viernes, 10 de febrero de 2017
Una recomendación cada viernes: ‘Patria’ de Fernando Aramburu.
La palabra ‘patria’ puede definir un país pero también un estado de ánimo y esa dicotomía sobre la que Fernando Aramburu reflexiona en un libro durísimo y descarnado sobre los infinitos lazos que nos une no sólo al lugar donde nacemos sino al contexto histórico al que pertenecemos. Pero Aramburu no cae en lugares comunes ni tampoco se permite la salvedad del cliché histórico: su obra atraviesa una inhóspito análisis sobre el sufrimiento, el ideario político y cultural que nos sostiene y algo más duro de comprender como lo es esa percepción sobre la identidad que se crea a partir del gentilicio.
Para el escritor , la patria parece ser también el terror, el miedo y sobre todo, los espacios vacíos que la violencia deja a modo de cicatrices en los países que la sufre. En su novela, Aramburu describe los años de sufrimiento que padeció España durante el azote del terrorismo etarra, pero no lo hace desde el juicio y el señalamiento moral, sino a través del recuerdo íntimo y la percepción de la tragedia como parte de la historia cotidiana. Le añade además, un ingrediente coloquial y que dota a la trama de una engañosa sencillez. Pero no hay nada sencillo en realidad, en esta narración espeluznante, cargada de una visión tan realista y cruda del sufrimiento que conmueve a su pesar. Aramburu no intenta dar lecciones históricas y tampoco, dar un juicio sobre el proceso histórico que reflejan sus personajes, pero quizás, su obra no lo necesita. Astuta, durísima y directa, la novela se asume como una cronología alterada por la ficción sobre una durísima realidad. Y lo hace sin perder un ápice de su capacidad para reflejar con buen pulso no sólo la atmósfera enrarecida de un país herido por el miedo sino además, ese discreto padecimiento de sus víctimas silenciosas.
No es sencillo hablar sobre la violencia sin caer en tópicos o clichés. Sin opinar, apuntar o menospreciar hechos que a la distancia, pueden explicar o aclarar el motivo de las heridas abiertas, de las luchas y pesares culturales que lleva a cuestas la historia. Fernando Aramburu lo sabe: a la manera de Joseph Conrad en “The Secret Agent” (esa inteligentísima visión sobre los anarquistas XIX que supo equilibrar la realidad y la ficción en una extraordinaria obra reflejo) el escritor avanza por los engañosos terrenos del testimonio para asumir el peso de la conciencia colectiva en medio del horror. No hay nada complaciente en esta mirada atípica sobre una guerra privada, diaria y cruel. Y quizás es esa crudeza lo que hace la obra de Aramburu tan creíble y espeluznante.
La España que describe el escritor parece surgir en medio de sus pesares: el odio y la violencia disfrazada de política avanzan para describir el enfrentamiento secreto que enfrenta compatriota contra compatriota, vecino contra vecino, pariente contra pariente. Nadie está a salvo del miedo, de los asesinatos o las amenazas. Y Aramburu lo deja claro desde el principio. Su descripción sobre el terror etarra tiene algo de universal: no hay sólo espacio en el país roto que describe el escritor que no esté impregnado por los crímenes de la organización terrorista, por la desesperanza de sus víctimas o el miedo que provoca la mera incertidumbre. Aramburu esquiva las trampas de juicios morales con una sabia y respetuosa comprensión de la tragedia. La historia que cuenta su novela trasciende entonces a la mera crítica, a la sucinta idea de lo que puede significar el miedo a todas horas. Hay algo de reconocible para cualquier sociedad cruzada por la desesperanza en esas largas jornadas muertas de los personajes, a medio camino entre la angustia y la impotencia.
La novela de Aramburu se toma el tiempo para analizar punto a punto las generaciones envenenadas por el terrorismo. Abarca más de cuarenta años — en pequeñas trampas cronológicas que el autor utiliza para construir un mapa de ruta a través del olvido — y describe una sociedad refractaria y afligida, salpicada de hipocresía política, medias tintas políticas y sobre todo, la perversión del poder. Aramburu retrata no sólo a España desde sus grietas sino que además, también a una sociedad patriarcal que ejerce — o lo intenta — un dominio férreo sobre la opiniones y puntos de vistas culturales. El resultado es una mezcla explosiva donde la violencia parece ser sólo un ingrediente más en una arcaica perspectiva sobre la reivindicación social, el futuro y la aspiración político. En medio de todo, el terrorismo es un mal que resume resto de los males. El rostro más visible del odio que carcome que avanza entre líneas, que se adivina con dificultad. Un secreto a media voz en medio del miedo.
Aramburu además, utiliza la inmemorial alegoría de dos familias enfrentadas, para elaborar ideas muy complejas sobre las historias paralelas que transcurren en épocas especialmente conflictivas. Aramburu retrata a la España rural, matriarcal y profundamente conservadora, a través de personajes que sufren en carne propia el escarnio y las secuelas de la violencia. Nadie está a salvo ni tampoco es por completo inocente en una historia donde hay más secretos que expresiones de fe, en medio de un panorama desgastado por el rencor, la agresión y la amenaza. Aramburu mira a todos sus personajes desde cierto ojo crítico y los dota de una enorme naturaleza emocional. Pero más allá de eso, el escritor reivindica el testimonio privado como parte de lo narrativo. Lo hace además, desde una visión amplísima sobre todos los dolores, alegrías y pesares de ese enorme tapiz de criterios, puntos de vista y recreaciones de la realidad en su historia. Para Aramburu lo realmente valioso no es sólo lo que se narra, sino esa imperfecta concepción del bien y del mal que se anuda a un argumento mucho más complejo sobre la percepción colectiva sobre el peligro, la amenaza y la muerte.
Hay un elemento urgente, apresurado y realista en todas las perspectivas que Aramburu ofrece sobre la guerra. Hay un temor aciago, escondido entre las en apariencia tranquilas escenas que se entrecruzan unas a otras. También hay una percepción sobre la cercanía del desastre, del temor y la épica mínima. El escritor traza todo lo anterior desde el margen, con una voz narrativa que organiza pero pocas veces interviene en lo que ocurre. Y esa transparente mirada a lo cotidiano — la insistente concepción del quien y del ahora, del terror y la conciencia del sufrimiento — lo que hace que “Patria” sea una novela meditada, concentrada en reflejar el entorno — el que describe, el actual — antes de ofrecer fórmulas sencillas para su comprensión. Explica pero no debate. Muestra pero no se diluye en pormenores. En mitad del precario equilibrio entre la narración pura y el documento que muestra, la novela de Aramburu encuentra sus mejores momentos.
No hay héroes ni villanos en la “Patria” de Aramburu. En lugar de eso, hay una serie de matices morales tan verídicos como realistas. Hay virtudes y defectos, sufrimientos y alegrías pero sobre todo, una mirada conmovedora sobre ese silencio cotidiano sobre el horror, esa indiferencia medida y peligrosa que es el caldo de cultivo idóneo para un tipo de violencia difícil de definir. Aramburu no hace señalamientos ni valoraciones sobre el comportamiento de tal o cual personaje y quizás, no lo necesita. Los muestra, les brinda un espacio abierto para transitar en medio de un paisaje destrozado por la angustia y la resignación, para luego conducirlos a una conclusión casi lógica en medio de una tragedia invisible, secreta y retórica.
La novela transcurre en una única atmósfera que agobia por su cualidad triste y destructora. A cada página, la historia parece retrotraerse en sí misma para encontrar ciclos infinitos que redundan en una percepción rutinaria. De pronto es muy clara la intención de Aramburu de contar la violencia desde los misterios íntimos, desde sus aparentes artífices, sus víctimas evidentes. El lazo entre uno y otro se acorta, se hace indefinible y por último se confunde. La infelicidad, el cansancio moral, el dolor espiritual terminan siendo un único lienzo en el que Aramburu dibuja una historia incompleta, siempre en plena transformación. En una identidad común sin otro elemento distintivo que un profundo sufrimiento invisible.
A la novela se le ha criticado por tomar posición política a pesar de su aparente neutralidad. No obstante, Aramburu está más interesado en analizar el pacifismo sin nombre que por cualquier proclama social o cultural. Lo hace además, con un fino instinto para comprender el peso de la violencia sobre la condición humana. Esa lenta erosión en el entramado de lo cotidiano. Con una mirada compasiva pero jamás complaciente, Aramburu muestra las consecuencias de la violencia desde lo mínimo: las enemistades, la pérdida de valores, los lentos cuestionamientos éticos que resultan inevitables cuando la violencia es una condición perenne. Pero lo hace además, sin entrar en innecesario debates dogmáticos, sin tomar partidos, sin apuntar la brújula moral hacia ninguna dirección. Comedido, discreto pero sobre todo, muy consciente de la necesidad de cierta neutralidad en su historia, Aramburu construye un paisaje donde lo humano resulta más importante — y trascendental — que cualquier diatriba ideológica.
La novela “Patria” termina con el fin de la lucha armada, pero no con la paz. Con una percepción pesimista sobre la frágil capacidad de nuestra cultura para el perdón. Aún así la novela se transforma entonces en una mirada al dolor, el pensamiento cultural y sobre todo, el amor y la muerte. ¿Qué otra cosa puede ser la patria — esa entelequia abstracta que puede definir o no nuestra individualidad — que un conjunto de imprecisas relaciones entre el miedo y la lealtad? ¿Qué otra cosa puede ser la aspiración ideológica y política que la búsqueda de nuestro reflejo en esa movediza expresión cultural que consideramos nuestra? Aramburu no se detiene en lo superficial del punto de vista y avanza más allá, a las profundidades complicadas de lo que somos como ciudadanos emocionales y legales. Lo hace con tanto tino y tan descarnado compromiso que su “Patria” parece abarcar no sólo las vicisitudes de sus personajes sino todos los pequeños conflictos que destrozan y sacuden la raíz de ese reflejo perpetuo que consideramos parte de nuestra vida. Una obra inteligente, durísima pero sobre todo conmovedora sobre los límites de la emoción que nos une a la tierra que consideramos nuestras y todos los pequeños elementos que la crean como un paisaje borroso de nuestra mirada al futuro.
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