lunes, 20 de marzo de 2017
De la creación como acto de rebeldía: Una aproximación a la obra de Julia Margaret Cameron.
Se suele decir que la fotografía nació por un experimento afortunado y trascendió por el esfuerzo de la imaginación. La frase, podría resumir el recorrido artístico de Julia Margaret Cameron, que tenía cuarenta y ocho años cuando su hija mayor le obsequió una enorme y aparatosa cámara de madera. El paquete de aspecto inofensivo y envuelto en papel de seda llegó Freshwater — un pequeño pueblo de la Isla de Wight — el día de navidad del año 1863. Quizá te divierta, madre. Intenta hacer fotografías durante tu soledad en Freshwater” decía la nota que acompañaba el obsequio. Cuando Cameron rasgó la envoltura y descubrió el contenido, supo que su vida había cambiado para siempre. “Lo supe de inmediato, como una revelación” diría en sus memorias.
Sin duda, así fue: Cameron de inmediato se obsesionó con la fotografía, tanto como para transformar su corriente casa de provincias en función de su nueva visión sobre el mundo. Con ayuda de su marido, convirtió la pequeña carbonera al fondo del fogón en un cuarto oscuro y el Gallinero, en un estudio equipado con pequeños objetos de colección que guardaba en el sótano. Julia Margaret Cameron comenzó a fotografiar con el mismo afán entusiasta y un poco atolondrado de una niña. No sabía lo que hacía — “nadie comprendía realmente lo que la fotografía podía hacer, en realidad” dijo más de una vez — pero se dedicó por completo no sólo al aprendizaje del nuevo arte sino además, a brindarle una nueva dimensión. Tal vez por ese motivo, Cameron fue pionera en la percepción de la fotografía como arte pero también demostró que el experimento casual de la imagen podía brindar una nueva perspectiva a la búsqueda incesante de la imagen perdurable. Para la fotógrafa, crear imágenes era algo más que un proceso mecánico que ocurría en el misterio de la caja de madera de la cámara: era una percepción de la realidad.
Le llevó un mes obtener lo que llamó su primer gran triunfo: el retrato de una niña. Se trataba de la hija del poeta William Benjamin Philpot. La imagen sorprendió captó lo que sería el mayor aporte de Cameron a la fotografía: una indudable personalidad pero sobre todo, una búsqueda de significado y sentido en la simbología preciosista que utilizaba. La fotografía además, mostró que Cameron estaba muy consciente de la capacidad de arte recién descubierto para crear obras de arte: La niña parece flotar en medio de una iluminación radiante y casi irreal, en un primer plano detallado que además la muestra en una pose clásica pictórica. Fue la primera de muchas representaciones de esa percepción sobre lo hermoso y lo etéreo que Cameron llevaría a cabo a lo largo de su vida y sobre todo, el nacimiento de una nueva percepción sobre la imagen instantánea como una forma de arte. La percepción de la realidad como elemento fotográfico subjetivo.
Julia Margaret Cameron sabía que hacía algo más que experimentar con la cámara: con una enorme sensibilidad de inmediato asumió un papel protagónico en la comprensión de la fotografía como una expresión estética en estado puro. Siguió fotografiando pero también, decidió elaborar algo más complejo que un conjunto de imágenes atractivas. Aficionada a la pintura y con enormes conocimientos sobre el mundo del teatro, Cameron decidió convertir su trabajo fotográfico en una construcción elaborada sobre la belleza de su época. Y quizás sin saberlo, demostró que la imagen podía ser algo más que una serie de casualidades técnicas y químicas. Una puerta abierta hacia una percepción compleja sobre el mundo de su autor.
Cameron además, estaba convencida que la labor de la fotografía era algo más que una noción perceptible y sensorial: solía insistir que cada una de sus imágenes creaban historias — “son fragmentos de pequeños sueños” escribió en una ocasión — y que por tanto, merecían ser mostrados y admirados. Una convicción que le llevó a enviar sus primeros trabajos a Henry Cole, fundador y director del South Kensington Museum — origen del actual Victoria & Albert- y además, asumir la percepción de sus fotografías como un conjunto artístico. Un punto de vista que hasta entonces había resultado impensable con respecto a la imagen fotográfica, que continuaba considerándose poco menos que una curiosidad rudimentaria y un pobre sustituto de la fotografía.
Para Cameron fue el comienzo de un largo y prolífico recorrido por el hecho artístico y la construcción de un lenguaje estético basado en la fotografía. Un fenómeno que abrió las puertas para la discusión y el debate de la imagen no sólo como herramienta sucedánea de las artes sino algo más profundo y con identidad propia. Quizás el nacimiento de la fotografía como la comprendemos en la actualidad.
La imagen elusiva: Un recorrido por el arte inmediato.
Julia Margaret Cameron era hija de un aristócrata francés y pasó buena parte de su niñez y adolescencia viajando a través de Asia y Europa, quizás por ese motivo su compleja noción sobre el arte como expresión cultural. Nació en Ceilán (actual Sri Lanka) y aunque se educó en Francia — su padre deseaba que sus siete hijos fueran ciudadanos franceses a pleno derecho — Julia continuó su personal travesía alrededor del continente apenas culminó la educación básica: en 1834 viajó a la India — “El lugar más fascinante del mundo” solía insistir — y después viajó a Sudáfrica, travesía en la que conoció al que sería su marido. Como en otras tantas ocasiones en su vida, Julia tomó la decisión de contraer matrimonio “en medio de un apasionamiento inocultable” y a pesar de la oposición familiar. Con todo, Charles Hay Cameron — que tenía veinte años más que Julia — resultó ser el contraparte ideal para el espíritu aventurero y osado de su flamante esposa. Ambos se convirtieron en centro de la vida cultural y social de la sociedad colonial en Calcuta — en donde se radicaron por más de quince años — y luego, retornaron a sus plantaciones en Europa. En más de una ocasión, Julia reconocería que el triunfo de sus aspiraciones artísticas tenía una estrecha relación con la fe y la pasión de su marido por el arte. Una combinación que les permitió a ambos comprender la recién descubierta fotografía como algo más que una curiosidad científica. “Tanto Charles como yo sabíamos que habíamos encontrado algo extraordinario para comprender el mundo” dijo en una ocasión Julia.
La artista no dejó de fotografiar por más de veinte años y lo hizo, con una firme convicción de construir una noción novedosa sobre el retrato, la imagen como forma de ensayo formal y algo más complejo que aún en la actualidad, resulta complicado definir. Tal vez por eso, el trabajo de Cameron abarca un amplio espectro de experimentación, siempre desde la perspectiva del retrato y la alegoría artística basada en la literatura y en algunos casos, en elementos religiosos. Los trabajos de sus primeros años son retratos preciosistas, de enfoque corto pero llenos de una vitalidad que sorprende todavía en la actualidad. Usaba como modelos a miembros de su familia, sirvientes y amigos y debido a eso, todas las imágenes tienen algo de íntimo, una cercanía evidente que podría traducirse como un elaborado lenguaje creado a través de cierta calidez emocional. A medida que su trabajo se hizo más reconocido en los ámbitos del panorama cultural y artístico de la Inglaterra Victoriana, una serie de rostros famosos se sumaron a los primitivos retratos anónimos: Alfred Tennyson, Charles Darwin, William Michael Rossetti o Julia Jackson (la madre de Virginia Woolf) fueron algunos de los rostros célebres que no sólo aceptaron posar para el lente de Cameron sino que además, apoyaron su inusual comprensión del arte fotográfico como una expresión estética por derecho propio. Para entonces, Julia Margaret Cameron era considerada una figura dentro del mundo artístico inglés, aunque todavía era complicado definir su obra e incluso, sus alcances. Para algunos, sus retratos eran pequeñas curiosidades artísticas. Para otros, simples experimentos químicos. Para la mayoría, era una combinación indefinible — y no siempre muy afortunada — de aspectos de la desconocida ciencia fotográfica y la pintura.
Sobre todo, el trabajo de Cameron despertó un debate temprano sobre la fotografía como reflejo de la realidad: el efecto de desenfoque en todas sus imágenes — que al principio se trató un error involuntario pero luego se convirtió en uno de los elementos más reconocibles de su obra — fue criticado y sobre todo, considerado una prueba de los escasos conocimientos fotográficos de Cameron. Lo mismo ocurrió con el raspado de negativos o la impresión sobre negativos rotos, todas formas de experimentación que la fotógrafa utilizó para crear todo un nuevo discurso fotográfico. Pero para buena parte del naciente mundo fotográfico, la imagen debía ser impecable y más allá de eso, lo suficientemente impoluta como para despertar admiración. La imagen inmediata seguía considerándose parte de un proceso químico y mecánico, por lo que su probidad técnica era no sólo necesaria sino además, imprescindible. Julia Margaret Cameron no sólo se negó a aceptar cualquier rudimento que limitara su creatividad sino que además, insistió en tomar todo tipo de riesgos que brindaran una nueva percepción al oficio fotográfico. Cameron estaba decidida a sorprender al mundo y más de una vez, insistió que la fotografía sólo era una herramienta para elaborar un tipo de expresión visual más elaborada, poderosa y sobre todo, más interesada en la belleza que en la mera perfección técnica. Una de sus obras más conocidas “La estrella doble” (1864) es la prueba de esa firme de intención de innovar y redimensionar la creación fotográfica: En la imagen, pueden verse dos hermanas abrazadas que tienen toda la apariencia de flotar en medio de un lecho líquido imposible que sorprendió al público de la época. La fotógrafa explicaría más tarde que logró el efecto líquido de ralladura y burbujas a través de un baño irregular del negativo. Y lo hizo con la firme convicción de destruir la noción persistente que la fotografía debía ser un arte impecable y preciso. “Ninguna forma artística lo es” comentó en una oportunidad.
Quizás por eso, el trabajo de Cameron tuvo que enfrentar la resistencia y crítica no sólo de sus contemporáneos, sino al rechazo directo de los fotógrafos de décadas posteriores, que menospreciaron sus obras por considerarlas fruto del ensayo y error, algo impensable para toda una generación obsesionada con la pureza fotográfica y sobre todo, convencida que la fotografía debía comprenderse a sí misma desde su exactitud técnica. No obstante, la imágenes de Cameron demostraron que la imperfección puede ser una expresión estética y un lenguaje artístico por derecho propio: Capturó la belleza y sobre todo la personalidad de sus retratados a través de una búsqueda constante e intencional con una profundidad trágica poética. Con la firme decisión de crear algo poderoso, Cameron sobrepasó los rígidos límites de la fotografía como hecho técnico y elaboró algo más amplio: un tipo de belleza romántica, melancólica que demostró la cualidad alegórica de la fotografía como mensaje complejo.
El espíritu férreo de una visión artística:
Cameron sostuvo una larga y prolífica correspondencia con su primer benefactor Henry Cole, con quien compartió sus profundas aspiraciones artísticas, ambiciones comerciales y sus muy firme convicción que la fotografía era más duradero — y poderoso — que la estricta visión que se tenía sobre la fotografía en su época. Eso a pesar de rechazo que sufrió y que por algunos años, convirtió su obra en una curiosidad sin demasiada importancia para la comunidad fotográfica victoriana. El rechazo por su visión sobre la imagen inmediata llegó a ser tan férreo, que incluso la Sociedad Fotográfica de Londres publicó en su Photographic Journal un duro artículo en el que se le criticaba casi con crueldad: “Nos disculpamos por condenar el trabajo de una mujer, pero estaríamos cometiendo una injusticia si dejásemos pasar sus fotografías como ejemplo de buen arte o de perfección”. Cameron no sólo las ignoró sino que escribió a Henry Cole una larga carta de agradecimiento por su apoyo en mitad de la contienda conceptual y analítica que protagonizaba. “Mi aspiración es ennoblecer la fotografía y garantizar que se la tenga por un arte con mayúsculas capaz de combinar lo ideal y lo real sin sacrificar la verdad y desde la más completa devoción hacia la poesía y la belleza” escribió en plena polémica. “De no haber sido capaz de valorar la crítica en su justa medida me habría desanimado mucho. Era demasiado implacable y manifiestamente injusta como para tenerla en cuenta. El enorme espacio que me fue concedido en sus paredes por los jueces, indulgentes a la vez que exigentes, parecía invitar a la ironía y el esplín de la noticia impresa” explicó a Cole, que inspirado por su espíritu férreo y sobre todo, profundo amor por el arte fotográfico, la convirtió en la primera artista residente del South Kensington Museum. El tiempo no sólo pondría las cosas en su lugar y convertiría a Cameron en una de las pioneras de la historia de la fotografía sino que además, corroboraría su visión del artes como una puesta en escena emocional. “Nada es más provechoso y poderoso que creer que el arte puede curar, elaborar nuevas ideas y sobre todo, mostrar la belleza oculta de una manera más clara que cualquier otro arte” diría a Cole en una de las últimas cartas que le envío a propósito de su quinta retrospectiva. Dos años después moriría, aún fotografiando. Todavía convencida de hablar a través de las imágenes con un lenguaje secreto y misterioso que le sobreviviría. Una autenticidad y fortaleza de espíritu que aún es perceptible y notorio en sus fotografías.
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