción de orden estricto y elegante que probablemente aprendió desde niño, en esa necesidad suya de elaborar a la medida una visión muy concreta de la realidad. Siendo un muchacho, ya demostró ese buen hacer visual y esa perspectiva limpia y dura como fotógrafo aficionado. En sus fotografías, hay un equilibrio impecable, un juego mimético de luz y sombras que convierte los espacios en mensajes muy concretos, en un tipo de lenguaje muy específico. Kubrick concebía la imagen no sólo como un vehículo que permitía contar una historia, sino como una historia en sí misma. El trabajo fotógrafo del joven Kubrick anunciaba lo que sería una decidida necesidad de dialogar con la nada existencial a través de belleza. La estética como una herramienta conceptual de peso esencial.

Como director Kubrick también se obsesionó con la belleza, pero a un nivel mucho más profundo e incluso mórbido. Porque para la visión cinematográfica de Kubrick, la esencia de la narración que se muestra - que se construye y se asume como elemental — es también una obra visual densa, en ocasiones desconcertantes. Todas las historias de Kubrick son extrañamente complejas pero también muy atractivas. Con un pulso que asombró y desconcertó a crítica y público, el autor siempre intentó construir un equilibrio frágil y en ocasiones casi imposible entre la aspiración estética y la técnica pura. Un logro personal sobre el cual cimentó no sólo su carrera fílmica sino también esa elemento específico que convirtió su propuesta en una rara combinación de estética y algo más denso, difícil de definir.

Tal vez por ese motivo, se considera a Barry Lyndon su película más personal, aunque no por cierto la mejor en su dilata y laureada filmografía. De hecho, en numerosas ocasiones se ha insistido que la película es un aburridísimo trabajo estilístico, carente de sentido y verdadera sustancia, un verdadero capricho visual del director. No obstante, la película — monumental y en ocasiones desconcertante — resume mejor que cualquiera otra la necesidad de Kubrick de crear un planteamiento visual que trascienda incluso lo que se considera esencial de cualquier elemento fílmico que se precie. Una interpretación de lo visual que trasciende la mera necesidad del acto narrativo para convertirse en una celebración de la imaginación, de la aspiración de todo artista por la belleza.

No hay duda que Kubrick era un artista consumado en el lenguaje cinematográfico. Uno muy consciente de sus pequeñas obsesiones y manías, las cuales no solo disfrutaba sino que consideraba imprescindible al momento de elaborar una idea visual. De hecho Barry Lyndon nació como una obsesión personal del director, más que como un proyecto fílmico: durante años Kubrick insistió en llevar adelante un ambicioso proyecto de llevar a la gran pantalla la figura de Napoleón, uno de sus pocos propuestas que no encontró financiamiento y apoyo alguno. Aún así, el director insistió, continuó investigando y preparando la idea, con la intención de llevarla a cabo por cualquier medio. Llegó a confesar que por meses enteros, se dedicó a dibujar incansablemente escenas de la futura película, creando toda una visión estética que sustentara la posible historia que aún no concebía a cabalidad. Durante esos meses de obsesión, el director se topó casi de manera accidental con la poca conocida novela de William Makepeace Thackeray, “Barry Lyndon”, cuya trama transcurría en la época napoleónica, aunque no incluía bajo ningún aspecto la vida u obra del emperador francés. Pero por alguna razón misteriosa, la novela cautivó a Kubrick y lo hizo replantearse su proyecto original en algo totalmente nuevo. Profundamente cautivado por no solo la historia — una elegía lenta y hasta cansina sobre las aventuras y desventuras de un personaje llamado Barry Lyndon — sino por la posibilidad visual que ofrecía, Kubrick dedicó la pasión que antes brindó al frustrado proyecto sobre Napoleón a una historia más íntima, casi intrascendente. No obstante, para el director fue la oportunidad de plasmar su visión del tiempo, la belleza y la estética a cabalidad. Un replanteamiento del arte visual en estado puro desde la singular óptica de un hombre fascinado por sus propias pasiones.

Lo que cautiva en “Barry Lyndon” no es su historia. De hecho, se le ha llamado la película la menos trascendente de la carrera del director, aunque sí la más personal. Tildada en más de una ocasión de aburrida, insustancial, un producto fastuoso con poco contenido, es también un ejercicio de estilo en estado puro. Obsesionado con un virtuosismo técnico que le permitió llegar a un nivel visual totalmente nuevo, Kubrick da rienda suelta a esa convicción suya de la estética por la estética, de la belleza que todo lo salva, del preciosismo que puede justificar incluso el simple tedio argumental. No obstante, tampoco se trata de un mera rareza cinematográfico: Barry Lyndon es una película complicada, difícil de digerir y de comprender. La suma de sus elementos más profundos y también de sus momentos más débiles. Una obra que abruma pero también deslumbra, en único planteamiento del cine como un lenguaje visual único.

La obra de Thackeray es mastodóntica: una larga descripción de hechos y circunstancias no demasiados sustanciales sobre un personaje carente de verdadero interés. Para interpretarlo y por presiones directas de la productora, el director escogió a Ryan O’Neal, irlandés como el personaje y que además, era una de los rostros más codiciados de la meca del cine durante la década de los años setenta. Considerado un actor sin demasiados recursos, O’ Neal no parecía la opción más conveniente para una película de tales proporciones y mucho menos bajo la mano disciplinada de un obsesivo Kubrick en estado de gracia. Sin embargo, el director logra una actuación memorable del actor: O’Neal logró construir un personaje sólido, casi conmovedor, que sostiene la difícil trama con una habilidad que sorprende. En una ocasión el actor comentó que estuvo encantado con el perfeccionismo obsesivo de Kubrick y que de hecho, fue gracias a esas extenuantes jornadas de trabajo — en las que Kubrick era capaz de hacer repetir hasta 90 veces una misma toma — que logró su memorable actuación.

La meticulosidad de Kubrick transformó el proyecto en un extraño y opulento prodigio técnico. La película fue filmada en escenarios naturales, con iluminación natural y el director dedicó una buena cantidad del presupuesto en encontrar mobiliario real de la época para brindar un innegable toque auténtico a su obra. Gracias a esa visión de Kubrick casi pictórica, la película es una elegía visual donde siempre hay algo que observar y analizar, como si cada objeto y sombra crearan no sólo un escenario, sino un fragmento de la historia. Un cuidadoso fresco de la época, donde incluso Kubrick logró captar esa aire abrumador del lujo casi claustrofóbico. Y es que los personajes se mueven en escenarios extraordinarios, atrapados en una frialdad de pesadilla, limitados y aplastados por la belleza como si se tratara de una atadura de la cual no pueden escapar.

Por ese motivo, Kubrick reserva los momentos más duros y emotivos para la intimidad de los personajes, los que transcurren más allá de la perlada belleza de salones aristocráticos y exquisita delicadeza. En un juego visual que insiste en mostrar — de nuevo — que la belleza es otra forma de crueldad, los amplios salones espléndidos parecen envolver a los hombres y mujeres para arrebatarles cada emoción, dejarlos sumidos en una soledad melancólica. Cada vez más confusos, enredados en una tela de arañas sutil e impecable, Kubrick dota a sus personajes de un fragilidad impensable, como si el brillo de oropel que los rodea fuera una condena en lugar de un consuelo. Y es que Kubrick juega con uno de sus argumentos favoritos, esa que parece envolver cada una de sus películas: la pequeñez del ser humano ante la grandeza del universo. Diminuto, torpe y conmovedor Barry Lyndon parece deambular por un mundo enorme en el que se encuentra perdido. Desde detrás de la cámara, el director asiente, se obsesiona, lo persigue. La belleza de todo lo es todo, desborda los pequeños silencios, se extiende y rodea a los personajes hasta sofocarlos. Y al final, cuando esa vulnerabilidad del hombre aplastado por su circunstancia transforma la película en alegato, Kubrick logra una pequeña celebración — quizás justificación — a su idea más insistente: La pérdida de identidad, de razón e incluso de sentido en medio del caos de la existencia.

miércoles, 22 de febrero de 2017

De la belleza y otros terrores literarios: Carlos Fuentes frente a la historia.




Para SER, el hombre debe asesinar al Tiempo… El hombre actual vive, no para él, sino para su proyección en el futuro. No existe el hombre. Existe SU participación en el Tiempo… Y así nunca trascenderá el Hombre al Hombre, sino al vacío. El Tiempo debe detenerse, el Hombre debe salir del océano asfixiante de relojes suizos en el cual diluye su promesa. Al perder al Tiempo el Hombre encontrará al Hombre
(Carlos Fuentes, 1949: 24).


Se dice que Carlos Fuentes jamás perdió su extraordinaria memoria. Que ni aun siendo octogenario, mostró atisbo de debilidad mental o senilidad, sino una salud y lucidez digna de su juventud. En una ocasión se le preguntó a qué debía su entusiasmo, su energía inagotable. El llamado ‘escritor esencial de México’ sonrío y miro al periodista que le entrevistaba, a la sazón en la Feria del Libro de Buenos Aires del 2002 con aire bonachón: ‘escribo a toda hora, desde que despierto hasta que me voy a dormir. Y cuando no estoy escribiendo, estoy soñando que escribiré o lo que escribo’. Con esa contundencia y simplicidad resumió no sólo su manera de comprender la literatura sino también, lo que lo mantenía en pie creando como un ejercicio de pasión constante.

Carlos Fuentes asumió la literatura como una ventana a través de la cual contemplar el mundo. Una obra constructiva que elaboró a la medida de sus ideas y contradicciones. Puntilloso, un observador nato de su época, Fuentes encontró en su obra una inagotable fuente de comprensión del gentilicio mexicano, su historia y esa identidad desdibujada del latinoamericano. Con un pulso extraordinario, el escritor supo encontrar la grieta en medio de un discurso unánime sobre quién es — y quién puede ser — esa personaje anónimo de nuestro continente, esa noción perpetua sobre su origen mestizo y el nacimiento hacia una primitiva convicción de su existencia. Para Fuentes, había una cierta idea esencial en la raza, en la premonición de su alcance, en las implicaciones de sus ideas más consecuentes sobre el paisaje del espíritu continental. Y lo plasmó no sólo en sus libros, sino también en el discurso general de su obra. En esa interpretación consecuente sobre el quienes somos — que abarcó todo su fundamento literario — sino en la aspiración de esa mirada consciente sobre el futuro. La incertidumbre a ratos, la ternura más allá.

Quizás entonces, esa salud mental inverosímil, esa energía física envidiable, provenía de su lectura insistente sobre la realidad. La suya, de su México natal, la de la América torpe y niña que dibujó con cuidado en letras y temores. Esa necesidad de construir sobre la fertilidad de una historia común, la percepción que sostiene y elabora la mitología de la raza. Su magisterio es inagotable y le trasciende: Fuentes no sólo contó a América desde su perspectiva sino que además, creó una nueva que pudo sostenerse a través de una confabulación privada que enalteció la tradición literaria que ayudó a fundar y que celebró cada día de su vida. Generaciones de escritores de latinoamericanos aprendieron de Fuentes el poder de la remembranza, de la comprensión del ahora y del ayer, de la noción cada vez más intensa sobre ese elemento inalienable que nos hace quien somos y sobre todo, la forma como nos comprendemos. La fuerza de la obra de Fuentes es parte lo que sueña y parte lo que ve: Lo que cimenta sobre esa percepción de lo que le rodea — la realidad y la sustancia que la compone — y algo más elemental, fruto quizás de esa poderosa necesidad suya de traducir todo lo que le rodeaba a través de las palabras.
Porque al contrario de la mayoría de los escritores latinoamericanos de su generación, Fuentes no dudo en explorar todos los límites de lo que la palabra escrita y soñada puede ser. Se desbordó con talento y buen hacer, más allá de las fronteras tradicionales del conservadurismo y demostró, con una mirada extraordinaria el poder de la palabra en estado puro. Gabriel García Márquez, gran admirador y amigo, solía insistir que a Fuentes no lo detenía nada, que no había tema ni tampoco perspectiva que no despertara su curiosidad desesperada. Tal vez, la noción que mejor lo describe, lo celebra, lo recuerda. Una vocación ambiciosa para la creación que no admitía restricciones ni tampoco limitación. Jamás se escondió del mundo, se aferró a lo conocido. Aventurero, osado, trascendió el mundo para transformarlo. Una forma de crear que asume la trascendencia como necesaria.

Fuentes además, no sólo brindó una perspectiva nueva a la literatura de las Américas, sino que además la renovó. Experimentó — mucho más que cualquier otro escritor de su tiempo — con el punto de vista de las estructuras, el manejo de recursos técnicos, formas estilísticas y creó toda una noción original sobre lo que podía ser la literatura de la región. Todo eso, sin afectar su dominio y amor por la tradición, por esa delicadísima perspectiva sobre el mito, la leyenda y la costumbre de las latitudes que consideraba propias. Y en medio de toda esa mezcla — por momento alucinante, en otras asombrosa por riqueza — nació y creció su concepción sobre lo humano. Siempre innovador y fresco, Fuentes descubrió una fórmula personalísima para narrar desde lo conmovedor, lo humano, lo poderoso y lo frágil de la naturaleza espiritual no sólo de sus personajes sino ese mundo más allá de la obra escrita, esa noción de la mirada Universal que identifica a cada una de sus obras. Complejas, durísimas, siempre desconcertantes, Fuentes logró crear en sus personajes un punto de vista colosal sobre la vida y sus circunstancias. El personaje-hombre que no sólo vive, sino que también crea a su paso: sus quehaceres, dolores y secretos, sus personalidades e incluso las pequeñas grietas de la cultura a la que se aferra en el tránsito de su existencia.

Tal vez por ese motivo, Fuentes siempre se refirió a sí mismo como ‘un creador inquieto, un niño que juega con las palabras como la infancia con el recuerdo’. Una eterna juventud que le llevó a rebelarse una y otra vez, a mover conciencias y a incomodar a la opinión pública. Porque Fuentes siempre fue provocador, un risueño buscador de la verdad, un cuestionador amable de la realidad. Lo hizo creando, siempre que pudo, imponiendo su inusitado entusiasmo a la gravedad del dolor, al silencio de la amargura. Lo hizo sin caer en lugares comunes, sin caer en el optimismo del tiempo que transcurre en una única dirección y mucho menos, asumiendo que en la palabra están todas las respuestas. En medio de esa ignorancia cándida, de esa búsqueda incesante de lo misterioso, quizás Carlos Fuentes — ese niño eterno, ese escritor de inconmensurable poder para evocar lo bello y lo complejo — se encontró así mismo. Una mirada preocupada y sincera hacia el dolor y sin duda, hacia ese elemento inexplicable y difuso que con tanta ingenuidad llamamos identidad.

martes, 21 de febrero de 2017

Crónicas de la feminista defectuosa: El poder, el sexo y el menosprecio.







Cuando tenía quince años, un desconocido me llamó “puta” porque iba vestida con una falda muy corta o eso supuse después. La verdad, no podría decir con exactitud que le molestó tanto como para gritar la palabra con un evidente malestar en mitad de una pequeña multitud de curiosos, que volvieron la cabeza con aire suspicaz. Me encontraba en un Centro Comercial de mi ciudad junto con un grupo de amigas, alborotando y riendo en voz alta como supongo hace cualquier adolescente de mi edad y de pronto, este hombre que con toda seguridad me doblaba la edad, se detuvo y me dedicó una mirada larga y apreciativa. Por último, torció el gesto y me lanzó el improperio. Lo hizo sin disimular su desagrado y un cierto tono acusador, como si llevar la ropa de mi preferencia le brindara la libertad de insultarme.

En el momento, me sentí profundamente culpable y avergonzada. Llegué a creer que en realidad, había hecho algo para merecer la actitud grosera de aquel hombre anónimo. Lamenté haber llevado la falda corta, lo blusa de mangas cortas. Cuando le conté lo sucedido a mi madre, insistí en que quizás había hecho algo para merecer lo que había ocurrido y eso la disgustó y preocupó a partes iguales.

— No hiciste absolutamente nada. ¡Nadie tiene derecho a maltratarte porque lo que hagas o cómo te comportes choque con sus prejuicios!

No supe que responder a eso. Recordé la mirada del hombre, su gesto de casi repugnancia. Me pregunté por qué le irritaba tanto mi aspecto cómo para agredirme en público. Pero lo peor no había sido eso, pensé con cierta pesadumbre, sino los gestos de reproche de la gente a mi alrededor, esa aparente complicidad inmediata con la palabra y sus implicaciones. Mi mamá sacudió la cabeza cuando se lo comenté.

— Es muy fácil insultar a una mujer y que el insulto reciba apoyo tácito — me contestó — la palabra “puta” parece ser la puerta abierta a un tipo de crítica y de censura muy compleja que nadie sabe en realidad de dónde proviene. Es reprobable y grosero, pero lo más preocupante es que ocurre a diario.

Nunca olvidé aquello. Con los años, he recibido el insulto otras veces y por motivos mucho más complicados de entender que una falda corta. Me han llamado “puta” por protestar, argumentar y discutir en voz alta. Por contradecir cada vez que puedo la imagen idílica que tiene sobre la mujer la cultura en la que nací. Por vestir y comportarme a mi capricho. Por disfrutar de mi vida sexual de la manera que prefiero. Incluso en una ocasión, un hombre con quien trabajaba me llamó “puta” sólo por mi eficiencia laboral. Fue una experiencia que me provocó la misma sensación de angustia y desconcierto que a los quince años, el insulto del desconocido.

— La palabra “puta” es un forma de poder y sobre todo, una noción sobre la opinión social acerca del comportamiento de una mujer — me explicó una de mis profesoras cuando le hablé del tema . Por años, se había dedicado a la investigación sobre el género y la identidad femenina y no pareció sorprendida cuando le conté mi experiencia — se esgrime la palabra como un arma, un tipo de censura pero también, una forma de estigma. Una mujer que es “puta” se despersonaliza, se discrimina y se menosprecia. Su opinión y comportamiento se infravalora por el mero hecho de contradecir la norma.

Nos encontrábamos en su oficina de la Universidad, en la que solíamos sostener debates sobre el tema incluso antes de ser su alumna y después de serlo. Las paredes se encontraban llenas de retratos de mujeres de rostro calmo y amable. Todas habían sido retratadas de la misma forma: desde un fondo neutro, observaban al hipotético espectador con una especie de infinita y extraña paciencia. No había alguna frase que indicara por qué se encontraban allí y jamás se lo había preguntado. Ahora que las contemplaba, me pregunté si simbolizaban alguna cosa.

— Pero “puta” parece ser la palabra favorita para agredir a una mujer — le comenté desanimada — es abrumador la forma como el insulto engloba cientos de ideas distintas en contra de la mujer.
Mi profesora movió la cabeza con cierta tristeza. Se acercó a la misteriosa colección de retratos en su pared.

— Por buena parte de la historia occidental, la mujer ha carecido de personalidad, identidad e incluso, peso cultural. La palabra “puta” es una forma de denigrar de esa noción de la existencia, de la opinión, de la transgresión del límite. Eres “puta” cuando rebasas cierto límite, una frontera entre lo que se espera de la mujer y lo que hace. Y esa “puta” es una percepción histórica que se normalizó y se hizo parte de una de las tantas formas como la cultura asimila lo femenino. Y allí el peligro.

Levantó la mano y rozó con los dedos uno de los retratos colgados. Suspiró con cierta tristeza.

— ¿Ves estas mujeres? Son curanderas en sus países. Son mujeres que son consideradas sabias en cada uno de sus pueblos, caseríos y tribus de latinoamérica. También fueron amenazadas, expulsadas y algunas agredidas por el mismo hecho de tener un tipo de sabiduría que se censura en la mujer. Las fotografié durante años para recordar la forma como la mujer se maltrata por el sólo hecho de ejercer su derecho a comprenderse de manera independiente.

Miré la colección de retratos abrumada y entristecida. Me pregunté cuántas de aquellas mujeres — jóvenes, ancianas, hermosas, venerables, tímidas, firmes — habían tenido que soportar la presión, el dolor y la angustia de ser menospreciadas por el simple hecho de negarse a ocupar el lugar que la historia había destinado para ellas. Pensé de nuevo en el hombre que me había gritado puta a los quince años de edad y a mi compañero de trabajo, que me había lanzado una mirada helada antes de llamarme “puta” por el mero hecho de luchar con sus mismas herramientas y posibilidades por un reconocimiento laboral. Para ambos, mi comportamiento parecía ser inaceptable, digno de insulto. Y la palabra una forma de golpear y sacudir mis expectativas, de cerrar espacios intelectuales a mi alrededor. Sentí una amarga mezcla de miedo y furia por el pensamiento.

— La “Puta” siempre será el epítome de lo que una mujer puede o no aspirar — concluyó mi profesora — lo que te define y lo que te brinda un lugar en la sociedad.
Miré de nuevo a las mujeres retratadas. A ellas y a mí, nos unía esa precisión de la cultura que limita, agrede y lastima. La mera idea me pareció insoportable y por último, profundamente dolorosa.

***
Sin duda, Puta es una palabra popular. O así pareciera: se utiliza como interjección, insulto, incluso en tono bromista, casi cómplice. Tal vez, la palabra puta no tenga su contundencia de antaño pero continua sin gustarme. Me produce cierto malestar lo que aún se percibe de ella. Me refiero en concreto, a esa idea un poco general que denota la palabra y que implica no solo nuestra opinión sobre el comportamiento femenino sino nuestro juicio sobre él. Porque la “puta” sigue siendo la mujer que se condena, que se mira de reojo, a la que se puede insultar por tomar su cuerpo, personalidad e identidad y hacer con ellos lo que bien pueda parecerle.

Claro, sé los orígenes de la palabra. Es un sinónimo peyorativo de la palabra prostituta. Pero si bien “meretriz”, “prostituta” y otros adjetivos parecidos definen lo que los griegos llamaban “porne”, derivado del verbo pernemi (vender), puta sugiere algo más. Porque la puta es descarada, no disimula la vergüenza que se supone debía causarle su identidad como “mercader del sexo”. Así se lee al menos en demenciales tratados del siglo XIV sobre la sexualidad femenina. Bueno, seamos claros: no se hablaba sobre lo que no se existía. Para el medioevo la mujer no tenía derecho a sentir placer, a desear, a disfrutar de su cuerpo. La mujer era un subproducto divino, vía directa de la costilla del Célebre Adán, cuya única función, además de tener niños — lo más posibles — era tentar la conciencia masculina. De la manera que la sexualidad para la mujer se resumía y se restringía a engendrar y parir. Para todas las que no aceptaban eso, para las que simplemente disfrutaban de manera natural del placer, para las que soltaban carcajadas durante el sexo, para las que gozaban de la libertad de fornicar, había una palabra. Puta. Y Puta del diablo, si además cometías el improperio de saber leer, escribir o tenías la osadía de pensar. De manera que bien pronto, la “Puta” ya no era la “Ligera de cascos” como se diría en Español castizo, sino la que infringía la sagrada norma de no “atenerse” a lo que se esperaba de ella, a lo que se suponía era propia de la feminidad. Puta le gritaron a Juana de Arco al quemarla, Puta le gritaron a Cristina de Suecia más de una vez ( y con todo y lo reina que era ), y mucho se habló de lo “puta” que era Isabel I de Inglaterra, a pesar que también se le llamó la reina “Virgen” — cosa dudosa, o al menos eso quiero creer — y se reconoce su reinado como “la edad de Oro” inglesa. Porque Puta es la que transgrede ese orden supuestamente divino y procaz de la mujer supeditada al hombre, de la mujer colgada del brazo del marido de turno, la mujer invisible. La mujer que rompe el anonimato, que camina por la calle con paso firme, la que se lleva a la cama al hombre que prefiere y como quiere, esa, era la puta por excelencia.

Hay un caso histórico que siempre me ha estremecido. Poca gente lo sabe, pero madre de la escritora Mary Shelley, fue una gran luchadora social y una mujer adelantada a su tiempo. Mary Wollstonecraft fue una mujer extraordinaria, un portento de inteligencia y fuerza de voluntad. Pero digamos que vivió en una ruptura de épocas equivocada: de haber nacido un poco después, habría sido tratada con la sonrisa casi complaciente con que vivió George Sand y sus contemporáneos. Nacer en pleno apogeo de ideas que parirían después la Revolución francesa la condenó a una especie de abismo angustioso: porque se hablaba de igualdad, pero entre hombres. Ninguno de esos grandes filósofos de la reforma, de la revolución, los pensadores del nuevo orden se molestaron un momento en analizar el papel de la mujer en la sociedad. Para ellos ya lo tenían: parir, cuidar al marido, permanecer en casa. De manera que nadie se refirió a la mujer invisible ¿Que falta hacía?

Que tragedia para la inteligente y fuerte Mary. Que sufrimiento, aprender a leer y descubrir las ideas novedosas, paladear su profundidad y tener muy claro que jamás la incluirían. Porque era puta. ¿Y por qué era puta? Porque pensaba. Porque le encantaba la compañía de jóvenes estudiantes que no tenían pruritos para debatir en gritos los argumentos de los nuevos tiempos. Porque decidió irse a la cama con un hombre y tener un hijo suyo ( la Gran Mary Shelley, como comenté ) sin casarse. Porque decidió vivir su vida como mejor le pareció. Eso la calificaba como “Puta”, en tiempos donde la palabra no solo definía un oficio sexual sino la rebeldía de la mujer. Puta le llamaron a las brujas, a las que deseaban estudiar, a las que se atrevieron a levantarse el velo y sonreír al hombre de su preferencia.

Puta, así, sin más.

Mucha agua ha pasado bajo el puente. Las mujeres ahora mismo tenemos poder económico, cultural y social. O al menos eso quiero creer. No obstante, esa puta cultural, esa puta de la memoria colectiva continúa caminando por algún lugar de las calles de nuestra mente. Esa “Puta” ancestral, sobrevive. Todavía se le llama puta a la actriz que ebsa con el amante públicamente. Puta la mujer que camina por la calle llevando vestidos cortos y los senos bien al descubierto, como si eso sigue transgrediendo alguna norma antigua. Y puta, la que hace lo que quiere, la que decide a quien llevarse a la cama y a quien no. Resulta intrigante, pensar en esa idea en este siglo donde todo parece derrumbarse lentamente y carecer de sentido. Pero al parecer esa opinión primitiva, esa idea de la sexualidad y el poder que se restringe, continua en algún lugar de la conciencia a la que todos de alguna manera u otra pertenecemos.

C’est la vie.

lunes, 20 de febrero de 2017

Panegírico a una Dama entre azules y odaliscas inolvidables.






La primera vez que visité el museo de Arte contemporáneo Sofía Imber — siempre llevará ese nombre, en mi mente — lo hice con mi madre. Tenía unos seis o siete años y desde esa distancia de la infancia, me pareció inmenso, interminable. Un territorio desconocido que me impresionó por no parecerse a nada que había visto antes, con sus ventanales radiantes y su piso pulido que lanzaba destellos en esa luminosa mañana de sábado. No obstante, el recuerdo más claro de ese día no es el asombro por la existencia del museo — o su realidad física — sino Chagall. Un imagen extraordinaria que colgaba ingrávida en una de las paredes, sin más custodia que un cristal de plexiglás y la discreta iluminación de un foco estratégico. Todo azul y ojos radiantes, la pintura me sonrío a la distancia.

Por supuesto, en ese momento, no sabía que se trataba de una pintura Marc Chagall ni lo sabría hasta años después. En ese momento, la niña que fui lo único que tenía muy claro es que nunca había visto nada parecido. Con sus tonos azules radiantes, su aire tristón y su rarísima belleza, la obra me dejó sin aliento. Me hizo preguntarme que había más allá de esos seres de pesadilla que bailaban en un carnaval eterno del que yo no tenía noticia. Me veo a mi misma de pie, asombrada y temerosa, haciéndome preguntas en silencio sobre la pintura, la mano que la había pintado y el mundo que el artista desconocido había mirado con tanta atención para plasmar aquello. Sentí miedo y también una fascinada convicción que había algo en el arte que podía sacudir tu mente, que podía colorear espacios en tu imaginación. Llevarte justo a esa escena irreal de un baile de máscaras que jamás sucedió por un mero esfuerzo de imaginación.

Cada cierto tiempo regreso a esa mañana de un sábado cualquiera para recordar todos los motivos que me hacen amar el arte como lo hago. Lo que hizo quizás que muchos años después, tomara la decisión definitiva de dedicar mi vida a crear, soñar paisajes imposibles, construir mundos con la herramienta de mi mente y mi espíritu. Y estoy convencida que ese día, fue el primero de tantos otros, el Museo de Arte Contemporáneo me comenzó a educar. Que me brindó no sólo la oportunidad de crecer y de soñar para el arte y por el arte, sino a rebasar los límites con el sencillo método de mostrar que el mundo es mucho más vasto y complejo que lo corriente. Gracias al Museo — a todas las veces que me recibió, me consoló, me abrió sus puertas -aprendí el valor de lo artístico como elemento de construcción del futuro y la identidad. Gracias a ese legado de maravillosa convicción en el poder del arte como una forma de renacimiento, aprendí que todo que el espíritu del hombre puede construir para traducir su mundo en obras de perpetuo valor, comienza por un deseo. Por la inevitable convicción que somos algo más que lo obvio. Que el arte — en todas sus formas — es una forma de trascendencia pero que más allá de esa idea obvia, es también una noción sobre lo poderoso y lo bueno en cada uno de nosotros.

Todo eso me lo enseñó el museo. Todo eso lo aprendí gracias a la terquedad, espíritu combativo, elegancia mental y sobre todo, fuerza espiritual de Sofía Imber. Nunca habrá una forma de agradecer lo suficiente un aprendizaje como ese.

***
Cuando escuché que Sofía Imber visitaría la universidad en la que estudiaba, me entusiasmé. Por años, la mujer de rostro serio y seco, me había intrigado. En mi mente, era la encarnación de mi Museo Favorito. El símbolo visible de esa terquedad a toda prueba que había traído a Venezuela un conocimiento artístico que sorprendía por su variedad, profundidad y buen gusto. Gracias a Sofía Imber, yo había pasado mi infancia soñando con Chagall. Gracias a Sofía Imber, me había enamorado de Miró. Gracias a Sofía Imber había podido mirar a escasos centímetros las pinceladas de un Matisse. Gracias a Sofía Imber, conocía el poder de evocación de un Museo. Su sustancia, pertinencia e importancia. Gracias a Sofía Imber, había descubierto que la curiosidad artística es un don que nunca se pierde sino que nace para ser eterno, para hacerse cada vez más fuerte, insistente. Para llenar tu vida de una belleza incierta y perpendicular que llevas a todas partes, que alumbra cada día que traes al mundo de las cosas. Todo eso lo había aprendido como visitante asidua del Museo de Arte contemporáneo. Todo eso representaba para mí el enorme edificio de Bellas Artes, al que solía visitar una vez a la semana y si había oportunidad, incluso con más frecuencia. En algún punto de mi adolescencia, el Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber, se había convertido en mi casa, en mi hogar secreto. El lugar en que me refugiaba para leer, para escribir. Para comprender esa otra Caracas que crecía a la periferia de la real. Que se empeñaba, con una terquedad desconcertante, en oponerse al deterioro, al miedo, al lento desplome de un país cínico. Pero el Museo seguía allí para recordar que el arte siempre se perpetúa, se enfrenta. Contradice. El edificio de vidrio reforzado, hierro y hormigón era el símbolo de lo que Caracas podría aspirar, a pesar de todo.

Desde las butacas de las primeras filas del Aula Magna de la Universidad Católica Andrés Bello, la mujer de cabello rubio y rostro arrugado, me pareció muy frágil y pequeña. Llevaba un severo traje taller color lila y zapatos cerrados, de anciana. ¿Esta era la mujer que había creado mi lugar favorito? ¿La que había luchado a brazo partido para llevar el arte a un país cínico? Me asombró su delicadeza, los movimientos lentos, el ceño fruncido, la boca apretada en un gesto sobrio. Le temblaban las manos cuando levantó el micrófono. Pero cuando comenzó a hablar, esa impresión de debilidad desapareció. Se transformó en otra cosa. De pronto, Sofía Imber se hizo colosal con su voz pausada, nasal y ese dejo de acento europeo casi misterioso que aún hablaba de un pasado lejano y complejo del que yo no tenía idea.

— El arte educa desde lo invisible — dijo entonces. Movió la cabeza y miró a la multitud de rostros entusiastas que le rodeaban — El arte está en todas partes, es una mirada hacia la humanidad como un proceso. El Museo es la prueba de esa trayectoria, ese crecer a diario que va desde la pieza de arte hacia quien la observa.

El corazón me comenzó a latir muy rápido. De pronto, fui muy consciente que Sofía Imber sabía el tamaño de la empresa que llevaba a cabo. Sabía su valor, su poder, su envergadura, lo que implicaba. Pensé en las salas enormes y radiantes del museo, en las obras expuestas. En los bocetos de Picasso que había visto y de pronto hicieron que la obra del artista saltara del libro de texto para ser parte de mi vida. En la Odalisca de Matisse, tendida en velos carmesí, narrando historias misteriosas. En las salas llenas de Recuerdos del Holocausto Nazi, que me enseñaron más de lo que podía suponer sobre el dolor y la tragedia. Esta mujer de mirada dura, de manos delicadas y manchadas por la edad, era parte de ese trayecto anecdótico. De esa percepción del ahora y al después. De ese legado de enorme importancia, para generaciones enteras de Venezolanos que reconocieron el poder del arte gracias a su trabajo.

— Uno no sabe el peso del arte hasta que hace mejor tu vida — dijo entonces y sonrío. Una sonrisa leve, rápida, poco amable. Una sonrisa rara y bondadosa, a pesar de todo — Porque el arte es una forma de pensar y traducir la realidad. Es una percepción sobre lo real y lo subjetivo, lo que une ambas cosas. Y ese puente entre ambas cosas, es el Museo. Es el espacio que brinda forma a todas esas aspiraciones y construcciones objetivas.

La escuché al borde de las lágrimas. Todo eso lo había hecho por mí el Museo. Todo eso me había enseñado. Todo eso estaba allí, al alcance de cualquiera, para ser disfrutado, comprendido, asimilado. Pensé en todos que como yo, recorrían las salas del Museo para encontrar sorpresa, alivio, maravilla. En todos los que como a mí, el Museo había recibido con los brazos abiertos. Para educar, aleccionar. Para formar desde las sombras y en silencio un nuevo tipo de ciudadano, atento, despierto, sensible. Pensé que la labor del Museo no termina con la puerta cerrada o la obra expuesta. Pensé en el poder que se extiende más allá de lo tangible y que forma parte de algo más amplio que la mera posibilidad de su existencia. Pensé en cómo sería dedicar la vida entera a ese proyecto, a esa percepción de la belleza. Pensé en cómo sería esa voluntad de crear, de porfiar contra la indiferencia, contra todas las corrientes que empujan la cultura para cerrar espacios, para cercenar significado. Y agradecí en silencio a la mujer que seguía discurriendo en voz alta micrófono en mano, por ese esfuerzo. Por la terquedad. Por la intransigencia de continuar a pesar de todo.

— Uno no deja el arte nunca. Te lo llevas a todas partes. Te nutre de formas desconocidas — dijo por último — y esa es la labor del Museo, aquí y en cualquier parte. Una conversación que jamás termina.
Sonreí. Me llevé la mano al pecho. En algún lugar de mi mente, la niña que miraba a Chagall con ojos muy abiertos, sonrío también.

***
De adulta, no perdí el hábito del Museo. A pesar de las convulsiones políticas, de la ciudad que comenzó a resquebrajarse por el miedo. Seguí acudiendo cada sábado por la tarde, cada martes en la mañana. Cada viernes perdido. Seguí caminando de una sala a otra, paladeando el silencio, fascinada por esa cercanía tan sincera con el arte. Tan asombrosa por su sinceridad.

Mi lugar favorito, por alguna razón inexplicable, siempre fue el espacio Francis Bacon. En todas las ocasiones, en todas las visitas terminaba de pie, en medio de la sala pequeña y helada, asombrada en la forma como el silencio del museo la cubría, la rodeaba, me la obsequiaba. Pensando en esa belleza triste y levemente frágil del arte y el poder de crear belleza incluso en lo inconcebible. Estaba allí, de pie, cuando escuché que alguien se lamentaba porque “la Dama” — esa guerrera a ciegas contra la vulgaridad perenne — abandonaría el Museo. Me volví para mirar a la pareja que conversaba en voz baja. Un hombre y una mujer que como yo, parecían refugiarse en el espacio blanco y atemporal que nos rodeaba.

— Nadie está sorprendido — dijo el hombre en voz muy baja — Este Museo no podría ser el mismo con Chávez en el gobierno. Pero nadie esperaba que ella saliera…
 — Pero iba a suceder — agregó la mujer. Sacudió la cabeza — no había más remedio.

Me quedé petrificada de algo muy semejante al miedo. Sí, había escuchado los rumores, los escarceos, la presión sobre el museo y su directora. Chávez, con su necesidad de controlar, destruir, refundar no podía soportar — tolerar — la memoria histórica que una institución semejante representaba. La insistencia en controlar y aplastar al Museo — como concepto del arte como una forma de pensamiento — por el simple hecho de existir. No supe que decir, a donde mirar. La sala con su rostro sin facciones y su curva pesarosa, reflejó mejor que cualquier otra cosa el dolor, la angustia que me invadió y que por último, me hizo huir de allí.

Después sabría que Hugo Chávez, con todo su afán personalista y populista, había cerrado las puertas del Museo a Sofía Imber desde su programa de televisión. Que el anuncio oficial había sido una larga e hipócrita perorata sobre la pobreza y el poder del pueblo. Que para Chávez, una criatura mediática obsesionada con el poder en todas sus formas, la posibilidad de un ambiente como el del Museo era impensable, con su libertad, su independencia, su distancia moral e intelectual. Que para un hombre que deseaba un tipo de control ideológico retrógrado inmediato, el Museo era un enemigo a vencer, a cerrar, a disminuir. Y Sofía Imber, la matrona férrea, el adalid de las salas abiertas, del arte frontal, no tenía lugar en esa nueva visión del arte propaganda. De lo artístico al servicio del poder.

Nunca supe cuando dejó de estar en su oficina o si alguna vez volvió después del anuncio. La siguiente vez que volví al Museo, alguien comentó en voz baja junto a Tempestad de Auguste Herbin, “Ya no está aquí”. El eco de la voz del visitante corrió y cerró puertas. Y de nuevo, sentí miedo. Una punzante sensación de pérdida.

***
Querida Odalisca:

Diez años han transcurrido desde que desapareciste en esa circunstancia brumosa que llamamos país. Te fuiste en silencio, casi con discreción. Tanto así, que casi nadie notó su ausencia. O de hacerlo, no le dio importancia. Así somos en este, tu país adoptivo: descuidados, desconcertados y la mayoría de la veces destructivos. De manera que no es de extrañar que nadie notara tu notoria ausencia, que una copia barata te sustituyera sin que algún ojo experto se sobresaltara o al menos diera la voz de alarma. Plácida y primordial, abandonaste el país que tanto se enorgullecía de tenerte por la puerta pequeña. ¿Quién lo diría?
Por entonces, la llamada “Revolución cultural” tenía envalentonados a todos. En el año 2000, estrenando nuevo siglo, todavía nuestro país inocente no había comprendido la estafa histórica que sufría. No le hacía falta tampoco: Había aires de celebración, esa atmósfera de festividad de pueblo tan simple que pareció sustituir el buen juicio. El puño en alto, la ideología bien visible: así recordábamos los Venezolanos el valor de la utopía. O creía recordarlo en todo caso. Tu padre en Óleos, el bien amado Matisse ya lo decía por entonces “Las circunstancias transforman la belleza en símbolo”. Y bien que lo sabría él, que atravesó con dignidad esa época de ruptura de un siglo que nació a través de la rebeldía y la euforia. Y de allí, naciste tu, una obra inolvidable, donde la belleza tenía tanta fuerza como lo que se esconde entre los trazos hábiles de color. Ese discurso hábil y centenario que quiso contar una historia, que forma parte de la memoria Universal por cuenta propia.

Pero en esta Venezuela que rememora al buen salvaje de Rousseau, eso no importa. Lo importante en las artes, es que sean representativas del puño en alto, del grito de la consigna. El arte por el arte, ya no se estila. Porque en esta Venezuela herida de patriotismo, sofocada por la insistencia en una visión política que se transforma en dogma, el arte puede resultar peligroso. El arte es de hecho una contradicción a esa peculiar necesidad de control, ese puño de hierro que aplasta y sofoca la historia. Porque para la Revolución, la libertad es una amenaza, visión difusa de esa necesidad de igualdad autoimpuesta, obligatoria y debida que la identifica. Así que imagina, que simboliza para una ideología militarista, centralista y autocrática la independencia del pensamiento, esa furiosa necesidad de crear y construir, que destruye límites y crea otros nuevos, que brinda opinión, sentido y criterio a cada aspecto de la vida.
Una amenaza, sin duda. Una grieta en el ese entramado fijo y aparentemente sin resquicio de la ideología que aplasta, que sofoca, que exige. Que a fuerza de repetirse, se convierte en una proclama. En una forma de identidad.

Y allí estabas tu, flotando, exquisita y espléndida, en mitad de un maremágnum de transformación. La revolución que adjudicó otro valor a lo artístico, que lo transformó en propaganda, en lamentable hilo conductor de una necesidad inhóspita de convalidar el rencor. El Museo de Arte Contemporáneo, que te recibió con los brazos abiertos se transformó en otra cosa. Se deterioró lentamente, perdido y aplastado por el peso de la historia reciente, de la construida a trozos, de la que mira con desconfianza la belleza. Quienes te admiraron y recorrieron medio mundo para obsequiarle a Venezuela tu rostro, los trazos deliciosos y vitales que te crean, expulsados del nuevo Reino del Arte que predica una única postura, el que no se resiste, el que baja la cabeza. A nadie extrañó, por tanto, que esa noche — ¿O fue un día? — alguien decidiera que no tenía mucho sentido que continuaras allí, en la pared húmeda y agrietada, entre el polvo y la telaraña. Te tomó, con el desparpajo de la violencia y este desorden, de forma y fondo, y te arrebató a la historia de nuestro país. Y a cambio, con ese simbolismo de la frusilería, de lo superficial, dejó una copia. Una imitación burda de quien eres y más doloroso aún, de lo que fuiste para los amantes del arte de este país.

Nadie sabe muy bien dónde estuviste durante estos diez años. Quizás abandonada de toda metáfora. Pérdida y cubierta de polvo, sin valor, ajena. Ciega. ¡Duele tanto imaginarte así! A ti, pequeño tesoro de un país que te miró con admiración. Pero tal vez ese país ya no existe: Porque durante esos diez años que dormiste — o deambulaste de aquí para allá en el silencio — Venezuela cambio. Venezuela avanzó inexorable por un camino deteriorado, lleno de baches, zigzagueando de un lado a otro hacia el desastre. Venezuela olvidó toda aspiración por lo excelso, lo poderoso de la belleza, para mirar, en pleno ombliguismo absurdo, el arte como una idea rota. Porque mientras dormías, pasajera e itinerante, parpadeando entre manos ajenas, el país que te amó tanto como para considerarte suya, te repudia. No a viva voz, no como un reclamo, sino en todo lo que representas. Porque Venezuela, escindida, violenta, sofocada bajo el puño de lo único, miró al arte como el enemigo, el que se atreve a disentir, el que busca un resquicio de libertad para sobrevivir. ¿Y es que cómo puede una Revolución que no habla de ideas sino de armas, que insiste en la autopreservación antes que la construcción de ideas comprender lo que representa la belleza? ¿A donde va el arte en un país que necesita símbolos prestados para construirse, que asume la estética, lo que se escribe y lo que se pinta, lo que sueña y lo que se canta como un ataque frontal a esa unidad granítica que necesita para subsistir? ¡Hasta el humor, Odalisca nos ha robado esta revolución verde oliva! ¡Hasta los deseos de reír con inteligencia, de criticar con elocuencia, nos arrebata — o lo intenta — esta ideología del resentimiento, esta visión de lo social que no admite replica. Y uniformados en lo caótico, en la defensa de la supervivencia, aplastados y heridos por el terror, intentamos continuar, con equipaje liviano. Con las manos vacías.
No reconocerías a esta Venezuela a la que regresas: depauperada, con el espíritu quebrantado, con tantos lutos sobre lutos que ya es parte de lo esencial que se acepta. No reconocerías a esta generación agotada, dolorida y asustada, que huye de Venezuela al vacío, sin mirar hacia atrás. No reconocerías las calles desoladas, el verbo insustancial. Y esta pobreza Odalisca, esta inquietante frugalidad del pensamiento. Que dolor recibirte así, desnudos, con las manos abiertas porque te necesitamos pero sin saber para qué. Que vergonzoso, tener que hablarte del resentimiento que se hizo parte del lenguaje, del dolor que se hizo lágrima seca, de este gentilicio del horror que construimos en quince años de enfrentamientos y abrumador desconcierto.

Y Como quisiera, bella Odalisca, decirte que tu regreso es un señal de reconstrucción, que esperarte con los brazos abiertos, celebrando que volviste luego de ese largo periplo fugitivo, será un reencuentro. Pero no puedo decírtelo, mi querida. No puedo ocultarte lo que te espera aquí, lo que no reconocerás aquí. Porque repatriada y devuelva a quienes te esperamos, sólo serás la metáfora de lo que perdimos y no podemos recuperar, de lo que asumimos — tememos — como necesario e inevitable. Porque entre el sufrimiento de lo que perdimos y la conciencia de la irrecuperable, te esperamos, los que aún creemos que el arte es una forma de sanación, lo que aún aspiramos a contemplar la belleza para recordar lo bueno y lo sustancial.
Pero en esta Venezuela descreída, en esta Venezuela rota, eso no es suficiente. Cómo duele admitirlo, como pesa en el alma del que busca, del que lucha, aceptar que el arte por el arte — de nuevo esa visión de lo que se promueve y se construye más allá de cualquier significado — en este país ya no es consuelo. Tu no lo serás, a pesar de tu belleza, de tu historia, de la alegría que despierta tu regreso. Quisiera decirte que sí, quisiera celebrarlo también pero no puedo hacerlo. Eso, a pesar del amor que te profeso, del amor del que asume el arte como redentor. Eso, a pesar de lo esperanza que me aferro.

Pero no, para la Revolución resquebrajada, para el país en precario equilibrio sobre el desastre, la metáfora de la capacidad de construir y crear, ya no es suficiente. Y quizás, en un largo tiempo, no lo será.
Aún así, iré en cuanto pueda para verte. Otra vez, gloriosa y única, colgada en la pared agrietada de un viejo Museo de un país mudable y circunstancial. Te miraré, para sonreír, para admirarte, para pensar que quizás y a pesar de mis temores y dudas, simbolizas algo nuevo, algo mucho más poderoso de lo que yo puedo admitir en mi cinismo descreído.

Una nueva mirada a lo viejo. Una esperanza que se renueva.

Ese siempre será el poder del arte, quizás.

Te recibo entonces, con la alegría prudente del sobreviviente, a medio camino entre la desesperanza y la alegría. Una Venezolana que te quiere,

A.
***
Lunes de un febrero roto y sin nombre. De otro mes más en medio de una crisis a cuentagotas, sin nombre. Despierto con la noticia que Sofía Imber murió. Y pienso en el Museo que llevaba su nombre y que ya no lo lleva, en las obras perdidas, abandonadas, rotas, destrozadas. En todo lo perdido en medio del odio, el resentimiento. Pero aún así, también pienso que sobrevive lo más importante, lo indestructible. Lo que ninguna revancha histórica podrá destruir y avasallar: el legado que Sofía Imber dejó al Museo, a toda una generación de Venezolanos que creció entre sus salas. A quienes como yo, esgrimen el poder del arte para luchar contra el control, el miedo y la desesperanza. Gracias Sofía, por un verdadero legado perdurable. Gracias por el poder de crear y construir conocimiento. Gracias por el poder invisible que brindaste en cada momento de tu vida.