martes, 30 de mayo de 2017

Crónicas de la ciudadana preocupada: El dolor invisible del país anónimo.





A dos cuadras del edificio donde vivo, se encuentra un terreno baldío que fue invadido por un grupo de entre treinta o cuarenta mujeres y hombres. Al menos, ese era el número de ocupantes hace seis años, cuando ocurrió la invasión: una pequeña multitud que levantaba banderas del Partido Socialista Unido de Venezuela y celebraba haber “reconquistado” un espacio de la ciudad para “la victoria popular”. Dos años después, el grupo de “pioneros” — como se denominaban así mismos — se redujo a menos de la mitad. Y por último, luego de más de un lustro de ocupación forzosa y en apariencia inútil, apenas restan media docena de habitantes que sobreviven con dificultad entre endebles construcciones de madera techadas con zinc y la esperanza que el gobierno de Nicolás Maduro resuelva de una vez por toda, complacer las exigencias de un techo propio que todos recuerdan con amargura. Como si se tratara de una forma de empecinada resistencia, media docena de invasores continúa insistiendo en la posibilidad de recibir alguna dádiva del gobierno gracias a su fidelidad al partido de gobierno.

Por supuesto, nada ha sucedido hasta ahora y es muy poco probable que ocurra. Lo pienso mientras camino junto a la improvisada pared de de madera que delimita el terreno y que los habitantes de la invasión han reforzado con metal y plástico con el transcurrir del tiempo. Entre las rendijas, distingo el paisaje interior del terreno, repleto de muebles en diferentes estados de deterioro y basura acumulada entre las esquinas y estrechos pasillos. Un mujer lava un montón de ropa junto a una toma de agua en un rincón mientras un niño pequeño se acurruca a sus pies. Miro la escena de pasada, en un intento que no me abrume la conmiseración, la angustia, la impotencia. Pero lo hace. No dejo de preguntarme qué país heredamos de una estafa histórica, de un sistema que canibaliza las aspiraciones y esperanzas y las convierte en una forma de control. Los fragmentos de un proyecto político que convirtió el resentimiento en un arma de control política.
Al cruzar la esquina de la calle, distingo al resto del grupo de invasiones, de pie junto al final de la pared de plástico de zinc. Se trata de dos hombres adultos junto tres mujeres, una de ellas con un niño pequeño en brazos. Todos tienen un aspecto cansado y tenso. Me dedican una mirada desconfiada cuando cruzo por delante del lugar donde se encuentran. Durante durante las últimas semanas de protestas, la invasión parece encontrar en medio de la batalla campal entre ciudadanos y fuerzas de seguridad. Una especie de espacio sin dueño al que van a parar los restos de bombas lacrimógenas y el humo de las Molotov que se estrellan contra la frágil pared de madera que rodea el terreno. En más de una ocasión, les ve he visto desde la distancia de mi estudio a diez pisos de altura, correr para guarecerse entre gritos y consignas políticas. Por las noches, el único bombillo que ilumina el terreno permanece encendido, vigilante.

Me pregunto porque continúan ocupando el terreno, que les hace aferrarse a la difusa esperanza de una venia política en medio de un conflicto en escalada como el que padece Venezuela. Eso, a pesar que la gran mayoría comienza a mostrar señales de frustración y cansancio, no contra la sempiterna figura de Chávez — que aún llena las frágiles paredes de zinc y cartón — sino contra Maduro, a quien consideran culpables “de su abandono”. O eso es lo que he podido deducir por las consignas que corean de vez en cuando: “Maduro, te dimos el voto, no se te olvide que el pueblo manda” y los grafitis que aparecen con frecuencia en las tablas de madera que rodean el lugar, que exigen reconocimiento del “campamento de avanzada” y algunas mejores en servicios públicos. Pero a pesar de eso, no hay respuesta. O al menos, no una visible: el terreno continúa vacío a excepción de una precaria construcción de cartón, zinc y algunas tablas que crean una especie de avanzadilla precaria. No obstante, la prometida construcción de Misión Vivienda (principal exigencia del grupo) o incluso, una posible re ubicación continúa sin ocurrir.

Han transcurrido casi seis años desde que el terreno fue invadido y esa orfandad — o mejor dicho, aislamiento — de los invasores parece ser el principal motivo que ha provocado que la gran mayoría de ellos hayan decidido abandonar el lugar por su propio pie. Al principio, el grupo intentaba delimitar la zona “reclamada por el pueblo” e insistir en que el terreno (una enorme parcela en mitad de concurrida Avenida de la Ciudad) les pertenecía por el derecho conferido por Hugo Chávez para invadirlo. Durante los primeros días de la ocupación, el grupo de hombres y mujeres junto con una docena de niños, dejó bien claro que la invasión sería su hogar, a pesar de la queja de los vecinos “burgueses” y las incomodidades que podrían sufrir. Después de todo, “Chávez les prometió dárselos” aseguró una de las ocupantes en una entrevista a un periódico nacional y la gran mayoría estaban convencidos que la simple presión de ocupar el lugar sería suficiente para obligar al gobierno a “cumplir” sus promesas de construir uno de los conocidos complejos habitacionales estatales: enormes estructuras construidas a bajo costo y considerable velocidad, que intentan suplir el déficit de viviendas en el país.

No ocurrió. A pesar de los rumores, las promesas, la presión, la fidelidad la construcción siguió sin llevarse a cabo y la invasión continúo siendo sólo un espacio arrasado por la desidia gubernamental. Eso, a pesar de cada día asegurar a quien quisiera escucharlo que forman parte de la “revolución” de la calle y enfrentarse a manifestaciones y protestas de los vecinos. Las provocaciones sólo hicieron al grupo más compacto y leal a la memoria de Hugo Chávez: durante las protestas de los primeros meses del 2014, el grupo de inmediato se enfrentó a las protestas callejeras. Durante la violenta noche del 18 de Febrero del 2014, cuando los grupos colectivos dispararon contra manifestaciones y concentraciones alrededor del país, los habitantes de la invasión arrojaron cohetones e incluso llegaron a disparar contra los edificios circundantes.Con frecuencia, aseguraron a gritos que “podrían morir por la revolución”.

No se trataba por tanto, de un grupo de pobladores por completo inocente. O dejó de serlo para convertirse en un punto ideológico al servicio del pensamiento político gubernamental. Cualquiera haya sido la transición, el hecho es que muy pronto, el antiguo grupo de casi cuarenta personas — trasladadas en autobuses y automóviles privados, todos con camisetas del gobierno y enarbolando banderas del PSUV — comenzó a mermar. Poco a poco, las mujeres mayores e inclusa algunas más jóvenes desaparecieron del lugar. Después, una de las madres con niños pequeños,. En menos de seis meses llegó a menos de veinte, hasta que finalmente llegó a una docena. Para principios del año 2015, el número pareció aumentar de nuevo — nuevos rostros, nuevas consignas — y hacerse más radical. No obstante, el terreno — las promesas de futuro, los rumores de una siempre aplazada construcción — continúan siendo tan inconsistentes como la posibilidad real que el pequeño grupo obtenga a estas alturas alguna reivindicación.

Hace unas cuentas semanas, decidí acercarme a la construcción. Tampoco es que pueda evitarlo: el Terreno invadido se encuentra en el Centro de dos avenidas muy transitadas, una calle que cruza hacia la cercana autopista y rodeada de edificios residenciales, uno de los cuales es el mio. De hecho, en la antigua propiedad se levantaba de las grandes casonas tradicionales de Caracas, derrumbada se dice que por descuido y equivocación de su dueño para construir el terreno un pequeño local comercial. En medio de la travesía legal y comercial, el terreno quedó sin resguardo y fue invadido, a la manera de Caracas, de la Venezuela chavista. Recuerdo todas esas cosas cuando me acerco a la invasión y miró a través de la improvisada puerta de cartón y madera mal tableteada. Los escombros de la vieja mansión ahora albergan lo que parece ser un laberíntico grupo de pequeños cubículos construidos con placas de aluminio, cartón y algunas telas colgando. Hay un televisor encendido y un grupo de niños juega más allá.

Antes que pueda detallar algo más, una mujer se acerca y se apresura a cerrar la puerta. Es una de las antiguas pobladoras. La reconozco porque en más de una ocasión la he visto sentada en la acera de la calle, contemplando el tráfico con gesto cansado. Da un paso hacia donde me encuentro, con expresión tensa y furiosa. Lleva una camiseta de un encendido rojo carmesí, con el monograma de los ojos de Chávez. Extiende la palma hacia mi rostro, con un gesto amenazante y violento que me hace retroceder.

— ¡Usté no tiene nada que buscar aquí! — me grita. Levanto las manos en un gesto apaciguador.
 — Solo quería saber si los rumores de construcción son ciertos.

Parpadea, como si la hubiese tomado por sorpresa. Aguardo, mientras los transeuntes que atraviesan la calle procuran apartarse de la escena. Nadie mira a la mujer. O intentan no hacerlo, en un gesto incómodo y precavido. Finalmente la mujer levanta la barbilla, desafiante.

— ¿Es periodista? Aquí no hablamos con los medios — me dice.
 — Sólo soy vecina de la zona. Vivo allá — señalo hacia el grupo de edificios a unos cuantos metros de donde nos encontramos — y quiero saber que ocurrirá.

De nuevo, silencio. Alguien abre la puerta de la invasión y asoma la cabeza. Es uno de los hombres desconocidos. Me dedica una mirada suspicaz y luego a la mujer que me acompaña, que sacude la cabeza y lo tranquiliza con un gesto rápido. La cabeza del hombre desaparece en el interior pero deja la puerta abierta y sé que se encuentra a unos pasos más allá, seguramente escuchando atento.
— Sí, vamos a construir — me asegura ella entonces, orgullosa, con voz firme. Una voz de consignas — el Presidente obrero ya aprobó los recursos y dentro de poco, esto será una de las nuevas obras de la gran Misión Vivienda, como el Comandante Eterno lo anunció.
 — ¿Tiene fecha?
 — Pronto. No sabemos cuando, sólo necesitamos que se firme un permiso y luego ya se va a construir aquí aunque los burgueses se quejen.
No respondo a la provocación. Miro la construcción que rodea la invasión: las paredes de madera y cartón manchadas de humedad, repletas de carteles con el rostro de Hugo Chávez. Hay varias sillas de plástico colocadas en una esquina. Más allá, unos cuantos niños juegan a la pelota entre los escombros de la antigua construcción del lugar que nadie ha limpiado desde entonces. Todo el lugar tiene un aire a desesperanza que me aturde, me abruma.
— ¿Será un edificio grande o pequeño?
 — Uno cómodo para los hijos de la Patria.

No tiene una respuesta, me digo pero no se lo digo. No sabe que ocurrirá y tampoco, si finalmente su insistencia fructificará en algo más que una promesa. Escucho un niño reír, alguien le regaña en voz alta. Una de las paredes de zinc se sacude, hace un sonido que es muy parecido a un crujido. La mujer sigue mirándome, irritada, incómoda. Ambas lo estamos en realidad. Finalmente me despido y recorro la calle, consciente de que me está observando, que está enfurecida por mis preguntas, por el mero hecho que me llamo a mi misma “vecina” de la zona. Con frecuencia, les escucho corear consignas sobre “los reales dueños de la tierra Venezolana”, de “acusar a los ricos de destrozar el país” y otras tantas ideas de revancha alentadas por la ideología que Hugo Chavez impuso durante quince años de gobierno. El pensamiento me inquieta, me produce un miedo real. De pronto, comprendo a plenitud el significado de la palabra “enemigo”, de esa sensación que lo que me separa de buena parte de los Venezolanos es una grieta más amplia y profunda de la que puedo entender.

***
Unos días después, indago un poco sobre el estatus de construcción del terreno invadido. Telefoneo a varios contactos en la Alcaldía de Caracas y trato de encontrar algún tipo de información fidedigna. Nadie la tiene o al menos, las versiones no parecen coincidir. Se habla que realmente se aprobó la construcción de un edificio adjudicado por la Misión Vivienda en la zona, pero que aún deben aprobarse varios “documentos” — nadie me indica cual es — para que comience la obra. Alguien más me habla de rumores de venta, que el antiguo propietario logró un acuerdo extrajudicial con un grupo de “militares” — una idea general, sin cargo ni rostro — para recuperar el lugar. Finalmente, alguien me deja entrever que todo depende de la presión del grupo y su utilidad “para la revolución”.

— La mayoría de las invasiones en medio de la ciudad tienen un sentido ideológico. Una especie de núcleo de vigilancia chavista que pueda informar sobre manifestaciones opositoras. Un grupo de “cooperantes”, más o menos — me explica. La idea me parece paranoica, incluso un poco exagerada. Pero recuerdo que durante las pasadas protestas, el padre de una de mis amigas fue encarcelado por la denuncia de uno de los “compatriotas cooperantes”. Aún sigue detenido en las instalaciones SEBIN, a pesar de que no hay pruebas en su contra ni tampoco, se ha llevado a cabo un juicio formal. De pronto, la mera idea de la invasión se convierte en algo inquietante, casi siniestro.

Miro el lugar desde la ventana de mi habitación. Tiene un aspecto desolado, casi al anochecer, con unos cuantos bombillos encendidos y los árboles secos y requemados alrededor. Una de las mujeres está colgando otro cartel con el rostro del difunto Hugo Chavez Frías. Reconozco la fotografía: Chávez sonríe, rodeado de niños y de ancianas. “La Revolución de la inocencia” se lee en la leyenda. Lo irónico de la idea me deja un sabor amargo en la boca.

En más de una ocasión Chavez aseguró que las invasiones eran métodos “revolucionarios”. Los auspicio no sólo como una forma de popularizar su insiste discurso de enfrentamiento entre clases sino como método para debilitar la propiedad privada. Y la Venezuela Chavista, inflamada de un profundo resentimiento, de una ira revanchista quizás acumulada por décadas, reaccionó de inmediato: Grupos de pobladas espontaneas invadieron espacios vacíos, terrenos privados, edificios a medio construir. Pronto, el habito se hizo algo más organizado y preciso: banda de “invasores profesionales” crearon un sistema que no sólo hizo rentable la “venta” de espacios propicios para la invasión sino que además, propició toda una cultura basada en la apropiación y destrucción de espacios habitables. Poco a poco, la propiedad en Venezuela se convirtió en un asunto ideológico — como suele ocurrir con casi cualquier tema — y también, en una muestra de la intención del gobierno de brindar “poder” al pueblo.
Pienso en eso mientras la invasión “celebra” la memoria de Chavez lanzando cohetones caseros y coreando consignas de “victoria popular”. El grupo es mucho menos numeroso que nunca: todos llevan la tradicional camiseta roja y levantan pancartas provocadoras a los transeúntes y conductores. Uno de los hombres levanta una bandera de Cuba y Venezuela. “Patrias hermanas, objetivos idénticos” grita. El grupo le responde con una salva de aplausos.
“La Revolución de los Inocentes” pienso de nuevo.
***
El tráfico alrededor de la Avenida es casi intransitable. Cuando asomo la cabeza por la ventanilla de mi automóvil para mirar que ocurre, veo que un viejo camión de construcción, intenta abrirse paso por la invasión, llevando un cargamento de cabillas de metal. El enorme vehículo se sacude de un lado a otro, trata de atravesar la acera y cruzar directamente hacia el interior del terreno donde lo esperan unos pequeño grupo de hombres que hacen señas. Pero no lo logran. El conductor se afana, las ruedas del camión rechinan. El corneteo aumenta. Hay groserías, reclamos. Finalmente, el vehículo logra avanzar y entra. Corren las planchas de zinc que cierran el terreno apresuradamente.

Así que la construcción comenzará, a pesar de todo, me digo preocupada. Imagino los meses de polvo, sonidos y caos cotidiano que tendré que sufrir. La enorme construcción que se levantará a mitad de la calle, a pesar que el terreno no es apto para hacerlo, que devastará los árboles a su alrededor, que destruirá el plácido equilibrio que hasta hace varios disfrutaba la calle. Lo imagino muy claro: el sonido estridente de motores, de la obra construyéndose. ¿Qué ocurrirá ahora? No tengo la menor idea de qué esperar.
Pero transcurren semanas y nada ocurre en realidad. La invasión luce tranquila, con el mismo aspecto frágil que siempre ha tenido. Una día llueve durante horas y cuando miro por la ventana, las cabillas — arrojadas en el terreno sobre la tierra sin mayor resguardo — parecen flotar sobre el barro. Las veo desaparecer lentamente, volverse una mezcla de acero y tierra revuelta. Veo a varios de los hombres corriendo para arrojarles lo que parece ser un pedazo de lona. Alguien grita. Dejo de mirar.

Aún así, me sorprende cuando el camión regresa, esta vez para llevarse las cabillas. La invasión mira el espectáculo desde la acera, en una callada formación de aspecto un poco triste. Tres hombres atan el metal al camión, sacuden la cabeza. Lo observo todo desde el tráfico, en medio de las palabrotas e insultos de la calle nerviosa. Pero nadie mira en nuestra dirección. Todos miran como las cabillas regresan al camión y luego el vehículo abandona otra vez el terreno, se confunde en medio de la calle alterada, estruendosa.
Uno de mis vecinos se encuentra de pie junto a la reja de mi edificio. Me abre la puerta cuando me acerco y señala con la cabeza la invasión.

— No aguantaron y se trajeron sus peroles, sus materiales. Pero se las tuvieron que volver a llevar — me cuenta — se está comentando que el terreno lo compró un general y no saben que pasará después.
Miro al grupo de nuevo, con los brazos caídos. Hay un niño que llora, aferrado a su jovencísima madre. Un hombre sacude los brazos, grita consignas. Pero nadie le responde. Hay un cierto silencio en medio del estruendo de la ciudad. Chávez sonríe desde una de las pancartas que comienzan a romperse. Remoto, lejano, mitológico.

“La Revolución de los inocentes” leo de nuevo. Entro a mi edificio. Cuando vuelvo a mirar antes de cerrar las puertas, veo al grupo aún de pie en la calle. El niño sigue llorando. El cartel parece flotar en la pared de zinc.

***
El espiral del gas tóxico de las lacrimógenas avanza por la calle como una nube opaca y densa. La contemplo desde mi estudio detrás de las ventanas selladas. El paisaje del terreno invadido desaparece entre la humareda y de pronto, pienso en el reducido grupo de hombres, mujeres y niños en su interior. En las frágiles paredes de zinc que con toda seguridad se tambalean por los embates de las bombas que los funcionarios de la Guardia Nacional arrojan sin descanso. En la basura amontonada en las esquinas, que una chispa podría encender con tanta facilidad. En el miedo sin nombre que por un momento nos une, nos hace sólo víctimas en medio de la violencia. Y me pregunto — de nuevo, una y otra vez en medio del desastre — quienes somos los Venezolanos que sobrevivimos a la violencia. Al terror constante de una estafa histórica que devastó al país y lo convirtió en un paisaje sin nombre, herido, cubierto de cicatrices incurables.
Quizás, nadie lo sabe.

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