Se suele insistir que Imogen Cunningham (1883–1976) simboliza a la fotografía norteamericana en su proceso de evolución hacia un lenguaje artístico, sin que ello significara una pérdida de su cualidad como documento puro. Una reflexión muy amplia que sin embargo, describe ese tránsito de la artista como pieza fundamental y reflejo de una transición histórica. Con su infalible ojo para la creación estética, Cunningham logró que la fotografía se analizara más allá del ámbito del documental como única justificación a su existencia y problematizó no sólo la percepción de la imagen como expresión conceptual sino también, como ideario cultural. Una labor de enorme valor estético que cambió la historia de la fotografía como hasta entonces se había conocido. No obstante, Cunningham jamás pareció muy satisfecha por la idea de la fotografía como arte por derecho propio. Su percepción sobre la imagen como discurso siempre fue mucho más amplia que un análisis de los motivos e implicaciones de la fotografía como medio expresivo. Y quizás ese fue su mayor triunfo.
La relación de la artista con la fotografía siempre fue compleja. Inspirada en la obra de Gertrude Käsebier, comenzó a fotografiar como un hábito solitario sin mayor dirección argumental o discursiva. Cunningham fotografiaba por la misma necesidad obsesiva de registro que más tarde, se haría parte de esa percepción suya de la fotografía como arte reflejo. En paralelo, cursaba la licenciatura en Química en la universidad de Washington en Seattle (Estados Unidos), lugar en el que comenzó a realizar experimentos visuales y de laboratorio que le permitieron analizar su trayecto fotográfico más allá de la noción única de la imagen instantánea y experimental.
Como estudiante de química — y sobre todo, miembro de un campus conservador y que miraba con desconfianza la creación artística — Cunningham encontró en la fotografía un medio de expresión idóneo. Obsesionada con la fotografía, aprendió a los rudimentos del manejo de la cámara por correspondencia y casi en secreto. Para la futura fotógrafa, crear imágenes era una forma de libertad alterna, que podía combinar no sólo con su búsqueda de cierto sentido estético — “en la fotografía encontré una forma de analizar creativamente mi vida” aseguró — sino que además, le permitió romper los rígidos límites morales e intelectuales que restringían el comportamiento femenino por la época. De sus primeros experimentos, data un autorretrato desnuda: en la imagen, la jovencísima Imogen parece independiente de todo prejuicio y de toda resitrcción moral. “Estaba dispuesta a todo por fotografiar” diría mucho después.
En el año 1909, logró una en 1909 para continuar sus estudios e investigaciones en la Technische Hochschule de Dresden (República Federal Alemana). Fue entonces, cuando Cunningham encontró una forma de construir una elaborada percepción de la imagen, gracias a su cercanía con el espíritu de vanguardia que predominaba en Europa durante la época. Cunningham no sólo analizó el hecho fotográfico desde el experimento conceptual — las imágenes que tomó durante su estadía en Alemania brillan con una potencia simbólica asombrosa — sino que además, definió los alcances y nuevas fronteras de la fotografía como recurso expresivo. Para la fotógrafa, la creación visual era algo más que una construcción de la realidad a través de lo subjetivo. Era lo subjetivo mismo transformado en una mirada ponderada sobre el mundo aparente.
De la época data la fotografía titulada “la madera más allá del mundo”, quizás una de sus obras más conocida. La imagen muestra a dos mujeres apenas entrevistas, envueltas en sombras. Ambas parecen crear un tipo de realidad alternativa pero sobre todo, crear una conjunción del espacio y el tiempo que permitió a su autora analizar las posibilidades creativas de la imagen fotográfica. “Fue como abrir la puerta a un Universo desconocido”, afirmaría después sobre la experiencia.
Cunningham regresó a norteamérica convencida de la necesidad de reflexionar sobre la imagen desde el ámbito de lo íntimo. En 1910 y sobre todo gracias a la influencia que tiene sobre su trabajo Käsebier y Alfred Imogen Cunningham decide establecer su estudio en Seattle y dedicarse de lleno a la fotografía. Para entonces, comenzaba su larga travesía hacia la conceptualización de la imagen como forma creativa. A este período fructífero, pertenecen sus estudios florales, uno de sus trabajos más conocidos y simbólicos. Como artista, Cunningham estaba decidida a crear una percepción de arte fotográfico en la que no sólo se reflejara la imagen documento. Y es esa insistencia lo que brinda a su obra su especial cualidad trascendente: Cunningham innovó en lo visual pero también, re elaboró conceptos específicos que hasta entonces se consideraron elementales.
No obstante, para Cunningham la necesidad artística en la fotografía tenía una directa relación con la forma como se analizaba el discurso, antes que lo que se mostraba frente al lente. Una y otra vez, la fotógrafa asumió que esa percepción subjetiva de la fotografía era una forma de lenguaje en sí mismo. Una concepción estética que contradecía las producciones pictorialistas, cuyo énfasis discursivo se encontraba en la forma antes que en el fondo. No obstante, para Cunningham la realidad podía ser analizada a través de lo subjetivo, no obstante la noción sobre pureza documental que creía indispensable. Entre ambas cosas — el mirar y la interpretación de la mirada — Cunningham encontró una forma de expresión tan duradera como poderosa.
Tal vez por ese motivo, no existe una contradicción entre la postura de Cunningham sobre la necesidad del peso autoral de la imagen y su participación como miembro fundador del grupo autodenominado f/64, emblema de la imagen como elemento primordial para la comprensión del documento como registro y evidencia de la realidad. Junto con Edward Weston, Ansel Adams y John Paul Edwards, elaboró toda un nuevo proceso creativo que permitió a la fotografía liberarse de la servidumbre a otras artes y sobre todo, dotó a la imagen documental de un definitivo y renovado poder. Con Cunningham, la fotografía a mitad de camino entre la percepción pictórica y algo más elaborado, se transformó para siempre. Y ese es quizás, su mayor legado.
La autonomía del lenguaje:
Para Cunningham la fotografía era algo más que un experimento químico afortunado, lo que permitió se reivindicara como un lenguaje autónomo e independiente. Hasta entonces, la fotografía era directamente deudora de la pintura y se atenía a docenas de convenciones relacionadas con el arte pictórico. Gracias a el trabajo de Cunningham, el grupo f/64 y otros tantos fotógrafos de su generación, la fotografía abarcó un nuevo espacio creativo y a la vez, fortaleció la percepción de arte en estado puro que hasta entonces, le había sido negada. Una nueva visión sobre lo que la fotografía podía ser y sobre todo, aspirar como expresión formal de un concepto estético.
La obra de Cunningham es por tanto, una obra de transición, que avanza desde la necesidad de la reivindicación fotográfica — “Somos fotógrafos, que también es una forma de ser artista, a pesar de la incredulidad que despierta la idea” solía insistir — hacia la búsqueda de un sistema de objetivos artísticos propio. Con una profunda sensibilidad, Cunningham logró conjugar ambas visiones en algo novedoso que dotó a su trabajo de una personalidad propia. Una nueva estructura donde tanto la forma como el fondo, creaban un sistema de dimensiones e interpretaciones novedosas. La fotógrafa estaba obsesionada por la capacidad de la imagen fotográfica para revelar aspectos misteriosos de la personalidad de su autor. Tanto, que llegó a afirmar que “toda fotografía es un espejo en el que las intenciones del fotógrafo se reflejan”. Alentada por las tesis psicoanalíticas tan en boga durante la segunda mitad del siglo XX, Imogen Cunningham reflexionó sobre el arte y la visión fotográfica como una forma de expresión que podía ser tanto un símbolo inconsciente como una percepción directa. Un trayecto que le llevó a sustentar el valor de la obra fotográfica como concepción íntima. En su fase más experimental, el trabajo de la artista, llegó a tener una indudable semejanza con el de Man Ray o Renger-Patzsch, sobre todo en la necesidad expresiva y discursiva bajo la noción de la fotografía como elemento artístico.
El trabajo de Cunningham es lo suficientemente amplio como para sea muy complicado de definir. Desde la arquitectura y su obsesión por las estructuras industriales de mitad del siglo XX hasta las composiciones abstractas y cubistas que alterna con cuidados desnudos, Cunningham parece haber recorrido durante su vida, una noción de la fotografía como elemento que aglutina la belleza y la vicisitud humana desde cierta vertiente revisionista. Nada escapa al ojo de la fotógrafa, que tiene el mismo pulso insistente y bien construido para imágenes callejeras que para puesta en escena. Sus retratos realizados para Vanity Fair permitieron a la fotografía asumir un rol protagónico en la búsqueda del cine como identidad cultural.
Cunningham jamás se detuvo en análisis morales sobre su fotografía y se enfocó sobre su responsabilidad como artista al momento de crear. Por eso, su extensa obra — casi más seis décadas de imágenes — incluyen el desnudo al aire libre de su marido — el pintor Roi Partridge — hasta las imágenes modernistas de impecable enfoque y acento documental puro que realizó en los años 20 y 30, luego de mudarse a San Francisco y escoger la ciudad como su residencia definitiva.
Hay un elemento atemporal y poderoso en la obra de Cunningham que trasciende la diferencia. En sus estudios de plantas, puede notarse la misma percepción sobre la sensualidad y el erotismo que luego imprimiría a sus desnudos y retrato. Una búsqueda incesante de identidad que luego se transformó en una paradoja: la necesidad de crear por encima de una única percepción del lenguaje creativo. Hay una profusión de belleza y sensualidad en todas sus fotografías, pero también de una mirada analítica que elabora una percepción amplísima sobre la concepción del arte por el arte.
Cunningham jamás paró de fotografiar. Con 92 años, inició una serie de fotografías de ancianos que jamás terminaría. Y lo hizo con el mismo entusiasmo y habilidad para la innovación que sus fotografías en el campus universitario de su juventud. Para entonces, el legado de Cunningham era invaluable pero sobre todo, un símbolo de la capacidad de la fotografía para evolucionar y construir nuevos niveles de interpretación. Desde sus exquisitas y misteriosas flores, sus desnudos extravagantes o sus impecables fotografías de calle, la fotógrafa demostró que el arte fotográfico puede ser una forma de construcción de la realidad. Y más allá de eso, reflejo de su belleza.
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