jueves, 9 de marzo de 2017
De los dolores espirituales secretos y otras formas de estética misteriosa: Una rápida reflexión sobre “El Séptimo sello” de Ingmar Bergman.
Una vez leí que si los creyentes tuvieran verdadera fe en las escrituras bíblicas, estarían aterrorizados por un inminente desastre de proporciones colosales. Una visión catastrófica y levemente cínica sobre la fugacidad del hombre y su incapacidad para comprender lo desconocido. Más allá de eso, la creencia como símbolo del pensamiento primitivo, es una alegoría de ese terror inaudito y persistente sobre lo incontrolable, la incertidumbre del futuro pero sobre todo, la percepción de lo inasible como amenazaba inminente. De manera que sí, la religión es un dogma que intenta consolar ese miedo originario, pero también lo transforma en otra cosa. Lo modula como parte de una expresión formal de la identidad cultural y algo mucho más elaborado que con tanta inocencia llamamos individualidad.
Se dice que los artistas expresan sus temores y obsesiones a través de lo que crean. En el caso de Ingmar Bergman, su convicción que la realidad es una mezcla de crueldad y miedo es quizás uno de los elementos más reconocibles de su obra. Para el director sueco, el mundo carece de belleza o en su defecto, posee un elemento que la destruye, la transforma en zozobra, en algo mucho más turbio y desconcertante que la mera estética. Toda la filmografía del director medita una y otra vez sobre el temor, la muerte y los laberínticos pasadizos del espíritu humano pero sobre todo en el dolor. Porque para Bergman, el dolor lo es todo: el espiritual, el emocional, el físico. Una insistencia directa sobre esa vulnerabilidad del espíritu y la mente humana.
Se ha llamado a la película “El Séptimo Sello” la obra más profunda y existencialista de Bergman, pero en realidad se trata de un ejercicio de estilo donde el director utiliza — con admirable pulso y precisión — todos los símbolos recurrentes de su filmografía. Bergman es un observador crítico de lo que rodea, un pesimista estético que contempla el mundo con un cinismo rayano en la mera decepción. Muy probablemente por ese motivo el director escribió sobre la película: “Esta película no pretende ser una imagen realista de Suecia en la Edad Media. Es un intento de poesía moderna, que traduce las experiencias vitales de un hombre moderno en una forma que trata muy libremente los hechos medievales. Una representación del temor por el temor. La última idea del miedo y vulnerabilidad”. Una visión personalísima sobre esa naturaleza humana anónima, que trasciende no solo el escenario cronológico sino la propia identidad.
“El séptimo Sello” refleja el sufrimiento de cualquier época: Lo transforma en un mensaje atemporal, que trasciende incluso la metáfora visual que el director crea para contar su versión de la historia. Su caballero , ese frío Antonius Blovk que recorre la Europa devastada por la quema de brujas y la peste, es una especie de alter ego del director en su minucioso análisis sobre el mundo árido de muerte y destrucción que le rodea, ese escenario casi apocalíptico que construye un rostro deforme de la realidad. Pero Blovk solo observa, jamás interviene. En su lento y casi doloroso peregrinaje por el sufrimiento que asola la tierra en toda dimensión posible, solo se cuestiona, una y otra vez sobre la justificación el sentido de esa crueldad silente, que se esconde en la tierra arrasada, en el absurdo y el caos que le rodea. Perplejo, comprende el sentido del miedo, de la fanatizada visión sobre la religión que parece sustituir la razón y es entonces cuando su incesante búsqueda de un sentido al dolor, encuentra un silencio existencial interminable. Un anarquía espiritual que comienza a golpear su propia cordura. La humanidad que sobrevive bajo la amenaza de un Dios justiciero, el temor que se mezcla con la debilidad y la angustia de la víctima propiciatoria.
Bergman sin duda es un gran cínico, pero también tiene una sutil interpretación de la realidad que no necesita de lo evidente para imponerse. En su película jamás se niega la existencia de la Divinidad, mucho menos de lo sobrenatural. Para el director, la negación directa, la rebelión del Blovk contra sus propias creencias y quizás el sentido de la espiritualidad que insisten en encontrar sería un recurso que debilitaría el entramado de su propuesta. Por lo que en una decisión profundamente personal, el director juega con la simbología para crear un escenario onírico con el que logra, quizás uno de los momentos más inquietantes de la historia del cine: esa aparición súbita de la muerte como uno de los personaje, la visión del temor como parte del juego escénico. Y entonces cuando la metáfora sobre la vida y la muerte que Bergman quiere mostrar se hace más depurada, se fortalece por ese juego de espejos que construye una elegía al miedo memorable. Sentados frente a frente, la muerte y Blovk juegan una partida de ajedrez: un enrevesado manifiesto sobre nuestra falibilidad y nuestro temor. Ese eterno enfrentamiento a la simplicidad de la naturaleza humana, donde La Muerte, con una astucia extraordinaria, con ese conocimiento pleno de la mezquindad del hombre — o a pesar de eso — intenta ganar. Una partida donde Antonius Blovk parece representar la humanidad entera, a esa futilidad de la existencia humana, siempre en equilibrio y en lucha con la muerte, con el temor. En dolor de nuestra fugaz existencia siempre en enfrentamiento con nuestra aspiración de trascendencia.
La película avanza con lentitud, una lenta toma de conciencia del Blovk sobre la proximidad de su muerte, sobre el hecho que probablemente perderá la partida y la muerte le llevará a lo que sea que ocurra después de los limites de su guadaña. Bergman, el director, el genio de las metáforas dolorosas, construye sin duda el mayor alegato a su insistencia sobre el pesimismo, sobre el vacío existencial que todos padecemos, esa renuncia a aceptar — por las buenas e incluso con reticencia — una explicación simple a nuestra naturaleza atemorizada por lo inevitable. Una y otra vez, Blovk se hace una única pregunta de forma obsesiva repetida en cientos de vertientes, en miles de interpretaciones de ese dolor que subyace bajo toda forma de civilización, arte o búsqueda: ¿Qué hay después de la vida? ¿Existe un mundo de los espíritus? ¿El mundo posterior será tan horroroso como el que soportamos en la Tierra? ¿Estaremos sometidos al mismo sufrimiento, a los mismos terrores que aguantamos en el mundo de los vivos? ¿O después ya no existe absolutamente nada?
El juego avanza. Y la incertidumbre, ese elemento indispensable y sórdido que brinda sentido a la película entera, péndula de un lado a otro. Cuando la última escena termina, el espectador tiene la sensación que el tiempo se detuvo, en un instante eterno, en una mirada elemental a una idea tan profunda como atemorizante. Ese cuestionamiento primitivo y elemental sobre los entresijos más profundos de nuestro temor.
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