miércoles, 26 de abril de 2017
Crónicas de la ciudadana preocupada: En territorio del miedo y la violencia.
Carlos Moreno no estaba manifestando. En eso insisten todas las notas de prensa que mencionan su caso, como si manifestar fuera en sí mismo, un delito que mereciera un castigo. Pero es la manera como se describe su inocencia, el hecho casual que la llevó a la muerte. Carlos regresaba de un participar en un entrenamiento deportivo, cuando tropezó con una de las manifestaciones que se llevan a cabo en la ciudad desde hace más de dos semanas. Recibió un disparo en medio de la confusión y murió unas horas después. Carlos estaba de pie en la calle rodeado de ciudadanos que ejercían su derecho a la protesta y simplemente cometió el único error que han cometido cada una de las víctimas que han sido asesinadas durante un mes de anarquía y violencia: encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado, de transitar en medio del caos que auspicia la admisión de la impunidad y la criminalización de la opinión que padece nuestro país.
No, Carlos no estaba manifestando, pero fue asesinada de la misma manera que otros tantos que si lo hacían durante las últimas cinco semanas. Y quizás por las mismas razones. Como cada una de las víctimas de la violencia callejera que el Gobierno alienta como forma de represión, su muerte, se transforma en otro símbolo de la indiferencia y la actitud irresponsable de un gobierno que penaliza la opinión en lugar de condenar su muerte. Carlos Moreno fue asesinado de un disparo en un país donde la ley de desarme no es prioridad legislativa, donde cualquier argumento para su discusión se considera innecesario y mucho menos, de urgencia. Eso, a pesar que somos el tercer país más peligroso del mundo, que cada fin de semana casi un centenar de Venezolanos son asesinados a mansalva por el único delito de ser carne de cañón para la irresponsabilidad de un Estado ciego e indiferente a la tragedia que padecemos.
Porque al Gobierno trasladó la discusión, no al hecho evidente y repudiable que un desconocido disparó contra una multitud desarmada. Resulta obvio en cualquier país civilizado: La responsabilidad del gobierno es la de procurar todos los medios para evitar violencia armada. El chavismo hace justo lo contrario: porque la discusión y el debate no insiste sobre la necesidad de protección del ciudadano que es la víctima de un sistema que auspicia la violencia, sino en el hecho que se debe criminalizar cualquier visión que disienta de la versión oficial. Porque el delito en Venezuela no es empuñar un arma y disparar. El verdadero crimen en un país donde la represión desmedida es legal y la agresión una herramienta de disuasión es opinar
Miro la fotografía de Carlos Moreno: Un joven que sonríe, casi con inocencia. Carlos no manifestaba, pero su muerte se convirtió en esa sincronía inquietante de los tiempos violentos que padecemos, en otro motivo para hacerlo. La protesta que se convierte en necesidad, en mensaje, en una forma de expresar no solo el descontento sino esa imperativa necesidad de enfrentarse al miedo y a la opresión.
***
Me encuentro con mi amigo Juan Antonio (que insistió usara su nombre real) en su casa. Aún lleva la mano derecha inmovilizada y tiene una enorme raspón de aspecto doloroso en la mejilla. Sobre todo, aún está asustado por la experiencia que vivió, hace seis días en Valencia. Pero más allá de eso, Juan está enfurecido, desconcertado por haber sido una víctima más, en la incesante estadística de violencia de un país en conflicto. Para él, lo que vivió no solo demuestra la grave coyuntura que atravesamos sino sus implicaciones.
- Aquí todos somos vulnerables — me dice. El rostro cansado, la mano sana temblorosa — aquí no se salva nadie de la locura de lo que está ocurriendo en la calle.
Juan Antonio no es estudiante. Tampoco es partidario de ningún extremo político: es cobrador de cuenta de una empresa del ramo y durante las últimas semanas ha intentado sobrellevar a duras penas, en medio del difícil clima de conflicto que atraviesa el país. Porque Juan Antonio insistía en que no ocurría nada de especial gravedad y que había que continuar la vida rutinaria como pudiera. El caos en las calles parecía resumirse en una mera percepción de la realidad.
Hace seis días, Juan tuvo que trasladarse por la ciudad para cobrar una de las cuentas pendientes de la que se ocupa. Juan no es asiduo al Twitter ni tampoco a ninguna otra red Social, de manera que no tenía noticias sobre la situación de Violencia que en ese momento estaba atravesando Caracas. Tampoco le habría importado, de haberlo leído. Durante las últimas semanas, Juan me insistió en más de una ocasión que lo que estaba ocurriendo en las calles de Venezuela, no era otra cosa que “desorden” y “los muchachos de siempre echando varilla”. Como muchos otros ciudadanos de este país, para Juan la protesta no era más que una expresión pasajera de descontento, esa espontánea reacción que de vez en cuando todo país sufre en sus calles. Una visión un poco brumosa del verdadero malestar que atravesamos.
Muchísima gente le llamó a Juan indiferente. Yo fui una de ellas. Durante las tensas semanas de protestas, en más de una ocasión su insistencia en disminuir la gravedad del conflicto que atravesamos me demostró que definitivamente, hay una parte del país que no solo no se siente involucrado con el motivo de las incesantes manifestaciones, sino que directamente no le importan. En una ocasión, Juan me insistió que en Venezuela protestar: “Se convirtió en una especie de alboroto farandulero”, una opinión que me demostró que el ciudadano Venezolano aún no se considera parte — mucho menos protagonista — de la expresión del descontento que vivimos. No obstante, esta visión sobre el país no es extraña en una sociedad donde la opinión tiene un sesgo definitivamente ideológico. La realidad parece dividirse en dos, abrir un compás de espera para construir una interpretación concreta sobre lo que ocurre.
Quizás Juan recuerda nuestras conversaciones mientras me cuenta lo que vivió. Lo escucho, preocupada: Le noto cansado, agobiado, definitivamente abrumado.
- Una cosa es lo que creemos que está ocurriendo y otra es la que pasa en la calle — me dice — y cuando entiendes la diferencia, la realidad es otra cosa. Te pesa.
Una frase lapidaria, más aún viniendo de alguien que durante años, insistió no tener opinión política en un país donde todos parecen necesitarla. Para Juan, toda circunstancia Venezolana se encuentra a merced de ese gran debate ideológico que parece incluir cada extremo de lo que vivimos, de lo que se asume real y lo que no lo es. Tal vez por ese motivo, Juan se sorprendió con la súbita escena de caos que tuvo que enfrentar. La realidad, más allá de la noticia, del debate simple. Me explica que la escena con que se encontró en las calles le sorprendió por inesperada: las calles cerradas por barricadas humeantes, el sonido de detonaciones que se escuchaban a la distancia, un fuerte despliegue militar en los alrededor. Sin comprender que ocurría, tropezó con un grupo de manifestantes que levantaban pancartas en una esquina mientras un grupo de funcionarios uniformados les arrojaban bombas lacrimógenas. En medio de la confusión, se arrojó al suelo y trató de esconderse, pero pronto se encontró en medio de la confusión de gritos, el olor insoportable de las lacrimógenas y la violencia, plena y directa. Me cuenta que durante casi una hora, temió morir, agazapado detrás de una pared, escuchando el vaivén de las Tanqueta recorriendo la calle, las detonaciones, las explosiones de bombas y otros artefactos. Finalmente, y gracias a la ayuda de un vecino que le brindó refugio en una de las casas, pudo escapar del desastre. Para entonces, se encontraba medio asfixiado, cubierto de raspones y moretones y con un dedo de la mano derecha dislocado. Sonríe con amargura cuando levanta la mano para mostrarme el vendaje.
- Y salí barato — me dice — para lo que estaba ocurriendo allí, pudo haber sido mucho peor. No es posible vivir de esta manera, esa gente no estaba haciendo nada, yo no estaba haciendo nada y creí que podría morir. Una zona de guerra.
Me describe, de nuevo, el sonido de las tanquetas, el rumor sordo del estallido de las bombas lacrimógenas. Para Juan, el horror reside en enfrentarse a la represión cruda, a esa violencia indiscriminada que durante semanas enteras han sufrido las calles de Venezuela. Esto está por encima del discurso político, me dice, muy por encima de toda idea borrosa y poco precisa que pueda tenerse sobre el conflicto que atravesamos. Su esposa, que nos escucha en la cocina cercana sacude la cabeza.
- Esconder la cabeza no hará que el problema se solucione — respondo — el país se nos cae a pedazos. Eso no tiene nada que ver con quien apoyes, todo lo sufrimos.
Juan parece aturdido. Por mucho tiempo, me insistió en que el debate político no era lo suyo, que de hecho le importaba bastante poco lo que ocurría más allá del mundo de las cosas prácticas, de esa normalidad quebradiza que parece esconder el verdadero rostro del país. Y no obstante, lo que ocurra desborda la simple opinión, la decisión discrecional de asumir que Venezuela está padeciendo los avatares de una conflicto que se manifiesta de mil maneras distintas. Y es que la Venezuela real, la rota por mil circunstancias, la que debate entre la violencia y la necesidad de evasión, parece desbordar cualquier interpretación simple, toda consideración que intenta mirar el problema desde un solo punto de vista.
- No es solo sobre la escasez que sufrimos, o sobre lo costoso que está lo poco que conseguimos — responde por último— es algo que va más allá. Es el caos, es lo incontrolable. Pude morir. De verdad, pude morir.
La idea parece abrumarlo. A mi también. Es un pensamiento que he tenido con frecuencia durante las últimas semanas. Y sí, como insiste Juan, poco tiene que ver con la postura política que profesamos e incluso, con el simple hecho de asumir una visión crítica sobre lo que sufrimos. La violencia de infinitas implicaciones, la realidad desbordando la simple indiferencia
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