Por entonces, ya se le consideraba una de las mejores escritoras de su generación e incluso, de la historia de su natal norteamérica: Su novela “Sangre Sabia” (1952) y la colección de relatos cortos “Un hombre bueno es dificil de encontrar” (1955) la habían convertido en una de las voces más duras y frescas del panorama literario de su época. No obstante, el éxito de O’Connor no se debía sólo a la impecable calidad de su prosa: la escritora había revitalizado el género de lo grotesco con una visión retorcida y absurda que le había permitido crear algo por completo nuevo. Con su pléyade de asesinos piadosos, falsos predicadores, monstruos humanos de rostros apacibles y criaturas deformes, la obra de O’ Connor es un recorrido desde lo perverso hasta un tipo de redención sutil que transforma su obra en una alegoría desconcertante sobre la fe y la rebelión de la conciencia. Descreída, cínica pero sobre todo, profundamente convencida de la maldad del espíritu humano, O’Connor creó un punto de vista sobre la falibilidad y la angustia existencial muy cercano al horror gótico, pero sin su sofisticación. La combinación entre ambas cosas, dotó a la obra de la escritura de una oscuridad latente y seductora que sorprendió a crítica y público.
La obra completa de Flannery O’Connor es de hecho, un estudio inquietante sobre los horrores mínimos, en un ambiente costumbrista, violento y colorido que dota a su obra de una extraño ambiente anómalo. Pertenece además, al llamado “renacimiento del sur”, un movimiento literario experimental que creó a partir de las singularidades del Sur estadounidense, con su singular combinación de puritanismo, superstición y dureza. No obstante, O’Connor era algo más que esa vuelta de tuerca sobre la idiosincrasia y valores de la región. Era una búsqueda de identidad en medio de la transición histórica y cultural de lo rural hacia lo urbano, pero además de eso, una percepción de lo temible debajo de esa engañosa percepción del bien y el mal. Con una agudeza que aún hoy desconcierta, los escenarios de O’Connor están llenos de una malignidad absurda y casi juguetona. Una mirada profunda hacia el núcleo de lo grotesto en medio de lo cotidiano.
La escritora nació en la localidad sureña de Savannah en 1938, en medio de un crispado clima de tensiones raciales y un tipo de violencia callejera aupada por la religión y la costumbre. De esas primeras experiencias con fanáticos religiosos y supremacistas, O’ Connor comprendió los diversos matices del miedo debajo de lo cotidiano. Cuando de adulta se instaló con su familia en Baldwin, en Alabama el paisaje de su percepción sobre la bondad, la maldad y la hipocresía cultura tenía los suficientes matices como para sostener su venidero discurso literario. Una circunstancia además, de la que la autora solía burlarse con mucha frecuencia “Soy blanca, católica y sureña, no podía escribir otra cosa que horror”, llegó a decir en una oportunidad.
Además, la autora estaba enferma. Tanto como para que su vida pareciera una sucesión de dolores y los pequeños tormentos de una enfermedad contra la que no podía luchar. En 1951 se le diagnosticó Lupus (aunque con toda seguridad había sufrido los síntomas una década antes) y la enfermedad cambió de manera radical, su percepción sobre el tiempo, la vida y la muerte. La autora había comprendido la gravedad de la enfermedad mientras escribía su primera novela y a medida que avanzaba en ella, los síntomas transformaron el tono y el ritmo de la narración en algo más enrevesado de lo que la autora había imaginado. Pronto, O’Connor dota a sus obras de un pesimismo existencial que pendula entre el terror a la muerte y también, el desconcierto y la incertidumbre. La redención, la fe y el dolor se entremezclan en una percepción radicalmente nueva sobre los pequeños horrores ocultos en la normalidad. Sus personajes se hicieron más duros, violentos y a la vez humanos, como si su propio tránsito por la enfermedad diera origen a algo más ambivalente, crítico y devastado por la desesperanza. Aún así, mantuvo el pulso con la suficiente pericia como para que la novela se convirtiera en un asfixiante recorrido por la conciencia del Sur estadounidense, abrumado por los terrores y fragmentado en la superstición y el odio. No obstante, a diferencia de William Faulkner — principal representante del llamado “Renacimiento del Sur” — O’Connor se alejó de la experimentación para crear una noción dura y casi clásica de los sufrimientos y terrores del mapa rural que intentó mostrar.
De allí que sus posteriores cuentos, tengan un aire cruel y nítido que sorprenden por su visión análitica. La escritora ya batallaba con la etapa más dura de la enfermedad y sobre todo, con la percepción de su naturaleza crónica. Para O’Connor el hecho de morir no era tan impactante y devastador como la presunción que toda seguridad, sufriría una lenta agonía. Y esa desesperanza durísima, siniestra y brutal es la que llena sus narraciones cortas. En todos ellos, hay una presunción de la derrota existencialista, de la muerte como último bastión a vencer pero sobre todo, de la comprensión insistente de la angustia espiritual hacia la violencia y lo temible. El sufrimiento físico la hizo más prolífica que nunca y durante el año 1958 escribió una cuidada colección de cuentos que sorprende por su variedad de texturas, perspectivas pero sobre todo, por su oscura energía. Como si el dolor fuera un aliciente para su mirada literaria, O’Connor nunca fue más brillante, insistente y profunda que durante los últimos años de su vida.
Desde luego, todas las historias de Flannery O’ Connor crean una línea perceptible desde el orgullo individual hacia el desastre. La economía de su prosa, su capacidad para incorporar el entorno como un elemento casi humanizado en cada uno de sus relatos, crea una noción sobre la literatura que sorprende por su profundidad. Hay cierta predilección por el desastre, una meticulosa comprensión del sufrimiento y el miedo que va más allá de los tópicos habituales de la literatura de su época. Pero también hay un elemento revoltoso, misterioso pero sobre todo, oculto bajo las precisas descripciones de calles, rostros y pequeños lugares exóticos. O’Connor encontró en esa verosimilitud a medias una manera de asumir el peso del discurso sobre los horrores que apenas se sugieren y lo hace, con un pulso firme y pulcro que sorprende por su sagacidad. Nada es casualidad en las insólitas historias de la escritora. Ni lo enigmático, lo brutal o las breves pinceladas de belleza con las que O’Connor dota a sus obras de una extraña vitalidad.
Poco antes de la muerte de la escritora, el profesor inglés Walter Sullivan compiló sus cuentos en una especie de catálogo tenebroso que asombró al mundo literario por su efectividad. Sullivan se sorprendió por la violencia de los relatos — nueve terminan en asesinatos múltiples, tres en un asalto físico, otros en robos, incendios y golpizas — y le preguntó a la autora si había un motivo para semejante despliegue de horrores matizados con un aire cotidiano y hasta vulgar. La autora le dedicó una amplia sonrisa divertida, aunque por entonces sufría paralizantes dolores y los primeros síntomas de la infección del riñón que la llevaría a la muerte. “No puedo escribir sobre nada sutil” respondió. Y claro está, es cierto. La frase resume mejor que cualquier otra su visión inquieta y abrumadora sobre la realidad. Esa colección de falacias patéticas construidas para dibujar no sólo la identidad insular de una región, sino también sus temores y terrores. Debajo de los parajes poblados de sombras, moscas y desperdicios que O’Connor describe desde la periferia, se esconde un tipo de perversión que sorprende por su dureza y petulancia.
No obstante, además de la predilección de O’Connor por la identidad regional de la norteamérica profunda, sus historias versan sobre sus personajes. Esa variedad extravagante de criaturas marginales y levemente monstruosas que transforman los parajes inexplorados de sus historias en una colección de horrores. La amenaza que se esconde bajo sus historias no sólo esconden un “qué” — en la medida de comprender el peligro — sino también un “cuándo” y un “qué. De la combinación entre todo lo anterior, surge un elemento y calculado de profunda belleza literaria.
Todos los cuentos de O’Connor se hacen preguntas muy duras y concretas sobre la fe, la creencia, la esperanza y la redención. Cuestionamientos que se hacen cada vez más crueles y casi retorcidos a medida que la escritora avanzó hacia la parte más dura de la enfermedad que padecía. Para entonces, O’Connor estaba convencida de su muerte inminente y quizás por ese motivo, viajó a Lourdes, en un intento desesperado de salvación. No obstante, incluso en medio de la profusión de fe de la región, de los tullidos y enfermos tan parecidos a los que describía en sus obras, la escritora claudicó y se sumergió en el manantial milagroso. “Estoy segura de que nadie reza en esa agua” diría después “pero yo lo hice por la novela que estoy escribiendo. No por mis huesos, que me importan menos” aseguró en una carta a una de sus amigas. Como una última y extraña provocación a la vida, a la muerte y al origen de sus creencias. Pocos meses después, la escritora llegaría a completar su última obra para después morir, en medio de una rápida y abrupta agonía. Una forma de rarísima redención muy parecida a la de sus crudas y siempre burlonas narraciones.
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