lunes, 29 de mayo de 2017
Del arte convertido en una precisa arma ideológica: Algunas reflexiones sobre Leni Riefenstahl
Toda biografía es un autorretrato, un reflejo nítido no sólo sobre la vida de su autor sino también, la circunstancias que le rodean. Tal vez por ese motivo, los primeros párrafos de las memorias de Leni Riefenstahl resulten chocantes por una aparente y peligrosa ingenuidad: “Nada más conocer a Hitler, me pregunté qué modo podía serle útil”. La directora no pensó en las víctimas que podía provocar el evidente talante totalitario del recién elegido canciller ni tampoco, su obsesiva percepción del poder. Para Riefenstahl lo realmente importante era la noción de una poderosa versión de la realidad “que deseaba contar”. Lo demás, es historia.
A Leni Riefenstahl se le ha llamado el Ojo de Hitler, un titulo que resume casi a la perfección su estrecha y controvertida colaboración con el Tercer Reich. La cineasta no solo creó la iconografía del nacionalsocialismo sino que además, dotó al régimen Nazi de una personalidad artística que contribuyó a su rápida difusión y aceptación. Y aunque mucho después se reivindicó su papel dentro del estamento artístico que apoyó al nazismo y sobre todo, le brindó sustento conceptual desde la visión artística, su figura continúa siendo el ejemplo ineludible de esa mezcla peligrosa que puede llegar a ser el arte y la ideología política. Claro está, que Riefenstahl utilizó su indudable talento para construir una interpretación de su época lo bastante peligrosa como para considerarse nociva: es suya esa visión plenipotenciaria y multitudinaria del nazismo, con sus masas alienadas durante el congreso del partido nacionalsocialista en Nuremberg en 1934. También es obra de su ojo documental infalible y refinado esa asimilación de los promoción del nazismo a la cultura alemana, hasta crear una amalgama desconcertante y casi indivisible. Revolucionó el lenguaje del documento histórico y a través de esa transformación, dotó de cierto sentido épico a una conceptualización de la política y sobre todo, atribuyó méritos a toda una serie de discutibles visiones sobre el arte al servicio del poder.
Pero, más allá de cualquier mérito estético y técnico, Riefenstahl reformuló la teoría política nazi para brindarle una visión histórica nueva. Es probable que la documentalista sea el primer artista audiovisual del siglo anterior en utilizar los símbolos del poder para construir una visión intelectual concreta, una ilusión de majestuosidad que realzó la ideología a niveles desconcertantes. En el documental “Olympia”, no solo mostró la belleza del deporte, con una estética muy cercana a al hedonismo griego, sino que además, supo introducir de manera nada sutil ese elemento de segregación racial que el Nazismo utilizó como política y sentencia durante su breve existencia: la supuesta superioridad física de la raza aria. Y es que para Leni Riefenstahl, lo verdaderamente importante era la necesidad de expresar ideas a través de las imágenes, sin que le preocupara en especial su peso histórico o lo inquietante que estas pudieran parecer dentro del ámbito de una Europa divida y disminuida en lo político y lo social. La cineasta encontró una manera de realzar y construir un nuevo altar de ídolos visuales de dudosa sustentabilidad pero con el suficiente poder de evocación como para construir una idea nueva, que se afianzó a medida que su insistencia en contar la historia a su manera contaminó su visión artística. Y es sin duda ese motivo, por el que a Leni Riefenstahl se le recuerde más por su colaboración con un régimen político dictatorial que ayudó a sostener antes que por sus méritos artísticos: su revolución en el lenguaje estético del documental y sus descubrimientos técnicos que brindaron un vuelco a la re interpretación de la historia como elemento visual. El arte convertido en motor y núcleo de la contienda política o lo que es más preocupante, como reflejo y herramienta de manipulación social.
No obstante, Leni Riefenstahl era mucho más compleja de lo que podría suponerse su papel circunstancial como pieza imprescindible del aparato de propaganda Nazi. No sólo era una artista talentosa, sino también una visionaria que construyó y elaboró una nueva visión sobre la capacidad de la creación visual como propuesta ideológica. De la misma manera que Ródchenko y Maiakovski en la Unión Soviética, Riefenstahl intentó encontrar un equilibrio entre la propuesta ideológica y la artística. Y lo logró, desde una perspectiva que desconcierta por su riqueza, matices y espíritu moderno a pesar del inquietante contenido que sostiene sus mejores piezas audiovisuales.
La máscara rota del Nacionalismo.
En una ocasión se le preguntó a Riefenstahl si se arrepentía de alguna cosa. Por entonces, cumplía casi 100 años y la que había sido una de las artistas más reconocidas de su país, se encontraba reducida a la ruina y al descrédito público. Con todo, Riefenstahl aún tenía una versión muy precisa acerca de su vida y la forma en que había formado parte de uno de los momentos más oscuros de la historia contemporánea. “¿De qué soy culpable? Dígame ¿de qué? ¿De haber vivido esa época? ¿De haber estado allí?” fue la respuesta de Riefenstahl, que hasta los últimos momentos de su vida, insistió en el valor artístico de su obra. Para la directora, el hecho de la política y la ideología con respecto a su discurso estético sobre todo, el enorme peso que su trabajo tuvo en la interpretación del régimen Nazi continuaban siendo una mera consecuencia, una percepción errónea sobre una propuesta más profunda. Casi cincuenta años después que el mundo se asombrara por la pulcritud visual pero sobre todo, el profundo contenido intelectual de sus películas, la polémica genialidad de Riefenstahl — bailarina, escaladora, actriz, directora y amiga personal de Hitler — seguía siendo un misterio.
Sin duda se debe a esa cualidad extraordinaria a que ni siquiera la verguenza de una nefasta simpatía política desvirtúe del todo el hecho que Riefenstahl se considere no sólo una mujer controversial, sino símbolo de su época. Eso, a pesar que en su natal Alemania, su nombre y trabajo están vinculados de manera indeleble a crímenes de guerra, a la estética fascista e ideología nazi. Pero para Riefenstahl, el arte era un reflejo de su época, con todos virtudes y dolores. Una herramienta emocional para mostrar la identidad de un país sometido a una enorme presión histórica.
Porque más allá de toda su carga ideológica, el trabajo de Riefenstahl estaba basado en una profunda y desconcertante devoción por Hitler, a quien unía no sólo una extraña amistad sino también, una afinidad intelectual que la artista defendió durante buena parte de su vida. Según la propia Riefenstahl, su trabajo para el Nazismo era una obra de respeto hacia un hombre “que comprendió a Alemania mejor que cualquier alemán”, una declaración escalofriante por todas sus implicaciones pero que la artista mantuvo durante toda su vida. Quizás por ese motivo, se dice que para el dictador Leni Riefenstahl representó a la mujer ideal alemana. La encarnación de los ideales arios e incluso, de la noción sobre el ciudadano nacido del fascismo que Hitler intentó formar desde la cuna. Desde luego, para la directora la figura de Hitler era un ideal confuso entre el poder y una forma de idealización masculina que aún hoy resulta difícil de comprender.
Según la misma Riefenstahl, conocer al dictador cambió su vida por completo: “Fue como si se abriera la tierra delante de mí”, describió en sus memorias el momento que conoció a Hitler durante el año 1932 en un mitin político que se llevó a cabo en Berlín. “En realidad nunca me interesó la política sino la visión de Hitler sobre ella” aseguró con una rara mezcla de ingenuidad y fanatismo que continúa resultando desconcertante. Para Riefenstahl, la figura de Hitler era una alegoría a los ideales alemanes y décadas después, sostuvo que el triunfo del nazismo no se trató de una reacción política, sino de una insólita adoración “por un líder irrepetible”.
Obsesiva, perfeccionista, incansable y sobre todo a la vanguardia del cine alemán, Riefenstahl estaba obsesionada con la capacidad del cine para reconstruir la realidad en algo mucho más depurado, elegante y poderoso. Riefenstahl es el perfecto ejemplo del eterno debate entre la división — artificial o necesaria, según se le mire — del arte y la ideología. Con una dedicación que le permitió crear todo un nuevo lenguaje plástico en el cine registro, la cinematografía documental le debe Riefenstahl una nueva comprensión sobre el hecho del cine como herramienta estética y política, una mezcla que logró llevar al nivel de propuesta artística y que brindó a todo su trabajo un considerable peso artístico. Con su estilo pulcro, emocional pero sobre todo, dirigido a construir una reflexión sobre la realidad basada en la belleza y la epopeya visual, Riefenstahl revolucionó el lenguaje del cine documental. Creó además, un núcleo discursivo que se alejaba de la torpeza técnica de sus predecesores y construyó una aproximación novedosa acerca del hecho del cine como documento. Con su maliciosa vuelta de tuerca al lenguaje cinematográfico, convirtió a las masas alienadas del congreso de Nuremberg de 1934 en una multitud fervorosa y fascinada que celebraba el advenimiento de una Alemania renovada. Para la directora, no había un límite claro entre la propuesta visual y la capacidad del arte para subvertir la noción de la realidad en una visión ideológica. Y lo hizo cada vez que pudo: En “Olympia” mostró la belleza del deporte como una forma de celebrar la belleza aria. Pero además, elaboró un mensaje mucho más perturbador escondido bajo las brillantes imágenes de jóvenes de extraordinaria belleza llevando a cabo prodigios físicos: la búsqueda de la pureza racial. Utilizó todo tipo de avances técnicos de su propia invención para crear una noción sobre el poder físico del pueblo Alemán y además, dotó al conjunto de una rara y emocionante belleza. Con un pulso firme y una maestría que sorprende por su espíritu vanguardista, Riefenstahl convirtió la ideología en una forma de arte.
El poder y sus tentaciones: El arte como víctima del poder político.
No hay muchos datos biográficos sobre Riefenstahl y más de una vez se ha insistido que la directora los ocultó a voluntad, con toda la intención de sostener el mito sobre el misterio que rodeaba su origen. Con todo, la misma directora contó una versión idealizada y retocada sobre su vida en sus memorias publicadas en 1987, 1990 y 1992. En los textos, se aseguró de dejar claro que su obsesión por Hitler no incluía otra cosa que una necesidad de comprender sus rasgos más complejos y benignos, pero jamás reconoció el haber participado o participado en los crímenes que se le achacan al Tercer Reich. “Sólo serví una vez a Hitler y fue en el rodaje de El triunfo de la voluntad” escribe “y lo hice porque encarnaba el espíritu rebelde alemán”.
Hay cierto rasgo de ingenuidad en la forma como Leni Riefenstahl describe a la Alemania bajo la bota del Nazismo. Una mirada dúctil y edulcorada hacia el control ideológico que sorprendería menos a no ser que la directora admitió en más de una vez que estaba consciente del “raro y violento” poder que Hitler ejercía sobre las masas. Con todo, Leni Riefenstahl se mantuvo al margen de los peores crímenes del nazismo. Jamás perteneció al partido Nazi ni tampoco, se unió a ningún grupo de los tantos que sostenían la mirada artística e ideológica del régimen totalitario. En sus palabras, “sólo fui una observadora de un fascinante proceso histórico”. Y en más de una ocasión, su distancia moral y espiritual acerca del nazismo resulta desconcertante por inexplicable. Según toda la evidencia disponible, Leni Riefenstahl sólo miró, filmó y montó. Jamás asistió a mítines de apoyo a la progresiva destrucción de la libertad colectiva que simbolizó el nazismo y tampoco, se identificó con el creciente discurso de odio que comenzó a salpicar la propaganda oficial. Pero tampoco la contradijo ni tampoco se opuso. Y fue a esa endeble disculpa la que usó durante los juicios e investigaciones a la que fue sometida luego de finalizada la guerra. En lugar del silencio que la mayoría de los oficiales Nazis usaron como defensa, Leni Riefenstahl se empeñó en demostrar que su versión artística de Nazismo era sólo una percepción del ideario y no un apoyo tácito irrestricto, como si se trataran de percepciones paralelas de una idea concreta. “Yo no fui nazi ni lo soy; yo no fui antisemita” insistió una y otra vez, con una insistencia machacona y por momentos temible. A pesar de las evidencias, de las pruebas que demostraban que era parte del círculo cercano de Hitler, que incluso Goebbels llegó a decir “Ella es la única de las estrellas que de verdad nos entiende” Riefenstahl negó que su trabajo fuera otra cosa que arte.
“No puedo permitir que se denigre el trabajo de mi vida en algo tan brutal y vulgar como la guerra” escribió en sus memorias. Y esa sencilla frase, parece resumir la insistencia de Riefenstahl en impedir que su obra fuera clasificada como simple propaganda o algo más cercano, al panfleto ideológico. Para la directora, el arte y la política — incluso su más oscuras facetas — pueden ser reflejos inevitables, pero jamás una forma de expresión única. ¿Cuál es la verdad de su vida?, se le preguntó una vez durante una rueda de prensa en la 52ª Feria Internacional del Libro de Francfort. La ya anciana Riefenstahl miró al periodista sin responder y el silencio se espesó a su alrededor, mientras una docena de curiosos esperaba escuchar su versión de la historia. “La verdad es que todo cuanto se ha escrito sobre mí no es cierto”, respondió. “Nunca fui miembro del Partido Nacionalsocialista. Nunca hice películas para Hitler. Cuando hice Olympia, en 1938, pensé que era una buena propaganda para Alemania. Si aparecía en ella Hitler es porque casi todos los días iba al estadio”. Soy una víctima perfecta, porque hice una película perfecta”. El salón se llenó de abucheos y hubo incluso, quien abandonó el evento enfurecido por la imperturbabilidad de la anciana de cabello blanco que miraba a la audiencia con aire desafiante. Riefenstahl después diría que quizás ese silencio tenso — la furia contenida convertida en una respuesta por sí misma — era una de sus mejores creaciones. Una forma de asumir el peso extraña visión sobre lo artístico y más allá de eso, la durísima historia que llevaba a cuestas.
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