La poesía suele interpretarse como un reflejo poderoso de la realidad. Una imagen misteriosa concebida desde un punto de vista nuevo y rico en matices que también, muestra el mundo interior de quién la crea. Un juego de espejos en el que la palabra construye un lenguaje análogo y desconocido a través de la inspiración íntima. Una necesidad irresistible de reinterpretar el mundo a través de sus secretos.
Emily Dickinson no fue una mujer sencilla, a pesar de las crónicas de la época que la describen como “tranquila y meditabunda”. En realidad, se trataba de un espíritu afilado, por momentos cínico y casi siempre inconforme que pasó buena parte de su vida escribiendo para salvarse del vacío, el tedio y el obligatorio anonimato que toda mujer con sensibilidad artística sufría en la época en que nació. Pero Dickinson es mucho más que el mito a su alrededor, que la idealización de su talento poético y sobre todo, la insistencia de reducirla al estereotipo del artista maldito, agobiado por sus terrores y dolores. Dickinson fue una mujer fuerte en una época que se lo exigía. Tanto, como para aprovechar las limitadas posibilidades de educación que se le ofrecían — estudió historia natural y química — y convertirlas en una puerta abierta hacia el tipo de literatura que deseaba escribir. Dickinson se enfrentó a las limitada visión de la mujer de su época y creó algo nuevo y desconocido: una noción de poder del conocimiento desconcertante por su profundidad. Dickinson deseaba escribir pero no se limitó a la escritura como medio de expresión: Inquieta, curiosa, con una insólita osadía asumió la palabra como una forma de liberación pero también, una símbolo de sus pequeñas rarezas y dolorosas. Entre ambas cosas, la poeta encontró un tipo de lenguaje estético que asombró por su belleza y profundidad.
La eterna observadora: De la palabra a la búsqueda del significado alegórico.
La joven Emily Dickinson estaba obsesionada con el jardín que rodeaba la pequeña casa familiar en la que vivió la mayor parte de su vida. Cada mañana solía recorrer los pocos metros cultivables para recoger especímenes de flores y tallos que coleccionaba con una cuidadosa devoción. No se trataba sólo de un hábito para tranquilizar lo que solía llamar “los fantasmas de su mente inquieta” sino además, de una verdadera vocación naturalista que parecía definir un rasgo secreto de su imaginación. Dedicaba horas de esfuerzo a prensar cada ejemplar en cuadernos cosidos, creaba verdaderos mapas de ruta a través de la exigua fauna y flora que le rodeaba, pero sobre todo, dedicaba un especial interés a crear belleza a partir del caos. Cada una de las páginas de estos extraños diarios sin palabras, muestran el poder analítico y la complejidad de la mente de Dickinson: cada hoja, pétalo y tallo de la colección está conservado en impecable composición, en un juego de contrastes y simetría que sorprende por su pura belleza. La poeta no sólo estaba creando un álbum sobre sus coloridas vivencias como aplicada estudiante, sino un mundo poderoso mundo de alegorías y metáforas que sorprende por su precisión. No hay nada casual en ese lento recorrido de Dickinson a través de la imagen y su importancia. Como no lo hubo nunca en sus poemas y su maravillosas composiciones alegóricas.
El curioso herbario la acompañaría por buena parte de su vida. Lo comenzó siendo la niña de mejillas regordetas inmortalizada en óleo y acabó el último de la docena de libros siendo adulta y ya dedicada a la palabra, la mujer de mirada penetrante y dura que captó el daguerrotipo. Un tránsito intelectual y emocional que definió no sólo la imagen que siempre tuvo sobre sí misma — “soy una rara pieza de orfebrería” llegaría a decir — sino su inspiración poética. Su mirada sobre el mundo, sobre la palabra y sobre todo, su capacidad para crear a través de ella, tenía la misma dureza de su percepción sobre la realidad, pero también la insólita perfección que dedicó a sus imágenes, cuando no podía expresarse de otra forma. Dickinson estaba atormentada por la necesidad de expresión y lo estuvo en cada momento de su vida: La necesidad de crear y construir ideas complejas la acompañó durante cada momento de su vida. Una especie de enrevesado experimento privado que llevó a cabo con el mismo esmero y dedicación que los álbumes a los que dedicaba horas de esfuerzo silencioso. Para Dickinson crear era una forma de reconstruir la realidad. Dotarla de sentido y forma. Elaborar una mirada más amplia y sustanciosa. Y se aplicó a la idea en todas las maneras que tuvo a su alcance.
Tal vez por eso, Emily Dickinson siempre contempló el mundo desde esa distancia providencial: una percepción científica y casi cruel de lo que le rodeaba. Eso le mantuvo a salvo de los arrebatos colectivos de religiosidad en una época donde la mayoría de quienes le rodeaban estaban convencidos de la necesidad de la fe como una expresión de sensibilidad. Pero Dickinson tenía un espíritu crítico y casi cínico que le permitió mantenerse al margen del delirio dogmático y encontrar consuelo a sus exigencias intelectuales en Shakespeare, las hermanas Brontë, Dickens en lugar de la biblia. En una época que exigía cierto talante piadoso para comprenderse, Dickinson se mantuvo al margen. Se aferró con mano firme a la mirada profundamente intelectual y triunfó en su empeño de asumir la palabra como un proceso de la razón antes que de la emoción pura. Una puerta abierta no sólo hacia una profunda plenitud artística sino también, hacia un tipo de creación que aún sorprende por su capacidad para sorprender y desconcertar.
Durante su vida, Dickinson publicó sólo diez poemas. Lo hizo además de manera anónima, lo que suele provocar que se asuma de inmediato que la poeta no deseaba ser leída o mucho menos, publicada. Pero en realidad se trata de algo más complejo: Dickinson elaboró un concepto de la poesía basado en un reflejo profundo de su identidad y como tal, lo protegió con una ferocidad muy semejante a su obsesiva búsqueda de la belleza. Entre ambas percepciones — la poesía que muestra el mundo íntima y la necesidad de expresión convertida en palabra — Dickinson encontró una noción sobre lo artístico que definió su trabajo mejor que cualquier otra cosa. La escritora descubrió en la poesía un medio idóneo para expresar esa inquietud intelectual que solía atormentarla pero también, un paisaje nítido de su mente. Una combinación que transforma su obra en algo más complejo que un mero conjunto de expresivos y poderosos poemas.
En más de una ocasión, se ha dicho que la real vitalidad de los poemas de Dickinson no se encuentra en sus escasas publicaciones, sino en su correspondencia privada y sobre todo, sus misteriosos álbumes de imágenes, que conservó durante toda su vida y que se hicieron más intrincados década con década. Dickinson tenía una fluida y permanente comunicación epistolar con todo tipo de corresponsales alrededor del mundo y es en esa enorme conversación que se extendió hasta pocos años antes de su muerte, en la que se puede asumir el peso y el poder de la imaginación creativa de la poeta. Cada carta y postal rebosa de creatividad, una poderosa e íntima visión sobre lo que la palabra podía ser, más allá de los límites en ocasiones sobrios de la página en blanco. En esa obra al margen casi desconocida que Dickinson se muestra en toda su capacidad estética y discursiva: Imágenes sugerentes creadas a partir de ideas de asombrosa complejidad y originalidad. Poemas sobre la esperanza reimaginada como una casa amplia y luminosa escritos sobre una casa de papel. Poemas rodeados de flores prensadas con una precisión quirúrgica, adornados con cintas y pequeños pétalos para crear un secreto dentro de un secreto. Dickinson creó una forma de construir la idea de la palabra que desbordó la mera percepción del soneto: cada uno de sus poemas secretos, pasionales y mundanos poseía una carga alegórica que sorprende por su plenitud y radiante oscuridad.
Porque Dickinson no era una persona sencilla. No lo fue desde la niña que odió su primer retrato y que jamás quiso realizarse otro. Ni tampoco la mujer compleja obsesionada por la palabra que encontró en la ciencia una forma de expresión tan válida como el verso. Era progresista y no obedecía convenciones, de un carácter tan fuerte que varios de sus amigos más cercanos se asombraban de sus arrebatos de sus esporádicos pero poderosos estallidos de ira. También fue una filósofa, una mujer convencida del valor de la identidad y su talento. Tal vez por ese motivo, quizás lo que más sorprenda al analizar la vida de Dickinson desde la perspectiva de su rareza e insólita osadía, es la directa contradicción esa noción de su trabajo y su propia identidad que la transforma en una misántropa que asumió su trabajo desde un cierto misticismo solitario. Pero en realidad, Dickinson era una mujer llena de una curiosidad intelectual prodigiosa. Sabía de geología, botánica y filosofía. Sentía una enorme devoción por la historia y también por la ciencia pura. Disfrutaba de un constante contacto con la comunidad literaria de su tiempo y estaba al tanto de todo lo novedoso gracias a su amistad con editores y periodistas. Tenía una mente tan aguda que en más de una ocasión, hombres de su entorno le acusaron de ser “excesivamente masculina” y de insistir en un tipo de lenguaje “poco acorde con una mujer de su rango”. Pero Dickinson los ignoró a todos la mayor parte de su vida y dedicó sus energías a crear, no para ser publicada o encontrar la fama, sino para satisfacer justo esa noción sobre la personalidad que el arte parecía reflejar por completo. Explosiva, moderna y poderosa, Dickinson encontró en la poesía una mirada inusual sobre el poder creativo y sobre todo, sus implicaciones. Una mezcla asombrosa entre un evidente talento y un elemento más elocuente sobre su propia necesidad de construir una visión del arte a su medida.
Hacia finales de 1861, Emily Dickinson escribió «¡Yo no soy nadie! ¿Quién eres tú?/ ¿También tú no eres nadie?/ ¡Entonces ya somos dos!/ ¡No lo digas! Lo pregonarían, ya sabes. ¡Qué aburrido ser alguien!». Nunca explicó a nadie el sentido del poema y con toda seguridad, nunca sabremos el sentido exacto de esa poderosa noción sobre la individualidad y el espíritu creador que intentó plasmar en esas pocas líneas. Pero más allá del enigma, la necesidad de Dickinson para observar la realidad desde la periferia, con toda su belleza y poderosa emoción, le sobrevive. Y ese quizás, es mayor trascendencia.
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