Irina Ionesco es además, un misterio entre misterios. Nacida en 1935, aún se debate sobre su país natal e incluso el mero origen de su familia. Se habla que nació en Rumania — y fue hija de una pareja de acaudalados artistas — pero también que es oriunda de París y que formó parte de la troupe de un circo que acampaba en las cercanías de la ciudad. Lo único que parece ser cierto que Ionesco pasó su infancia recorriendo Europa del Este antes de establecerse finalmente en Francia. Se habla que fue pintora, ceramista e incluso que dedicó por años al grabado. No obstante, ninguna obra suya de la época se conserva. Hay largas descripciones sobre sus piezas “extrañas, duras y levemente provocadoras” en periódicos y crónicas de sus primeros años en París. Pero ni una sola fotografía que pueda mostrar cuál era el estilo temprano de una artista que luego sorprendería por su profundidad, expresividad pero sobre todo, latente perversidad.
En una de sus escasisimas entrevistas, Ionesco asegura que su vida es una cuidadosa puesta en escena “a la que ha dedicado especial cuidado”. Tal vez por ese motivo, no sorprende que su llegada al mundo del arte tenga algo de evidente dramatismo: en la década de los ’70, virtualmente irrumpió en la comunidad artística de París, mostrando sus ya por entonces inquietantes fotografías en blanco y negro. Su primera serie — una colección de retratos en alto contraste de semi desnudos femeninos — causó revuelo en la ciudad, que ya por entonces debatía y mostraba un nuevo tipo de interés por un tipo de lenguaje visual mucho más elaborado y violento que el que hasta entonces había sido habitual. Ionesco sorprendió no sólo por sus extrañisimas visiones sobre la sexualidad y lo erótico sino también, por el aire retro y barroco en cada una de sus extravagantes imágenes. Se trataba además de una poderosísima aproximación a un tipo de percepción sobre la mujer que hasta entonces había resultado desconocida en la fotografía Europa: las modelos de Ionesco tenían un aire fatal y peligroso que rompían con la estética de lo frágil que imperaba por entonces. Había algo retorcido en sus primeros planos donde el desnudo no sólo era evidente y directo, sino en el uso de las sombras y contrastes para acentuar las facciones y los detalles estrafalarios de la — poca — ropa que lucían. El resultado era un atmósfera de singular tensión y algo más elaborado que la fotógrafa describía como “el mal latente”.
Pero Ionesco no se detuvo allí. Las siguientes imágenes mostraron que la fotógrafa estaba creando un norte visual lo suficientemente ambiguo e inquietante como para crear toda una nueva propuesta artística. De los retratos esquemáticos, Ionesco comenzó a mostrar elementos fetichistas, que convirtieron su lenguaje en una percepción mucho más simbólica y compleja. Corría el años 1973 y la liberación sexual era un tema que se debatía en voz en todas partes. Ionesco no sólo reconvirtió la percepción de la sexualidad liberadora en algo más sino que le añadió un cierto morbo exquisito. Una presunción del sexo — y sus pequeños misterios — como una forma de creación artística por derecho propio. Ionesco se convirtió entonces en interlocutor de la reflexión sobre la nueva sexualidad de la mujer: Una meditada expresión de la identidad femenina elaborada como una concepción del sexo como impulso elemental.
En el año 1974, su colección completa de retratos fue exhibida por primera vez en la Galería Nikon de París. El éxito llegó de inmediato: de pronto, el trabajo de Ionesco llegó revistas de arte y moda, a pesar de lo perturbador que resultaba la mayoría de sus retratos y las inmediatas críticas que recibió por lo que se llamó el uso de una “sexualidad abierta y sucia” en su propuesta estética. Con todo, Ionesco se enfrentó los ataques con la misma actitud indiferente y fría con que había soportado la confusión que despertó su trabajo años atrás en París. Siguió fotografiando sólo a mujeres -a pesar de las exigencias de los grandes medios que incluyera modelos masculinos — y utilizando su durísima estética, que en ocasiones transformaba sus fotografías en escenarios lóbregos e inquietantes. Su actitud causó malestar y de inmediato, tuvo roces importantes con grandes editores de diversas publicaciones. Irina Ionesco los ignoró a todos y luego de meses de escarceo con estudios y revistas, volvió a las calles de París para seguir fotografiando de la manera en que lo había hecho por casi una década. “Ningún artista necesita ni desea que le digan que hacer con su sensibilidad” llegó a decir a una publicación menor de arte de la ciudad, en medio del revuelo.
A pesar de la resistencia inicial — su estilo fue considerado “excesivo” e incluso se le criticó por su uso de las luces y sombras — Ionesco consiguió hacerse un lugar propio en pleno centro de la cultura francesa. El prefacio de su primer portafolio fue redactado por el surrealista André Pieyre de Mandiargues escribió el prefacio Liliacées langoureuses aux Perfumes d’Arabie (1974) lo que despertó el interés del elitista grupo de artista que rodeaban al artista. Además, Mandiargues brindó al trabajo de Irina y sus diferentes implicaciones, un raro estatus de símbolo sexual: el escritor conservaba una de las mayores colecciones de objetos y fotografías eróticas del siglo XIX y era conocido en todo París por su percepción fantasmal y levemente retorcida sobre el sexo. Con el transcurrir de los años, la amistad entre la fotógrafa y el escritor creó una extraño contexto — y quizás una referencia inevitable -a las sucesivas transformaciones que el trabajo de Ionesco sufriría a no tardar.
Del absurdo a lo obsceno: la revolución de la imagen y los límites invisibles.
Eva Ionesco por Irina Ionesco. |
Eugenia Ionesco insistió en mantener el misterio alrededor de su vida y tal vez por eso, no fue hasta 1974 cuando comenzaron a aparecer fotografías de su hija Eva, una niña rubia de extraordinaria belleza a la que nadie conocía su existencia. Se trató de un golpe de efecto que no sólo reavivó la carrera de Ionesco, sino que llevó a sus fotografías a un nuevo nivel de escándalo. La fotógrafa insistía en retratar a la niña de la misma forma que a sus modelos y el resultado, fue una rarísima colección de imágenes al borde mismo de lo provocador y lo incómodo. Con apenas diez años cumplidos, la hija de Ionesco se convirtió en el foco de toda la propuesta de su madre. Aparecía en las imágenes tendida en posturas lánguida,s con el cuerpo delgado e infantil cubierto de telas lujosas y joyas que no lograban disimular su desnudez. Al principio, las imágenes causaron revuelo e incomodidad, pero poco a poco comenzaron a bordear el límite de cierto cariz moral que sorprendió y escandalizó a París.
Los retratos de Eva Ionesco fueron presentados por primera vez gracias a un trabajo monográfico de la revista Photo. Se trató de una publicación sencilla que llevaba por titulo el en apariencia inocente apelativo Eloge de ma fille. No obstante, desde el mismo prólogo de la obra (redactado por el artista británico Grahm Ovenden, reconocido fotógrafo de jóvenes pubescentes) quedó muy claro que se trataba de algo más que un homenaje de una madre a la belleza de su hija. El conjunto de imágenes mostraban a Eva desde una perspectiva directamente sexual que no podía ser disimulada ni tampoco suavizada, a pesar de la insistencia de su madre en explicar que sólo se trataba “de una mirada a la belleza”. Pero las fotografías dejaban poco a la imaginación: Con el cuerpo semidesnudo y de pie en medio de escenarios barrocos, Eva Ionesco era la encarnación de un tipo de provocación muy específica e incómoda.
Eva ionesco por Irina Ionesco. |
Las opiniones de críticos y público se dividieron de inmediato: Mientras un considerable número de entusiastas describieron la obra de Ionesco como “experimental” y una “osada combinación de belleza virginal orgánica mezclada con un erotismo manufacturado”, buena parte del mundo artístico parisino calificó las imágenes como pornografía infantil. Y no había duda, que Ionesco sabía que estaba tocando los límites pocos claros de un tipo de fenómeno moral que resultaba desagradable para buena parte de sus admiradores. Ionesco se negó a responder preguntas y ocultó algunos de los retratos del foco de medios de comunicación y revistas. Aún así, el rumor de su obsesión por la belleza de su hija — que continuó plasmando en series fotográficas que nadie llegó a ver sino décadas después — convirtió su trabajo en un tipo de propuesta inquietante que superó con creces su rápida caída en el anonimato. Poco a poco, Ionesco pareció abandonar por voluntad propia el lugar de popularidad que había ocupado por casi década y media. Y lo hizo, en un extraño gesto de rebeldía que pareció definir el resto de su carrera.
Cinco años después que la primera fotografía de Eva Ionesco se mostrara en público, la fotógrafa realizó una sesión para la revista Vogue Japón bajo el concepto de “Alicia en el país de las Maravillas”. Fue la primera vez que Irina admitió — incluso bajo cierto cariz simbólico — que no había nada accidental o espontáneo en las fotografías que tomó de su hija o en perturbador concepto que desarrolló a través de sus imágenes. Se trató además, de la primera declaración pública de la fotógrafa, luego de años de lucha sutil contra el escándalo y las directas acusaciones sobre abuso infantil. La sesión demuestra además, que Ionesco parecía lo bastante obsesionada con el concepto de su obra previa como para plasmarla de nuevo en una serie de imágenes impactantes. La sesión lleva a cabo una revisión sobre la popular historia para niños pero Irina Ionesco además, agregó un ingrediente ambiguo que convierte la propuesta en algo duro de asimilar. La Alicia de Ionesco no es una criatura frágil e inocente, sino una Lolita con leves tintes escalofriantes que contempla al espectador rodeada de un mundo en sombras. Para la ocasión, Ionesco además insistió en que la historia fuera redimensionada en una serie de pequeños retablos diminutos: la colección de fotografías tiene un aspecto onírico y tenebroso que sorprendió no sólo a los editores de la revista sino que también, dejó muy claro que Irina no había abandonado su planteamiento conceptual durante el largo silencio público.
La polémica y el ojo que mira: Irina Ionesco y el doble reflejo de la fama.
Los retratos que Irina Ionesco realizó a su hija Eva, continúan siendo el elemento primordial del trabajo de la fotógrafa, a pesar de su poderoso estilo y del notable aporte a la percepción de la figura femenina que brindó buena parte de su trabajo. No obstante, la compleja relación de vampirismo emocional entre madre e hija inmortalizada en imágenes, despierta mucho más interés que cualquier otra aproximación conceptual de la artista. Desde lo formal, Irina Ionesco parece no sólo obsesionada con la capacidad de la imagen para convertir al rostro humano en una compleja mezcla de simbología. Con sus espacios barrocos, su puesta en escena rígida y dura pero sobre todo, el análisis de los espacios como pequeños fragmentos claustrofóbicos de luz y sombra, Irina Ionesco creó a través de la figura de su hija una insólita codificación del lenguaje visual que transformó a Eva de modelo a un preciado objeto en medio de un escenario polémico y audaz. El fetiche erótico se transforma entonces en una idea distante e inaccesible, en la que la provocación tiene una evidente relación con la distancia emocional y no con la seducción como propuesta directa.
Tal vez se deba a que Ionesco cierra los espacios alrededor de Eva y evita toda comunicación con el espectador. La niña sorprende por su belleza, pero parece encontrarse perdida entre la parafernalia que le rodea, sujeta a una serie de representaciones espaciales y metáforas que tienen poca o ninguna relación con su peso físico y mera existencia. Hay una explícita intencionalidad en la forma como Ionesco crea capas de significado y una compleja dimensión de análisis de forma y fondo, con la imagen de su hija como elemento visual. Su menuda figura se pierde en medio de los abigarrados decorados que le rodean y el erotismo — o la idea sobre la carnalidad que se trasluce en la puesta en escena — se convierte en una serie de códigos estéticos enrevesados e incompletos. Aún así, la composición funciona y el resultado es un ambiente excesivo recargado y asfixiante que parece sostener el discurso ambiguo y tenebroso de la fotógrafa.
Un cuento de hadas macabro:
Casi tres décadas después, Eva Ionesco admite que todavía es incapaz de mirar las fotografías con que su madre le inmortalizó como una improbable Lolita durante su niñez y adolescencia. Convertida en actriz y directora, la artista insiste en que está profundamente traumatizada no sólo por la colección de imágenes — “resulta insoportable verme reconstruida como una pieza de utilería barata” llegó a confesar — sino también por la noción que toda su identidad fue explotada por fines en apariencia artísticos, pero que Eva considera alienantes y abusivos. Como si se tratara de una forma de expiación, en el 2011 dirigió una película autobiográfica en la que intentó plasmar lo que considera una “retorcida y destructiva” relación emocional. El film no recibió mayor reconocimiento pero trajo de nuevo a la palestra pública la casi olvidada de Irina Ionesco y sobre todo, reverdeció el eterno debate sobre la línea entre la libertad artística, la pornografía y la explotación sexual, en la que Eva parece tener un especial y visible papel.
“Crecer con la convicción que tu cuerpo no te pertenece sino es parte de una obra marchita y decadente es una experiencia aterradora” contó Eva durante la producción de su película, que atravesó una larga y complicada batalla legal para llegar a la pantalla grande. Su madre jamás respondió a la acusación. En la actualidad, la fotógrafa reside en Londres y se enfrenta a Eva en una dura batalla legal de diversas implicaciones que otra vez, las une en un vínculo pernicioso y perverso. “La película muestra al monstruo en matices, jamás con su verdadero rostro” explicó Eva durante la cortísima y discreta promoción de la película, titulada con cierta ironía “Mi pequeña Princesa” y que mostró a Irina como una madre déspota y helada capaz de utilizar a su hija para su retorcida búsqueda de la fama “ Mi madre y yo ahora sólo hablamos a través de nuestros abogados. Es como una tragedia griega”, insistió. Irina tampoco respondió a la acusación, como si el silencio en medio de esa tensión insoportable entre madre e hija — viejos odios reconvertidos en alegoría — fuera otra de sus formas de expresión. Una instantánea durísima de un vieja conversación incompleta.