Fotografía referencial. Autoría EFE. |
La primera detonación se escuchó temprano. Eran poco más de las diez de la mañana, cuando la Guardia Nacional arrojó la primera bomba lacrimógena en la calle donde vivo. Me asomé a la ventana y distinguí el espiral blanco de humo denso elevándose con rapidez. En una de las esquinas, una pequeña multitud de manifestantes se arrojaba al suelo, mientras un grupo gritaba y escapa en dirección contraria al estruendo de la explosión.
— ¡Comenzaron temprano! — gritó mi vecina, desde la ventana contigua — ¡no sé que está pasando!
Miré al pequeño grupo que corría por la calle. Los funcionarios con casco y peto les perseguían con el arma de reglamento en alto. Las figuras desaparecían en medio de las nubes opacas del gas tóxico. Comencé a percibir el picor en la piel, la cerrazón en la garganta. Me apresuré a cerrar la ventana. Una nueva detonación sonó tan cerca que sacudió los cristales. Cuando miro hacia la terraza de mi vecina, no puedo distinguirlo. La humareda blanca y tóxica avanza con una rapidez de pesadilla, lo cubre todo, infecta cada resquicio y lugar posible.
Seguí sin comprender el motivo del ataque. ¿Existe alguna justificación a su potencia desproporcionada? El mero pensamiento me llena de amargura. No la hay, por supuesto. Nunca la ha existido. En Venezuela, se es un criminal por el mero hecho de expresar la opinión. La manifestación avanzaba calle arriba sacudiendo banderas y consignas. Un grupo considerable. Una masa heterogénea risueña y entusiasmada. La violencia le cortó el paso, le recordó sus límites, el poder de la agresión y la represión. Nuestro delito es ejercer un derecho, la mera idea de la ciudadanía.
Otra explosión. Esta vez no pude identificar el lugar de dónde provenía o de qué se trataba. ¿Bomba de gas? ¿Granada? en Venezuela la diferencia puede ser mínima. Me quedé de pie en mi estudio y miré a través del cristal la ciudad convertida en una mancha borrosa, parpadeando en medio de un resplandor amarillo y ocre cada vez más denso. El miedo me recorrió como un escalofrío, una sacudón helado que me hizo retroceder, con los ojos muy abiertos. A la primera detonación siguió dos o tres en rápida sucesión. La calle entera se cubrió de humo pardo. Otra masa de transeúntes corrió calle arriba y se abrió en dos. Escuché sus gritos, sus insultos. Después simplemente su miedo.
Corrí a sellar las ventanas con manos torpes. Una tira de papel periódico. En otra, solo pedazos de papel adhesivo. Nadie te prepara para este miedo, para esta sensación de indefensión. Para el horror de ser rehén de la violencia en tu propia casa. Cuando comencé a toser, medio asfixiada y temblorosa, todo se tornó irreal, duro de asimilar. Corrí al interior de mi apartamento. Atrapada sin querer, en medio del humor toxico era cada vez más irrespirable que estaba en todas partes.
La primera vez que protesté contra el gobierno de Hugo Chávez, tenía dieciocho años recién cumplidos. Salí a calle con una bandera y toda la convicción que el esfuerzo valía la pena, tenía un sentido real, demostraba mi opinión de manera muy exacta y fidedigna. Acurrucada en mi habitación mientras intentaba respirar por encima del olor fétido y el picor insoportable, recordé esa primera vez. La rara valentía que me llenaba al recorrer las calles y avenidas con la mirada al frente, con la sensación inequívoca que el país dependía de mi esfuerzo, de mi voluntad, de mi necesidad de oponerme a ese poder con vicios de autoritarismo que avanzaba con paso firme en medio de la endeble democracia del país. Me hizo llorar esa imagen rota y simple. Esa noción de algo perdido e irrecuperable.
Las detonaciones se hicieron más frecuentes, más cercanas. Las escuché intentando no perder la calma. A la algarabía de la calle, de los que insultaban y lanzaban alaridos de furia, siguió un silencio lento, abrumador. El aire se despejó un poco y la piel dejó de escocer. Pero continué acurrucada, con las manos apretadas con tanta fuerza contra el suelo que un dolor palpitante y blanco me subió por los nudillos y la muñeca. No podía dejar de imaginar a los que corrían para huir. A los que gritaban de terror, asfixiados y aplastados por la marejada de la violencia, devastados por el poder disfrazado de depresión. Cada explosión lenta, chata y seca parecía marcar el camino de un nuevo dolor, de una puerta abierta hacia el desastre. El miedo se hizo más duro de sobrellevar, de controlar. Me pregunté en medio de la confusión como sobrevivir a algo semejante. Como continuar cuando sabes sin género de duda que no hay lugar a donde escapar. Cuando la violencia de un país destrozado por el caos, la indiferencia y la ambición política está en todas partes.
***
Intento trabajar mientras las detonaciones continúan. Han transcurrido más de tres horas y la violencia se sigue escuchando como un eco interminable. La calle está vacía y no puedo entender por qué las detonaciones continúan, el motivo por el cual continúan atacando — atacándonos, me digo con un terror lento y ciego que no puedo silenciar— incluso cuando ya es evidente el triunfo de la represión. Pero no hay respuesta y supongo que no la habrá. El lento repiqueteo de las bombas se escucha como una metralla imposible, monstruosa. El metal se confunde con el estallido seco de la explosión. Todo es humareda blanca, el hedor insoportable de la violencia que avanza por la calle sin detenerse, que lo anega todo, que oculta la salvaje y agresiva violencia en todas partes.
Alguien está gritando, me dijo mientras intento concentrarme en lo que hago. ¿Lo escuchas? alguien está gritando. Alguien grita a todo pulmón, con un terror tan cercano y reconocible que me recorre como un sacudón. Alguien grita, alguien está herido. Alguien intenta escapar y no lo logra. Alguien grita porque no puede hacer otra cosa. Alguien grita de puro dolor irracional o de miedo, que es casi lo mismo. Alguien está gritando en la calle que conoces de memoria. En este lugar que llamas casa.
Al final, no puedo seguir intentando mantener la calma. Me acerco a la ventana, abro las persianas. El humo de nuevo, fétido y voraz, ocultando lo que ocurre más allá. Pero puedo seguir escuchando el grito, tan claro. Y de pronto, es algo más que un alarido. Son consignas, son insultos. Es toda la cacofonía de la rebeldía, del temor y de la angustia. Las detonaciones de nuevo. Y todo se mezcla, en un torbellino ácido, brumoso, hórrido. Las figuras de los Guardias Uniformados aparecen en medio de las sombras. Y también la de los manifestantes que resisten, que se esconden. Que intentan sobrevivir al miedo, vencer este horror denso y sólido que les rodea en todas partes. Los veo huir, guarecerse. Cubrirse la cabeza con los brazos. Los cuerpos inclinados, la carrera a ciegas, hacia la nada. Y la violencia les acompaña, les persigue, les golpea. La violencia real, insaciable. La violencia Venezolana.
Un guardia uniformado emerge de entre la penumbra artificial. Camina por la calle llevando el arma sobre el hombro. Se detiene, mira a su alrededor. Se inclina. Y escuchó la explosión — directa, elocuente — antes de comprender que pasa. Antes que el sonido sacuda los cristales, que me haga retroceder. Están disparando al edificio en el que vivo, me digo como si tratara de convencerme que lo que ocurre es real. Está ocurriendo. La violencia está aquí y no puedes escapar de ella.
Corro hacia el pasillo, justo cuando otra detonación estruendo se escucha. Cada vez más cerca. La amenaza pura y evidente. Sin resquicios, Me quedo paralizada, el miedo es un muro, una frontera invisible. Y no puedo cruzarla. Cierro los ojos, como si pudiera huir por un mero esfuerzo de imaginación. Me quedo de pie, intentando contener el llanto, respirar mientras las detonaciones continúan. Una y otra vez. Un espiral interminable. Una secuencia dolorosa e indistinguible. La violencia está aquí, me digo de nuevo. Está tan cerca como para que deje de ser una idea. Siento el miedo — terror vivo y letal — dejándome débil y cansada. Y de pronto, el gas lacrimógeno está por todas partes. Una gran neblina tóxica rodeándome.
Literalmente puedo respirar y la piel me quema, palpita como una gran herida abierta. Corro de nuevo pero no hay otro lugar al cual huir. No hay ninguna parte que pueda guarecerme, en la pueda sentirme segura. Y entonces creo que moriré, a solas. Con la garganta cerrada, la nariz herida por el olor, los pulmones luchando por tomar una bocanada de aire. Me aterroriza el pensamiento, me impulsa a correr de nuevo. Tropiezo con muebles invisibles, con paredes que no deben estar allí. Cuando abro la puerta quiero gritar pero no puedo hacerlo. Estoy atrapada, sujeta a esta agresión sin nombre que puedo comprender.
***
Han transcurrido casi nueve horas desde que comenzó la represión. La tarde comienza a caer, el olor fétido de la lacrimógena está en todas partes, lo inunda todo. Las detonaciones se continúan escuchando. Un eco sordo, a veces lejano, otras cercano. Una secuencia invariable e incompresible. Y continúo aquí, temblando de miedo, desvalida y escaldada por la represión que golpea sin cesar como una lluvia lenta, interminable. No dejo de preguntarme cuando me convertí en víctima propiciatoria de la violencia en mi país. En cuando me hice enemiga del poder por el mero hecho de expresar mi opinión. Quizás no hay respuesta para eso. Y quizás, eso es lo más aterrorizante.
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