En uno de los retratos más conocidos de Arthur Miller, se le ve sentado en frente a su mesa de trabajo, con un bebé en brazos. El célebre escritor lleva suéter, una camisa con el cuello abierto y tiene un aire relajado, casi amable. Lleva sus conocidos anteojos de pasta y su expresión es pacífica. A diferencia de otras tantas de sus fotografías, el autor no parece otra cosa que un hombre pacífico que sostiene en brazos a su hijos. Tiene el cabello ralo, la piel del rostro tirante. Sin afeitar, los labios apretados con cierta incomodidad. Un hombre que comienza a envejecer. Una imagen muy lejana a la del turbulento escritor, tiene la apariencia de un hombre común, con las mismas preocupaciones y terrores que agobian a cualquier otro. La fotografía logra lo que pocas: mostrar al Miller oculto, al escondido debajo del mito y sobre todo, bajo las capas de celebridad, ufana popularidad y compleja personalidad. En el retrato, Miller está tan cercano a la normalidad, a la simplicidad y quizás a su verdadera personalidad que conmueve y sorprende. Como si la imagen fuera más que un conjunto de símbolos visuales, una ventana hacia la intimidad del escritor. Y ese es quizás el elemento que sorprende de toda la fotografía: como toda imagen contundente, muestra una cosa fingiendo mostrar otra por completo distinta.
La autora del retrato fue la fotógrafa Inge Morath, que mucho después admitiría que le llevó un enorme esfuerzo captar ese único momento de fragilidad en un hombre conocido por su arrogancia. Por entonces, ya era su tercera esposa y quizás, la testigo de una historia tragicómica de relevancia pública y una insólita capacidad para el escándalo. Miller se había divorciado de un fugaz matrimonio con la actriz Marilyn Monroe y de pronto, se encontró en medio de un tipo de polémica a la que no estaba habituado: era el ex marido de una de las mujeres más deseadas del mundo y de pronto, el motivo de su infelicidad. El matrimonio con Morant fue una especie de remanso de paz, de reencuentro con cierta sencillez que el escritor había perdido. Inge Morath, una mujer con una enorme personalidad, fotógrafa y sobre todo, una enorme voracidad intelectual, parecía la contraparte ideal para un hombre convencido del peso de su genio. Entre ambos, nació de inmediato una enorme curiosidad mutua pero también un respeto mutuo que convirtió la relación entre ambos en una extraña fraternidad entre iguales.
Quizás el retrato que tomó a Miller resume esa complicidad. Un percepción de lo secreto y lo que se insinúa en cualquier imagen, que Morath exploró durante toda su vida. La fotógrafa — asistente de Cartier Bresson, obsesionada con la fotografía como un medio de creación artístico — no sólo encontró el elemento de ruptura en el hecho de la imagen como documento, sino que además, lo transformó en otra cosa. Le brindó una cierta cualidad conmovedora que es quizás el elemento más reconocible de su trabajo y además, elaboró un discurso existencial sobre la imagen como registro elocuente de la realidad. Entre todas estas cosas, Morath además encontró el método exacto para subvertir la fotografía cotidiana en algo más complejo y sorprendente.
Inge Morath nació en Graz (Austria) en 1923 de padre científicos que le animaron desde muy niña a romper los rígidos cánones que debía cumplir la mujer de su época. Aventurera, osada y con un enorme temperamento artístico, la futura fotógrafa no sólo rompió la limitada visión sobre la mujer Europea de la primera mitad del siglo XX sino que además, asimiló la corriente de cambios que vino inmediatamente después. Estudió Idiomas y apenas finalizó la Segunda Guerra Mundial, se trasladó a Viena y trabajó como traductora para las fuerzas de ocupación norteamericana. La jovencísima Morath era además un espíritu artístico y crítico que intentó captar la realidad como una presunción de sus consecuencias. Con apenas veinte años, ya escribía relatos para radio y artículos para revistas que luego, serían el germen de grandes y profundos reportajes sobre la posguerra y sus implicaciones. De hecho, fue su obsesión por el periodismo espontáneo y basado en la observación directa, lo que le hizo — según sus propias palabras — llegar “tarde a la fotografía”. Tenía veinticinco cuando comenzó a fotografiar casi por mero accidente y con el único objetivo de ilustrar sus reportajes. Pero sus fotografías tenían una mirada crítica y durísima sobre la realidad que de inmediato llamaron la atención del fotógrafo Ernst Haas. Ambos se hicieron amigos cercanos y muy pronto, Morath comenzó a escribir los textos para sus fotos. De la colaboración surgió un cuidado trabajo sobre la Europa que se recuperaba de las heridas de conflicto bélico pero sobre todo, una mirada acuciosa e intrigada sobre las particularidades del renacimiento de un continente que había sufrido más de treinta años de enfrentamiento armado. Asombrado por el resultado y el impecable punto de vista conjunto, Robert Capa les invitó a formar parte de un proyecto recién nacido: la agencia Magnum, en la que Morath comenzó a trabajar como editora del material literario que acompañaba las fotografías.
En más de una ocasión, Morath insistió que decisión de ser fotógrafa no fue consciente. Simplemente supo que su lugar era detrás de la cámara. “Las historias estaban allí y necesitaba contarlas más allá de las palabras” comentó un poco antes de morir. Convencida de la capacidad de la cámara para la observación y el documento, en 1951 comenzó a trabajar como ayudante de Henri Cartier-Bresson por casi cinco años. Del fotógrafo aprendió la paciencia al fotografiar, la noción sobre la importancia del documento fotográfico y sobre todo, a desarrollar el infalible instinto del momento decisivo. Para 1955, las fotografías de Morath eran algo más que pequeñas curiosidades anecdóticas y se habían convertidos en verdaderas alegorías al tiempo que le tocó vivir y su manera de percibirlo. Fue entonces cuando entró definitivamente como fotógrafa a la Agencia Magnum.
De la mirada al mañana y otras formas de esperanza.
Inge Morath se obsesionó con la fotografía. Tanto, como para dedicarse por completo no sólo a la labor de fotografiar sino al hecho de la imagen como reflejo de la cultura y la sociedad. En sus imágenes hay un vigor y una personalidad que sorprende por su frescura, pero sobre todo, una inteligente mirada hacia la percepción de lo inmediato, lo que lo define y lo que sostienen a la fotografía como una forma de expresión formal. La fotógrafa tenía una necesidad profunda y meditada por recrear la historia a través de las imágenes, la compresión de la individualidad del ser humano y sobre todo, esa secreta sensibilidad que habita en el hombre como circunstancia. Empedernida viajera y sobre todo, una mente curiosa e intelectualmente independiente, Morath encontró en la fotografía una manera de construir una visión sobre el mundo que sorprende por su sensibilidad y frescura.
Sobre todo, Inge Morath estaba convencida que había cierto elemento poético en el fotoperiodismo, una noción desconcertante para la fotografía de la época. Quizás por eso, sus fotografías parecen tan vigentes y tan extrañamente exóticas: hay una extraña ruptura en el discurso fotográfico tradicional y purista, en busca de algo más artístico y profundo. Inge Morath jamás se conformó con una noción de la fotografía como ejercicio en esencia realista. Encontró la manera de mezclar esa percepción atemporal y casi anecdótica sobre la imagen que heredó de Cartier Bresson con algo más dúctil y sensitivo. El resultado es un discurso de enorme valor visual pero también metafórico.
Morath recorrió el mundo para fotografiar y sobre todo, para comprender esa noción de la fotografía como arte y forma: logró fotografiar a Pablo Picasso, Joan Miró, Jean Cocteau o Marilyn Monroe. Pero también, encontró un especial interés en los espacios humanizados y provistos de historia como la casa de Borís Pasternak o la habitación de Mao. Para la fotógrafa, la imagen era una mezcla de la realidad convertida en un documento subjetivo. Una percepción que dotó a su trabajo de un peso e importancia específica.
Más de una vez Morath insistió que su relación con la cámara era el equivalente al de la pasión romántica. “Fue una pasión instantánea. Desde entonces no he querido hacer otra cosa, a pesar que lo hice y por años me resistí por pura terquedad a la cámara. Pero por último, no pude resistir ese pequeño prodigio creativo”. Por supuesto, la fotógrafa es mucho más que el mito a su alrededor. Mucho más que la sorpresa que causan sus raras fotografías — como la de una Llama recorriendo en taxi una calle de Nueva York — o el hecho que fue la mujer que sustituyó al Marilyn Monroe en el corazón de un escritor esencial de la cultura norteamericana. Entre todas las dimensiones de su extraordinaria vida, el talento y la sensibilidad de Morath para comprender el mundo desde lo pequeño y singular, es quizás el rasgo más extraordinario de su larga trayectoria.
Pero además, hay algo en el ojo acucioso e inteligente de Morath que supera el mero talento, su pulso preciso para el momento decisivo o incluso, su cuidada relación con el medio como una forma de expresión estética. Morath fotografiaba desde la necesidad de narrar lo invisible y lo hacía como una forma de anécdota cultural. Lo hizo durante sus más de dos décadas como fotógrafa en Vogue, Life o Paris — Match, en su trabajo netamente documental para Magnum e incluso, el que llevaba a cabo para sí misma. Para Morath fotografiar era una forma de arte pero también, una delicadísima sugerencia de la huella humana en cada fragmento de la realidad. Y quizás por ese motivo, el éxito de su trabajo, de su postura frente al inmediato en estado puro y sobre todo, la fotografía como elemento formal del registro de la realidad.
Poco antes de morir, Morath ordenaba un trabajo que no llegó a publicar, aunque culminó con esa paciencia suya que asombra por su delicadeza: una recopilación de fotografías tomadas luego de la tragedia del 11 de septiembre en Nueva York. Pero a diferencia de todos los documentalistas que intentaron captar lo ocurrido, Morath se concentró en los homenajes, los tributos y los pequeños monumentos a las víctimas que llenaron la ciudad. Una mirada sensible a la trascendencia, la belleza y la genuinamente humano en medio del dolor. Lo que siempre llevó a cabo.
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