Para buena parte de la Europa pre cristiana, el solsticio de invierno era una fiesta de enorme importancia pero sobre todo, una muy relacionada con el transcurso de los ciclos naturales de bosques y montañas. En especial para los pueblos celtas, el final de ciclo de cosecha simbolizaba no sólo la celebración del final de largos meses de trabajo duro sino también, el momento en que la Diosa Tierra exigía sacrificio. Como gran metáfora de la vida y de la muerte, los rituales de paso que se llevaban a cabo durante la noche más larga del año, incluían asesinatos rituales y también, el derramamiento de sangre — en ocasiones de manera alegórica, en otras real — para demostrar que el pacto entre la oscuridad y la luz seguía respetándose. Para los pueblos paganos Europeos, era de esencial importancia demostrar a esa gran Madre sin nombre que habitaba en los bosques, que respetaban su existencia y poder. Las festividades eran dirigidas por Sacerdotes Druidas que se aseguraban de recordar a la tribu por motivo el cual era necesario que la vida celebrara a la muerte. El círculo de ancianos se reunía bajo el cielo helado del invierno, para entonar viejos canticos y atraer el poder que yacia bajo la tierra. Después, para homenajear esa gran presencia invisible — bondadosa y feroz a un tiempo — se levantaban enormes estructuras de madera seca que se quemaban por días enteros y que la mayoría de las veces, contenían los cuerpos de los que habían sido sacrificados para aplacar a las fuerzas misteriosas que los pueblos antiguos temían y veneraban a la vez. El último día de la celebración, un demonio con cuernos curvos surgía de la oscuridad para beber la sangre de los fallecidos y recordar, que la tierra era temor y esperanza. Una mirada inquietante sobre los límites de la luz y la oscuridad, pero sobre todo, su significado ritual.
De esas grandes hogueras sangrientas, surgió una tradición ancestral que sobrevivió a la desaparición de las tribus que le celebraran y también, a sus orígenes sangrientos. Con el transcurrir de los siglos, las quemas del Solsticio — transformadas en ruidosas celebraciones de paso y abundancia — llegaron a las grandes civilizaciones reconvertidas en filosofías naturales o en astroteologías. El Sol se volvió el símbolo de la personalidad de la Divinidad y la Luna, su consorte. Al transcurrir del año astronómico se le atribuyó todo tipo de atributos mágicos y finalmente, se le consagró como medida del tiempo para comprender las transmigraciones de la luz y la oscuridad — reconvertidos en el bien y el mal — en las mitologías antiguas. De pronto, los primitivos y salvajes rituales tomaron un sentido casi lírico y el ciclo cósmicos transformó en una percepción muy clara sobre la cultura a la que pertenecía, sus esperanzas y temores. El renacimiento simbólica se convirtió en una forma de comprender no sólo el fervor religioso del pueblo, sino su percepción sobre lo moral y lo espiritual. Desde las fiestas Saturnales Romanas — que se llevaban a cabo en en honor a Saturno, dios de la agricultura — , las celebraciones a Mitra, Apolo y también la conmemoración de la llegada de los días más largo y fríos, las viejas tradiciones de cosecha se transformaron en una presunción colectiva del paso del tiempo, la renovación de votos y creencias invisibles y la celebración de un despertar a un nuevo tipo de conciencia. Muchos siglos después, la Iglesia Católica intentaría aglutinar las creencias paganas bajo una única percepción del mito reconvertido del nacimiento de la luz para apuntalar la nueva fe en la figura de Cristo resucitado. El 25 de diciembre — fecha tradicional de las Saturnales y el nacimiento de Mitras — se convertiría bajo el auspicio del monoteísmo cristiano en la celebración del Nacimiento de Jesús, lo que sacralizó y depuró los viejos ritos y los transformó en ofrendas religiosas simbólicas.
A pesar de eso, las antiguas creencias sobre la oscuridad y la luz, continuaron persistiendo en la medio de la insistencia de la Iglesia cristiana por transformar las creencias paganas en derivados de la percepción bíblica sobre la bondad y la maldad. En buena parte de Europa continuaron celebrándose en secreto los ritos de cosecha — que incluían los fuegos de sacrificio — que además, incluían las primitivas simbólicas de las antiguos ritos: El hombre Verde — custodio de la naturaleza para la cultura celta — se transformó en una figura benévola que custodiaba los campos y aseguraba la fecundidad de las cosechas. Con el transcurrir de los siglos, la figura del hombre de larga barba blanca — o Padre tiempo — se mezcló con la del Santo Cristiano San Nicolás y se convirtió en parte de los elementos tradiciones de celebración de la Navidad Cristiana.
No obstante, no sólo los aspectos más inofensivos y benignos de las antiguas tradiciones paganas sobrevivieron a la asimilación histórica: A la vez que la figura de Papá Noel o San Nicolás comenzaba a formar parte de las celebraciones primitivas de la Navidad en diferentes partes de Europa, la del Krampus, un espíritu burlón y lascivo que según viejos mitos celtas, devoraba a las víctimas de Sacrificio para cumplir con el ritual del paso del día más largo del año. Con el transcurrir de los siglos, la figura del llamado “El Dios de los Cuernos” se transformó una y otra vez, encarnando la lujuria para los Romanos y después, el mal en estado puro para los cristianos. Más allá de eso, El Krampus se transformó en el némesis del benévolo Papá Noel y sobre todo, en una figura temible que encarnaba un tipo de temor a lo desconocido que se remonta a las viejas quemas rituales, en las que el Dios de Cuerno surgía de las sombras para matar y comer los corazones de las víctimas que se sacrificaban en honor a la Diosa sin nombre.
Un Monstruo extravagante e impenitente.
La palabra “Krampus” proviene del antiguo alemán “krampen” y podría traducirse de manera aproximada como “garra”. La alegoría parece hacer inmediata referencia a las primeras representaciones icónicas de un demonio sin nombre que vagaba por campos y valles durante la navidad, arrastrando sus garras afiladas para castigar a los descreídos que no celebraban el nacimiento de Jesucristo a la manera como la primitiva la Iglesia católica. De pronto, las semanas antes de la noche de navidad se llenaban de terrores e historias escalofriantes sobre criaturas de cuernos y carentes de rostros que vagaban en busca de los penitentes.
Según la mayoría de los historiadores, las imagen del demonio con cuernos comenzó a aparecer en obras medievales alrededor del siglo XI, cuando el cristianismo comenzó a decorar con frescos las paredes de los templos recién construidos. Para la mayoría de los monjes y religiosos, la figura de una criatura con cuernos y patas de carnero, tenía un aspecto lo suficientemente amenazante como para aterrorizar a la feligresía. Sin embargo, la imagen del demonio astado — y la del Krampus, con su pesada cornamenta retorcida — tenía un propósito mucho más conciso: el cristianismo intentó convertir a los pueblos y aldeas rurales europeas que aún insistían en viejos ritos de cosechas, usando símbolos reconocibles y dotándolos de una simbología propia. Fue entonces cuando el Krampus pasó de ser un espíritu dador de justicia y un equilibrio de la oscuridad en contraposición a la luz, a una figura temible y amenazante, que aparecía en contraposición al benévolo “padre Tiempo” o San Nicolás, símbolos de idéntico peso del bien y del mal.
Pero el Krampus, como símbolo, era más complejo que la simple percepción de un demonio cristiano. Vestido con piel de oveja, sus largos cuernos curvos y un látigo para castigar, el Krampus es la encarnación de una primitiva percepción sobre las celebraciones navideñas o lo que viene a ser lo mismo, una inevitable herencia pagana que aún resulta muy obvia dentro de las celebraciones habituales. Mientras que San Nicolás se ha transformado con las épocas y su figura benigna se ha convertido en alegoría de la esperanza y la buena voluntad, El Krampus mantiene intacta toda su carga de perversa alegría y sobre todo, su profunda metáfora sobre la violencia, el horror y el temor.
La finalidad del Krampus es el castigo, pero no sólo por el hecho del pecado — como se aseguraba durante el medioevo — sino también, de la incredulidad. De la misma manera que el Dios Astado celta emergía de la oscuridad del Bosque para devorar los corazones de las víctimas y bañarse en su sangre, el Krampus parece cebarse de la desesperanza, el horror y los espacios más oscuros del espíritu del hombre. Mucho más intrincado que su relativamente benigna percepción de contradicción a todo lo que Papá Noel representa, la figura del Krampus lleva a cuestas un complejo simbolismo sobre el origen de los terrores y sobre todo, la capacidad del hombre para enfrentarse a lo desconocido. El Krampus, nacido directamente de la percepción más primitiva sobre lo que tememos — y el motivo por el cual tememos — es la encarnación de un tipo de horror simbólico que desborda los sencillos parámetros del bien y del mal que la Iglesia Católica convirtió en formas de moralidad durante la primera mitad del medievo. Desde su extraño origen como espíritu del caos y sobre todo, testigo de la muerte y el sacrificio, el Krampus pasó a transformarse en una criatura capaz de reflejar no sólo la oscuridad de la naturaleza humana sino también, sus pequeños dolores y terrores. Mientras Papá Noel refleja la viva imagen del bien — y el inevitable renacimiento de la Tierra durante la época más fría — el Krampus, simboliza justo lo contrario y lo hace desde una figura siniestra capaz de invocar los peores terrores y misterios que se esconden en la noche más larga del tradicional ciclo de cosecha. Aún así, el Krampus no se consideraba una figura maligna sino más bien necesaria. Para la sempiterna tradición pagana oculta y disimulada bajo los ritos cristianos, el Dios astado representaba lo más tenebroso de la naturaleza humana, sus dolores y deseos inevitables. Un extremo imprescindible para comprender a profundidad el ciclo de la muerte y renacimiento en el que continuaban creyendo a pesar del ritualismo monoteísta que se obligaban a llevar a cabo.
Por supuesto, la aterradora figura del Krampus fue perseguida y sobre todo, condenada por la primitiva Iglesia católica: las celebraciones en su nombre fueron prohibidas y se señaló al Krampus como “la encarnación del enemigo de Dios”. Las iglesias de pueblos y provincias insistieron en castigar los ritos de cosechas que seguían celebrándose de manera doméstica en buena parte de la la Europa del medioevo tardío. Poco a poco, la figura de Krampus llegó a considerarse no sólo esencialmente maligna sino un monstruo llegado de épocas primitivas para aterrorizar a los creyentes. La figura macabra del Krampus — y sobre todo su complejo significado — se simplificó para convertirse en una mera aseveración moral.
La navidad y otras reliquias históricas:
En el año 2008, el escritor estadounidense Les Standiford analizó en su singular libro “El hombre que inventó la Navidad: como El cuento de Navidad de Charles Dickens rescató su carrera y revivió nuestro espíritu festivo” la definitiva influencia de Dickens en la forma como comprendemos la navidad en la actualidad. Para el autor, Dickens no sólo dotó a la fiesta de la beatífica apariencia de fiesta familiar que nos resulta tan familiar, sino que le brindó además una identidad por completo occidental. “No existían las tarjetas de Navidad en la Inglaterra de 1843, no había árboles de Navidad en las residencias reales, no cerraban las empresas durante una semana, ni se celebraban tantos servicios religiosos de medianoche. Para la iglesia anglicana todo el asunto de la Navidad tenía un lejano regusto a paganismo”, insiste Standiford y además reflexiona sobre el hecho que hasta la publicación del cuento de Dickens, la navidad era poco menos que un asunto doméstico sin mayor trascendencia. “Quizás sin saberlo, Dickens creó la percepción de la navidad como una época de buena voluntad que debía celebrarse desde una perspectiva estrictamente cristiana” añade Standiford, en un análisis sobre la trascendencia de la mayor fiesta cristiana que ha sido tachado de cínico e incluso, directamente reaccionario. Pero Standiford no ha sido el único en reflexionar sobre el origen real de la Navidad como un ritual en esencia familiar cargado de buena voluntad. El escritor William Makepeace Thackeray también insistió sobre la posibilidad que el rotundo éxito del cuento de Dickens transformara la Navidad en una percepción benigna sobre la sensibilidad cultural “desencadenó una oleada de hospitalidad en toda Inglaterra, fue la causa por la que se encendieron cientos de fuegos junto a los árboles de Navidad, de una terrible matanza de pavos de Navidad”, escribió con cierta ironía. Y aunque lo cierto es que la obra de Dickens no es la única publicada en el siglo XIX que tiene como tema central la Navidad y la bondad del espíritu humano que parece representar, si resulta obvia que su concepción cambió para siempre la forma como Inglaterra — y quizás Europa — percibía la festividad de la Navidad, que hasta entonces continuaba teniendo cierto regusto pagano. En plena explosión económica del siglo XIX, la noción sobre el bien y el mal se transformó en una visión más relacionada con el consuelo de la pobreza y la comprensión de los dolores materiales del otro, que en otra cosa. Con sus fantasmas bonachones y sobre todo, su gran celebración a la percepción de la familia, Dickens había creado una versión de los viejos ritos más cercanas a la prédicas de la Iglesia sobre la solidaridad, la compasión y la empatía que a la percepción de la oscuridad y la luz que seguía siendo tradicional en buena parte de Europa. Para bien o para mal, las últimas sombras del horror en contraposición con la resurrección en la esperanza que solía asociarse a la Navidad, se transformaron en símbolos más o menos sencillos para una cultura positivista más interesada en la alegoría que en antiguas formas de amenaza moral.
No obstante, en buena parte de Alemania, Rumania, Rusia e incluso en zonas remotas de Inglaterra, la figura del Krampus seguía siendo admirada y temida a partes iguales. Aún así, también sufrió la inevitable transformación de una época obsesionada con dilemas espirituales e intelectuales, antes que el mero instinto primitivo. Mientras que el benigno Papa Noel se había transformado en una figura paternal que premiaba las buenas obras y la obediencia, el Krampus se hizo el símbolo de los castigos y los terrores nocturnos, más cercano a un burlón espíritu destructor que a la temible criatura que por siglos había atemorizado a la Europa meridional. Como demonio tradicional de las festividades navideñas de pueblos y caseríos alpinos, el Krampus conservó sus largas garras y cuernos curvos, pero se volvió una figura lóbrega de abrigo roído y capucha de cuero que cubría y ocultaba su rostro retorcido. El Krampus llevaba ahora cadenas en las muñecas y las hacía sonar durante las noches del 5 o 6 de diciembre, para anunciar su llegada. Y mientras el antiguo Krampus devoraba el corazón de los infieles o los no creyentes, el monstruo nacido para una época mucho más cínica, azotaba a los niños con ramas de árboles mientras les amenazaba con el infierno cristiano.
El Krampus y la memoria colectiva: La sonrisa de la maldad.
Sin duda por su ingrediente burlón y maligno, durante las primeras décadas del siglo XX, la figura del Krampus dejó de pertenecer al folclore europeo para convertirse en una figura habitual en cuentos, novelas e incluso, juguetes infantiles. Su figura grotesca comenzó a llenar postales, grabados alusivos a la navidad y de pronto, el llamado “Rey Negro de la Navidad” se convirtió en un siniestro fenómeno a nivel mundial. De pronto, la macabra promesa de “un castigo” para los niños malvados era mucho más cercana y el Krampus, con toda su extraña apariencia atemporal, era el símbolo idóneo para una nueva concepción del mal misterioso y atávico.
Quizás por ese motivo, en la Navidad de 1951 se celebró el último auto de fe en el continente Europeo. Una enorme hoguera se encendió frente a la Catedral de Dijon, al este de Francia. Por extraño que parezca, la víctima a castigar no era una bruja, sino Papá Noel y Krampus. Ambas figuras — atadas con hojas y ramas que recordaban a su origen ancestral — ardieron bajo la mirada de una nutrida concurrencia de las Iglesias católicas y Luteranas como “protesta por la creciente paganización de las fiestas”, según describió crónica que sobre el extraño fenómeno escribió el diario France Soir. Las pocas fotografías que acompañan la nota, tienen un aire tétrico y confuso: las enormes figuras de Papá Noel y Krampus resaltan de manera muy nítida entre las llamaradas de fuego blanco. Con un definitivo aire mitológico y ancestral, la quema de los símbolos más conocidos de la Navidad pareció ser el tardío reconocimiento de la raíz primitiva no sólo de la navidad, sino de nuestra concepción sobre lo moral y lo profundamente espiritual. “La Iglesia no se equivoca cuando denuncia que en la creencia en Papá Noel se encuentra el bastión más sólido y más activo del paganismo en el hombre moderno”, señaló el gran antropólogo francés Claude Levi-Strauss, en un texto que escribió acerca de la extraña ceremonia y que tituló ‘El suplicio de Papá Noel’. Para el investigador, la navidad — sus símbolos y también sus monstruos — no son sólo reflejo de nuestro pasado cultural, sino también del asombro ancestral, inevitable acerca de los misterios que nos rodean. “Seguimos siendo salvajes, asombrados por lo mítico y sobre todo, por la maldad” señaló Levi-Strauss como colofón a su investigación. Quizás la frase más acertada y dura con que se puede describir la percepción moderna del bien y del mal.