jueves, 30 de marzo de 2017
Una recomendación cada viernes: “IT” de Stephen King.
El género de terror suele ser reducido a una fórmula efectiva que se plantea en cientos de variables más o menos concluyentes. Por eso, Stephen King ha insistido más de una vez que escribir historias de terror es una forma de mirar lo más profundo de la naturaleza humana antes que cualquier otra cosa. Y que “IT” una de sus novelas más célebres, es una obra fundacional que no sólo sostiene buena parte de su vastísimo Universo literario, sino que además, medita sobre el miedo desde una perspectiva nueva. Para el escritor, el terror en la historia de “IT” no es sólo una combinación de elementos efectivos sino también, una reflexión sobre el dolor, la angustia y la ira de la mente humana hacia su fugacidad y fragilidad. Una epopeya donde los monstruos provienen de espacios cerrados en nuestro interior y que avanza a partir de la certidumbre que el miedo tiene nuestro rostro.
Con su aparente patina de inquietante historia de un verano infantil — esa época de gracia en la que todo puede ocurrir — King lleva el terror a dimensión original que transforma la obra en un astuto juego de espejos. Nada es lo que parece en una narración enciclopédica sobre los orígenes de los temores y las argucias de la maldad en estado puro para destruir la ignorancia. A través de su banda de marginados y los estereotipos que encarna (el tartamudo, el niño gordo, el asmático, la niña maltratada) el escritor logra crear una hipótesis sobre lo que sostiene a todas las historias de terror y las hace inolvidables. Personaliza esa noción sobre el misterio de los terrores infantiles y después, le da sorpresivo giro al asumir la existencia de un ente maligno y primigenio que encarna todos los misterios del miedo sin nombre. Es entonces, cuando la novela alcanza su carácter de obra definitiva sobre los espectros invisibles, los que se esconden bajo la cama, los que aguardan en las esquinas tenebrosas. King convierte lo que nos provoca miedo en un reflejo ambiguo de nuestras ambiciones. Una puerta abierta hacia espacios desconocidos en nuestro interior y dota al monstruo de un rostro reconocible e íntimo.
Porque sobre todas las cosas “IT” es una historia sobre la infancia que gira en torno a las vicisitudes de sus protagonistas. King encontró la fórmula justa para recrear — reconstruir — la comprensión sobre el miedo a través de esa percepción de infinitas posibilidades de la niñez. De la misma forma como un niño es capaz de imaginar mundos extraordinarios, también puede asumir la existencia de horrores inexplicables. Y es justo en ese equilibrio entre lo asombroso y lo temible, que la historia de “IT” encuentra sus puntos más altos. El monstruo toma todos las formas y sentidos, se hace inevitable, omnipresente, un elemento indispensable en la vida de sus protagonistas. Avanza hasta invadir cada espacio, cada lugar. Se hace una noción impostergable sobre lo mítico y lo venial.
Pero además de todo, King logra entremezclar la vida de sus personajes con Derry, esa mítica ciudad donde parece acaecer todo el mal de la tierra. Como una de las ciudades ficticias más recurrentes en la obra del escritor, el pueblo se sostiene sobre su silencio, sus secretos inconfesables, la conciencia continuada que alimenta al monstruo invisible que medra en sus entrañas. Porque es gracias a Derry que el ente terrorífico que encarna todas las pesadillas de sus habitantes prospera. Como si se tratara de una singular forma de simbiosis, el pueblo asume la existencia del horror sin nombre que le habita y acepta que debe brindar sacrificios a la oscuridad. Y lo hace a través de una indiferencia peligrosa y latente. Una compleja visión sobre la aceptación del dolor y una siniestra forma de supervivencia.
La maldad y sus alcances: El rostro ambiguo de lo siniestro.
A Stephen King se le suele criticar y adorar a partes iguales. Es probablemente uno de los escritores más leídos del mundo y también, de los más menospreciados. Una contradicción que sin embargo, no llega afecta su pluma prolífica: ha escrito más de 50 novelas y vendido unos 300 millones de ejemplares, lo cual lo convierte no sólo en un fenómeno mediático, sino también en una rareza en el mundo editorial actual. Porque King vende — ¿quién podría dudarlo? — pero también escribe bien. Eso, a pesar de sus pequeños gazapos, sus escenas que suelen acusarse de blandas y sus enrevesados argumentos entre terroríficos, emocionales y místicos. Pero King, más que escritor — que lo es, por derecho propio, por perseverancia, por su capacidad para reinventarse — es también un símbolo de las literatura actual, con su considerable dosis de cultura pop a cuestas y sobre todo, símbolo del escritor que atraviesa esa compleja red de intrigas y opiniones disparejas que es el mundo editorial contemporáneo. Humilde, sincero, muy consciente de la importancia de su labor como narrador de historias pero aún así, incapaz de obsesionarse con el reconocimiento, Stephen King es un mito creado a la medida del lector, una metáfora de lo que la literatura — como propuesta — puede llegar a ser.
Y además de lo todo lo anterior, King escribe sobre el terror. Lo hace de una manera concienzuda, se toma en serio un género la mayoría de las veces menospreciado, minimizado y ridiculizado. Porque para King, el miedo no es sólo una reacción, una mezcla confusa entre una percepción física y emocional, sino algo más intricado, profundo. Inquietante. Para King, el terror es una idea sugerida, a la que el lector da forma, construye, brinda rostro. Una perspectiva que revolucionó no sólo la manera de concebir el terror sino también de como asumirlo como una idea literaria por derecho propio. De pronto, el terror no era sólo imágenes fantásticas, escalofriantes, un poco absurdas. Tampoco la provocación, la sangre, incluso la repugnancia sino algo más. Un planteamiento tan profundo que parecía abarcar no sólo lo que tememos sino por qué nos produce temor. Cuando en 2003 King ganó la medalla National Book Foundation por su contribución a las letras americanas, el crítico Walter Mosley describió su talento como una noción “casi instintiva sobre los miedos que forman la psique de la clase trabajadora estadounidense”. Una reflexión que transforma el terror en parte de lo cotidiano, de lo que consideramos natural. “Conoce el miedo, y no solo el miedo de las fuerzas diabólicas, sino el de la soledad y la pobreza, del hambre y de lo desconocido” añadió.
El miedo como parte de la conciencia del hombre.
“IT” (traducida al español de manera literal como “Eso”) es con toda probabilidad la novela más conocida de Stephen King. Publicada en 1983, no sólo porque logró rebasar ciertas líneas muy específicas de lo que hasta entonces se consideraba la novela de terror sino además, transformarlo en algo más. Reconstruir el concepto para otorgarle un lustre distinto y novedoso. “IT” es una novela de terror, nadie lo duda, pero también es un análisis novedoso sobre el origen del miedo mismo, de las ideas que lo nutren y la forma como elaboramos esa percepción tan instintiva sobre lo que nos asusta. La novela, considerada fundacional en la larga trayectoria de King, también es una muestra de su enorme talento para crear atmósferas impecables, para brindar sustancia a sus personajes y lo que aún más meritorio, para construir una mitología propia que parece sostener todo una reflexión sobre el metáfora del hombre como víctima y como creador de sus propios monstruos. Una paradoja que parece provenir de esa insistencia de King en asumir lo terrorífico como humano y mucho más aún, como doloroso, sutil y real. Una mezcla de factores que convierten la novela no sólo en una gran historia de terror sino en un tributo a esa noción sobre la inocencia y el dolor que durante tanto tiempo ha sostenido la perspectiva de King sobre el género.
Pero en “IT” hay mucho más que un análisis originario sobre lo que el miedo puede ser. En su necesidad de construir una nueva expresión sobre lo que lo que nos asusta, King se atreve a ir más allá. A buscar razones y motivaciones con una obsesiva meticulosidad que convierten a IT en una novela que abarca temas universales, a pesar de su apariencia de argumento de terror puro. Con una habilidad prodigiosa, King se desliza entre cientos de tópicos, entre planteamientos y pequeños mitos que desmenuza para asumir un nuevo rostro. Y lo hace de una manera filosófica que sorprendió a críticos y lectores. Debajo de la apariencia de baratillo, de los gritos y la sangre derramada, King cuestiona nuestra motivaciones, nuestras ideas sobre lo que consideramos esencial y lo que no lo es. “IT” no sólo es una narración que se prodiga en mirar al miedo como un reflejo de lo que somos sino que lo convierte en una paradoja casi confusa. El miedo nace porque lo creamos, y creamos al miedo porque es parte de nuestra naturaleza. ¿Cual es el origen de nuestras pesadillas personales? ¿De donde provienen? Una y otra vez, King cuestiona, en medio de escenas asfixiantes — quizás las más elaboradas de toda su carrera literaria — lo que es la raíz de todos los temores, la idea que une y se entremezcla lo que el ser humano percibe como aterrador y amenazante. Lo hace además, con una notoria capacidad para asombrar y desconcertar. Porque a pesar de todas las consideraciones y sutilezas, “IT” sin duda es una novela de terror. Y una extraordinaria muestra de escenarios y planteamientos superpuestos, concebidos para producir — sin cortapisas ni medias tintas — miedo real.
En una ocasión, a King se le preguntó si consideraba a IT su mejor novela. El escritor, ya por entonces acostumbrado quizás al planteamiento, sonrío: “Quizás no sea la mejor, pero si, la que más preguntas suscita” respondió “Mi visión del miedo tiene mucho que ver con lo que no podemos ver pero si podemos percibir como real. Esa disyuntiva entre lo que existe y lo que tememos pueda existir es el éxito de cualquier novela de terror” añadió. En “IT” esa paralelismo mínimo es más evidente que en cualquier otra de sus narraciones, mucho más doloroso, más allá de cualquier prejuicio. Con sus casi 1500 páginas, “IT” hace un repaso no sólo por el miedo sino también por el hecho real que el miedo existe gracias a los interminables espacios lóbregos de nuestra imaginación, de esos pequeños lugares inexplorados de nuestra mente. El hombre como el monstruo misterioso y el hombre como su principal víctima propiciatoria.
Más allá de toda consideración y crítica — se le acusa, aún ahora, encumbrado por el éxito o quizás debido a eso, que a sus novelas les sobran páginas y les falta profundidad psicológica — King continúa escribiendo. Y también asustando. Y muy probablemente ese empeño suyo de continuar construyendo una nueva visión del terror sea el principal motivo por el cual sus libros continúan siendo inolvidables, inquietantes y sobre todo, imprescindibles para comprender no sólo esa región terrorífica de la imaginación, sino algo mucho más ambiguo y profundo: nuestra propia opinión sobre el miedo.
Laberinto de espejos: El juego del símbolo y el significado como parte del lenguaje cinematográfico.
Toda obra es por necesidad, un autorretrato. Y no sólo a nivel discursivo o estético, sino como elemento que refleja con nitidez el mundo interior del creador. Quizás por eso, dos años antes de morir, Jean Cocteau llegó a Marbella para . Corría el año 1961 y el artista estaba en pleno declive físico y mental. En una especie de retiro espiritual y artístico, dedicó buena parte de su estadía a escribir y dibujar junto al mar. Pero también, a contemplar su obra como un paisaje simbólico e íntimo. En la vejez, Cocteau encontró la paz que con toda seguridad había perseguido durante buena parte de su vida. Inquieto, abrumado por sus demonios y luchas invisibles, el artista encontró en la quietud de la isla una forma de rememorar las pequeñas piezas perdidas de su imaginación.
Fue en este pequeño y circunstancial retiro, que el artista escribió acerca de la que es quizás su obra más conocida e íntima la trilogía“Orfeo”. Llevado por la nostalgia y una singular emotividad, Cocteau afirmó que “el viaje de los sueños a través del mundo de los espejos, es una búsqueda de la inocencia” y que a través de la película había encontrado “respuestas a preguntas silentes”. Un panegírico prematuro que sin embargo, describió mejor que cualquier otra cosa la rara influencia que seguía ejerciendo el film sobre su punto de vista estético y sobre todo, su comprensión sobre los alcances de su vanguardista y siempre asombrosa obra.
Tal vez justo por esa capacidad para asombrar, a Jean Cocteau se le ha llamado con frecuencia “El artista definitivo”. Un matiz en la definición de prolífica carrera como creador final que parece dejar muy en claro que para el director francés, el cine era otro de sus múltiples vehículos de expresión. Hombre extraño, profundo, por momentos exaltado, pasional, en otras introspectivo y siempre intuitivo Cocteau además, creó un mito sobre sí mismo. Se rodeó de un aire místico, extravagante y exquisito que no sólo cautivó a sus fanáticos y adoradores, sino incluso a sus acérrimos críticos. A diferencia de muchos otros directores cinematográficos, el mundo creador de Cocteau comenzaba mucho antes del fotograma. Tal parecía que su obra cinematográfica era casi incidental, una obra en menor en la enorme capacidad artistica de un hombre multifacético y enigmático.
Porque Cocteau miró el lenguaje artístico desde una perspectiva fresca y radicalmente distinta a sus contemporáneos. Fue pintor, escritor de varios géneros literarios — con un considerable buen tino y talento — y también, un espíritu cultivado convencido del valor del símbolo y el mensaje a través de la belleza. Esa búsqueda de interpretaciones y deconstrucciones de lo narrativo, lo que se muestra y lo que no, llegó a colaborar con otros grandes genios de su época como Erik Satie, Igor Stravinsky y Pablo Picasso. Había una definitiva de experimentación en cada paso artístico de Cocteau, una consciencia muy clara sobre la trascendencia del arte y lo creativo más allá del mero planteamiento metafórico. Como si se tratara de un elegante juego de espejos, Cocteau encontró en la expresión visual una manera de consumar esa necesidad perentoria de crear como medio de expresión abierto a interpretación. Tal vez por ese motivo su obra se considera ambigua, reflexiva. El cine de Cocteau no se prodiga, se contiene, mira entre los resquicios y pequeñas singularidades el valor total de una obra que es de hecho, la suma de sus pequeñas virtudes.
Hombre de obsesiones, Cocteau comenzó en el mundo del cine a través del azar: un elemento frecuente en la singular historia personal del cineasta. Durante meses, el director había insistido sobre llevar a la pantalla grande una reinvención del mito de Orfeo, que durante años fue tema recurrente tanto en su obra plástica como literaria. Desconcertado por el discurso hipnótico y denso del artista, un Vizconde Europeo decidió financiar su primera película ‘La sangre de un poeta’ (‘Le sang d’un poète’, 1930), una rarísima visión sobre la obsesión artistica con una espléndida puesta en escena. El film, sorprendió a los críticos de la época, por su innegable sensibilidad pero también por ese elemento inquietante que desde entonces sería el elemento predominante en la obra del autor. Décadas más tarde, el director continuaría el análisis sobre el trágico mito griego a través de ‘Orfeo’ (‘Orphée’, 1950) y ‘El testamento de ‘Orfeo’ (‘Le testament d’Orphée, ou ne me demandez pas pourquoi!’, 1960), una trilogía casi circunstancial donde Cocteau analizó desde varias perspectivas y dimensiones la visión del artista como creador absoluto, la tentación inminente y finalmente la caída en el horror y el dolor. Para el director esa visión sobre el amor trágico y el deseo insatisfecho supuso no sólo una reflexión sobre la época que le tocó vivir — los convulsos años de la primera y Segunda Guerra Mundial — sino algo mucho más intenso y vibrante: la naturaleza humana esencial.
No obstante, con toda probabilidad la más singular y enigmática de la trilogía, sea sin duda “Orfeo”, basada íntegramente en el mito griego. Por supuesto, la historia de Orfeo parece enmarcar con enorme profundidad la visión doliente y casi dramática de la decadente del París de los años ’50 que brinda contexto al film. La película, es de hecho, una reinvención del mito tan atinada como extravagante: El poeta , como el amante afligido y devoto, la muerte como el objeto del deseo. La necesidad nunca satisfecha que nace y renace, en extraordinarias escenas donde el blanco y negro que no solo acentúan el poder evocador de las imágenes, sino que le brindan una profundidad de pesadilla, como si cada fotograma pudiera resumir la sutil simbología sobre el desastre inminente y la necesidad del hombre de encontrar en el sufrimiento el placer y el éxtasis del amor. Más allá de eso, Cocteau llevó el mito de Orfeo en busca de su amada Eurídice a otro plano, a una revisión meticulosa no sólo del espíritu humano sino de la visión del hombre sobre la belleza, el temor y lo desconocido. Como el Orfeo mitológico, Cocteau deslumbra en su capacidad para evocar y metaforizar en puro lirismo visual el sufrimiento, el amor y el breve deseo consumado. Más allá, esa Eurídice frágil, que en la película detenta el poder absoluto sobre la vida y el olvido, encarna esa visión del más allá, entre tentador e inquietante, exquisito e intimidante.
Pero Cocteau no se conforma con recrear el mito sino que además, lo dota de una prodigiosa belleza: Se trata además de una historia de amor original, profunda y desconcertante, que no sólo provoca ternura sino además una inevitable horror. Porque el director crea una visión de la muerte y la pasión que desborda esa interpretación idílica sobre el sentimiento, el poder del deseo y algo mucho más sutil, mezcla entre necesidad imperiosa y padecimiento espiritual. La muerte, que para Cocteau es la encarnación de Orfeo desea lo que mira, lo que anhela pero no puede poseer. Un amor imposible pero más allá de eso, un enfrentamiento literal entre dos estados del ser, dos concepciones de la fragilidad del ser humano y su concepción sobre sí mismo. La muerte, quien mira silenciosa al poeta que le despierta una pasión contenida que la hiere y aún así la enaltece, mira al espejo — la puerta entre dos mundos — como un símbolo de lo que es y lo que no será. Del ansia que la devora — a ella, inmutable y etérea — y que aún así, disfruta, paladea.
Para Cocteau el espejo no sólo es la puerta entre el mundo de la muerte y el que habita el poeta solitario, sino además, la manera como aborda el miedo al olvido y lo que habita más allá de la conciencia humana. La puesta en escena llega a momentos de una dolorosa belleza poética, con juegos visuales que no sólo logran sostener el complicado guión sino que le brindan una percepción totalmente distinta. Una y otra vez, Cocteau juega con lo simbólico y lo evidente, lo irreal, lo onírico y lo común hasta lograr que el espectador sea incapaz de descubrir la sutil línea que separa el mundo de los amantes. Los extrañisimos y precisos movimientos de cámara, los efectos con agua y espejo — innovadores y desconocidos para la época — preceden el anuncio del sueño, la lenta caída hacia la tierra donde los amantes pueden atisbar a la distancia su cercanía, figuras imposibles que aparecen y desaparecen en medio de un paisaje devastado y sin embargo hermoso que parece resumir el espíritu mismo de la película. Una comunión de imágenes imposibles e inolvidables, que mezclan con singular fluidez la literatura y el cine, lo emotivo y lo decadente. Esa visión de Cocteau de un mundo metafórico y complejo como reflejo del espíritu del hombre.
La película avanza con singular fluidez y tal vez por ese motivo, es ese ritmo mesurado pero indetenible lo que mejor pueda definir esta mezcla extraordinaria de literatura y cine que hace del film una experiencia única. Una comunión íntima, quizás procedente de los propios sueños de su autor.
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miércoles, 29 de marzo de 2017
Del cómo te llamas al como eres: Las aventuras y desventuras de tener un nombre raro.
Virginia Woolf solía decir que el mundo decide sus propios valores y los defiende con cierto pesimismo. Una idea que parece abarcar todas esos invisibles elementos que crean y sostienen lo que consideramos parte de nuestro mundo. Cosas tan pequeñas que jamás reparamos en su importancia hasta que resultan de una diminuta e irritante incomodidad.
La primera vez que noté que tenía un nombre “raro” fue por supuesto en la escuela, epicentro de los nuevos descubrimientos. Recuerdo muy nítida la escena en que me puse de pie para presentarme — era mi primer día en el colegio en el cual cursé la primera enseñanza — y quince pares de ojos a mi alrededor me contemplaron muy asombrados. Me quedé paralizada de miedo y verguenza, aunque no supiera muy bien el motivo.
— ¿De verdad te llamas…así? — preguntó una de mis compañeras. Me encogí de hombros.
— Sí, ese es mi nombre.
Silencio en la sala. Hubo un par de risitas y un murmullo burlón. Me escurrí hacia el pupitre, mientras la maestra continuaba la clase con tono monótono, ajena al pequeño tumulto. Pero las niñas a mi alrededor no olvidaron el tema tan fácil y para la hora del recreo, era la comidilla de la selecta y reducida comunidad infantil. La verdad, no comprendí el revuelo.
— Es un nombre y ya está — comenté encogiendo los hombros.
— Es un nombre loco — apuntó alguien — ¿Quién se llama así?
Pues yo. Y que aventura es esa de llevar un nombre poco común. Que incómodo resulta todas las veces que debes presentarte, extender la mano, repetir letra por letra como te llamas. Todas las ocasiones en que debes apuntarlo tu misma. Las veces en que debes levantar el documento de identidad antes incluso de pronunciarlo en voz alta. Las risas, las preguntas indiscretas, las miradas de reojo. Tener un nombre raro acaba siendo una pequeña batalla diaria, una de esas vivencias levemente desagradables que intentas enfrentar con una sonrisa, sin lograrlo siempre.
— Siglos atrás, un nombre era una forma de distinción — me explica mi amigo G., sociólogo y que dedicó su tesis de grado a la importancia del nombre propio. Un tema que leí con avidez — y no sólo eso, era una manera de jerarquizar y realzar la importancia de quien lo llevaba. No se bautizaba por el simple hecho de nombrar a alguien. Se hacía para conferir importancia e historia.
Me encuenta que durante el medioevo, tu nombre tenía relación directa con tu estatus, tu forma de vida e incluso, tu lugar en el mundo. Llamarte de una manera u otra era la manera más rápida de identificar el poder que ostentaba tu familia o tu padre. La manera de reconocerse entre tenian sangre noble y los que no. Un asunto de tanta importancia que la Iglesia decidió llevar registro exacto. Un nombre era un símbolo de poder.
— Por ejemplo, en varios países de Europa, no podías llevar el nombre de los reyes y reinas a menos que pertenecieras a la casa real o fueras pariente cercano de Su Alteza — me explica — se trataba de una jerarquización específica, una forma de designar la capacidad de cierta línea familiar para detentar atribuciones especiales de poder. De allí toda la percepción del “valor” través del nombre.
Una vez leí que la casa real francesa escogía los nombres según los Santos Patronos del calendario eclesiástico y asegurándose, tuviera la venia Papal. Que incluso en los tiempos más convulsos de la relación entre Francia y el Vaticano, un mensajero de armas solía atravesar el país para entregar al Santo Pontífice el nombre del futuro rey o reina. Una forma de asegurarse el favor divino.
— Los nombres se heredaban como posesiones de valor y con el correr del tiempo, se convirtieron en verdaderas posesiones. Un nombre te otorgaba todo tipo de características y se relacionaba con tu historia personal.
Se trata de un pensamiento extraño, sobre todo en nuestra época en la que los nombres parecen ser fruto de la imaginación paterna e incluso de la casualidad. Mi amigo ríe a carcajadas cuando se lo menciono.
— ¡Por supuesto! El cómo te llamas marcaba el límite en tus atributos, importancia social y cultural. El nombre era una forma de reconocer a los iguales, de analizar de forma y fondo las relaciones de poder. Felipe “El Hermoso” por ejemplo, prohibió que se usara su nombre. La prohibición incluía a sus propias hijas y hubo quien llevó a decir que se trataba de algún tipo de rebelión contra la iglesia, que consideraba el nombre especialmente piadoso.
También está el caso de Enrique VIII, recuerdo. Enrique estaba convencido que los nombres brindaban poder personal e incluso Divino y llegó a grabar el suyo en cada castillo, templo y Biblioteca de Inglaterra. El nombre de Enrique no sólo era parte de las plegarias que se leían al comienzo de todo oficio religioso, sino además, estaba incluído incluso en oraciones privadas. Ególatra y autoritario, el Rey inglés consideraba su nombre un recuerdo del poder real conferido a su familia y a sí mismo, pero sobre todo, de los alcances de su influencia en todo ámbito de la vida pública del país.
— Esa noción del nombre y el poder se mantuvo por siglos — me explica G. — y parte de esa influencia notoria es lo que convirtió al nombre y al apellido en una manera de crear una percepción sobre el origen. Incluso esas combinaciones silábicas que tanto sorprenden en la actualidad, es una manera de comprender la evolución del nombre y de la percepción de la identidad.
Según la Biblia, El Dios bíblico fue el primero en usar un nombre como denominativo de poder y creencia. Llamó a su primera criatura “Adán” (que en hebreo significa “Hombre terrestre”) para designar su condición como hijo de un mundo recién creado. El nombre además, proviene de la raíz hebrea que podría traducirse como “rojo”, lo que según algunos investigadores, podría referirse tanto al color de piel del recién nacido como al color común de la arcilla de la región. La ambigua denominación influyó tanto en las posteriores traducciones de la historia, que al final, se asumió que Dios creó a Adán a partir del barro, aunque a su imagen y semejanza.
Para la primitiva sociedad judía, el asunto del nombre era de considerable importancia, tanto como para requerir su propio ritual: Un niño varón recibe su nombre durante el (brit milá) o ceremonia de la circuncisión, mientras que una una niña recibe el suyo en la Sinagoga, durante la semana que sigue a su nacimiento, cuando su padre es convocado a la Torá y se recita una oración (Mi she beiraj) por la salud de la madre y de la niña recién nacida. En ambas situaciones, el nombre proviene de un largo estudio del árbol genealógico del bebé y también, de la forma como su familia desea celebrar su alianza con lo Divino.
— Por ese motivo, un nombre era una circunstancia más que un simple denominativo — prosigue — hay todo un tema sobre el hecho del nombre, como te define y el lugar que te brinda para quienes te rodean. Por eso es que un nombre raro, más que una singularidad, era en ocasiones algo peligroso.
Y bien que lo sabían los romanos, que tenían tan pocos nombres propios que terminaban por utilizar números para designar a su descendencia. Nadie se atrevía a usar un nombre que pudiera ofender a las estrictas leyes patronímicas o incluso, provocar la furia de los Dioses o sus sacerdotes. Se trata de un pensamiento que en la actualidad puede parecer exagerado pero que por la época, era de enorme importancia: Usar el nombre del emperador o Una Deidad podía acarrear no sólo condenas sino incluso la muerte.
— Que es una costumbre que el cristianismo heredó de alguna manera — dice mi amigo — para los nuevos cristianos, tu nombre era una manera de señalar tu compromiso con la divinidad. Por ese motivo, podías cambiarlo al bautizarse siendo adulto. Extendió además la costumbre de usar nombres bíblicos, litúrgicos e incluso el de las virtudes morales y teologales como una forma de reafirmar el compromiso del creyente con el dogma. Para la mitad del siglo XV, bautizarse era una necesidad social y cultural. El significado del nombre que llevabas se convirtió en algo de importancia general.
Me pregunto si la insistencia del cristianismo por bautizar con nombres píos era una manera de enfrentar las costumbres celtas y germánicas que insistían a nombrar a los recién nacidos por el mérito guerrero. Los niños nacidos durante las batallas, solían llevar el nombre de los héroes caídos, como una forma de recordar la trascendencia. Se trata de una idea que la naciente religión no sólo rechazó sino que además, redimensionó: El Concilio de Trento (siglo XVI) convirtió en obligatoria la costumbre de usar nombres de santos de la Iglesia católica. Se creó una lista de nombres patronales y su cumplimiento, extinguió la mayoría de los nombres más antiguos de origen romano (Lope, Garci, Tello, Fortún, Yago, Elfa, Brianda, Violante, Mencía). El antisemitismo también condenó el uso de nombres de connotaciones hebraicas, como Efrén o Ephraim.
— Para el Renacimiento, los nombres estaban destinados a satisfacer una idea muy concisa sobre quien debías saber. Había una percepción colectiva que censuraba la individualidad, lo que provocó que la repetición de nombres y denominaciones sepultaran el sentido de la identidad en favor del bien común.
— ¿Y los apellidos? — pregunto curiosa.
— Durante todo el medievo, sólo se usaba el nombre de pila. Para diferenciar a dos personas que se llamaban de la misma manera, se usaba el lugar, su linaje e incluso, el trabajo de su padre. El resultado es una evolución de apellidos que hacen referencia a ciudades y oficios. Era una forma de mirar tu nombre como una definición de quién eres.
La idea me hace reír. ¿Quién soy, con mi nombre extraño y tan difícil de pronunciar, al menos en mi país? Recuerdo todas las incomodidades que me ha causado, todas las veces en que he tenido que sonreír sin querer por las malas pronunciación, los juegos de palabra y las burlas. Por todas las veces en que mi nombre me ha traído curiosas casualidades y divertidas historias. Mi amigo se encoge de hombros, riendo también.
— Seguramente serías una hereje, sin duda — comenta dedicándome un guiño malicioso — una bruja condenada a la hoguera.
Nada que me sorprenda, la verdad, me digo con una rara y festiva sensación de satisfacción que muy pocas veces me provoca mi nombre. Quizás, una forma de celebración.
***
Apreciados futuros padres en busca de nombre para su bebé:
Antes que nada, los felicito: ahora mismo, viven uno de los momentos más emocionantes y significativos de la vida de cualquier hombre o mujer con aspiraciones de formar familia. Los imagino, sonrientes y llorosos, pensando en el niño que nacerá, que será su manera de mirar el futuro y seguramente, el protagonista de la vida en común que ambos comparten. Un pensamiento hermoso sin duda. Un momento irrepetible, además. Por ese motivo, me atrevo a escribirles esta carta. Porque también sé que ahora mismo, están en la búsqueda del nombre que llevará ese bebé tan esperado. Un nombre que será el símbolo de sus sueños para él o ella, y también parte de su historia personal. Así que, mis estimados e hipotéticos lectores, tengan cuidado y sobre todo un poco de piedad con el nombre que escogen!
No exagero. Les escribo con la experiencia de llevar por treinta y no te importan años, la excentricidad de un momento de inspiración materno o paterno, nunca lo he sabido bien. Una pequeña condena a lo incómodo y burlón desde niña. Me llamo Aglaia — se pronuncia como se lee — y llevar mi nombre — aunque me encanta — me ha demostrado que muchas veces los padres como ustedes, ilusionados e inocentes — no imaginan que consecuencia pueda tener el nombre que llevará ese bebé tan inocente que dormirá en la cuna recién comprada. No imaginan las risitas en el salón de clase de primaria, cuando dices tu nombre en voz alta y el sonido te suena extraño incluso a ti. No imaginan la manera como un nombre curioso despierta la creatividad de todos a tu alrededor para encontrar todo tipo de permutaciones y modificaciones graciosas. Graciosas para ellos claro, irritantes hasta la vergüenza para el que lo soporta. Nunca imaginan, cuando deciden por ese nombre tan musical y que en papel parece tan hermoso, la aventura y el traspiés que significará para ese niño que tendrá que padecer su rareza, su belleza e incluso su misterio. Porque cuando eres niño y después adulto, poco importa las aspiraciones idílicas de un padre inspirado: lo que te preocupa es que nadie puede deletrear bien tu nombre, que sufres una historia de equivocaciones con consecuencias imprevisibles. Y es que ese nombre raro tan bonito para ustedes es una pequeña pesadilla para nosotros.
Quien padece un nombre raro, recorre un camino en solitario, que las Marías, Las Josefinas, Los José, los Antonio y los Pedros de este mundo no conocen. ¿Como podrían? ¿Como describirles las miradas de extrañeza al pronunciar el nombre frente a un desconocido? La risitas que viene después, que te llamen directamente por otro nombre ¿Como explicarles la sensación de incomodidad cuando debes repetirlo una y otra vez para hacerlo comprensible? Levantar el documento de identidad, mostrarlo con cierta timidez. ¿Ve? Así me llamo. ¿Y donde salió ese nombre? La pregunta de rigor, de desconocido amable, del funcionario de oficina publico aburrido, del profesor confundido, de la anciana sorda del vagón del Metro multitudinario. No lo sé. Uno responde casi con inocencia. Intenta parecer tranquilo, hasta divertido. Pero en el fondo, la sensación recuerda a la niñez, a los compañeritos de clase mirándonos con cierto asombro, a los adultos que seguramente se preguntan que estaban pensando los padres al obsequiarle al niño o niña en cuestión la comedia de equivocaciones de aquel nombre impronunciable. Además, hablamos de un país jocoso, un país con un gran sentido del humor. Y el nombre raro es el chiste fácil, la carcajada previsible, la burla inevitable.
Según la inefable Wikipedia, cuna del conocimiento postmoderno, el nombre es: la designación o denominación verbal (las denominaciones no verbales las estudian la iconología y la iconografía) que se le da a una persona, animal, cosa, o concepto tangible o intangible, concreto o abstracto, para distinguirlo de otros. Como signo, en general es estudiado por la semiótica, y como signo en un entorno social, por la semiología. Una idea que parece tan simple, hasta que asumes que el nombre te identificará de por vida, será tu carta de presentación, tu manera de asumirte ante el mundo. Porque el nombre es ese primer vistazo a quien eres, esa descripción muy rápida sobre ti mismo, el primer acercamiento hacia ese misterio de la personalidad del Otro que a todos nos desconcierta. ¿Exagero? Piensalo otra vez: ¿Hay algo que irrite más que alguien confunda tu nombre o lo pronuncie de manera incorrecta? ¿Te ha ocurrido verdad? ¿Has sentido ese momento de súbita ira, de pequeño malestar? Ahora imaginalo multiplicado muchas veces, en cientos de situaciones imprevisibles. En la conversación casual, en la entrevista de trabajo, en la presentación de negocios, en la lectura pasajera. El nombre, es sin duda, una de las maneras más personales de concebirte. Y la más fortuita también.
¿Entiendes lo que quiero decir, futuro papá y mamá? Yo espero que si. Y si no, siempre habrá lugar para otro inconforme de origen, para alguien más que aprenderá a reírse de sí mismo, para el que comprenderá que un nombre raro es muy incomodo — sin duda, lo es — pero también ese pequeño secreto que te hace sonreir, incluso en los momentos más incómodos. ¿Pensaron que no había nada bueno en todo esto? Por supuesto que lo hay, y es que el nombre raro, te convertirá en el eterno disconforme, el que sabe que hay un largo trecho entre aceptar y enfrentarse, y por supuesto, el que sabe perfectamente el significado de la frase “el que ríe de último, ríe mejor”.
Con mucho cariño, la chica del nombre impronunciable.
Aglaia, que se lee Gladis, que confunden con Glanya y a la que en preescolar le decían Alga Marina.
martes, 28 de marzo de 2017
Reflexiones sobre el dolor y la locura: Un panegírico para Virginia Woolf.
Querido:
Siento con absoluta seguridad que voy a enloquecer de nuevo. Creo que no podemos pasar otra vez por una de esas épocas terribles. Yo sé que esta vez no podré recuperarme. Estoy comenzando a oír voces, y me es imposible concentrarme. Así que hago lo mejor que puedo hacer. Tú me has dado la máxima felicidad posible. Has sido en todos los sentidos todo lo que uno puede ser. No creo que haya habido dos personas más felices que nosotros, hasta que ha venido esta terrible enfermedad. No puedo luchar más. Sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí tú podrás trabajar. Sé que lo harás, lo sé. Ya ves que no puedo ni siquiera escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que te debo a ti toda la felicidad que he tenido en mi vida. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirlo — todo el mundo lo sabe. Si alguien hubiera podido salvarme ese alguien hubieras sido tú. Ya no queda en mí nada que no sea la certidumbre de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante más tiempo. No creo que dos personas puedan ser más felices de lo que lo hemos sido tú y yo.
V.
Virginia Woolf siempre supo que moriría siendo aún muy joven y quizás de manera trágica. Veintiséis años antes que ocurriera, publicó su primera novela en la que la protagonista muere de manera trágica y prematura. Una predicción inquietante sobre lo que la esperaba unas décadas después: la historia de Rachel Vinrace podría ser la suya propia. Escritora y personaje reflejándose una a la otra en la crítica, la ruptura de todo tipo de esquemas sociales, literarios y culturales pero sobre todo, esa noción de la fugacidad de su vida. Una percepción dura y pura sobre su incapacidad para afrontar la negrura del dolor íntimo que la atormentaba a diario.
Por supuesto, Virginia Woolf tenía la envidiable capacidad de mirar desde la distancia sus propio sufrimiento y convertido en algo más poderoso. En arte, casi siempre. En ocasiones, en pura expiación del miedo y de la angustia. Era una mujer frágil y autoritaria, que dudaba de su talento pero al mismo tiempo, lo celebraba como su mayor conquista. Y lo hacía con una leve convicción sobre la trascendencia. Virginia escribía para sobrevivir — sobrevivirse, sin duda — pero también, por batallar contra la nada caótica que se extendía más allá de su mente. Pero también escribía por una férrea convicción que podría restañar las heridas de su mente y su espíritu a través de la palabra. Quizás por ese motivo, antes de morir, escribió una carta. Una despedida a medias no sólo al marido que amó — a su manera y con esa indestructible fortaleza suya — sino también de sí misma. Virginia escribió para destruir el mundo, para cortar todo vínculo con la realidad. Y la palabra, que tantas veces la rescató de la angustia del dolor, esta vez la empujó al abismo.
Con 59 años, Virginia era aún una mujer joven y lúcida: de alguna forma esa fue su mayor condena en medio de un persistente cuadro depresivo que la hundió en un tremendismo violento del que no pudo escapar. A Leonard le diría que se suicidaba porque ya no soportaba su locura ni quería que la soportaran otros. Pero también, porque ya era incapaz de redimirse a través de la palabra, como tantas veces lo había hecho. Agotada, exhausta y rota, Woolf de pronto se encontró con una pared blanca, un silencio interior que no pudo superar. Por décadas, utilizó la escritura como un método para contarse su propia historia, para interrogarse sobre el pasado y también, analizar su incierto futuro. Y quizás fue esa percepción de los alcances del miedo — “tengo tanto miedo de un día perder el control de mi mente” escribió en su diario en 1938 — lo que la llevó a convencerse que perdida la capacidad para traducir la realidad en metáforas y alegorías, había llegado el momento de abandonarse a la oscuridad. Como una sufriente y endurecida Ophelia, Virginia asumió la muerte como un despertar pero también, como una puerta abierta hacia una última expiación del taladrante sufrimiento que por años había soportado en silencio.
Del asombro a la nada: El tránsito inevitable hacia la muerte.
Virginia Woolf escribía a toda hora. De cualquier tema y desde todos los puntos de vista. Para publicar y para consumo privado. Pero el hecho es que siempre tradujo la realidad a través de la mirada literaria. Lo hizo además con una fortaleza y talento que convirtieron cada uno de sus libros en grandes aventuras misteriosas. También escribía para exorcizar el miedo, para avanzar toda prisa hacia la lucidez, para escapar de la oscuridad remota que cada día de su vida amenazó con devorarla. Para Virginia Woolf escribir era una forma de exorcizar demonios en los que nos creía, pero también, una búsqueda sincera de la redención. Nunca llegó a lograr ninguna de las dos cosas — “el pesar de la escritura es una herida” — pero aún así, logró escapar del caos gracias a su nítido talento para crear el mundo a través de la literatura. Para Virginia Woolf nada era sencillo, mucho menos comprensible. Y quizás mucho de esa complejidad que subyace en el medio de todas las cosas — de la ambición, del deseo, de la avaricia, el amor y la alegría — es lo que alentó su necesidad para crear. Esa frontera entre el desastre mínimo que la esperaba a la medida de un dolor inexpresable.
Lo cierto es que Virginia siempre luchó contra la oscuridad con todas las armas a su alcance: fue editora, animó a otros a escribir o a pensar, se enamoró muchas veces — soltera o ya casada, fue bastión del grupo de Bloomsbury. Virginia nunca estaba satisfecha, nunca podía descansar de las infinitas variaciones de esa necesidad suya de continuar avanzando a pesar de llevar a cuestas un sufrimiento invisible. Para el resto del mundo, Virginia era una figura granítica, indomable, poderosa. Para sí misma, era una mujer que intentaba llevar a cabo la labor titánica de sobrevivir, sin saber si lo lograría.
Virginia estaba convencida que iba a morir de manera trágica. Lo estuvo desde su adolescencia — “la muerte parece en ocasiones más comprensible que la vida en todo su esplendor” — y al llegar a la adultez, encontró en la posibilidad de la muerte un motivo para luchar contra las largas crisis de dolor emocional que padecía. Batalló contra el temor que le provocaba la idea a través del ejercicio creativo y forjó una carrera literaria que sobrepasó los cómodos límites de lo que se esperaba de una mujer en su época. Virginia descubrió que escribir era una forma de independencia invaluable y como tal, la ejerció como un raro poder que le permitió reconstruir su mundo interior con una inusitada belleza.
En una ocasión, Virginia Woolf comentó que toda su vida había tenido la sensación que estaba desvaneciéndose de a poco, como si su identidad se desplomara en pequeños fragmentos anónimos. En una fotografía que conserva la National Portrait Gallery esa persistente obsesión suya parece rebasar su mente para crear una imagen concreta: en el retrato mira a sus padres, que leen en el fondo del salón. Ella es una figura difuminada al fondo, que parece confundida entre los objetos del salón y los colores desvaídos del papel tapiz. La alegoría es obvia y la percepción sobre la pérdida de la identidad — que sólo lograba conjurar a través de la escritura — también.
Virginia estaba obsesionada con la muerte en la misma medida que con la locura y por las mismas razones de fondo. La pulsión existencial que la hacía desconfiar de su cordura — de su capacidad para mantenerse en pie en mitad de las tormentas existenciales que padecía — la llevó a construir toda una hipótesis personalísima sobre los alcances de la mente y sus entresijos. Quizás por eso, una de las anécdotas más extrañas de su vida, sea su reunión en 1936 con un Sigmund Freud, que llegó agonizante a Londres y que la escritora se empeñó en conocer. Se trató de un raro encuentro donde el célebre psiquiatra habló poco — sufría cáncer en la garganta — pero en el que Virginia tuvo la oportunidad de analizarse desde una perspectiva nueva. De pronto, no se trataba sólo de la reconocida personalidad pública, sino una mujer en busca del origen de su espléndida individualidad. Y aunque no encontró una respuesta obvia — se dice que Freud insistió que su depresión era miedo a sus profundos deseos inconfesables — fue un encuentro decisivo sobre la manera en cómo la escritora comprendía su circunstancia. Virginia estaba habitada por luz y oscuridad, por la contradicción y la vulnerabilidad. Y el psiquiatra austríaco le permitió comprender esa constante persecución del dolor y el miedo como una idea perenne con la que tendría que lidiar una y otra vez. No llegó a salvarle la vida — quizás nada lo haría — pero sí le permitió asumir el peso de la angustia existencial como parte de su obra y forma de vida.
Mucho después — más cerca de la muerte — Virginia insistiría que la conversación Freud le permitió mirarse en un espejo distorsionado que le mostró quizás a la mujer oscura y misteriosa que siempre había evitado reconocer en su reflejo. Una metáfora que le obsesionó por años.
Fin del viaje: en aguas oscuras.
El declive de Virginia comenzó en silencio. Quizás mucho antes que alguien pudiera entender la verdadera complejidad y peso de su frecuente postración y sus dolores personales. Para 1939, su salud mental estaba en un claro declive, a pesar que con toda seguridad atravesaba el mejor momento de su carrera literaria: vencidas las últimas reticencias, era reconocida no sólo por su generación sino también, por buena parte del continente europeo. Había logrado trascender incluso los debates de su género y encontrar un lugar para su perspectiva artística sin que fuera definida por otra cosa que su talento. Pero Virginia no estaba satisfecha. Jamás lo estuvo. A medida que profundizaba en sus ambiciones, encontró que el miedo le sofocaba hasta límites insospechados. La misma escritora que luchó por destruir el corset intelectual que reprimió a la mujer de su época, se enfrentó a los límites de su mente. Al terror sin nombre de las mañanas, al silencio de los días sin alicientes, al miedo nocturno que le acompañaba a todas partes. Un monstruo silencioso del que no se pudo defender y el que terminó por devorarla sin que nadie supiera en realidad cuando ocurrió.
Fue entonces cuando Virginia comenzó a dejar de escribir, preludio de la verdadera muerte a la que en realidad temía. Sus prolijos diarios se hicieron cada vez más esquemáticos y sencillos. Dejó de contarse el mundo, de recorrer sus pequeños recovecos, de analizar las puertas abiertas y cerradas de su imaginación. Virginia comenzó a morir en medio del vendaval de transformaciones de su vida cotidiana y de su época, fragmentada por la guerra. Virginia se encontró entonces luchando con dos oscuridades, dos dolores devoradores, dos visiones del mundo que chocaban entre sí. Y en mitad de ambas cosas, estaba su supervivencia. El horror diminuto de su mente herida.
El 28 de Marzo de 1941 Virginia dio marcha atrás al viaje que había comenzado veintiséis años después, con la publicación de su primer libro. Pálida y estoica, se tomó la muerte como una escena elaborada que detalló hasta el último momento. Ordenó sus libros, sus efectos personales, sus papeles recién escritos. Revisó su estudio por última vez, escribió una carta a Leonard Woolf. Y por último, avanzó por la mañana cristalina hacia la muerte, liberada de las palabras, de la angustia y de la incertidumbre. Un tipo de libertad frágil e impensable, pero libertad al fin y al cabo. Una forma tal vez de comprender su largo trayecto hacia el olvido y su perenne esfuerzo por enfrentar al silencio interminable al que finalmente se entregó. Y todo ocurrió un viernes. Un viernes 26 de marzo de 1915 Virginia Woolf dio a conocer su mundo literario en Fin de viaje y un viernes, 26 años después, ella dijo adiós.
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lunes, 27 de marzo de 2017
De la mirada íntima a la metáfora profunda: Un repaso a la obra de Elisabeth Hase.
La fotografía suele ser reflejo y también, ventana de la realidad. Tanto como para mostrar su belleza, como sus momentos más oscuros. Tal vez por ese motivo, el nombre de Elisabeth Hase (Doehlen,1906- Fráncfort, 1991) no resulte familiar al mundo fotográfico actual. Se trata de un misterio que encerró cientos de otros misterios. Una forma de comprender la imagen que no sólo mostró sus pulsiones más personales, sino los procesos históricos de la época que le tocó vivir. Su obra no sólo resume la presión de las décadas entreguerras de una Europa convulsa y herida por la desesperanza sino además, el trayecto de la imagen como una forma expresión formal de la identidad de su autor. Una mirada hacia la complejidad de la imagen como discurso y más allá de eso, como obra creativa fundacional.
Hase pasó fotografiando la mayor parte de su vida, pero lo hizo a escondidas, evitando que el nazismo pudiera censurarla o señalarla como “peligrosa” algo habitual en una época signada por la censura. Con todo, la fotógrafa logró profundizar en su lenguaje visual y crear un estilo reconocible que sobrevivió a su forzoso anonimato. Elisabeth Hase — su punto de vista, su forma de analizar la imagen como una mezcla de simbolismo y poder individual — era algo más que una reinvención de la imagen y la identidad como hecho fotográfico. Era una búsqueda legítima de poder a través de la metáfora y sobre todo, de la sutileza visual como un lenguaje específico. Hase, desde la periferia, marginal y oculta detrás de una aproximación original hacia la imagen, logró crear algo por completo original.
La artista se fotografió en medio de un experimento visual que podría catalogarse como los orígenes del complejo autorretrato que Cindy Sherman consagraría mucho después. Hase se usaba como lienzo y telón de fondo de una serie de planteamientos complejos sobre la identidad y el género que resultaban impensables en su época y que la condenaron a un ostracismo temprano. Sus imágenes creaban escenas imposibles de enorme tensión creativa: caracterizada como una mujer primorosa y delicada que se desploma en una escalera al tropezar o una figura sombría que llora por la culpa, los personajes de Hase apelaban al imaginario colectivo como una forma de análisis sobre la trascendencia de la individualidad. Pero Hase era más que sus profundas deliberaciones sobre los elementos que construyen la personalidad: desde su estilo andrógino a su profunda vitalidad e independencia, era el prototipo de un nuevo tipo de artista que elaboró toda una nueva propuesta marginal que maduró a solas, al extrarradio de cualquier comparación o contraste. Testigo silencioso del trayecto de Alemania hacia el totalitarismo, Hase re elaboró el documento artístico a través de una aproximación compleja sobre lo que la fotografía podía ser y aspirar. No sólo creó concibió el arte fotográfico como una expresión en estado puro de un lenguaje íntimo sino que lo llevó a una dimensión más dura y consistente de lo que hasta entonces había sido.
Hase siempre fotografió en solitario y gracias a la soledad. Escondida en su historia, pasó buena parte la pre guerra y los largos años del nazismo fotografiando (se), en una especie de constante ejercicio narrativo persistente. Gracias a eso evitó que su trabajo fuera catalogado de inmediato como “degenerado” por la censura Nazi, que lo habría considerado escandaloso y con toda seguridad peligroso su perspectiva desconcertante sobre lo femenino, el poder de la imagen e incluso la libertad sexual. Recluida en una soledad absoluta, la fotógrafa encontró en la fotografía el medio idóneo para reflexionar sobre las transformaciones de la personalidad, el ego y la ruptura de espacios personales. Enfrentó el dolor del desarraigo y el miedo de la destrucción de la identidad — país a través de una obra fotográfica cada vez más densa, cruda y finalmente, una ventana hacia el horror conjuntivo que la Guerra dejó a su paso en su natal Alemania.
En el silencio del misterio inevitable.
Lo de Elisabeth Hase es un fenómeno extraordinario: su obra permaneció oculta casi cincuenta años, perdida y confundida entre los restos de la Alemania devastada por la guerra. Comparada a menudo con la vida y obra de Vivian Maier — cuyo trabajo alcanzó la celebridad décadas después de su muerte — Hase simboliza un tipo de búsqueda artística desigual y desconcertante. La fotógrafa creó un Universo artístico propio, de tanto poder visual y sobre todo, un significado tan poderoso que su obra aún resulta moderna y comprensible a la distancia de casi medio siglo de distancia. Vanguardista y convencida del poder residual y estructural de la imagen como testimonio, Hase no fotografió para mostrar, sino para guardar registro de una visión transitoria de la historia. Una percepción sobre la imagen que rompe con la visión de la fotografía como elemento visual de consumo inmediato. En sus diarios — prolijos, detallados, por momentos extrañamente duros — la fotógrafa confiesa que la cámara le brinda una visión privilegiada del horror. “El miedo está en todas partes y sólo el arte puede protegerme de él” llegó a escribir, poco antes que finalizara la Segunda Guerra Mundial.
Para Hase, el arte había sido la única constante en una vida nómada y llena de altibajos: las heridas de la reciente guerra pesaban aún sobre la sociedad alemana y la fotógrafa tuvo que enfrentar desde la niñez pobreza y privaciones. Además de todo, debió lidiar con una familia tradicional que la menospreciaba por el hecho de ser mujer — “fui una rareza en medio de la miseria y vino el arte a liberarme del aislamiento” contó en sus memorias — y el inevitable peso de una sociedad ultraconservadora. Pero Hase necesitaba el arte para sobrevivir — “Soy arte” — y a los dieciseis años viajó a Fráncfort para especializarse en diseño gráfico y tipografía. No obstante, de inmediato encontró en la fotografía no sólo una herramienta para la expresión personal sino un completísimo medio para conceptualizar su concepción sobre la identidad. Era una época auspiciosa para la transformación de la imagen inmediata en reflexión artística: László Moholy Nagy comenzaba a popularizar su tesis sobre la noción de la fotografía autónoma — liberada del peso del peso del pictorialismo y transformada en arte independiente — y sobre todo, como recursos para comprender la sociedad a través de su evolución cultural. Desde la Bauhaus, el fotógrafo llegó a sugerir que la fotografía podía transformar el ámbito del arte y trascender la mera percepción del instrumento mecánico, teoría a la que llamó “Nueva Visión” y que de inmediato, se popularizó a través de Europa.
Es justo este planteamiento el que brindó la oportunidad a Hase de asumir la fotografía como una mirada consecuente sobre la historia, la propia y la que ocurría en un país que jamás logró recuperarse de la derrota histórica que había sufrido. El nuevo lenguaje de Moholy no sólo tradujo el desencanto, el sufrimiento y la desesperanza de las décadas entreguerra sino que además, logró brindarle protagonismo a cierto pesimismo existencialista que cambió el rostro de la fotografía y le otorgó un peso conceptual de indudable valor. Hase asimiló el cambió y plasmó en sus primeros trabajos los planos cercanos, las composiciones poco convencionales, fotogramas y montajes que formaban parte integral de la “Nueva Visión” de Moholy. No obstante, la fotógrafa fue más allá y creó una pequeña revolución sobre la marcha: la de utilizar la fotografía como una mirada hacia la intimidad y un complejo cuestionamiento personal.
Para cuando estalló la segunda Guerra Mundial, Hase había encontrado una inusual visión artística, a pesar de la creciente represión de la Alemania dominada por el nazismo y la precariedad económica que tuvo que enfrentar. Por la época, mantuvo su independencia aceptando esporádicos trabajos periodísticos pero aún así, le llevó un enorme esfuerzo dedicarse a su obra más privada, que en sus diarios solía llamar “temas secretos”. Con todo, sus trabajos experimentales y sus autorretratos escenificados se hicieron cada vez más elaborados, profundos y simbólicos. Elisabeth Hase no sólo había encontrado la manera de crear arte a través de su visión sobre el entorno sino de llevar la fotografía a un nivel discursivo mucho más profundo. “Frente a la cámara, soy otra. Un rostro entre muchos. Una rareza con propósito” escribió durante los años más duros de la guerra.
La búsqueda de la identidad y el dolor de una época de ruptura:
Las décadas entreguerras trajeron consigo una completa renovación sobre el quehacer artístico. El arte se convirtió en un discurso constante sobre la revalorización del género, la percepción del yo y la búsqueda de la identidad artística. Un movimiento intelectual de tanto poder que terminó derribando fronteras tradicionales y creando una “nueva mujer” cuyo espíritu de innovación y rebeldía fue el epítome de una búsqueda artística novedosa. Un nuevo tipo de mujer que rompía el esquema conservador para dar paso a un espíritu independiente que sostuvo un lenguaje estético emergente. Fue en esta recién nacida percepción sobre la imagen y la expresión artística, en la indómita Elisabeth Hase encontró un lugar idóneo para su obra.
Hase formaba parte de una generación de mujeres decidida a romper tabúes, en cuyo espíritu innovador parecían converger todos los retos y contradicciones de la modernidad que se abría paso con esfuerzo en medio de una férrea cultural tradicional. Un reclamo de libertad e independencia que chocó de manera frontal con la rígida visión sobre la mujer de la época. Un reconstrucción del canon y de estereotipo femenino que tuvo una inmediata repercusión social y cultural. Mujeres de avanzada que enarbolaron su talento artístico para derribar tabúes. Vestidas con pantalones o al contrario, faldas muy cortas, el cabello corto y el rostro desnudo de maquillaje, las nuevas mujeres europeas estaban decididas a crear toda una nueva percepción de la individualidad y el género. Nombres como Florence Henri, Germaine Krull, Ilse Bing y por supuesto, Elisabeth Hase dieron un nuevo impulso al arte femenino más allá de las tradicionales limitaciones del lenguaje artístico que sometían el arte creado por mujeres. Toda una evolución cuyas reminiscencias transformaron el panorama artístico mundial.
Pero la llegada del fascismo al poder, no sólo frenó la evolución de un nuevo tipo de percepción sobre el arte sino que directamente, cerró las puertas a cualquier vanguardia con una férrea censura moral. Elisabeth Hase reaccionó a la represión y a la persecución encerrándose en su pequeño estudio y fotografiando a solas, fuera del ojo público. Adelantada a su época, creó todo un universo visual que dotó de una profunda personalidad. Trabajó al margen de cualquier reconocimiento público mantuvo en secreto la mayor parte de su trabajo hasta su muerte. Convencida que su obra fotográfica sería objeto de escarnio y lo más probable de rechazo y crítica, relegó su insólita propuesta fotográfica a un secreto que la convirtió en un singular misterio artístico.
De la obra a la vida: La comprensión del arte espejo.
La mayor parte del trabajo de Elisabeth Hase son autorretratos de profundo valor simbólico, algo común en las artistas de su generación que encontraron en la autorepresentación una forma de explorar la identidad femenina más allá de los roles tradicionales. Pero además de eso, el autorretrato permitió a Hase una conceptualización de la imagen y el individuo como expresiones alegóricas. Utilizando la escenificación, Hase logró crear una propuesta en la que se mezclaban la búsqueda de la identidad a través de la imagen y también la ruptura con un tipo de lenguaje artístico ortodoxo. El resultado es una serie de imágenes que asombran por su aire contemporáneo pero sobre todo, conmueven por su profundidad.
En casi todas sus fotografías, Hase mira a la cámara con los ojos muy abiertos y concentrados, el rostro serio. Como si pudiera mirar al observador. Para la fotógrafa, esa dureza directa y provocadora confería una profundidad inaudita no sólo al autorretrato sino a su percepción del mundo de símbolos que creaba alrededor de la imagen. “La fotografía sólo existe en la medida que puede ser analizada como un metáfora sin significado” escribió para explicar su obsesión con las elaboradas puestas en escenas “una percepción sobre las emociones que moldea las imágenes a través de su profundidad caótica”.
Hase jamás habló a nadie sobre su trabajo privado. Lo conservó en cajas rotuladas que jamás abría y que llevó de un lado a otro en medio de lo más cruento de la guerra y el desarraigo de la postguerra. Continuó trabajando en la documentación de la Alemania que luchaba por sobrevivir a la caída de Berlín y después, a las cicatrices de casi medio siglo de Guerra. Ella captó el dolor en imágenes, las reconstruyó para mostrar el país que intentaba enfrentarse al miedo y al temor de la derrota. En privado, sus imágenes se hicieron más complejas, abstractas y duras. Un tránsito interno que pareció reflejar el trauma de una cultura signada por un sufrimiento secreto y la desesperanza.
Hase trabajó hasta los últimos días de su vida. Jamás reveló su trabajo secreto, aún cuando se casó en dos oportunidades y fue madre de tres. La fotógrafa continuó manteniendo al margen de su vida cotidiana su constante exploración de su identidad y sus misteriosos dolores intelectuales. Tal vez por ese motivo, unos meses antes de morir, comenzó a pasar más tiempo que nunca en el cuarto oscuro. Obsesionada y abrumada por la búsqueda de un mensaje que le trascendiera dedicó sus últimas energías a dejar constancia de esa noción de lo enigmático como un lenguaje por derecho propio. En la oscuridad de sus aspiraciones y reflexiones sobre el individuo, la personalidad y los dolores culturales que padeció encontró quizás la mayor reivindicación de su vida. “Su forma de trabajar fue referencia a la represión que padeció su generación”, contó su hija muchos años después, luego de descubrir el trabajo extraordinario de su madre y hacerlo público “Estaba obsesionada con el misterio de la fotografía y quizás por eso, el cuarto oscuro era su refugio”. La hija mira su imagen, la de la extraña mujer de ojos penetrantes que se esconde en sus inquietantes autorretratos “ Quizás por ese motivo, su lugar favorito era el cuarto oscuro. Solía decir “Aquí en la oscuridad te estoy enseñando a ver”.
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sábado, 25 de marzo de 2017
Pequeños secretos en la oscuridad y otras historias de brujería.
Las brujas bailan con el diablo.
La frase me sobresaltó. La escuché en la mitad de la maraña de palabras de la clase de historia de la Literatura occidental, allá en mis lejanos años universitarios. Tuve la sensación la idea atravesaba el aburrimiento de una tarde inusualmente larga y me golpeaba en el rostro, sacudiéndome. Me enderecé en el pupitre y presté atención.
Mi profesor de la cátedra, era un hombre muy práctico. Tenía un humor chirriante, desigual que bien podía ser muy festivo como hiriente. Y también era ateo: uno de esos muy recalcitrantes, de los que demandan su derecho a echar por el suelo toda creencia y toda idea divina. Una combinación interesante si tomamos en cuenta que la mayoría de las veces se refería así mismo como "un semidiós maldito y borracho". Pero eso es otra historia que prometo contar más adelante.
El caso es que, pocas veces lo escuchaba hablar sobre religión, cualquier tema que pudiera estar salpicado de alguna connotación devota. Por ese motivo, me asombró la frase. Cuando lo miré, sonreía con malicia desde el pizarrón. Me miraba directamente a los ojos, con las cejas muy pobladas un poco enarcadas, casi burlón.
- ¿Qué opinas sobre lo que dije Berlutti?
Me lo pensé. Supuse que la directa provocación tenía mucho que ver con mi distracción de clase - no me puedo excusar sobre eso, así que no lo haré - de manera que intenté comprender de dónde provenía la idea. Miré sus anotaciones en el Pizarrón: Medioevo, Romances, una pulcra línea recta que subrayaba la palabra "trovadores". Más allá, en varios círculos, leí la palabra "Papa", Conocimiento, Poder". Intenté hacer conexiones. Tomé una bocanada de aire.
- Opino que si bailamos con el diablo, debió ser una ocasión muy aburrida y en pleno delirio etílico, tomando en cuenta que no existe.
Mi profesor sonrío. No se ofendió por la petulante respuesta - lo que me habría asombrado - sino que pareció dispuesto a seguir el debate dialéctico. Mis compañeros nos miraban a ambos con interés, como si la discusión los despertara del sopor de aquella tarde de mayo especialmente calurosa.
- Por supuesto, el diablo es la visión de la Iglesia sobre la temporalidad y lo que transgrede el orden establecido - comentó - pero las brujas también avivaron el mito ¿No es así? Con sus rituales a bosque abierto y su comportamiento extravagante.
Me mordí los labios para evitar se me escapara la inmediata irritación que se me subió a la cabeza. El profesor me miró, tiza en mano, aguardando una respuesta.
- Todos los países de Europa comparten costumbres y creencias mágicas muy semejantes entre si - comenté. Me asombró el tono tranquilo de mi voz - De hecho, los europeos recibieron su herencia mágica, llamémosle así, del antiguo mundo asiático. El comportamiento extravagante que usted menciona, es una mezcla de prácticas esotéricas de egipcios, caldeos y judíos, con algo de misticismo persa, árabe e hindú.
El profesor sonrío. Una sonrisa de dientes amarillas casi agresiva. Pero se le notaba entusiasmado por el raro intercambio de ideas que sosteníamos. Se inclinó sobre el pizarrón y escribió la palabra Celta en mayúsculas. La subrayó.
- Los celtas fueron el primer grupo étnico que tuvo conciencia mágica en todo el continente Europeo: más allá de la connotación de lo sagrado, intentaron explicar todo lo que no conocían a través de rituales. A pesar de eso, no eran lo que ahora mismo consideraríamos espirituales: eran una cultura agresiva, belicosa y sangrienta.
Recordé las historias que había leído en el libro "Sobre la guerra de las Galias" escrito por Julio Cesar en el año 58 antes de Cristo: los galos como figuras misteriosas y salvajes surgidas de los bosques. Al muy civilizado romano le había impresionado la imagen de aquellos guerreros desnudos, corriendo entre los antiquísimos árboles del bosque sacramental, acudiendo a la batalla cubiertos de símbolos pintados con sangre. Lo imaginé con toda claridad: los gritos de furia, el sonido de las armas de piedra y bronce destrozando los elegantes cascos romanos. Una idea que contradecía - y por mucho - esa otra visión, casi idílica, del celta como un anciano venerable y místico vestido de saya blanca.
- Ahora bien, la brujería - continuó mi profesor - es una disciplina mágica que poco tiene que ver con enfrentamiento y con eventos bélicos. Hablamos de una creencia que abrió las puertas al pensamiento organizado religioso. La fe basada en una idea: una Diosa creadora.
- Pero ya existía - intervino uno de mis compañeros. Siempre teníamos grandes conversaciones sobre la divinidad femenina y supuse el giro de la conversación le apasionaría - desde Grecia a más allá de las fronteras Asiáticas, la Divinidad del bosque, la Diosa sin nombre, formó parte de una creencia muy extendida en el mundo antiguo.
- Por supuesto - convino mi profesor - pero la brujería otorgó símbolos y les brindó significados. Muy probablemente los heredó de otras tendencias religiosas pero aún así, fue la primera en pensarlos como una metáfora de lo divino y lo humano. El caldero, el circulo, la luna: visiones ritualistas que se identificaban con fertilidad, alimento y vida. En Escandinavia también se usó el caldero en rituales mágicos; los dos principales fueron encontrados en Jtland, Dinamarca. La idea mágica comenzó a tener un significado estructurado a través de la brujería.
Todos mis compañeros a mi alrededor se apresuraron a anotar las palabras. La clase parecía revitalizada. Mi profesor se inclinó y escribió la palabra brujería con su bonita letra clásica. También la subrayó. Me gustó verla allí, paladeé la sensación de encontrarla en medio de otras ideas igualmente antiguas y hermosas. Disfruté esa sensación de reconocimiento y casi asombro que me hizo sentir leerla, entre dientes. Con pulso firme el profesor la rodeó con un símbolo y sonreí, conmovida: Para la Antigua Religión, el círculo, un símbolo de eternidad y de divinidad, simbolizaba la capacidad de la bruja para protegerse de ataques realizados por demonios y espíritus malignos, y además para concentrar su energía mental. Un circulo de fuego para mirar al mundo, una idea poderosa para crear algo bueno en él.
- Por supuesto que para la gran mayoría de los practicantes de la brujería, el poder provenía de su capacidad para comprender sus relaciones con la naturaleza, un animismo muy primitivo pero profundamente sentido - continuó el profesor. Repasó el circulo dibujado otra vez, con cuidado. El pulso firme. Y me recordé a mi misma haciendo lo mismo, en la tierra, sentada desnuda sobre ella, invocando a esa divinidad misteriosa que parecía provenir de todas partes. Magia - En la antigüedad, un círculo a menudo marcaba el límite de un área sagrada y la protegía contra el asedio de influencias inquietantes. Los babilonios trazaban un círculo de harina alrededor de la cama de un hombre enfermo para mantener los demonios lejos de él. Los judíos alemanes de la Edad Media hacían un circulo alrededor de la cama de una mujer en parto para desviar el ataque de los demonios, usando además las palabras "Sanvi, Sansavi, Smangelaf, Adam y Eva" escritas con tintas en el piso.
- ¿Todos los símbolos celtas son mágicos? - preguntó una de mis compañeras. Me volví para mirarla. Era una devota cristiana que solía mirarme de reojo cuando llevaba el pentáculo al cuello o cuando me llamaba a mi misma bruja. En esta ocasión, miró directamente al frente y me pregunté qué pensaba de aquel extraño debate - es decir...¿La sociedad celta es mágica?
- La sociedad Celta creía en el poder de cambiar el mundo real a través de la capacidad espiritual - explicó mi profesor. Ella carraspeó, incómoda.
- ¿Tal vez creían en el poder de Dios sin saberlo?
- Un celta le habría dicho que el Dios de sus mayores no era el suyo. Eso, antes de atravesarte el corazón con un cuchillo - la clase entera río. La chica se sonrojó, incómoda - en esencia, toda cultura aspira a una visión de la Divinidad propia, llámese Dios, Yahveh, Alá o... Diosa. El poder de la imaginación del hombre construye sus propias relaciones con lo desconocido, lo que le inquieta o lo que no puede explicar.
El profesor escribió de nuevo en la pizarra. La palabra "Runas" hizo que varios de mis compañeros murmuraran entre ellos, aunque no escuché bien qué. ¿Qué sabían sobre la antigua Magia? ¿La consideraban símbolos tan primitivos que no podían comprender que alguien pudiera brindarles sentido justo ahora?
- ¿Les parece muy remoto todo esto no? - comentó mi profesor, como si pensara lo mismo. Varios de mis compañeros movieron la cabeza y se encogieron de hombros. La chica cristiana pronuncio un "sí" muy entusiasta - pues tengo algo que contarles: La crencia en el poder mágico de las runas ha persisitido en tiempos modernos. En la Alemania Nazi, Heinrich Himmler, quién estuvo profundamente involucrado en el estudio de las runas, decidió usar el Sig, símbolo rúnico para la letra S, como emblema para el infame SS de los nazis. Todos los miembros de este cuerpo elite usaron el doble Sig en el cuello de sus uniformes.
Silencio súbito en la clase. Mi profesor sonrío, a esa manera suya que le hacia parecer burlón y casi malvado y que comenzaba a gustarme.
- ¿Lees Harry Potter? - le preguntó un chico al fondo, a quien todo conocíamos por su fanatismo por la serie literaria de JK Rowling.
- Claro - admitió con una amplia sonrisa.
- ¿Recuerdas en "Harry Potter y la Cámara de los Secretos" cuando Draco Malfoy habla sobre la Mano de la Gloria? - parpadeé fascinada. Nunca me podría haberme imaginado que mi profesor, tan purista en su visión literaria y tan obsesionado con los clásicos, hubiese leído el best seller juvenil con tanto detalle para conocer esa pequeña escena, perdida en el resto del libro. El chico asintió - Te contaré algo que te encantará: Tal vez la más interesante y horrible práctica mágica de Europa fue la preparación de la "mano de la gloria", que se hizo muy popular en la edad media. Este notorio Talismán era hecho con la mano cortada de un hombre colgado, la cual era secada, encurtida, y luego usada como candelero. La vela era elaborada con la grasa de la misma mano. La "mano de la Gloria" fue particularmente adoptada por los ladrones de este período. El museo Whitby en Yorkshire tiene una de estas manos entre sus exposiciones permanentes.
Una exclamación de asombro recorrió la clase. Solté una carcajada, maravillada. El profesor me dedicó un guiño malicioso.
- La magia y la creencia es una manera de manifestar nuestro asombro por el mundo que nos rodea. El mismo asombro que inspiró a trovadores, artistas y pintores a través de la historia a mostrar el mundo de su imaginación - se inclinó sobre el pizarrón y con su envidiable pulso, rodeó todas las palabras escritas en él en un circulo. La imagen era sugerente. Las palabras flotando dentro del circulo y rodeando el más pequeño que contenía la palabra brujería. El antiguo símbolo de Dios ( un circulo dentro de un círculo ) hablando en silencio sobre la religión más antigua de todas, la más primitiva y quizás la más esencial. Me pregunté si sería casual. Cuando miré al profesor, de pie con su sonrisa de tiburón junto al pizarrón, supe que no.
Cuando la clase acabó, me acerqué a su escritorio. Me quedé aguardando que un par de estudiantes le hicieran un par de consultas. Él me ignoró todo el rato, pero cuando finalmente el salón se quedó vacío, me sonrío.
- Así que las brujas bailamos con el Diablo - repetí. El profesor soltó una carcajada. Después abrió su viejo y gastado maletín. Levanté con gesto travieso una lámina que reproducía un pintura que reconocí de inmediato: El vuelo de las brujas de Goya. La impresión no era de mucha calidad, pero aún así, la imagen continuaba transmitiendo ese aire inquietante que siempre admiré. Las brujas, representadas por el pintor como un grupo de figuras andróginas tocadas por un sombrero cónico, flotaban sobre un hombre inclinado, con la cabeza cubierta por alguna especie de velo sosteniendo a un cuerpo aparentemente retorcido por el dolor. Había leído cientos de interpretaciones sobre la pintura, pero seguía prefiriendo una que indicaba que lo más aterrrorizante del cuadro era su impecable simbología. El triángulo mágico, el temor a lo desconocido.
- Goya amaba las brujas por el mismo motivo que repudiaba todo dogma - comentó mi profesor - eran renegadas, como lo fue él mismo. De manera que sí, mi querida, todos los que se oponen a la visión más popular del mundo bailan con el diablo.
Me extendió la lámina. Le sostuve con una sonrisa pero cuando quise devolvérsela, me hizo un gesto hosco y abandonó el salón con paso rápido. Lo miré, agradecida no solo por el gesto sino por su capacidad para comprender el valor de la creencia y la belleza, por encima de cualquier prejuicio.
Escribo esto sentada en mi estudio. A la derecha, la vieja lámina cuelga de la pared, enmarcada en cristal y madera. Amarillenta, ya perdió sus colores originales y tiene un aire mustio y desvaído. Pero a mi me sigue agradando muchísimo: la miro, con una sonrisa y pienso en mi profesor, ateo de los convencidos, que supo mirar más allá de la fe como necesidad para encontrar su rostro más profundo. Una manera de crear.
C'est la vie.
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viernes, 24 de marzo de 2017
Una recomendación cada viernes: ‘The Association of Small Bombs,’ de Karan Mahajan
Una bomba explota en un concurrido Mercado de Delhi y asesina a casi una veintena de ciudadanos, entre ellos dos hermanos de 11 y 13 años. Su amigo le sobrevive, aunque traumatizado y roto por el miedo. Así comienza una de los libros más despiadados y hermosos sobre la violencia que se hayan publicado en la última década: Una historia sobre el horror y el duelo pero también, sobre la posibilidad de la esperanza. La segunda novela del escritor Karan Mahajan tiene una sensibilidad profunda que evade cualquier cliché y lugar común sobre la descripción del temor, el horror y la culpa del sobreviviente. Concebida como ondas narrativas que avanzan y rodean una tragedia inimaginable ‘The Association of Small Bombs’ de Karan Mahajan se mueve a través de la angustia existencialista y el sufrimiento íntimo con una delicadeza que sorprende por su complejidad. Como un disruptivo caleidoscopio de historias, el argumento analiza el duelo, el trauma físico y psicológico del sobreviviente como parte de un terror contemporáneo de enormes implicaciones. Devastadora, impredecible pero sobre todo muy consciente del tránsito emocional e intelectual de la víctima de un tipo de violencia de límites difusos y confusos, la novela reflexiona sobre el sufrimiento desde lo marginal. Lo hace además con una delicadeza conmovedora, una mirada hacia las pequeñas cosas grietas de la vida cotidiana que convierten a la obra en un manifiesto intimista sobre las tragedias invisibles.
De hecho, el mayor triunfo de Mahajan es sin duda ese: su envidiable manejo del dolor como parte de la historia cotidiana. El escritor no evade la obsesión de su mirada literaria sobre el tema sino que crea algo mucho más duro y crudo en su insistencia por narrar en detalles fragmentados el paisaje del miedo. Mahajan rompe la narrativa tradicional en busca de una forma de contar historias mucho más realista y lo logra, a través de un cuidado mosaico de escenas y arcos argumentales que meditan sobre el bien, el mal, la política, la muerte y la soledad. Y lo hace sin atenerse a ninguna idea preconcebida sobre lo que la emoción espiritual o el sufrimiento intelectual puede ser. Como novelista experto, Mahajan usa todo tipo de recursos para recordar al lector que el escenario de la tragedia sigue vivo a pesar del tiempo transcurrido, de la percepción de sus consecuencias, la del consuelo y el tránsito de las historias a través de la vida común.
Pero sobre todo, Mahajan sabe que cuenta las vicisitudes de seres humanos: cada escena, la preocupación por los alcances de la naturaleza espiritual de la supervivencia se manifiesta como un expresión de realidad. Las lágrimas, risas y largos silencios de los personajes se estructuran entre sí para mostrar todas las aristas de la soledad en un discreto realismo que se obsesiona con pequeños símbolos para sostenerse. Las velas encendidas, los cánticos de luto, las imágenes de habitaciones vacías, las manos extendidas en la oscuridad luego de temibles pesadillas meditan sobre el miedo y la incertidumbre pero también reflejan con enorme simplicidad el hecho básico de la ausencia. Pero además de eso, Mahajan no deja de observar la realidad elemental y directa sobre la cual se sustenta su novela. El hecho del bombardeo — su realidad física, sus consecuencias — gravita sobre lo cotidiano como una presencia invisible y dura de asimilar. Y los personajes reaccionan a ella con la sensación sempiterna e inevitable de la amenaza incontrolable. De la certeza que la violencia puede ocurrir — y que sin duda, volverá a ocurrir — y que la aparente tranquilidad de la que disfrutan es sólo una imagen engañosa de la realidad.
Tal vez por ese motivo, el escritor dedica atención al impacto de la bomba — como hecho físico y criminal — al impacto de la bomba, aunque sin dejar a un lado su insistencia en los enfoques hacia las historias familiares que forman y sustentan el núcleo central de la narración. Mahajan analiza la repercusión política del atentado pero a la vez, regresa el punto de atención al hecho que el acto terrorista no es sólo una circunstancia medible y cuantificable, sino una tragedia con la que debe lidiar buena parte de una ciudad aterrorizada. La novela no niega su cualidad anecdótica — todos los rostros reales y anónimos que desbordan lo noticioso y político de un evento violento — sino que además, la dota de una rarísima belleza y sensibilidad.
Pero además de eso, Mahajan se hace preguntas pertinentes e insólita sobre la vida interior de las personas envueltas en un acto terrorista — tanto víctimas como perpetradores — y evita cualquier juicio moral que pueda empañar el análisis. De pronto, tantos los que sufren la violencia como quienes la cometen son parte de una única percepción sobre el peso de la consecuencia y la percepción de la culpa: Mahajan va más allá del señalamiento de la responsabilidad y la habitual juego de papeles entre la maldad y la bondad para conseguir algo mucho más duro de asumir. Tanto víctimas como perpetradores son seres humanos, sufren y se enfrentan a situaciones durísimas. Y bajo ese contexto, la novela alcanza un grado de incómodo cuestionamiento que le agrega una dimensión por completo original a las preguntas que se hace a lo largo de la narración. ¿Existe la posibilidad de la redención y humanización de un tipo de criminal sin rostro capaz de asesinar por un juego de valores que no comprendemos? Mahajan no responde de inmediato ni de forma directa a una interrogante tan dolorosa, sino que se dedica a contar las historias que se esconden entre los escombros del miedo. Y es entonces cuando la novela encuentra su punto más alto: el escritor describe con sensibilidad las vicisitudes de los atacantes y les brinda un rostro humano. Les otorga una dimensión por completo humana a través de sus miedos, dolores y anhelos. Y el resultado es un sobrecogedor lienzo que atraviesa las heridas abiertas de unos y otros. Una persistente visión sobre lo que une, a pesar de la muerte y la sangre derramada.
Se trata de un acto de valentía — la novela recibió abundantes críticas por su visión casi compasiva sobre el terrorismo — pero también, toda una declaración de intenciones sobre los principios de Mahajan al tocar el tema del horror contemporáneo desde todos los puntos de vista. Lo medita y lo muestra desde su doloroso azar, desde el caos que invade cada percepción del tiempo y el espacio en el que se mueve las motivaciones y consecuencias de un acto terroristas. Asume de entrada que las tragedias carecen de sentido y su crueldad esencial reside justo en el hecho que son impredecibles y fruto de todo tipo de variables incontrolables. Para Mahajan un acto terrorista tiene el mismo impacto y sucede desde el mismo terror ciego de un terremoto o un larga agonía hospitalaria. Entre todas las facetas del miedo y la fragilidad humana, la mirada hacia lo incontrolable, es la misma. Tiene exactas consecuencias sobre la identidad, voluntad y los límites de nuestra manera de comprender el mundo. El dolor transformándose en un hilo conductor de la historia humana.
Mahajan está consciente del poder del hecho humano sobre las historias y lo deja claro desde las primeras páginas: el amor, el odio, el paso del tiempo son puntos claves para la historia, pero también lo es el humor, el desconcierto y cierta inocencia que brinda a la trama la justa fragilidad para ser creíble. Y aunque nadie podría describir ‘The Association of Small Bombs” como una novela tragicómica, los momentos ligeros tienen la capacidad de hacer real la transición entre las escenas más duras y las más íntimas. En una perfecta sincronía de elementos, Mahajan logra hacer reír y llorar con la misma aparente facilidad con que describe las durísimas escenas de dolor y angustia.
Pero la novela también tiene una enorme conciencia sobre su objetivo: un mapa del dolor real y al final, en medio de las risas y los pequeñas huellas de consuelo, aparecen las consecuencias irremediables del hecho de violencia. Nadie se recupera de una tragedia semejante y la novela lo deja claro con esfuerzo y una angustia existencial que asombra por su peso. La transición de los personajes — sus creencias, humanidad, incluso su fe y perspectiva del futuro — resulta tan descarnado como crudo. El dolor físico y mental se hace evidente, un tránsito de conciencia entre el ayer y el hoy que avanza con dificultad en medio de la desesperanza y el silencio de las pequeñas ausencias.
Al final, es una gran mirada al futuro que sobrevive a pesar de la devastación. Y Mahajan no lo disimula: es capaz de contar una historia global que se esconde en cada rostro e historia como una entidad vulnerable y rota por el desconcierto. En comprender todas las piezas rotas que sostienen el mecanismo engañoso y fragmentado de la realidad. Pero también, sabe el valor de las pequeñas cosas invisibles, de las escenas olvidadas a las periferias y recordarlas — reunir cada una, crear algo nuevo a través de ellas — es quizás el mayor mérito de su novela.
Por supuesto, los efectos más insidiosos de la violencia son psicológicos, y ciertamente Mansoor, que sólo tenía 12 años cuando se disparó la explosión, no les ha escapado. Su dolor es físico y mental e implacable — el tipo de cosas que hacen a un hombre vulnerable a la persuasión. Pero no de la manera que esperaba, que es otro de los placeres de la novela: Me siguió sorprendiendo. Mansoor adopta una forma de vida que parece peligrosamente cercana a lo que los occidentales — lo que este occidental — se asocian con una forma radicalizada del Islam que no coexistirá con ideologías rivales. Pero Mahajan toma lo que significa y lo que se siente al ser un musulmán practicante es completamente más sofisticado y matizado, lo que mantiene la historia de Mansoor fascinante y triste.
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jueves, 23 de marzo de 2017
Lo temible y tenebroso del ser humano según ‘Chinatown’ de Roman Polanski.
El cine es una recreación de la realidad transformada en lenguaje artístico. O esa es la definición más común sobre un arte que crea una construcción sobre lo humano y lo circunstancial a la medida de nuestros temores y esperanzas. Un lienzo en el cual se proyectan todo tipo de cuestionamientos, los horrores y temores culturales que elaboramos a partir de símbolos. Tal vez por ese motivo a Roman Polanski se le suele llamar un artista incomprendido: considerado genio y a la vez una gran decepción como director y creador visual, está a medio camino entre la admiración y el repudio. Tal vez se deba a su turbulenta vida personal o al hecho de tener una desigual carrera fílmica: cualquiera sea el caso Polanski creó todo un nuevo estilo visual, una manera de abordar el suspenso, el miedo y las pequeñas tragedias humanas por completo original. Claro está, que Polanski ha tenido que enfrentarse en más de una oportunidad no sólo a las consecuencias de ser un rebelde visual — o al menos, así se ha definido más de una vez — sino también, a su malograda historia intima. Desde el asesinato de Sharon Tate hasta la acusación de abuso de menores que ha pesado en su contra durante los últimos veinte años, Polanski parece enfrentarse no sólo a sus propias obsesiones sino al mito inquietante que le rodea, con el cual no siempre parece lidiar de la mejor manera. Aún así, su carrera cinematográfica está llena de una profunda mirada al absurdo, la belleza, el temor y quizás algo más frágil y sutil, esa ambigüedad del espíritu humano que sin duda es un reflejo de su propia dualidad.
Polanski es además de un artista visual, un personaje que debe enfrentarse a su propio mito y peso, para mostrar lo mejor de su obra. Por ese motivo, se suele insistir en que la película ‘Chinatown’ demostró que al margen del prejuicio que le rodea, es un realizador muy consciente que toda buena historia debe tener también, un considerable peso visual, un elaborado argumento y sobre todo, esa perspectiva del director que logre unir ambas cosas para crear algo por completo desconocido, una propuesta asombrosa sobre un tema muy viejo. Polanski demostró que el cine es una cuestión de atmósferas y es en ‘Chinatown’ el mejor ejemplo de esa perspectiva. Una verdadera lección sobre la idea estética de la imagen al servicio de la narrativa cinematográfica.
Para muchos críticos — incluso los más acérrimos contra el Polanski, figura controversial — ‘Chinatown’ es la mejor película dramática de la historia. Una afirmación un tanto peregrina y que ha provocado acaloradas discusiones allá donde se ha pronunciado. Quizás se trate de una combinación de factores casuales, que unidos crearon lo que probablemente sea la propuesta más sólida con respecto a esa visión idílica del cine de detectives, o sólo que Polanski jugó con los elementos habituales del género y los transformó en algo más profundo, oscuro y significativo. De hecho, cada pieza de la película parece encajar casi de manera fortuita: Fue Jack Nicholson, por entonces un joven actor sin especial renombre, quien animó a Robert Towne a escribir la historia. Towne, hasta entonces sólo había trabajado en colaboraciones especiales en guiones menores y afrontó el reto con el buen humor del desafío. El director de estudio Robert Evans se asombró por la calidad del resultado del argumento — “Esto hará historia”, cuenta que fue su primer pensamiento al leer el guión a medio terminar — y se aseguro de no sólo convertirse en productor por el mínimo salario de la Industria sino además, contratar a Roman Polanski, con quien ya había trabajado en la película ‘El bebé de Rosemary’ y admiraba por su extrañísima visión artistica. Fue una tarea titánica: Polanski se encontraba semi retirado luego de la violenta muerte de su esposa y a Evans le llevó casi un año entero convencerle de volver a EEUU — residía por entonces en París — para dirigir la propuesta. Por último, productor y director tomaron una decisión que muchos juzgaron peligrosa para la continuidad de la película: Contratar a la actriz Faye Dunaway, quien traía a cuestas un largo historial de enfrentamientos y desavenencias con varias figuras de la Industria fílmica norteamericana y Europea. Muchos años después y aún disfrutando del éxito de la película, Evans comentaría que sabía sería “la tercera mundial pero valdría la pena”. Lo cual pareció confirmarse por el éxito mundial de crítica y público que obtuvo la película.
‘Chinatown’ se convirtió en un icono fílmico casi desde su estreno. Apenas meses después de su llegada a la gran pantalla, ya se le consideraba un clásico, un fenómeno artístico y cinematográfico que asombró a propios y extraños. La fascinación por su argumento — lento y comedido, desarrollado a pulso y con enorme elegancia por un Polanski en estado de gracia — proviene sin duda que logró evocar la época dorada de Hollywood — los inolvidables décadas treinta y cuarenta — sin convertirse en un mero homenaje o caer en la nostalgia. Polanski se enfrentó a esa visión pulcra y levemente brumosa sobre el crimen y lo convirtió en un alegato sobre la crueldad del espíritu del hombre, la ambigüedad de la moral y algo más sustancioso, que se mueve al fondo de un argumento sorpresivo y original.
Otro triunfo de Polanski fue la decisión de usar el color bajo la misma perspectiva que se usó en las películas clásicas el blanco y negro: el director consiguió crear una atmósfera dura, elocuente y visualmente atractiva a través de una fotografía en color de aspecto realista. Una vuelta de tuerca a la tradicional estética del cine de Oro de la meca del cine, que brindó al film una consistencia visual asombrosa. Además logró construir un escenario urbano creíble, que a pesar de no recrear los esquemas estéticos con que solía definir a las ciudades en el género de detectives. De una forma plástica, bien planteada y sobre todo, consistente Polanski recrea la ciudad de Los Ángeles, no desde el punto de vista tenebroso — la ciudad como objeto y víctima de la violencia que soporta — sino a través de paisajes casi rurales, y que se muestra radiante y vital. Toda una contradicción a esa idea de la ciudad en penumbras que por muchos años fue sinónimo visual de la maldad y la violencia. Y es que Polanski no necesita de subterfugios visuales habituales para crear atmósfera durísima, agresiva y la mayor parte de las veces, incómodas. Con enorme elegancia visual, Polanski logra un concepto estético mucho más avanzado que el simple uso de luces y sombras y sobre todo, mucho más contundente de lo que hasta entonces había sido la norma en lo que al género de detectives se refiere.
Mención aparte para un elenco de gracia: desde un formidable Jack Nicholson — creando a pulso uno de los personajes más memorables de la historia del cine — hasta una contenida Faye Dunaway, contenida y alejada de sus tics habituales, los personajes parecen moverse en un ambiente abrasivo y duro con asombrosa facilidad. Se cuenta que Polanski empujó a su elenco al límite. Que le sometió a interminables escenas en condiciones insoportables para lograr las expresiones de incomodidad, crispación y dolor que necesitaba para sus personajes. Que Nicholson apenas podía respirar con la nariz cubierta por escayola y taponeada con algodón para lograr el máximo realismo de la nariz rota que exigía su papel. Que Faye Dunaway más de una vez amenazó a Polanski con abandonar el set y no regresar nunca, sobre todo luego que el director el arrancara un hilo de cabello a tirones para lograr que llorara en cámara de la manera que lo describía el guión. Todos rumores incompletos y a medio susurrar que parecen confirmar que la filmación de Chinatown no escatimó esfuerzos en lograr una perfección técnica y actoral desconocida. Lo que si es cierto, es que Polanski se esforzó en viajar a un infierno metafórico, a una visión de la maldad, el horror y la crueldad que logró mostrar a través de cuidados golpes de efecto: desde el aspecto seco y árido de los escenarios -logrado gracias a un complicado sistema de canalización — y esa frialdad distante de los personajes: reprimidos, exquisitos, siempre muy cerca de la grieta, del desastre del estallido de violencia.
Luego de su estreno y en pleno furor del éxito comercial de ‘Chinatown’ se le preguntó a Polanski como había logrado crear un lienzo tan exquisito pero también insoportable sobre la crueldad, el miedo y la maldad posible. El director — se dice que aún traumatizado por la muerte de su mujer y quizás, asombrado del resultado de esa obsesión suya con los extremos — sólo sonrió. “La violencia es como la belleza, se admira, se paladea, se sufre y finalmente, se le permite matar. Así lo veo” respondió. Y quizás, en medio de la poesía de la frase, el Polanski personaje se enfrenta al Polanski artista, para comprender no sólo el alcance de su obra sino la profundidad de su planteamiento y más allá, esa noción suya sobre las contradicciones de la simple naturaleza humana. Cualquiera sea la respuesta, con ‘Chinatown’ el director logró mostrar esa singular visión suya entre la violencia, el poder, la crueldad y el dolor. Y triunfó.