viernes, 14 de abril de 2017
Una recomendación cada viernes: La tetralogía Napolitana de Elena Ferrante.
En la literatura, el seudónimo suele ser una manera no tanto de proteger la identidad del autor sino una declaración de intenciones en sí misma, una percepción muy directa sobre las implicaciones y la forma como quien escribe percibe su obra. Pero más allá de eso, se trata de una percepción directa sobre los motivos para crear del escritor y la percepción sobre el objeto destino de cualquier libro. El seudónimo protege pero también, se erige como una metáfora sobre el resultado final de lo que se cuenta.
Quizás por ese motivo, el caso de Elena Ferrante sea tan notorio y se haya debatido con tanta insistencia: Se trata de la autora — o autor, según la versión que quien cuente la historia — de un notable éxito que consiguió la proeza de mantener su identidad oculta en plena época de la hiper información. Pero además, la insistencia de Ferrante en no divulgar su nombre es un mensaje muy claro acerca de su apasionante mirada literaria y su mundo privado. Para Ferrante, escribir es una aventura profundamente personal, que no admite revisiones ni miradas ajenas. Un recorrido en nudo por lo que cuenta y sobre todo, lo que rodea a esa percepción universal y espléndida que plasma en sus libros. Elena Ferrante podría o no existir, ser cualquiera y sus libros tendrían el mismo valor, la notoria precisión de crear y construir un mundo creíble que excede y desborda la ambición de la fama. La escritura como una elaborada visión de la personalidad pero más allá de eso, reflejo de su peso e importancia como legado creativo. “No me arrepiento de mi anonimato. Descubrir la personalidad de quien escribe a través de las historias que propone, de sus personajes, de los objetos y paisajes que describe, del tono de su escritura, no es ni más ni menos que un buen modo de leer” dijo la escritora en una de sus contadas y esporádicas entrevistas. Una descripción muy concreta sobre sus aspiraciones al escribir y también, del punto de vista desde el cual concibe sus historias.
No obstante, hay algo más que lo insólito del anonimato de su autora en el éxito inmediato de la llamada “Tetralogía Napolitana” que lleva su firma. Las novelas — publicadas con pocos años de diferencia y que despertaron un furor adictivo en lectores de todo el mundo — es un lienzo iniciático en el que Ferrante elabora una profunda propuesta sobre la belleza de la realidad. Los personajes de Ferrante son complejas y elaboradas obras de arte o lo que es lo mismo, aproximaciones insólitas de enorme valor simbólico. Las novelas son un Tableau Vivant, herederas directas del barroco italiano, en las que los personajes de un barrio pobre de Nápoles se transforman en símbolos alegóricos de su tiempo y su época. La mirada de Ferrante — analítica, dulce y por momentos brutalmente honesta — atraviesa casi treinta años de amistad entre dos mujeres, tan distintas entre sí como para que la miríada de contrastes entre ambas sostengan una historia compleja. El recorrido construye una esplendorosa visión sobre el paso del tiempo, la madurez femenina, los dolores y temores del espíritu humano. Pero más allá de eso, Ferrante parece obsesionada con la percepción del poder del amor y la coincidencia de los pequeños trozos de historias. En sus novelas, Ferrante juega con las pequeñas y grandes vicisitudes de sus personajes como un gran lienzo que se completa con cuidado, con duras reflexiones sobre la emoción y su trascendencia, pero sobre todo, una dolorosa comprensión sobre el amor y sus alcances. Una apasionada reflexión sobre la identidad, la pérdida de las ilusiones y la esperanza como puerta abierta hacia la tranquilidad espiritual.
De hecho, los personajes de Ferrante son el eje de todo lo que desea contar: tanto como para que las cuatro novelas interconectadas entre sí funcionen como un lento y trabajoso recorrido de las historias personales de cada uno de ellos, sino un análisis emocional sobre su destino. El variado y estupendo conjunto de pequeños fragmentos narrativos — desde la vecina apasionadamente enamorada de un hombre ambiguo, hasta las enemistades peligrosas entre los más jóvenes — constituyen un paisaje cuidadoso a través del cual Ferrante avanza con pulso firme. No hay nada al azar en esta colección de alegrías, dolores y sinsabores, en la capacidad de Ferrante por ensamblar piezas con una paciencia que asombra por su precisión. El colorido del barrio, la vital y dinámica visión del tiempo y del transcurrir de la vida en común, dotan a las novelas de una poderosa comprensión sobre la naturaleza humana pero también de una seductora sencillez. En apariencia, las novelas de Ferrante son mucho más sensoriales que intelectuales. Pero a medida que el lector avanza, encuentra que la narración se transforma en un nudo argumentativo sobre el amor, la pasión por vivir y la primitiva noción de la individualidad como punto de encuentro — y creación — de una mirada en común. Hay mucho sobre la condición de los pequeños dolores personales, la comprensión del arraigo y el poder del amor en una novela que no se define como romántica pero que avanza a través de la emoción como punto de encuentro de todo tipo de análisis sobre la identidad. Para la escritora parece ser de enorme importancia esa consecuencia del hacer y el desear, de ese tránsito de la inocencia a la cierta perversidad natural y al final, la madurez. Nadie es inocente en esta trama compleja en apariencia simple, de la misma manera que nadie parece escapar de los infinitos matices sobre el bien y el mal que las novelas plasman con una inusual belleza.
Ferrante escogió para su obra un entorno cerrado que en manos menos hábiles podría resultar asfixiante e incluso, claustrofóbico. La vida en el barrio transcurre idéntica que hace veinte o treinta años y esa inevitabilidad lo que dota a las historias de Ferrante de cierto aire atemporal. Todo ocurre y transcurre por razones muy parecidas en un escenario casi idéntico. Pero el espacio del barrio es algo más: se trata de una conjunción social y crítica lleno de las fantasías, frustraciones y ambiciones de seres humanos multidimensionales y profundamente reales. Un ambiente que en ocasiones parece recargado por descripciones exhaustivas pero que la trama sustenta y justifica con plena sinceridad. Un retrato costumbrista que Ferrante acomete desde cierta óptica cansada y atípica. Y ese quizás es su mayor triunfo, el motivo por el que la combinación resulte tan creíble, tan poderosa y por momentos hipnótica.
La llamada “tetralogía Napolitana” — compuesta por “La amiga Estupenda”, “El mal Nombre”, “Las deudas del cuerpo” y la “niña perdida” — es mucho más que una mirada amable sobre lo cotidiano a la que se le dota con cierta belleza intelectual. Es también un thriller, un culebrón melodramático tipicamente italiano e incluso, tiene por momentos reminiscencias de la literatura de fantástica. La combinación convierte la lectura en un ejercicio sugerente que evade cualquier clasificación simple y que disfruta de esa cualidad incomprensible desde la noción básica de su premisa: las novelas son tan dúctiles y ambiguas como la vida misma. Todos los géneros se mezclan y a la vez, no definen las historias, por el mismo motivo quizás que Ferrante se niega a analizarse como escritora y deja el peso de su creación a su seudónimo. Las novelas de la escritora intenta abarcar una pléyade de temas y concepciones sobre la raíz del absurdo cotidiano y lo hace con un buen gusto que se agradece: hay una elegancia lúcida y sutil en la forma como Ferrante describe los altibajos de la amistad, el amor, el sexo, el odio, la transformación personal y la búsqueda de la identidad. Todo desde el ámbito de lo doméstico, de la percepción de todos los días, la comprensión dúctil de lo cotidiano que hace de las historias de Ferrante una mirada lenta y realista sobre lo que somos y cómo nos comprendemos. Pero más allá de eso, hay un testimonio emocional y sincero que brinda al conjunto un poder de evocación desgarrador.
Pero además, para Ferrante la condición femenina parece ser el elemento aglutinante y definitivo en el fondo de cada una de sus novelas. La infancia y la juventud de dos niñas en medio de rígidos códigos morales, imposiciones, restricciones y tradiciones crean un trasfondo brutal y enrarecido en el que los personajes principales deben avanzar con dificultad. La realidad física de ser mujer en una época machista y violenta — con el maltrato, la sujeción al padre y la violencia doméstico como contexto — profundizan en el recorrido anecdótico de la autora. La intimidad de la narración, la lenta confluencia de valores y dolores sostienen lo que será un recorrido perturbador y en ocasiones duro por los secretos y dolores de las mujeres de la historia, de su fortaleza, debilidad y fuerza. Aún así, Ferrante no emite juicios, tampoco contradice esa lenta pulsión de realidad en sus obras. Como testigo y voz única, la integridad del relato se basa en esa transparencia de intenciones. En ese alegato de certeza que le brinda una dimensión poderosa.
Quizás, ese sea el elemento común en cada una de las novelas de Ferrante: la transparencia engañosa que en realidad oculta una complejidad brillante. El elemento persistente que asegura y sostiene el discurso que se manifiesta a través de la oscuridad y la luz. Incluso los personajes se definen a través de extremos — “Tu eres la buena y yo la mala” es una frase recurrente en uno de los principales — como si la percepción sobre la realidad tuviera colores muy definidos o los necesitara para sostener su rara belleza.
Es difícil definir el elemento que hace de la obra de Ferrante adictiva, seductora e inolvidable. El New York Times insiste en que la tetralogía es “deslumbrante” y The Guardian afirma que Ferrante — su obra, su insistencia en la creación nítida — es digna del premio Nobel. Pero mucho más que el asombro y la curiosidad, lo que hace a sus novelas únicas es la sinceridad demoledora de Ferrante, quien apenas corrige su trabajo, desconfía del estilo depurado e insiste que escribir es “un ejercicio de valor y de amor”. Cual sea el motivo, las historias de Ferrante — con su negativa el tópico, lo previsible — son un recorrido deslumbrante por lo diminuto y sus misterios. Un paisaje de ida y vuelta hacia el corazón palpitante de los pequeños dolores de la vida real.
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