sábado, 6 de mayo de 2017

Secretos del Bosque sin voz y otras historias de brujería.

Obra de la artista Sheena Liam






Mi tatarabuela solía decir que la única medida de tiempo que comprendía era el largo de su cabello. Lo decía mientras sonreía, sentada a la sombra del enorme árbol de mango de la casa, acariciando la trenza canosa que le caía sobre el hombro derecho. Le gustaba sentarse allí, en medio de la quietud plácida del jardin desordenado de la casa de mi abuela, disfrutando del viento de la montaña que bajaba por la muralla y el apagado sonido de la ciudad, más allá.

- ¿Como si cada hebra fueran días y meses Pau? - le pregunté en una ocasión.
- Como si fueran ideas y pequeñas historias enredadas entre las trenzas.

La imagen me entusiasmaba y emocionaba. Imaginaba rostros y pequeñas escenas ondulando en los rizos de mi cabello, voces que susurraban historias extraordinarias entre los mechones desordenados. La tatarabuela solía sonreír cuando le detallaba aquellas imágenes delirantes, esa visión mía sobre la antigua tradición que parecía florecer en mi mente.

- Toda bruja lleva el cabello largo por una buena razón. Y lo corta también por una muy buena - me dijo en cierta ocasión - ya lo entenderás.

Me acarició mis alborotados rizos despeinados, que ya me rozaban los hombros. La miré un poco asombrada.

- ¿Me tendré que cortar el cabello alguna vez?
- Querras hacerlo.

La idea me parecía impensable. Desde que recordaba, había tenido el cabello largo. Y también el resto de las mujeres de mi familia. Largas melenas despeinadas, o en trenzas cuidadosas. Lisas y muy brillantes o como en mi caso, muy rizadas y rebeldes. El cabello tenía un significado especial en mi familia: simbolizaba una cierta trascendencia de ideas, una manera de comprender tu propia identidad. Por supuesto, yo no lo pensaba en términos tan moderno. Pero sí sabía que el cabello largo de la bruja simbolizaba algo muy preciado, profundo y dulce dentro de nuestras creencias. Una especie de esencia primitiva que unía nuestra apariencia física - o como nos comprendíamos - con algo más profundo y sagrado. Una historia muy vieja que había comenzado a contarse mucho antes de nuestro nacimiento.

De manera que, no imaginé por qué podría desear cortarme el cabello, dijera lo que dijera mi abuela. Además ¡A mi me gustaba largo! pensé esa noche, mientras me cepillaba con gesto indolente, pasandome el cepillo de madera una y otra vez. Mi cabello me hacia sentir segura, extrañamente vinculada con una idea muy profunda sobre mi misma que me llevaba esfuerzos explicar. Me gustaba el aspecto de mis rizos siempre despeinados, la manera como me acariciaban la mejilla la despertar, su peso sobre mi hombro cuando lo llevaba trenzado. Era como una presencia viva y palpitante, recordandome que una parte de mí, estaba firmemente unida a mi familia y a lo que creía. Pero más allá de eso, mi cabello era yo misma, un reflejo silencioso y minimo de quien era y quien deseaba ser.

- El cabello de una bruja es un metáfora sobre su unión con el poder primitivo y violento de la naturaleza - me explicó mi abuela en una ocasión, cuando se lo pregunté - es nuestra manera de contar el tiempo, de comprender nuestro crecimiento físico y espiritual.

- ¿Como si se tratara de un calendario vivo abuela?

La miré, boquiabierta. La verdad es que no entendía bien la idea aunque lo había sentido, lo cual era una idea curiosa. Mi abuela siguió cortando las feas rosas de su rosal deforme, como si ordenara sus pensamientos. Ese día llevaba el cabello suelto, en ondas asperas de color cobrizo que le caían más abajo de la mitad de la espalda. Pocas veces lo hacia y siempre, tenía un significado. Supuse que ese día llevaba el cabello limpio y esponjoso sobre los hombros como una manera de celebrar la celebración del sol que se acercaba. La recordé como la había visto el año interior, llevando un impoluto vestido blanco y el cabello suelto y espléndido sobre los hombros. Me había fascinado su aspecto saludable y brillante, la belleza de los hilos de plata entremezclados con los mechones color rojo.

- Como si se tratara de una historia intima que sólo tu conoces - me respondió por último - el cabello de una bruja es el punto de unión entre lo que cree y lo que sueña, entre lo que aspira y lo que es. En la antiguedad, una bruja llevaba el cabello largo y suelto para expresar a viva voz su fe en la naturaleza y en la capacidad de su cuerpo para regenerarse, crecer. Hacerse más fuerte. También era su forma de comprender el paso de tiempo, de asumirlo como parte de su cuerpo.

Mi tia E. llevaba el cabello siempre trenzado. En pequeñas trencitas diminutas que se confundían en medio de sus largos mechones castaños o en una larga y gruesa trenza que le caía por la espalda. Otras veces, la trenza le cruzaba la frente, ceñida a sus sienes. Tal parecía que cada uno de aquellos elaborados peinados tenía un especial significado para ella: Una mitología personal diminuta que sólo ella podía comprender. Me pregunté que pensaba cuando lo trenzaba o que le hacia sentir hacerlo. La tia era una mujer triste que había perdido a su esposo hacia unos cuantos años. Rara vez sonreía y cuando lo hacia, había una enorme - antigua - tristeza en el gesto. ¿Eran sus trenzas otra expresión de ese dolor oculto, de esa melancolía que apenas podía entrever? La idea me gustó.

- ¿Y cuando lo cortas?

Abuela se inclinó y recogió las enormes rosas de pétalos deformes que había cortado. Con un gesto metódico y lento, las coloco en un bonito arco en el interior de  la cesta de madera que había traido con ella. Aguardé, curiosa y tuve la impresión que había algo profundamente dulce en su gesto, pero también melancólico. El viento de la montaña susurro con fuerza entre las ramas de los árboles y tuve una sensación de tranquila soledad, como si mi abuela y yo nos encontráramos a solas en medio de esa tarde soleada y brillante. El cabello le caía en mechones largos sobre los hombros y rozaba las rosas. Rojo sobre rojo, pensé con ternura.

- Una bruja sólo corta su cabello por dolor - comentó por último - Es una señal de luto mi niña. Lo cortas para cerrar un ciclo, para comenzar otro. Para libertarte del pasado y avanzar hacia el futuro. Lo cortas para  demostrar que el pasado sólo es aprendizaje y el futuro, crece cada día. Es un simbolo de dolor pero también de esperanza. Es una visión firme y personal que crea un lenguaje propio sobre el sufrimiento y sobre la manera en que lo enfrentas. Como sobrevives a tu propio espíritu.

Era un pensamiento hermoso, pero sin que supiera bien el motivo, las palabras de mi abuela me inquietaron un poco. La contemplé mientras seguía recogiendo las rosas y quise preguntarle si alguna vez había cortado su cabello y por qué lo había hecho. Si alguna vez el dolor había sido tan cegador y terrible como para hacerle pensar que debía cerrar una puerta para abrir otra. Pero no se lo pregunté. No sé muy bien que me detuvo pero de pronto, tuve la sensación que era una idea intima, tanto que no podría comprenderla sin haberla vivido o al menos, asumir su verdadero valor. De manera que permanecí en silencio, contemplándola hasta que se irguió, llevando la cesta de las rosas cortadas en la mano derecha. Me dedicó una larga mirada apreciativa.

- El dolor es parte de la vida, mi niña - me dijo - como lo es la felicidad y la belleza. Somos la suma de todos nuestros contrastes, de lo bueno y de lo malo. De lo poderoso y lo sutil.

Se llevo la mano al cabello. Los mechones cobrizo parecieron flotar entre sus dedos callosos, ágiles. Se le veía más joven y también, curiosamente mucho más anciana que nunca, con las mejillas pálidas y los grandes ojos color miel llenos de sabiduría.

- La bruja procede de la idea que tiene sobre si misma - dijo entonces - y también, sobre el mundo. La idea de la mujer sabía acompaña a todas las culturas, tribus y creencias. De la mujer sagrada, capaz de crear vida y construir con ese conocimiento, aprendizaje y experiencia. El cabello largo, es una metáfora sobre el poder para asumir ese poder creativo. Somos lo que tiempo construye, lo que el tiempo nos enseña. Lo que el tiempo nos brinda con cada momento de aprendizaje.

Caminamos juntas por el jardin silencioso. La hierba necesitaba ser cortada y la bungavilla de la reja de fondo, se alzaba como un resplandor rojo y verde sobre el metal envejecido. Tenía un aspecto salvaje y muy bello. De pronto, pensé en que hace mucho tiempo, la primera vez que había visitado la casa de mi abuela, la planta era apenas un esqueje brotando hacia el sol. Y ahora, era una oleada de color y aroma que se elevaba hacia el cielo, rama a rama, flor a flor. Tuve una sensación extrañísima, como si de subito, comprendiera que el tiempo tenía un peso y una identidad. Una profundidad en la que nunca había reparado.

Esa noche, mientras me cepillaba el cabello, intenté recordar la última vez que lo había cortado. Y no pude hacerlo.  En su lugar, recordé muchas pequeñas escenas: la ocasión en que había celebrado mi cumpleaños junto a mi madre y habíamos paseado juntas por la playa, escuchando el lento retumbar de las olas. O la ocasión en que había visitado mi librería favorita y el librero me había obsequiado un viejo libro de cuentos que ahora llevaba a todas partes. O el día en que había perdido mi cuaderno de apuntes del colegio y había llorado sentada en el pupitre por horas. De pronto, los recuerdos parecían tener un rostro, una profundidad propia. Un sentido lineal que nunca había notado antes. Mucho después pensaría que quizás ese había sido mi primer pensamiento adulto, la primera vez en que me había visto a mi misma como parte de una historia muy vieja de la que apenas tenía noticia. Era un pensamiento muy raro, me dije inquieta. Y un poco abrumador.

Me trencé el cabello, como lo hacia todas las noches. La cabeza medio inclinada, los dedos resbalando entre los rizos desordenados. Pensé en el viento del mar alborotando los mechones alrededor de mi rostro, como una vieja caricia. La sensación del cabello rozandome la frente cuando me acerqué el viejo libro obsequiado al rostro para olfatear su olor. El tacto elástico y fuerte de mi cabello en mi puño mientras lloraba la perdida del cuaderno. Una idea idéntica en mil momentos distintos. Una idea profunda e intima creando y avanzando en algún lugar de mi mente. ¿A eso se refería mi tatarabuela con las historias en cada hebra? Suspiré, con la trenza cayéndome pesada sobre el hombro. Un jardin de palabras secreto.

***

El día en que mi tatarabuela murió llovió. Lo recuerdo a medias, como todo lo que ocurrió ese día. Tengo una breve y quebradiza idea de mi misma, sentada en alguna parte de la casa, con las manos sobre las rodillas, aguardando aunque no sabía el qué. El dolor era tan fuerte, tan profundo, que me dejó sin voz, sin la capacidad para pensar correctamente. Y el dolor, también, me había hecho invisible. Toda la familia parecía sufrir a su manera, en medio de la oscuridad de las tardes lentas y vacías. De las puertas cerradas y las lágrimas mal contenidas. Tuve la impresión que la realidad se apagaba un poco, palpitaba en medio de las voces y los susurros, se deslizaba más allá de ellos. Y dejaba de existir. Un espacio en blanco que apenas podía soportar.

Tatarabuela había muerto mientras dormía, apacible y discreta. Cuando tia E. la encontró, parecía una niña cansada con la cabeza hundida entre las almohadas, el cabello blanco cayendo sobre las sábanas, las manos abiertas en una silenciosa despedida. Mi prima M. me contó que mi tia había gritando llamándola, a ciegas. Sin llorar, sólo llamándola. Que ella la había escuchado desde su habitación cuando estaba a punto de salir a la Universidad y le había asustado la angustia en la voz de tia. La furia y una frágil desesperación que se mezclaban en su voz. Cuando fue a buscarla, la encontró de pie en el quicio de la puerta, mirando a la anciana que dormía con los ojos muy abiertos y angustiados.

- Solo está dormida - murmuró una y otra vez - no dijo adiós.

Era verdad. Tatarabuela no se había despedido. Se había ido a la cama luego de coser y leer como todos los días desde que recordaba. La había encontrado en el pasillo, caminando lentamente con su bastón y la acompañé hasta la puerta de su habitación. Me dedicó una mirada distraída por encima de sus anteojos de aumento.

- Haz crecido mucho, niña - me comentó. Me observó, como si me viera por primera vez. Me encogí de hombros.
- Ya casi tengo doce.
- Una rama de un árbol muy viejo.
- ¿Una rama torcida?

Rió. Tatarabuela tenía la misma risa alboratada y silvestre de mi abuela, la misma libertad para soltar carcajadas a todo pulmón. Me apoyó la palma caliente de su mano sobre la cabeza. Una caricia simple, dulce y muy suya. Mi cabello pareció enredarse alrededor de su mano, trepar hacia ella, agradecerle el mimo con ternura. O así me lo imaginé.

- No. Una rama verde y elástica, que baila al viento - respondió. Suspiró - Como todas. Alguna vez.

Así se había despedido de mi. La quise recordar así y no la imagen que prima me describía, una anciana rota por la muerte, con los ojos cerrados y el rostro arrugado por la edad. De manera que decidí imaginarla como un árbol espléndido y muy bonito, retoñando en alguna parte de mi espíritu. Como si la muerte no pudiera llegar allí, como si el dolor no pudiera devastar ese lugar privado también.

Pero lo hacia, claro. Tal vez, no una sacudida carmesí y profunda como la que sofocaba a mi abuela o a mi madre, a cualquiera de mis tias. Pero sí, un viento triste, que cantaba viejas canciones que no recordé hasta entonces. El dolor lo era todo, el dolor parecía estar en todas partes. En su olor, que seguía percibiendo en las esquinas de la casa, a pesar de su ausencia. En el café de la mañana, que ahora tomaba en solitario, sentada en el columpio del jardin, meciéndome a solas. En los pasillos desnudos donde no estaba su risa. Comprendí entonces, que la muerte no es otra cosa que un palabra que nunca pudo pronunciarse, un vacío sin nombre, una puerta abierta a ningún lugar. Una ausencia lenta y angustiosa, que se hace cada vez más absurda y desordenada. Porque no se queda en tu mente, sino que te desborda, está en todas partes. En el plato vacío que ya nadie usa. En los libros abandonados que extrañan los dedos que los leían. En las ventanas que nadie contempla. La tristeza parecía no sólo estar en mi espíritu, sino precipitarse más allá de si misma, hacia la casa, hacia el mundo, hacia cada rescoldo de mi imaginación.

No me atreví a llorar los primeros días. Tenía la sensación que si lo hacia, Tatarabuela se iría por completo. Desaparecía en un lento torrente de recuerdos y palabras que no podía contener. Así que me contuve lo mejor que pude, sentada con los ojos muy abiertos. Intentando sostener con ella la conversación inacabada, el silencio que compartíamos. A mi alrededor, el mundo pareció avanzar con lentitud, hacerse un ciclo oscuro y claustrofóbico. Un sufrimiento pequeño y profundo, dificil de sanar.

- Debes comer, hija.

La voz de la tia E. me sobresaltó. Tenía un aspecto pálido y cansado. El cabello trenzado sobre la nuca. El cabello tirante y brillante sobre las sienes. La contemplé, desde ese lugar remoto donde me resistía a llorar y tuve la impresión que la miraba muy claro por primera vez.  Dolor, pensé, con una claridad meridiana. Las trenzas que simbolizaban dolor. El cabello ondulado y gris subiendo por su cabeza como una hoja marchita. Los mechones sedosos rodeandole el rostro. Había algo sereno y severo en su aspecto, pero también profundamente tierno. Como si cada mechón retorcido y cada vuelta de la trenza, pudiera contarme cuanto había querido a tatarabuela. Cuanto le había lastimado perderla. La trenza que se elevaba sobre su nuca como una rama que nace, como un pensamiento que se eleva. Parpadeé. Sentí las lágrimas al fondo de los ojos. No llores, no llores.

- No tengo apetito.
- Lo sé, pero tienes que comer.

Me sirvió un trozo de pan tostado con mantequilla Maracay, mi desayuno favorito en el mundo entero. Lo tomé con los dedos temblorosos. Apretando los labios para que no se me escapara el dolor, para que el torrencial aguacero de angustia no me derrumbara y me dejara vacía y seca. Dejé el pan sobre el plato otra vez.

- No tengo hambre.
- Pau se preocuparía mucho si te viera así, sin comer.
- Pero Pau ya no está.

No fue un comentario grosero, pero tia me dedicó una mirada durísima, como si la hubiera insultado a gritos. Quise disculparme, pero no supe cómo. Explicarle que el dolor no me dejaba hacer otra cosa que temer el momento en que tatarabuela dejara de sonreír en mi imaginación. Que dejara de ser parte del presente y sólo fuera pasado. ¿Cómo se explican esas cosas? ¿Como le cuentas a alguien más el paisaje de tu mente? Me levanté de la mesa, con el pecho apretado por la angustia.

- Voy a mi habitación - murmuré. Tia no me miró. Se quedó con las manos sobre la mesa, la cabeza levemente inclinada. La trenza de luto - porque eso era ¿No? - bien visible sobre la forma de su craneo. Sentí que el dolor me asficiaba, me cerraba la garganta. Corrí de allí.

Pero no hay a donde huir cuando el sufrimiento te quema el espíritu. Corrí y corrí por las escaleras de la casa hasta que me quedé sin respiración. Corrí hasta que las lágrimas me alcanzaron y me encontré llorando sobre la alfombra vieja con olor a sol del tercer piso. Llorando como nunca lo había hecho en mi vida: con rabia, con dolor, con un tipo de angustia tan devastadora que no podía detenerla. Y tararabuela en todas partes, en las lágrimas rebosantes de su nombre, en el pecho roto de angustia, en las imágenes que aparecían y desaparecian detrás de mis párpados cerrados. ¡No podía soportarlo! ¡Era como caer y caer! Me tiré del cabello hasta que me produjo dolor y traté de pensar, de escapar otra vez. Pero ¿a donde? ¿Qué me esperaba más allá?

Me detuve frente al espejo. Nunca recordaría como había llegado al cuarto de baño de mi abuela. Estaba de pie, temblando, con el rostro pálido y tenso. Los ojos muy abiertos. El dolor que era piel, el dolor que era esta sensación de terror y furia. Tomé las tijeras. Las enormes tijeras de costura de mi abuela, con el olor del cobre y el sabor del metal. Me la llevé a la nuca. Apreté. Sentí la frialdad deslizandose sobre la piel, el chasquido rápido. La resistencia elástica. Y de pronto, todo fue silencio en medio del leve siseo de mi cabello al caer.

Lo miré, con los ojos muy abiertos y aterrados: desparramado por el piso, cien historias que mi tatarabuela y yo habíamos compartidos. Todos los recuerdos y las risas, sobre el mosaico de porcelana del baño. Los dulces de la tarde, las conversaciones en el árbol de mango, las tardes de caminar juntas bajo el rosal feo de mi abuela. Todo estaba allí, perdido para siempre. Todo estaba allí, en medio de ese silencio atroz que me estaba provocando un dolor indecible. Me lleve la mano al cuello. Piel desnuda, piel húmeda de sudor. Una nueva historia.

Lo pensé con tanta naturalidad que creo que el pensamiento siempre estuvo allí. Una nueva historia iba a comenzar donde había estado la antigua. Una historia donde tatarabuela también estaría, de mil formas nuevas que yo apenas podía sospechar. Una nueva vida, una nueva etapa. Como el poder de las estrellas de enfrentarse a la muerte y siempre brillar. Me apoyé la mano sobre el cuello y sentí de nuevo las lágrimas, pujando por salir, avanzando en silencio. Pero ya no eran un torrencial, sino una leve llovizna. Eran silencio. Eran una forma de paz.

Esa noche, en la mesa familiar, nadie me preguntó sobre el cabello cortado. Pero cada mujer de mi casa, se inclinó y me besó en la mejilla, me abrazó y me reconfortó. Y luego, sentadas juntas frente a la mesa, recordamos en voz baja, riendo y susurrando. Con Tatarabuela en cada palabra. Con Tatarabuela en cada carcajada. Con Tatarabuela que jamás se iría y que siempre estaría allí, en medio de los recuerdos, los días perdidos y encontrados, las historias a punto de nacer.

***

Me miro al espejo. Han transcurrido décadas desde esa escena. La niña que fui sonríe al fondo de los ojos de la mujer que soy. La trenza me cae pesada y oscura sobre el hombro. Y pienso en el poder de crear y crecer. De destruir para construir. El poder de todas las ideas, en el sueño de cada uno de mis días. Y sonrío, por Tatarabuela que creía que las historias se llevaban en cada hebra del cabello y por todas las palabras que habrán de venir y nacer. Por ella y por mi. Por todas las brujas de cabellera salvaje que vendrán antes y después de nosotras. Por la invocación misteriosa, por el secreto que nace y muere, en mi.

Así sea.

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