La fotografía documental suele percibirse no sólo como un reflejo de la realidad sino también, como una ventana hacia la comprensión de sus implicaciones subjetivas. Como si se tratara de una percepción muy específica sobre la historia que se documenta y más allá de eso, su valor como registro esencial que oculta y desdibuja cualquier otra consideración. Quizás por eso, la historia de sus iconos y principales representantes parece desdibujarse bajo el peso e importancia de su legado. Oculta bajo el peso y significado de la historia que cuenta.
A Gerda Taro se le conoce casi siempre por su apasionada y singular relación con Robert Capa. Para la imaginería popular, ambos forman un todo indistinguible. Una pareja mítica que llevó la imagen fotográfica a una dimensión cruda, poderosa e inolvidable que los encumbró como símbolos del nuevo documento histórico. No obstante, Taro es mucho más que un fragmento de una historia compleja y emocional. Su vida y su obra son una visión sobre la fotografía que desborda cualquier cliché y sobre todo, los confusos límites entre la visión romántica que se tiene sobre ella y su legado. Más allá de eso, Gerda Taro es quizás el rostro más reconocible de una generación de fotógrafos que encontraron en el oficio de registrar y documentar la historia de manera sentida, directa y sin recurrir a otra cosa que una demoledora sinceridad visual y conceptual.
La fotógrafa murió a los veintisiete años, muy pocos si asumimos el valor trascendental de su trabajo documental y las implicaciones de su profunda convicción sobre el quehacer fotográfico como registro exacto de la realidad. Murió como vivió: en medio del riesgo y del peligro real que implicaba el tipo de perspectiva fotográfica que escogió mostrar. Osada, aventurera y sobre todo, convencida del poder de la imagen inmediata como recurso histórico — y también, como testimonio de la realidad — Taro asumió la fotografía como una pieza imprescindible dentro de la memoria histórica. Ya fuera de manera independiente o compartiendo autoría con Capa, Taro rebasó los límites de lo que se suponía podía mostrar la fotografía y mucho más en manos de una mujer. Con una persistencia que raya en la obsesión, Taro encontró en el documento fotográfico una forma de trascendencia que sobrevive a su muerte violenta, su idealizado romance con uno de los mejores fotógrafos del siglo XX y también su propio mito.
Porque Gerda Taro fue un personaje legendario durante el breve período en que fue algo más que la compañera sentimental y fotográfica de un icono de la fotografía documental. Era una mujer capaz de comprender el costo físico, intelectual y emocional de la violencia. Y hacerlo con una conciencia absoluta sobre su importancia. El resultado es una obra fotográfica simbólica, preciosista pero por sobre todas las cosas, sincero. Una mirada a la violencia, la guerra, el enfrentamiento y la muerte repleta de una profunda convicción por el valor del mensaje que se expresa. Es esta noción sobre el valor esencial de la imagen lo que hizo que Gerda Taro lograra superar las fronteras de la mera fotografía registro y alcanzara la luminosa vuelta de tuerca que sostiene su lenguaje visual. Todas las fotografías de Gerda Taro son percepciones sobre el mundo a través de sus grietas y fisuras. Meditadas visiones sobre el dolor y el horror que jamás llegaban a alcanzar el tremendismo y la exhibición gratuita. Y quizás, ese fue su mayor triunfo. Una profunda comprensión sobre el dolor humano — de la circunstancia humana — y sus implicaciones.
Vive rápido, sostén la cámara con firmeza, muere pronto:
Gerda Taro murió fotografiando en el frente Brunete durante la Guerra Civil Española. No era la primera vez que cubría como reportera gráfica un conflicto violento: durante todo un intenso año, Taro había registrado los enfrentamientos de lo que ocurría en una España convulsa con pulso firme. Fue una de los pocos fotógrafos que decidió permanecer en el país por cuenta propia luego que comenzaran los enfrentamientos y también, de los que asumieron el deber de informar como una vocación muy precisa. Tal vez por ese motivo, la vida y muerte de Taro se recuerda desde cierta perspectiva heroica. Un mirada que intenta enaltecer la vocación de la fotógrafa no sólo desde lo obvio sino también, esa convicción suya de mostrar el dolor de un conflicto violento que desconcertó a Europa y que sumió a España en un cierto aislamiento continental.
Pero Gerda Taro es mucho más que símbolo idealizado de la fotografía de guerra. Justo trasciende la abstracción del heroísmo por la capacidad de su corto trabajo — su carrera duró apenas un año — para mezclar el poder de la imagen como recurso y también, la convicción del autor como una forma de expresión. Taro fue pionera en la capacidad de la imagen para elaborar mensajes complejos desde la realidad evidente. Del uso del simbolismo y también, de la dimensión humana de la tragedia para narrar la historia inmediata. Esa esa construcción de la imagen como recorrido profundo por lo invisible y su necesidad de elaborar una percepción consistente sobre la emoción, lo que hizo de su recorrido fotográfico una experiencia sensorial perdurable.
Eso, a pesar que la trayectoria de Taro se desarrolló en paralelo a la Guerra Civil Española, como reflejo de la presencia de Robert Capa y sobre todo, de esa percepción de la fotografía como un elaborado mensaje en inevitable transformación. Resulta casi imposible separar a Taro — la fotógrafa y la mirada consciente sobre el conflicto bélico — de las circunstancias de su trágica historia, de su tempestuosa relación romántica con uno de los grandes testigos fotográficos del siglo pasado e incluso, de su belleza física. A lo largo de las décadas, su figura se desdibuja en los testimonios sensacionalistas de segunda mano, que convirtieron su pulso visual y su capacidad para analizar la realidad desde una óptica precisa e impecable, en menos accidentes anecdóticos de una vida ensalzada casi hasta el melodrama. La vida de Taro parece resumirse en escenas peculiares y casi extravagantes que menoscaban el valor de su trabajo como fotógrafa. Una y otra vez, las exageradas narraciones sobre su muerte (el público español y norteamericano se obsesionó con el hecho que muriera mientras realizaba su trabajo), la insistencia en los elementos anecdóticos de su romance con Capa e incluso, la forma como su figura se convirtió en parte de la cultura popular (Una marca de chicles norteamericana incluyó en una colección de folletines un dibujo coloreado en el que se mostraba el fatal accidente que le costó la vida) convirtieron su recorrido fotográfico en un elemento más en medio de una historia con tintes amarillistas. Mucho más aún, cuando durante la Segunda Guerra Mundial, todo registro de conflictos previos quedara sepultado por las ingentes cantidades de imágenes que mostraron la crudeza de la guerra con una escalofriante belleza. Entre ambas cosas, el nombre de Gerda Taro prácticamente desapareció y por último cayó en el olvido.
La obra sin nombre y la pérdida de la memoria:
Para el final de la Segunda Guerra Mundial, Robert Capa se había convertido en quizás el fotógrafo documentalista más reconocido y respetado del mundo. Sus fotografías se convirtieron en quizás el documento visual más poderoso y detallado del conflicto bélico, sobre todo luego de la serie de once imágenes que mostraron al mundo lo ocurrido durante el desembarco en Normandía. El puñado de imágenes borrosas, vívidas y sobre todo, profundamente duras sobre uno de los más duros y críticos de la confrontación, le convirtieron en el símbolo del documentalismo que nació entre el centro de la violencia. En medio de la colosal importancia que adquirió su trabajo, que las fotografías de Gerda Taro virtualmente desaparecieron, absorbidas en medio del enorme registro histórico que Capa realizó a lo largo de su vida. Ya fuera por accidente o descuido, Capa terminó aplastando el legado de Taro — del que era heredero — y transformando su cuidado trabajo sobre la Guerra Civil española en un fragmento casi insustancial dentro de su visión fotográfica. Décadas después, Taro y toda su concienzuda perspectiva sobre la violencia, la muerte y el dolor quedó sepultada bajo definitiva trascendencia de la obra de Robert Capa.
Tal vez por ese motivo resulte sorprendente que el trabajo de Gerda Taro recuperara su autonomía, gracias al biógrafo de Capa, Richard Whelan. Por años, Whelan reunió material personal y fotográfico de Capa, gracias a lo cual tuvo acceso al trabajo documental de Taro. El escritor se sorprendió por la contundencia, inteligencia y profundidad de la fotógrafa y dedicó meses de trabajo a reconocer la presencia y autonomía de su legado. No obstante, no fue suficiente: sus análisis sobre la obra de la fotógrafa tuvieron que enfrentarse a la incredulidad y sobre todo, la resistencia de buena parte del mundo fotográfico de la época, para quién Taro era una figura secundaria y sobre todo, deudora de Capa tanto en la propuesta visual como conceptual. Tendrían que transcurrir casi diez años para que la valiosa mirada documental de Gerda Taro encontrara su lugar en la historia, gracias a la investigación y esfuerzo de la investigadora alemana Irme Schaber. La labor de Schaber incluyó no sólo el análisis del trabajo de Taro de manera independiente sino la reivindicación de su lenguaje visual. La investigadora recorrió archivos fotográficos cerrados, revisó los análisis de Richard Whelan y por último, viajó a España, en donde descubrió la enorme importancia del corto pero significativo trabajo de Taro sobre la Guerra Civil y sus aportes a la memoria documental del país. Luego de casi una década de esfuerzos, Schaber publicó el libro “Una fotógrafa revolucionaria en la guerra de España” una exhaustiva biografía que recorre la vida y obra de Taro y rescata su enorme aporte al documento fotográfico desde su valor histórico.
Para Schaber, su esfuerzo por rescatar la figura de Taro tiene un enorme valor: se trata de la comprensión del valor de su perspectiva fotográfica más allá del mito trágico que la rodea. “La figura de Gerda Taro es un ejemplo visible de cómo la historia de las mujeres se ha visto generalmente desdibujada y ocultada. Mucho más aún en el caso de Taro, cuya vida privada evitó una apreciación equilibrada de lo que simbolizó y representó su trabajo como reportera en la Guerra Civil” insiste la investigadora en el prólogo de obra. “Una mirada al anonimato forzado de una mujer que luchó durante buena parte de su vida por tener un nombre y una estatura propia”. Y esa quizás, es la mayor tragedia que envuelve la vida de Gerda Taro.
Una mirada al olvido: de la percepción de la obra fotográfica al poder del documento visual.
Gerda Taro nació como Gerta Pohorylle en Stuttgart el 1 de agosto de 1910, en el seno de una familia judía de origen polaco que atravesaba los rigores de la pobreza. Durante su adolescencia y primera juventud debió luchar contra la exclusión social y sobre todo, las restricciones legales y sociales que padecía debido a su origen étnico y quizás por ese motivo, la futura fotógrafa tuvo una comprensión privilegiada del dolor de la marginación, la persecución política y la discriminación. Desde muy joven, Taro fue una convencida activista política y en más de una ocasión llegó a decir que su vocación fotográfica nació justamente de su necesidad de “contar la historia de las miserias anónimas”, una frase que repitió en distintos momentos de su vida y que describe mejor que cualquier otra sus personales ambiciones políticas y sociales. Décadas después, sería ese mismo empeño por la justicia social y la necesidad de la reivindicación cultural, la que la haría integrarse a los círculos de refugiados y comenzar su tránsito por diversas organizaciones socialistas como el Partido Obrero Socialista de Alemania (SAPD). Ya por entonces Gerda Taro tenía una profunda convicción de divulgar la historia mínimas, de construir una visión realista sobre los rigores del miedo y la represión política.
En Septiembre de 1934 conoce a André Friedman (futuro Robert Capa) y entre ambos surge una compleja relación fruto de la admiración mutua, amor y también, una extraña competencia profesional. Para entonces, la relación de Gerda con el mundo fotográfico era estrecha y profunda: del aprendizaje autodidacta y accidental, comienza un fructífero aprendizaje de la mano de Robert Capa. Finalmente es contratada por la agencia Alliance Photo y en 1936 consigue su primer carnet de prensa. En septiembre de ese mismo año viaja a España para comenzar lo que sería el gran trabajo fotográfico de su vida.
Durante sus primeros reportajes, Taro insistiría que era inevitable la influencia de Capa sobre su obra. Fotografiaban las mismas situaciones y lugares, desde la misma perspectiva y al principio, desde la misma connotación. No obstante, con el transcurrir del tiempo, el trabajo de Taro se hizo cada vez más autónomo y su lenguaje visual, mucho más rico y personal. Además, Taro decidió usar una Rolleiflex, lo que le brindó la oportunidad de experimentar y analizar su perspectiva fotográfica desde una óptica por completo nueva. El formato cuadrado le obligó a innovar en la composición y la percepción de los espacios y aunque durante buena parte del año ’36 las fotografías de ambos se vendieron y se publicaron bajo la firma común “Capa”, ya por entonces la indudable personalidad de Taro era reconocible en la obra que ambos compartían.
Para el año 1937, la influencia de Capa en la fotografía de Taro disminuye: Taro comienza a realizar viajes y reportajes de manera independiente. Su obra comienza a tomar forma y se hace cada vez más poderosa. Una mirada consciente y firme sobre los parajes de la guerra, sus consecuencias y dolores. Es entonces cuando comienza a firmar sus fotografías con su apellido, lo que supone toda una revolución en la forma como analiza la circunstancia histórica que intenta documentar. Taro se libera de la noción del registro como evidente e inmediato y comienza a elaborar una percepción más nuclear sobre su trabajo y su percepción sobre la identidad fotográfica. Un recorrido visual gracias al cual comenzó a construir una visión elemental sobre la noción del Conflicto bélico como una idea contextualizada bajo la cultura y la percepción de la emoción local. Es esa sensibilidad, la conmovedora mirada a los elementos más profundos y duros de la Guerra, lo que dota a su corta obra de una complejidad que sorprende por sus alcances.
Por supuesto, la evolución de Taro jamás se completó: su trayectoria fotográfica fue demasiado como para que pudiera desarrollar los juegos esenciales de discurso y la comprensión de sus espacios emocionales que se adivinan en su trabajo. No obstante, afirma si es posible comprender los alcances y la profundidad de su propuesta: sus retratos sobre milicianos, la nueva realidad Española, la percepción de lo cotidiano contaminado por la guerra, la huida de la población civil muestran una comprensión del desarraigo y el miedo que asombra por su profundidad. Un tipo de cercanía visual e intelectual que transforma cada una de sus imágenes en alegatos y sobre todo, en alegorías muy precisas sobre la violencia y el horror. Su percepción sobre el conflicto, el peso moral de sus convicciones, también son parte de la capacidad de Taro para captar el conflicto desde un punto de vista original. Acepta y explora los riesgos de su profesión, pero también, asume la cercanía emocional como una necesidad imprescindible para contar una historia, para asumir su peso y consistencia. François Maspero, autor de una hermosa fotografía sobre Taro, que tituló de manera muy apropiada “La sombra de una fotógrafa, parece comprender mejor que cualquiera la trascendencia y el valor de la obra de Taro, pero sobre todo, su lucidez intelectual“…todo en ella es política. Su vida, su comportamiento, sus fotos. Política en el sentido más amplio y más justo, que es sentirse concernido por su tiempo. De vivirse como sujeto y no sólo como objeto. Sujeto de la Historia y sujeto de su propia historia”.
Gerda Taro murió fotografiando. Murió sin retroceder en su firme convicción de fotografiar la vida y la esperanza en medio de un conflicto bélico. Murió como vivió: mirando la fotografía como un reflejo de la realidad, pero también, como de una rara dimensión del espíritu humano. Un reflejo trascendental de la realidad.
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