jueves, 30 de marzo de 2017
Laberinto de espejos: El juego del símbolo y el significado como parte del lenguaje cinematográfico.
Toda obra es por necesidad, un autorretrato. Y no sólo a nivel discursivo o estético, sino como elemento que refleja con nitidez el mundo interior del creador. Quizás por eso, dos años antes de morir, Jean Cocteau llegó a Marbella para . Corría el año 1961 y el artista estaba en pleno declive físico y mental. En una especie de retiro espiritual y artístico, dedicó buena parte de su estadía a escribir y dibujar junto al mar. Pero también, a contemplar su obra como un paisaje simbólico e íntimo. En la vejez, Cocteau encontró la paz que con toda seguridad había perseguido durante buena parte de su vida. Inquieto, abrumado por sus demonios y luchas invisibles, el artista encontró en la quietud de la isla una forma de rememorar las pequeñas piezas perdidas de su imaginación.
Fue en este pequeño y circunstancial retiro, que el artista escribió acerca de la que es quizás su obra más conocida e íntima la trilogía“Orfeo”. Llevado por la nostalgia y una singular emotividad, Cocteau afirmó que “el viaje de los sueños a través del mundo de los espejos, es una búsqueda de la inocencia” y que a través de la película había encontrado “respuestas a preguntas silentes”. Un panegírico prematuro que sin embargo, describió mejor que cualquier otra cosa la rara influencia que seguía ejerciendo el film sobre su punto de vista estético y sobre todo, su comprensión sobre los alcances de su vanguardista y siempre asombrosa obra.
Tal vez justo por esa capacidad para asombrar, a Jean Cocteau se le ha llamado con frecuencia “El artista definitivo”. Un matiz en la definición de prolífica carrera como creador final que parece dejar muy en claro que para el director francés, el cine era otro de sus múltiples vehículos de expresión. Hombre extraño, profundo, por momentos exaltado, pasional, en otras introspectivo y siempre intuitivo Cocteau además, creó un mito sobre sí mismo. Se rodeó de un aire místico, extravagante y exquisito que no sólo cautivó a sus fanáticos y adoradores, sino incluso a sus acérrimos críticos. A diferencia de muchos otros directores cinematográficos, el mundo creador de Cocteau comenzaba mucho antes del fotograma. Tal parecía que su obra cinematográfica era casi incidental, una obra en menor en la enorme capacidad artistica de un hombre multifacético y enigmático.
Porque Cocteau miró el lenguaje artístico desde una perspectiva fresca y radicalmente distinta a sus contemporáneos. Fue pintor, escritor de varios géneros literarios — con un considerable buen tino y talento — y también, un espíritu cultivado convencido del valor del símbolo y el mensaje a través de la belleza. Esa búsqueda de interpretaciones y deconstrucciones de lo narrativo, lo que se muestra y lo que no, llegó a colaborar con otros grandes genios de su época como Erik Satie, Igor Stravinsky y Pablo Picasso. Había una definitiva de experimentación en cada paso artístico de Cocteau, una consciencia muy clara sobre la trascendencia del arte y lo creativo más allá del mero planteamiento metafórico. Como si se tratara de un elegante juego de espejos, Cocteau encontró en la expresión visual una manera de consumar esa necesidad perentoria de crear como medio de expresión abierto a interpretación. Tal vez por ese motivo su obra se considera ambigua, reflexiva. El cine de Cocteau no se prodiga, se contiene, mira entre los resquicios y pequeñas singularidades el valor total de una obra que es de hecho, la suma de sus pequeñas virtudes.
Hombre de obsesiones, Cocteau comenzó en el mundo del cine a través del azar: un elemento frecuente en la singular historia personal del cineasta. Durante meses, el director había insistido sobre llevar a la pantalla grande una reinvención del mito de Orfeo, que durante años fue tema recurrente tanto en su obra plástica como literaria. Desconcertado por el discurso hipnótico y denso del artista, un Vizconde Europeo decidió financiar su primera película ‘La sangre de un poeta’ (‘Le sang d’un poète’, 1930), una rarísima visión sobre la obsesión artistica con una espléndida puesta en escena. El film, sorprendió a los críticos de la época, por su innegable sensibilidad pero también por ese elemento inquietante que desde entonces sería el elemento predominante en la obra del autor. Décadas más tarde, el director continuaría el análisis sobre el trágico mito griego a través de ‘Orfeo’ (‘Orphée’, 1950) y ‘El testamento de ‘Orfeo’ (‘Le testament d’Orphée, ou ne me demandez pas pourquoi!’, 1960), una trilogía casi circunstancial donde Cocteau analizó desde varias perspectivas y dimensiones la visión del artista como creador absoluto, la tentación inminente y finalmente la caída en el horror y el dolor. Para el director esa visión sobre el amor trágico y el deseo insatisfecho supuso no sólo una reflexión sobre la época que le tocó vivir — los convulsos años de la primera y Segunda Guerra Mundial — sino algo mucho más intenso y vibrante: la naturaleza humana esencial.
No obstante, con toda probabilidad la más singular y enigmática de la trilogía, sea sin duda “Orfeo”, basada íntegramente en el mito griego. Por supuesto, la historia de Orfeo parece enmarcar con enorme profundidad la visión doliente y casi dramática de la decadente del París de los años ’50 que brinda contexto al film. La película, es de hecho, una reinvención del mito tan atinada como extravagante: El poeta , como el amante afligido y devoto, la muerte como el objeto del deseo. La necesidad nunca satisfecha que nace y renace, en extraordinarias escenas donde el blanco y negro que no solo acentúan el poder evocador de las imágenes, sino que le brindan una profundidad de pesadilla, como si cada fotograma pudiera resumir la sutil simbología sobre el desastre inminente y la necesidad del hombre de encontrar en el sufrimiento el placer y el éxtasis del amor. Más allá de eso, Cocteau llevó el mito de Orfeo en busca de su amada Eurídice a otro plano, a una revisión meticulosa no sólo del espíritu humano sino de la visión del hombre sobre la belleza, el temor y lo desconocido. Como el Orfeo mitológico, Cocteau deslumbra en su capacidad para evocar y metaforizar en puro lirismo visual el sufrimiento, el amor y el breve deseo consumado. Más allá, esa Eurídice frágil, que en la película detenta el poder absoluto sobre la vida y el olvido, encarna esa visión del más allá, entre tentador e inquietante, exquisito e intimidante.
Pero Cocteau no se conforma con recrear el mito sino que además, lo dota de una prodigiosa belleza: Se trata además de una historia de amor original, profunda y desconcertante, que no sólo provoca ternura sino además una inevitable horror. Porque el director crea una visión de la muerte y la pasión que desborda esa interpretación idílica sobre el sentimiento, el poder del deseo y algo mucho más sutil, mezcla entre necesidad imperiosa y padecimiento espiritual. La muerte, que para Cocteau es la encarnación de Orfeo desea lo que mira, lo que anhela pero no puede poseer. Un amor imposible pero más allá de eso, un enfrentamiento literal entre dos estados del ser, dos concepciones de la fragilidad del ser humano y su concepción sobre sí mismo. La muerte, quien mira silenciosa al poeta que le despierta una pasión contenida que la hiere y aún así la enaltece, mira al espejo — la puerta entre dos mundos — como un símbolo de lo que es y lo que no será. Del ansia que la devora — a ella, inmutable y etérea — y que aún así, disfruta, paladea.
Para Cocteau el espejo no sólo es la puerta entre el mundo de la muerte y el que habita el poeta solitario, sino además, la manera como aborda el miedo al olvido y lo que habita más allá de la conciencia humana. La puesta en escena llega a momentos de una dolorosa belleza poética, con juegos visuales que no sólo logran sostener el complicado guión sino que le brindan una percepción totalmente distinta. Una y otra vez, Cocteau juega con lo simbólico y lo evidente, lo irreal, lo onírico y lo común hasta lograr que el espectador sea incapaz de descubrir la sutil línea que separa el mundo de los amantes. Los extrañisimos y precisos movimientos de cámara, los efectos con agua y espejo — innovadores y desconocidos para la época — preceden el anuncio del sueño, la lenta caída hacia la tierra donde los amantes pueden atisbar a la distancia su cercanía, figuras imposibles que aparecen y desaparecen en medio de un paisaje devastado y sin embargo hermoso que parece resumir el espíritu mismo de la película. Una comunión de imágenes imposibles e inolvidables, que mezclan con singular fluidez la literatura y el cine, lo emotivo y lo decadente. Esa visión de Cocteau de un mundo metafórico y complejo como reflejo del espíritu del hombre.
La película avanza con singular fluidez y tal vez por ese motivo, es ese ritmo mesurado pero indetenible lo que mejor pueda definir esta mezcla extraordinaria de literatura y cine que hace del film una experiencia única. Una comunión íntima, quizás procedente de los propios sueños de su autor.
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