lunes, 13 de febrero de 2017
Del lenguaje y otros silencios: Una mirada a la complejidad de la belleza.
Todas las fotografías de Lillian Bassman tiene el mismo aire etéreo. Pero en lugar de apostar por la delicadeza tópica, Bassman lo hizo por lo espectral, lo ligeramente siniestro y fantasmal. De manera que cada una de sus imágenes son pequeños creaciones de luz y sombra, de belleza extraordinaria pero también con un dejo decadente y oscuro inexplicable. En vida, Lillian Bassman dijo que intentaba aspirar a lo misterioso a través de lo intangible. El legado que le sobrevive demuestra no sólo que logró encontrar un insólito equilibrio entre el lenguaje y la técnica fotográfica, sino algo más sutil y profundo que define su trabajo al completo.
Lillian Bassman ponderó sobre la belleza femenina y la elegancia como una pieza artística, ensamblada y reconstruida como un mensaje conceptual muy definido. No hay nada casual en sus imágenes, fruto de experimento de laboratorio químico y uso de la luz y mucho menos, improvisado. Al contrario, la tensión en sus puestas en escena le permitió elaborar un estilo personal perdurable que es quizás su mayor logro: una estética que dialogó con la percepción de la Moda como un reflejo cultural pero también, de la fotografía como un vehículo de contradicción, discusión y deliberación de la idea estética. Para Bassman, la imagen se transformó en una noción sobre la identidad que medita sobre lo atractivo — o lo que consideramos lo es — desde un espacio casi tenebroso. Y esa elucubración — como si se tratara de una hipótesis sobre la cualidad de la luz y la sombra para crear un lenguaje — su elemento más reconocible.
Una mirada analítica sobre la imagen.
Bassman nació el 15 de junio de 1917 en Nueva York, hija de una familia de emigrantes rusos judíos. En una ocasión comentó que gracias a los iconos rusos que su madre colgaba de las paredes, aprendió sobre cierto tipo de elegancia vulnerable. “Las pinturas rusas tienen algo trágico, doloroso y dramático. Con sus rostros alargados y bien definidos, las miradas tristes, cada personaje en un icono ruso crea una historia secreta detrás de las imágenes”. La futura fotógrafa se obsesionó con la estética dramática y exquisita. Años después, insistiría que todas sus obras — jamás llamó a su trabajo de otra manera que “pieza de arte” — estaban influenciadas por esa noción onírica sobre la estética. “Toda la estética rusa aspira a lo intangible. Y esa percepción de lo Divino a través de un tipo de belleza exquisita crea un concepto sobre lo hermoso muy poco obvio. Es lo que intento plasmar en mi experiencia artistica” comentó en una ocasión.
Su carrera fotográfica comenzó casi de manera accidental: fue becaria del todopoderoso director de arte Alexey Brodovitch y en 1941 entró a trabajar en Bazaar, sin paga pero con la responsabilidad del mínimo departamento de arte fotográfico de la revista. Por casi dos años, Bassman incorporó todo tipo de nuevas técnicas al momento de crear imágenes que sorprendieron por su capacidad para reinventar la imagen como objeto comercial. Tenía un especial olfato para la creación de arte a partir de objetos comunes. Las páginas de la revista se llenaron de imágenes delicadas y ultra femeninas, pero aún, llenas de una rara identidad personal. Al final Brodovitch la contrató y la futura fotógrafa comenzó a desarrollar una carrera como diseñadora de la revista. Bassman tenía una especial sensibilidad para la imagen convertida en símbolo: gracias a ella, la revista se renovó y adquirió una nueva personalidad que incluyó toda una nueva propuesta fotográfica. Gracias a Bassman fotógrafos como Richard Avedon, Robert Frank o Arnold Newman comenzaron a publicar en la revista. Bassman analizaba sus participación desde su cualidad como documento artístico — “le pregunté a Avedon si podía crear una fotografía que provocara miedo y placer a la vez” contó una vez — y además, su capacidad para la experimentación. Del esfuerzo, logró imágenes extraordinarias y también, un aire de modernidad que marcó época. Bassman creó una nueva percepción de lo que el medio impreso podía ser y sobre todo, cómo podía expresar ideas complejas, a pesar de los prejuicios en contra de la posibilidad. “Se suponía que una revista debía ser frívola sólo por mostrar belleza. Esa idea me produjo una incomodidad tremenda. ¿No puede ser hermosa y compleja” contó. Animada por esa perspectiva — y obsesionada por la posibilidad — trabajó hasta lograr que Bazaar se convirtiera en referente no sólo del mundo de la moda — que lo era — sino de cierta propuesta visual.
Un día cualquiera — ella misma lo definiría así — Brodovitch le propuso ser fotógrafa. “Entonces me hice fotógrafa. En Junior Bazaar tenía una o dos páginas para mí”, explicó en el libro Hall of Fammes: Lillian Bassman. La transición fue sencilla y pronto, Bassman tenía su primer encargo publicitario. Comenzó a fotografiar en el estudio de Richard Avedon y de inmediato fue evidente, que la artista tenía mucho que decir. Desde sus primeras imágenes, había un aire lúgubre y contenido que sorprendió por su eficacia y complejidad. “Soy un ojo de mujer para los sentimientos más íntimos de las mujeres”, solía decir. El prejuicio sobre los límites de la fotografía de Moda la acompañó en todas partes. Tuvo que lidiar con otras editoras como Diana Vreeland o como Carmel Snow, que despreciaron sus esfuerzos creativos e intentaron minimizarlos como parte de un experimento visual que carecía de verdadero objetivo. “No te he traído a París para hacer arte”, le gritó Carmel Snow en una oportunidad, en medio de una sesión de Moda que quedaría incompleta. “Te traje aquí para fotografiar botones y lazos”. Bassman se negó a hacerlo.
El enfrentamiento le costaría caro. Pronto, ganó fama de “difícil” y también, de fotógrafa que utilizaba “excesivos recursos para imágenes sencillas”. Bassman ignoró los comentarios y las críticas para continuar con su trabajo. “Estaba interesada en crear una visión aparte de la que la cámara miraba”, dijo en una entrevista pocos años antes de morir. “Mi objetivo no es eliminar imperfecciones, es ser pictórico y crear una atmósfera”.
La tensión se extendió por casi una década y en 1965 se cansó de todo de lo que llamaba “el sistema bastardo de la Moda”. Decidió desmarcarse del mundo de la Moda y se tomó la decisión tan en serio, que mudó su estudio intacto, llevándose gran parte de su trabajo. Entonces ocurrió lo que ella misma definiría como “la gran tragedia”: en un arrebato de carácter, destruyó gran parte de su trabajo comercial, aunque pudo recuperar una buena parte gracias a que uno de sus ayudantes resguardó en bolsas de basura el material. “Fue la frontera entre lo que deseaba hacer y lo que estaba haciendo. Nada fue igual después de eso”.
Fue un golpe de gracia para su carerra que tal vez explique, porque su notable trabajo sea tan poco conocido en la actualidad. Con los cientos de negativos y copias quemados y destruidos, Lillian Bassman entró en un silencio profesional que también, era una crítica al mundo de la moda: De las grandes puestas en escenas y fotografías capaces de crear iconos extraordinarios, se pasó a una sencillez frugal apabullante que Bassman consideró insultante. “Supe que debía irme cuando las modelos comenzaron a parecer niñas disfrazadas en lugar de mujeres poderosas”, digo para Vogue en 2004, la última vez que dio una declaración pública sobre su época de esplendor.
No obstante, no todo estaba perdido. El comisario artístico Martin Harrison encontró las fotografías sobrevivientes a la debacle del ’65 y decidió que el trabajo de Bassman — impecable, brillante y complejo — merecía una nueva oportunidad. La fotógrafa se resistió a la idea por meses. Harrison diría después que Bassman estaba obsesionada con “la temporalidad de sus imágenes” y luchó contra el temor que se trataran de un lenguaje incomprensible para buena parte del público actual. Al final, el comisario pudo comprenderla y Bassman volvió al cuarto oscuro. Se trató de un evento intelectual y emocional que renovó el ímpetu de la fotógrafa por crear. Regresó al método analítico y concienzudo que le permitió crear imágenes extraordinarias: ahumar la lente de la ampliadora, la exposición selectiva, pinceladas de ácido. Pero más que eso, Bassman recuperó esa noción casi mística que tanto admiraba de niña y que recreó en sus fotografías con un aire onírico y etéreo. Y también redescubrió su oscuridad sensitiva, esa alegoría de lo bello y lo misterioso construido en un equilibrio preciso. “Miré mis fotografías y de nuevo me hice preguntas” comentó en Hall of Fammes: Lillian Bassman “Logré encontrar un sentido nuevo a esa mirada joven que tuve y que parecía calzar con la experiencia que adquirí después”. Pronto, esa percepción profunda y dura sobre la fotografía creó un movimiento que se alimentaba de sí mismo “Su técnica y espíritu es lo que yo quiero para mi propio proceso creativo cuando hago vestidos” comentó el diseñador John Galliano, uno de sus fanáticos y defensores de su trabajo “Fue uno de los primeros fotógrafos en pintar directamente sobre la copia para otorgar una nueva dimensión a la imagen”, ensalzaba Paul Smith, que encontró en sus imágenes un reflejo a su discurso artístico. Muy pronto, la obra de Bassman dejó de ser una curiosidad recordada por muy pocos y comenzó a exponerse en las grandes capitales del mundo. Había algo melancólico, inolvidable y asombroso en la colección de imágenes de mujeres sin rostros, de extraordinaria belleza pero también, de una palpable energía personal. Su estilo marcó época — quizás de manera disruptiva y tardía — y también analizó la frontera entre la percepción del poder de lo que consideramos atractivo y algo más complejo. “Lillian Bassman hizo visible ese desgarrador espacio invisible entre la apariencia y la desaparición de las cosas”, dijo de ella Richard Avedon, que admiraba su trabajo y le consideraba un inevitable referente “pero sobre todo lo elegancia de lo misterioso”.
Bassman insistió hasta el final de su vida, que el misterio es un lenguaje por sí mismo. Lo dijo en su última entrevista para Vogue, sentada entre los negativos de sus fotografías sobrevivientes, asombrada por la atención del fotógrafo, desconcertada por las preguntas del periodista. “Nunca me he sentido parte del mundo de la moda. Fotografié para complacer mis enigmas” admitió. Y sonrío para la cámara. Una gesto leve, cínico, casi malicioso. Lleno de significado, quizás cómo cada una de sus piezas de arte.
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