jueves, 4 de mayo de 2017
La historia la escriben los asesinos: Unas reflexiones sobre el poder alegórico de “La historia Oficial” de Luis Puenzo.
Se dice que la fotografía puede ser tanto ventana como reflejo de la realidad que intenta captar. Probablemente se podría decir lo mismo del cine, aún más cuando el lenguaje cinematográfico es una mezcla esencial entre lo que se cuenta, y esa otra versión, lo que se interpreta, la metáfora que imágenes que intenta construir un mensaje. Y tal vez por ese motivo el cine — como expresión artistica — conlleva una importante carga emocional, una intención que ocasiones sobrepasa la simple visión fílmica. Una idea profundamente asimilada sobre la realidad que desea retratar.
“La historia Oficial” del director Luis Puenzo es con toda probabilidad la mejor película argentina en los últimos cincuenta años y lo es por su capacidad para mostrar una visión elocuente sobre una época y sus implicaciones. Ganadora del premio Oscar a mejor película extranjera en el año 1986, el film resume la grieta social de la sociedad argentina que sobrevivió a la dictadura de Pérez Videla. La obra más conocida de Luis Puenzo no solo narra la historia del país que sobrevivió a la violencia, a la transformación política y a la opresión de la bota militar, sino lo que ocurrió después. Ese despertar del ciudadano que debe admitir culpas y quizás, asumir su responsabilidad histórica ante un país lleno de cicatrices sociales y con un pasado inmediato lleno de recuerdos sangrientos. La memoria oculta y vergonzosa de un país en rebeldía.
Para el director, la película tiene una clara necesidad de contar la historia dentro de la historia. Lo que se oculta en esa censura latente que un país temeroso sufre incluso después de liberarse de la opresión política. Una visión complicada, si tomamos en cuenta que la mayoría de los sobrevivientes a la violencia se ocultan detrás de la normalidad aparente, de esa brumosa identidad compartida del que aún no asume el peso histórico de lo que ha vivido. La historia Oficial: la que se asume real, llena los resquicios de la duda, prevalece, la que quizás toma el lugar de lo real del terror anónimo. La historia que cuenta el que triunfa, el que tiene el poder suficiente para ocultar el oprobio bajo el puño del poder.
Con una delicadeza que conmueve, Puenzo cuenta la historia a través de los ojos de Alicia, una profesora de Historia Argentina en un colegio de Buenos Aires durante 1983. Con una placidez frágil y engañosa, la historia avanza con lentitud, durante esos últimos días de la dictadura militar — el ocaso lento de una pesadilla social — y la guerra de las Malvinas, recién concluida el año anterior. Alicia, como profesora de Historia, es testigo excepcional y a la vez, una pieza más en ese interminable engranaje de silencio que somete al país, que aún aplasta bajo su peso esa otra realidad: la sangrienta, la verdadera. El personaje parece encarnar a ese ciudadano mudo, temeroso, que solo es capaz de asumir lo que ocurre como una versión a medio contar. Y que Alicia, desde su privilegiada visión desde la página del libro que lee, de la interpretación de la historia bajo la simplicidad de la única versión, es incapaz de comprender lo que subyace más allá, resquebrajado por el temor y la violencia.
¿Quién escribe la historia que nos trasciende? ¿Quién elabora y sustenta la verdad que luego pasará a ser inobjetable? Ambos cuestionamientos parecen definir mejor que cualquier otra cosa al personaje de Norma Aleandro, atormentada por el temor a la represión pero sobre todo por la posibilidad de la verdad. Capas tras capa, Alicia descubrirá que la noción sobre lo real y lo ficticio que el poder manipula a conveniencia es más grave, peligroso y doloroso de lo pudo suponer jamás. Y es esa conciencia sobre la posibilidad del horror en la normalidad, lo que hace de la película de Puenzo un alegato no sólo contra la censura sino algo más retorcido y duro de asimilar.
Lentamente, Alicia comienza a recorrer el camino que le llevará a descubrir la verdad no sobre el país desconocido — el violentado, roto, desconcertado sino a comprender las implicaciones de esa violenta silente que esconde la censura oficial. Y con ella, el espectador asume esa reconstrucción de la historia a través de los verdaderos testigos: las víctimas. A trozos, la verdad surge descarnada, entre grietas de pequeñas revelaciones que parecen contener una revelación aterrorizante: el país que por una década fue sometido a la voluntad de la represión y el dolor.
En uno de los momentos más duros de la película, una de las Abuelas de Mayo le insiste a Alicia que “detrás de cada madre hay una historia de vida”. Una frase que resume esa percepción sobre la búsqueda de la verdad en medio del terror con la que Puenzo parece estar obsesionado y que es el núcleo de la persistente visión del director sobre el desarraigo, las cicatrices de la violencia y el miedo convertido en una forma de vida. Porque “La historia Oficial” retrata no sólo la percepción de la agresión y el terror que sobreviven a la historia, sino de la complicidad inevitable que la sustenta. Medios de comunicación, la Iglesia, empresarios e incluso el ciudadano común, parecen marcados por heridas invisibles que llevan a cuestas como un discurso distorsionado sobre la realidad y sus consecuencias. Y es entonces, cuando la película de Puenzo se se convierte en un discurso alternativo sobre la conciencia y el horror convertidos en símbolos de un futuro malogrado por la historia que nadie cuenta.
Más allá de su manera de retratar una época — a la película se le ha acusado de simplista y melodramática — “La historia Oficial” construyó una nueva visión de esa Argentina que aún sufría por las heridas abiertas, con la memoria fresca luego de padecer la sangrienta violencia del militarismo. El guión, con una precisión y un ritmo que sostiene incluso los momentos más inquietantes y duros, crea un ambiente donde la verdad parece cuestionar no solo la vida de Alicia — como personaje y símbolo — sino del país sometido al terror y que desdeña de su propia historia. La veracidad de lo que se cuenta parece pendular entre las dudas y el temor a encontrar la verdad, la cruda visión de lo que descubre poco a poco e incluso, de esa revelación de lo que yace bajo el poder represivo, de los secretos que destruyen la simple percepción del país — de la cultura y la sociedad — como elemento esencial del futuro a medio construir.
Tal vez ese sea el mayor logro de Puenzo: elaborar un documento histórico involuntario, que a pesar de sus fallas, se atrevió a contar la historia escondida incluso cuando la llamada “Oficial” se imponía como una puerta cerrada ante las preguntas y cuestionamientos de los sobrevivientes de la violencia. Se enfrentó a ese silencio autoimpuesto que pareció aplastar no solo las consecuencias de la represión, sino a la víctima misma, sometida incluso años después al oprobio de aceptar la verdad del poder, impuesta por el peso del miedo y más allá, por la mano invisible y agresiva de la represión que sobrevive incluso al horror.
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