Foto: Horacio Siciliano. |
Despierto sobresaltada, mirando la oscuridad con los ojos muy abiertos. No sé por qué desperté y la sensación resulta confusa y paralizante. Cuando la detonación se repite, salto de la cama sin entender aún que ocurre. Tendrán que transcurrir unos cuantos minutos hasta que lo logre: escucho el sonido de las cacerolas, los gritos de mis vecinos, la algarabía de la calle que protesta. Para entonces, el olor de los gases lacrimógenos lo llena todo, se esparce a mi alrededor denso e irrespirable. El corazón se me acelera, el miedo aparece nítido y doloroso. No voy a llorar, me repito, enfurecida y cansada. No voy a llorar.
Camino tropezando en la oscuridad del apartamento donde vivo. Una nueva detonación. Son casi las once de la noche de un día especialmente duro y tenso. Hace menos de una hora que fui a dormir, abrumada por las noticias de la represión callejera, por las historias de horror de ciudadanos golpeados y maltratados por la fuerza pública. Exhausta por la impotencia y la frustración de ser una víctima en un país rehén. Ahora camino por la penumbra con las manos extendidas, escuchando el eco metálico de las ollas al sonar, el repiqueteo acompasado de las detonaciones de lo que bombas lacrimógenas. En Venezuela, ningún día acaba en realidad. La violencia se queda, continúa, se extiende. La normalidad es una colección de dolores y terrores. De puertas cerradas, de un estado general de sospecha. Así sobrevivimos desde hace más de una década.
Cuando me asomo a la ventana, la humareda de humo tóxico sube en espiral desde la calle. No me alcanza, vivo a diez pisos de altura, pero percibo su olor con toda claridad, el picor malsano y rancio que me hace estornudar y jadear. Un grupo de Guardias Nacionales se mueve en la oscuridad, con las armas en alto, disparando hacia arriba.Apenas distingo sus figuras bajo las farolas de la calle. Están formados en una línea horizontal, en plena plaza pública. Llevan cascos y petos. Y disparan. Lo hacen contra los edificios, contra la calle desierta. Una, dos, tres veces. Los contemplo incrédula, con una sensación de irrealidad que me paraliza y me deja paralizada, confusa. Cuando una de las detonaciones explota con un sonoro eco, me arrojo al suelo, las manos sobre la cabeza, temblando de pies a cabeza. No voy a llorar, me repito enfurecida. No lo haré.
Varios de mis vecinos están asomados a las ventanas, sacuden los brazos, gritan a todo pulmón. Uno saca una cacerola enorme, que lanza destellos bajo el resplandor lechoso de la linterna que sostiene. La golpea con el puño cerrado, eufórico de ira y angustia. Lo veo inclinarse hacia el vacío, gritando con todas sus fuerzas. El sonido del metal y su voz se confunden, se hacen un sólo tañido.
— ¡Malditos militares! ¡Malditos todos! — grita. La voz ronca, cansada — ¡Malditos! ¡Aquí hay familias!
Alguien se le une más allá. También está gritando: consignas, insultos, groserias. Las voces emergen de todas partes, una cacofonía del desastre sin orden ni compás. Abajo no hay respuesta, sólo detonaciones. Una, otra vez. La neblina de gas lacrimógeno se hace cada vez más espesa, irrespirable. Una pared blanca y brillante que avanza por la calle, la cubre toda. La imagen tiene algo fantasmal, brutal. Una imagen impensable en las calles corrientes, en el paisaje rutinario del lugar que veo a diario desde hace más de veinte años.
Me lleva esfuerzos respirar. Toso, me froto los ojos. Mi vecina sacude los brazos desde su ventana, me hace señas. “Acércate a la puerta” grita. Apenas la escucho entre el estruendo metálico de la cacerola y la cacofonía de reclamos a nuestro alrededor. Hay una nueva detonación. “Asesinos” el grito se multiplica, se eleva, se sacude, se desborda. Desde la calle, el grupo de guardias nacionales avanza, se despliega. Veo sus figuras aparecer y desaparecer en la oscuridad perlada. Un chispazo de luz. Y el sonido de la detonación abarca el mundo, lo sacude. El miedo me cierra la garganta.
Cuando abro la puerta, mi vecina me pasa el brazo por los hombros y me pone entre las manos un trozo de tela húmeda. “Lavate la cara con esto” me dice entre susurros. “No sea que te intoxiques”. Inclina la cabeza hacia la mía. “Esto se va a poner más grave”, añade. Está temblando de miedo, como yo. Aprieto su mano entre las mías con un gesto que intento sea firme. No sé si lo logro.
— Están echando bombas hacia los edificios — me dice en un susurro nervioso — dicen que por la esquina, están tratando de entrar a alguno.
Me empuja con firmeza al pasillo. Un grupo de vecinos espera allí, medio ocultos en la penumbra. Una mujer a quien recuerdo de un apartamento cercano llora en una de las esquinas. El sonido de su llanto me parece pequeño, frágil, doloroso. Mi vecina se encoge de hombros, mira a su alrededor. La noto impotente, perdida. Como yo. Como todos, supongo.
— No sabemos que hacer. La gente de los pisos de abajo acaba de subir — me explica en voz baja — vamos a esperar aquí que todo pase. Pásate eso por la cara para que no te ahogues.
Le obedezco. La mezcla que empapa el trapo tiene un curioso olor cítrico mezclado con algo que no reconozco de inmediato. Me dejo caer junto a mi puerta. El corazón me late tan rápido que me lleva esfuerzos respirar, la garganta cerrada de un pánico lento y ciego que me lleva esfuerzos contener. Escucho una nueva detonación. Un grito enfurecido. El sonido del cristal al romperse. El llanto de la mujer del pasillo se hace más agudo, tiene un tono desamparado e infantil. El miedo está en todas partes, como un olor fétido e insoportable que me deja sin aliento.
Me cubro las orejas con las manos. Intento mantener la calma. No voy a llorar, me digo. No voy a llorar, me insisto. Escucho una nueva detonación.
***
La calle tiene un aspecto desolado, con basura quemada en las esquinas y trozos de cristal roto esparcidos por todas partes. El escenario de una batalla campal anónima, insignificante. Camino con lentitud, intentando no tropezar. Una mujer que avanza unos metros más allá sacude la cabeza, pateando lo que parece ser los restos retorcidos de un envase plástico.
— ¿Sabes lo que me duele más? — me dice cuando paso a su lado. Tiene la cara triste, cansada. Como la mía, supongo — que no sé para dónde van todas estas protestas. Que uno siente la rabia, la furia. Y no sabe que va a pasar después.
Caminamos juntas unos metros más allá. Los trozos quemados de un afiche de alguna de las incontables campañas políticas que llenan la ciudad, flotan requemados en un pozo de agua sucia. Lo miro y tengo una súbita sensación de profunda repugnancia. Pienso en todos los años de batallas políticas, de luchas dialécticas. Del odio en todas partes, del dolor que se extiende en todas direcciones a partir de un núcleo complejo de intolerancia y fanatismo. Casi dos décadas de una lucha a ciegas, que avanza y retrocede a conveniencia del poder. De un enfrentamiento alimentado por el resentimiento y un rencor fratricida. ¿Que tan cerca estamos el abismo? me digo cuando me obligo a continuar caminando. ¿Qué tan cerca estamos del enfrentamiento definitivo? ¿Habrá algo semejante?
Una de las frágiles paredes de la invasión a dos cuadras de donde vivo está manchada de carbón y de una sombra oscura, allí a donde el fuego lamió la madera. Alguien me comentó que varias de las bombas lacrimógenas que arrojaron en la oscuridad, fueron a parar a la endeble construcción. Que en medio del enfrentamiento campal entre funcionarios uniformados y manifestantes, la estructura de madera barata y plástico recibió piedras y botellas. Contemplo la huella del fuego pensando en la escena, intentando imaginarla. El grupo de invasores escondidos en la oscuridad, en medio del terraplén lleno de basura. Escuchando las mismas detonaciones que yo, respirando el aire fétido de la lacrimógena sin poder escapar ni protegerse. Acelero el paso, abrumada y desconcertada. Asustada por lo real que resulta ese miedo imaginario y total.
Uno de los sobrevivientes al grupo de habitantes que tomó el terreno baldío me observa al pasar, escondido detrás de las últimas planchas de zinc que aún conserva. Tiene el rostro cansado, tenso. Como el mío, me digo. Escucho la precaria puerta de madera al cerrarse a mi espalda. Un sonido hueco, simple, inútil. Y pienso de nuevo en la violencia, en la muerte, en la nube tóxica que llenaba la calle la noche anterior. En los herederos de la promesa de reivindicación social, en los fieles creyentes de la Revolución de Hugo Chávez, convertida en una colosal estafa histórica. ¿Quienes somos las víctimas y los enemigos en medio de esta frontera de puro resentimiento? ¿Quienes somos los sobrevivientes?
El hedor de las bombas lacrimógenas todavía es muy claro en todas partes. Un rastro invisible que recuerda algo más abyecto y duro de expresar. Me quedo de pie en la mitad de la calle, contemplando la normalidad quebradiza a mi alrededor. Hay algo irreal en esta visión del todos los días, del nada ocurre, de la violencia al otro lado de una frontera imaginaria. Así aprendimos a vivir, luego de veinte años de agresiones, de cada día en que la agresión, el abuso y el miedo se hizo parte de nuestra vida, de esa percepción de lo cotidiano. ¿Cuando asumimos que somos rehenes de un sistema fallido y violento? ¿Cuantos más necesitamos para comprender los alcances reales de este riesgo persistente? ¿De esta puerta abierta a una tragedia inimaginable?
No sé nada sobre guerra civiles, aunque crea que sí. No sé nada sobre genocidios y asesinatos masivos, por mucho que haya leído libros enteros, artículos especializados, inspiradas crónicas sobre el tema. Lo único que conozco es el desamparo, esta sensación de terror sin nombre, que abarca todo lo que miro, en todo lo que pienso. Miro a los transeúntes caminar con paso lento y pesaroso por la calle, las mujeres con niños en brazos, los hombres que se apresuran a cruzar la avenida. ¿Cuántos de nosotros comprendemos lo que en realidad significa la tragedia de la violencia? ¿Cuantos asumimos el costo y la herida abierta de un enfrentamiento que rebase una línea invisible y terrible que nos convierta en enemigos irreconciliables? Me quedo de pie, mirando la calle donde crecí, sus pequeños detalles, los lugares que conozco de memoria. Las huellas de la violencia en todas partes. ¿Cuando la violencia se hizo parte de mi vida? ¿Del paisaje cotidiano?
No lo sé o lo que es aún peor, no lo recuerdo. Y ese olvido, esa mirada uniforme hacia el pasado y al futuro, me resulta más dolorosa que cualquier otra cosa, más difícil de comprender que cualquier otro pensamiento. Un rehén de mi memoria.
***
En la panadería, un hombre comenta en voz alta sobre las protestas callejeras que sacuden a Caracas. Lo con una cólera seca y frontal, dolorosa. No se trata de una proclama partidista ni tampoco una opinión política, sino de un reclamo sincero, preocupado. Puro agobio cotidiano.
— Algo tiene que pasar, para bien o para mal. Algo tiene que pasar de todo esto — repite. Levanta los brazos, sacude la cabeza — algo tiene que pasar para que la gente entienda que todos estamos jodidos. Todos, que nadie se salva.
Silencio. El pequeño grupo de clientes que hacen fila frente al mostrador unos pasos más allá desvía la mirada, sacude la cabeza, deja escapar carraspeos nerviosos. El hombre aprieta los puños, el rostro enrojecido de furia.
— ¿Es mentira? ¿No estamos todos bien jodidos?
— El problema es que estamos tan acostumbrados a ignorar lo que pasa, a mirar para otro lado, a intentar seguir como siempre, que ya nadie recuerda que debe ponerse en dos pies y enfrentar esto — dice una mujer junto a la caja registradora — en este país pasa de todo siempre y nunca pasa nada.
Me irrita el tono resignado, casi aburrido con que dice aquello. Pero también, no puedo dejar de pensar que es cierto. Que durante la última década y media de gobierno chavista, la mayoría de los Venezolanos nos hemos enfrentado a diario al miedo, a la esperanza, al terror y al agotamiento, a un espacio vacío sin nombre ni definición que parece definir mejor que otra cosa la abrumadora etapa histórica que vivimos. O quizás no hay un nombre para esta indiferencia rota y blanda, este agotamiento resquebrajado que aplasta la conciencia cívica, la simple percepción de la realidad que se soporta día a día. Una especie de batalla sorda contra la nada, contra la desesperanza y al desazón.
Hay un murmullo general de aprobación. El hombre suspira, encorva los hombros. La emoción le colorea las mejillas, le hace apretar los puños. Y percibo su frustración, su cansancio. Esa caída en el desastre, en el silencio. La escena repetida mil veces. El rostro distorsionado de un país profundamente herido por el miedo.
— Venezuela se nos cae a pedazos — dice entonces el hombre — se nos cae y me pregunto si todos lo sabemos.
Pienso en esas palabras mientras camino por la calle. Entre los escombros de una batalla desigual, de una visión resquebrajada de la identidad, con la cicatriz de la incertidumbre que nunca se cura, con la sensación perenne de no reconocer al país en el que vivo. Con el gentilicio roto y convertido en una mezcla de pesadumbre. En medio de un sufrimiento lento, interminable y hondo. Esta sensación de no pertenecer a ninguna parte, a ninguna historia.
Sentada en el sala de mi casa, intento no llorar. Pero lo hago, por supuesto. Por la profunda sensación de angustia que llevo a todas partes. Por el horror que me aplasta a diario, por esta noción de la Venezuela que no me pertenece que debo soportar. Me pregunto hasta cuando puedo resistir, hasta donde podré evitar me aplaste esta realidad. Qué ocurrirá de ahora en más. Y por supuesto, no tengo respuestas. Jamás las he tenido y supongo que no las tendré. Y esa mirada al vacío — al abismo — lo que quizás resulta más desconcertante, duro de sobrellevar. Una conciencia del miedo convertido en una forma de vida.
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