sábado, 17 de junio de 2017

Baile de luces y sombras y otras historias de brujería.






La primera vez que escuché la palabra "Bruja" era muy pequeña para entenderla bien. La escuché en el jardín de la casa de mi abuela, ese tan antipático, mientras mi tía E. se ocupaba de desbrozar los rosales. Recuerdo la escena con los colores brillantes de mi imaginación recién nacida: El sol brillaba muy alto rozando la montaña, el aire olía a verde y azul, la hierba recién cortada murmuraba muy bajito una canción al viento. Y mi tía, de pie, con su viejo vestido de lana azul, sonreía, sosteniendo las viejas tijeras de podar, mirándome.

- Eso somos, mi niña. Brujas.

¡Vaya qué palabra fantástica! Me quedé muy sorprendida, sosteniendo mi pequeño caballo de plástico verde entre las manos, mi juguete favorito de por entonces. Escuché a tía contarme sobre las rosas que crecían desordenadas y vaporosas contra la muralla del jardín, esperando que repitiera la palabra, que volviera a hablar sobre ese misterio entre las paredes de la casa y su sonrisa, entre su cabello trenzado y su manera de acariciar con delicadeza los pétalos rojo encendido de las flores. Pero no lo hizo. Cuando acabó de mimar al jardín me llevó adentro. Miré el rosal de nuevo y luego a ella, con sus mejillas regordetas, los ojos brillantes, la mano cálida.

Bruja.

Eso somos.

Me repetí la palabra bajito una y otra vez. Me gustaba su sonido. Me hacía pensar en valles verdes y montañas radiantes, en el olor de la cocina de mi abuela, en las velas encendidas las noches de Luna Llena, en el sabor de las galletas de avena. En las tardes plácidas bajo el mango, escuchando a mi prima M. cantar, a los días de domingo donde todas las mujeres de mi familia nos reuníamos para reír y almorzar juntas. El sabor a luz del jugo de naranjas, la risa feliz que parpadeaban por la mesa, decorandola con dulzura. Bruja. ¿Eso éramos? ¿Que era una bruja entonces? La respuesta parecía encontrarse allí, en medio del jardín antipático de mi abuela, en los ladridos de su perro Capitán, en la sensación de caminar descalza en la tierra humedad. Una conexión profunda, perfecta con ese silencio que abarca la tierra, un pequeño fragmento que muere y nace entre mis dedos, que se funde con un lugar de mi imaginación desconocida. La bruja, la mujer, la sabia, la poderosa, la desconocida, la Dama de Blanco en mi jardín.

- Bruja es una mujer dientona y narigona de piel verde - me gritó una de las niñas en el colegio - ¿eso es tu abuela? ¡Que asco!

No supe qué responder. Aterrorizada, retrocedí. La niña me miró entre el miedo y algo parecido a la confusión. ¿Que veía en mi? Quizás a otra niña como ella, con el Uniforme de colegio sucio y arrugado por correr y saltar, las rodillas sucias, el cabello despeinado. Entonces ¿Por qué esta cólera? Sacudí la cabeza, con los labios apretados, los ojos llenos de lágrimas de angustia.

- Mi abuela es una señora buena que me cocina galletas - le respondí - ¡Eso es mi abuela! ¡Y también es una bruja!

Nos encontrábamos en el patio del colegio, rodeada de otras niñas que nos escuchaban en silencio, asombradas por los gritos e improperios, susurrando y soltando risitas entre sí. Cuando me arrojé sobre la niña para tirarle del cabello, nadie intervino. El grupo nos miró rodar en el suelo, entre polvo y gritos, como si la escena perteneciera a otro tiempo, como si fuera algo que no pudieran entender. Todas corrieron a esconderse cuando la hermana Rosa, con el rostro enrojecido de furia vino por nosotras y nos separó a tirones.

- ¡Una señorita no hace jamás esto! - exclamó. Tenía un delicado acento francés e incluso en medio de su disgusto, las palabras tuvieron una belleza que me asombro, me dolió - ¡Jamás una niña debe...!
- ¡Ella dice que es bruja! ¡Quizás lo hace por eso! - gritó la niña. La monja abrió desmesuradamente los ojos, como si la palabra la golpeara en pleno rostro, la ofendiera de una manera que no pudiera comprender.
- ¡No llames así  a nadie en esta escuela! ¡Nunca! ¡Es ofensivo y vulgar! - le regañó. Me solté de sus dedos y la miré boquiabierta.
- Pero es que soy bruja...o lo seré - respondí titubeante. La niña que lloraba, con su raspón en la mejilla, me miró asombrada, como si no creyera mi osadía. La monja me encaró, con una expresión muy dura y amarga en su rostro arrugado.
- ¡No digas esas cosas para asustar a las demás! ¡Estás castigada!
- ¡Pero no es una mala palabra! - insistí - ¡No lo es!

Seguí repitiéndolo a solas, sentada en la penumbra del cuarto de castigo. No lo era. Bruja no era una mala palabra. Cerré los ojos fuerte, muy fuerte, para recordar el jardín radiante de mi abuela, el olor a hierbas y cosas bonitas de su bonita, pero lo recordé fue la expresión espantada de la niña, la mirada de miedo y furia de la monja, el silencio asombrado de las niñas que nos rodeaban. Se me hizo un nudo en la garganta de angustia y lloré con los puños apretados contra la boca para que nadie me escuchara. Un hilo de dolor caliente e insoportable recorriendome el corazón.

Mi madre estaba muy disgustada cuando vino a recogerme por la tarde. No me miró cuando me subí en el automóvil y tampoco lo hizo cuando llegamos a casa. Me sentía avergonzada, desconcertada, de haber hecho algo que le diera esa expresión preocupada a su rostro, esa palidez. Finalmente en casa, me acarició la cabeza, casi con ternura.

- No quiero que algo así vuelva a ocurrir - dijo. Con una toalla húmeda me limpió las mejillas sucias, las manos llenas de barro y tierra - ¿Entiendes? Al colegio se va a estudiar, no a pelear.
- Ella dijo que mi abuela tenía verrugas y la piel verde - dije por fin. El dolor se me derramo en las palabras, en el cuerpo inclinado por lo pesada que era la tristeza que sentía - ella...
- ¿Tu abuela tiene la piel verde? - Preguntó mi mamá. Me miró expectante, como si realmente fuera importante la respuesta a aquello. Me encogí de hombros.
- Pero...
- Dime ¿Tu abuela tiene verrugas y la piel verde? ¿Es cruel y te asusta¿
- ¡No! - respondí, muy escandalizada - abuelita es bella. Sonríe siempre y hace galletas. Canta hermosa y dice cosas muy...

No sabía cómo describir la manera de hablar de mi abuela. Ahora era muy niña para saber el significado de la palabra "elocuente" pero cuando pensé en nuestras charlas en su jardín o en su biblioteca, donde me sentaba en sus rodillas y me hablaba de cosas que nadie antes me había dicho, sentía asombro. Porque cada palabra tenía el color y el sabor de la luna y el sol, la belleza del Ávila imponente, la belleza de la línea de Caracas que se asomaba en la muralla de la casa. Esa era mi abuela, esa era su voz. Miré a mi papá, frustrada, sin saber cómo explicarle todas aquellas cosas en una sola palabra.

- Mi abuela es mi abuela - dije por último, apesadumbrada - eso es mi abuela. Es bruja y también es todo lo bonito que puedo ver, de lo que veo a través de ella.

Mi mamá me escuchó en silencio y luego me beso en la frente. Su olor cálido me envolvió y noté de pronto, que era muy similar al de mi abuela, que era dulce y un poco ácido, como el de la albahaca y las ramas de Laurel recién cortadas. Un aroma precioso que yo imaginaba venía del sol y las estrellas, formaba parte de las cosas más secretas e importantes del mundo. Cuando mi mamá me abrazó, sentí que el mundo volvía a la calma, que el miedo se alejaba de mis manos abiertas. Un silencio solemne en las sombras de la tardes.

- Entonces solo piensa que tu abuela te ama y es parte de tu vida - murmuró a mi oído - lo que digan los demás, no tiene importancia sobre lo que creas y en lo que confíes. Recuerda eso.

Lo recordé muchas veces en las semanas que siguieron. Lo hice cuando volví al colegio y la niña volvió a burlarse de mi, llamándome "niña verde" a gritos. Pero la ignoré, mirándola y pensando en que el jardín donde crecían rosas y árboles extraordinarios de ramas retorcidas. Cuando me acerqué a ella, me miró desafiante, con los labios apretados y quizás esperando un nuevo jalón de cabello, un empujón, un grito. Pero no hice nada de eso, aunque realmente lo quería. Me contuve como pude, con las manos apretadas en puñitos tensos junto al cuerpo y solo la contemplé, a esa niña de rostro enrojecido, la sonrisa burlona. El olor del jardín de mi abuela brillando radiante en mi imaginación, el olor del viento cantando e muy bajito entre los mechones del cabello que me rozaban el rostro.

- Mi abuela es una bruja - repetí en voz baja. Sin gritar, me dije, sin gritar - y también es mi abuela. La que me hace las galletas, las que me duerme con canciones cuando tengo miedo. La que me regaló un libro tan bonito que no dejo de mirarlo. La que que sonríe cuando me ve. Y también es una bruja, que conoce el nombre de las plantas, que sabe como llamar al viento, que cuida la tierra con sus manos, que acaricia el rosa. Es mi abuela y es bruja. Y yo la quiero así.

Nadie dijo nada. Ni la niña colérica ni el grupo de mironas que nos rodeaban. Alguien murmuró algo a mi espalda, hubo algunas risitas. Pero el silencio continuó hasta que lentamente se transformó en otra cosa, menos doloroso. Una de las niñas que miraba se acercó, con cautela.

- Pero ¿de verdad es bruja? ¿De las de verdad verdad? - preguntó. Los ojos muy abiertos de asombro. A su lado, su amiga me observaba como si no hubiese nunca nada más raro que yo, con mi falda doblada, la rodilla llena de raspones y el rostro lleno de pecas - ¿De las que vuelan...y esas cosas?
- De las verdad...pero ella no vuela - respondí - hace el mejor bizcocho de chocolate del mundo y se sabe todas las historias de los libros.
- ¿Y por qué se llama bruja? - insistió otra.
- Ya te lo dijo, porque se sabe el nombre de las plantas y eso - comentó otra - ¿Y tienen muchos gatos?
- Tenemos un perro muy bonito.

Y la conversación siguió, entre risas y ese asombro de la niñez, esa curiosas extraordinaria y pequeña que parecía no tener limites, que era tan brillante como el cielo azul Caracas de esa tarde de abril olvidada. Y sonreí, contándole a mi pequeño público de mironas, sobre la casa blanca de paredes llenas de fotografías, del Jardín antipático, y el enorme árbol de Mango que se elevaba sobre la muralla. Y sobre todo sobre las mujeres de mi familia, las que sonreían con los brazos llenos de flores, las que creaban belleza a partir de pequeñas cosas, las que bailaban al viento.

Las brujas.

Como yo.


- Así que eres una bruja - comenta él. El hombre de ojos tristes me observa con una mezcla de escepticismo y desconcierto.  Me encojo de hombros y sonrío, tomando un sorbo de café. El azul Caracas se alza a nuestro alrededor como el sonido del viento, como el viejo canto del viento que recuerdo siempre. Lo escucho tan claro, tan mio. Esa sensación de prodigio, de asombro. El mundo enorme se abre entre mis dedos, en mi espíritu. En mi corazón.
- Lo soy - respondo - como mi abuela, como mi madre. Como todas las mujeres de mi familia. Eso soy.

Nos miramos. Un silencio quebradizo, exquisito. Y este diminuto secreto que nace y florece, aquí, más allá de toda palabra. Una nueva página que comenzar a escribir.

- ¿Me cuentas la historia?

Sonrío otra vez. El verde Ávila es cada vez más radiante y lo miro, con la sensación que mi espiritu se eleva hacia ese brillo, hacia mi propio nombre en medio de quien fui y quien seré.

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