miércoles, 21 de junio de 2017
Del fuego al celuloide: todo lo que debes saber sobre los relatos del terror en la literatura y el cine.
Por siglos, la costumbre de compartir historias bajo el calor de la fogata doméstica fue parte esencial de los ritos cotidianos. Y los relatos de terror fueron patrimonio casi exclusivo de esa tradición oral. En buena parte de Europa, el hábito de contar historias terroríficas pertenecía a la antiquísima costumbre de la reunión familiar junto al fogón, quizás luego de la cacería o una opípara cena familiar. La costumbre además, formaba parte de la permanente idea de lo sobrenatural como parte de la vida cotidiana y lo que ahora puede resultarnos por completo desconcertante, la percepción del miedo como una dimensión de la belleza y lo profundamente significativo. De manera que el terror no sólo era parte de las tradiciones más antiguas de pueblos y tribus, sino un reflejo de todo tipo de atributos y virtudes. Las historias terroríficas tenían una importancia específica y también, un profundo significado en la memoria colectiva de buena parte del mundo antiguo.
Los primeros relatos de terror de los que se tienen constancia — y registro — provienen justo de las costumbres familiares y tribales alrededor del fuego sagrado. Hacia el siglo II DC, las historias sobre monstruos, fantasmas y terrores nocturnos formaban parte de una riquísima herencia cultural en buena parte de Europa y también en Oriente medio. De hecho, se trataba de una costumbre que formaba parte de cierta jerarquía intelectual y ya en Inglaterra, “los cuentos de sombras” se conservaban en buena parte de las Iglesias y Abadías como ejemplarizantes y más allá, huellas de un pasado pagano que la Iglesia se empeñaba en cristianizar. Los antiquísimos relatos celtas y de otras tribus — con su rico folclor y llenos de todo tipo de referencias mitológicas — se convirtieron en epopeyas religiosas en el que el poder divino triunfaba de manera invariable sobre el mal. Los Dioses se transformaron en demonios y los espíritus, en criaturas malignas capaces de tentar al pecado al hombre. No obstante, la noción sobre el miedo — la incapacidad del hombre para explicar lo desconocido y sobre todo, la incertidumbre sobre la existencia — continuó siendo parte de la percepción del terror como experiencia colectiva. Hay descripciones detalladas de celebraciones en las que la narración formaba parte integral de los ritos de paso, una visión muy amplia sobre lo sobrenatural que reflejaba las relaciones entre el hombre y el conocimiento. Una expresión de fe, de convicción pero sobre todo de asombro por lo invisible y lo inexplicable.
Gracias a esa comprensión del cuento de horror como elemento cultural, hacia el siglo XV la tradición había alcanzado una nueva dimensión: los relatos transmitidos de boca en boca, comenzaron a ser copiados y recopilados para su conservación y difusión. De la época datan las versiones tempranas de cuentos como La Cenicienta y Blancanieves, que por entonces eran consideradas como “leyendas de fuego” por su ingrediente estremecedor. No obstante, aún el miedo — o su capacidad para provocarlo — no era el elemento más reconocible en la mayoría de los cuentos, de manera que no recibían otra denominación que leyendas. A pesar de los intentos de copistas por conservar la mayoría de las historias tradicionales en papel y tinta, buena parte de las narraciones sobre monstruos, demonios, brujas y princesas continuaban formando parte de ritos y creencias domésticas que se transmitían de generación en generación como una forma de conocimiento familiar.
En el célebre ensayo “Un tratado sobre cuentos de horror” del crítico estadounidense Edmund Wilson, se analiza también el origen del cuento de terror como intento de transcripción y sobre todo, racionalización de un tipo de costumbre oral que se mantiene a través del tiempo como objetivo cultural. El autor sostiene que los cuentistas originarios fueron los que intentaron brindar un nueva comprensión al cuento y dotarlo de ciertas características literarias de las que carecía. De esta época de transición, provienen los primeros intentos por brindar al cuento de terror una cierta noción moral e incluso, dotar a lo terrorífico de cierta personalidad humana de la que hasta entonces habían carecido. La oralidad había transformado los cuentos y relatos terroríficos en una forma de entretenimiento. La recién nacida tendencia literaria vino a dotar de refinamiento y profundidad a la visión del terror como parte de la identidad del hombre y de su mundo intelectual. Según Wilson, esta lenta evolución permitió a la historia de terror encontrar no sólo una nueva forma de difusión — el papel podía conservarse y formar parte de una idea general sobre el relato mucho más específica — sino también, una visión elemental sobre su significado. Además, la escritura y reinvención del cuento de terror creó lo dotó de un inesperado simbolismo «Los autores no estaban interesados en apariciones por sí mismas; sabían que sus demonios eran símbolos, y sabían lo que estaban haciendo con esos símbolos» explica Wilson en su texto.
Otro escritor que también asume el hecho del cuento de terror como una transformación de lo oral a un género literario por derecho propio, es David Punter que en su obra “The Literature of Terror. A History of Gothic Fictions from 1765 to the Present Day” relaciona el término “terror” con la narrativa gótica de origen anglosajón, directa heredera de los primitivos relatos celtas basados en horrores inexplicables y sobre todo, la fábula moral reconvertida en noción espiritual e intelectual. Para el autor, el género del terror pasó a ser una colección de visiones sobre lo terrorífico a sostener toda una comprensión más o menos elaborada sobre el mundo del hombre y su circunstancia. Para el siglo XVII, el cuento de terror ya formaba parte de una dimensión muy amplia sobre la personalidad humana. Y es esa búsqueda, lo que permite que narración que analiza el miedo como parte del paisaje humano se haga cada vez más profunda, perversa y obtenga un enorme valor estético. Punter además insiste en el hecho que la rápida capacidad del terror para absorber todo tipo de tendencias lo convirtió en la herramienta ideal para contar los vericuetos y dolores más inquietantes de la naturaleza humana. “De Mary Shelley a Ambrose Bierce, de Dickens a J. G. Ballard, en todos los cuales hallamos rastros de lo gótico. Los conceptos de “gótico” y “terror” han aparecido entrelazados a lo largo de la historia de la literatura y lo que se precisa es una investigación de cómo y por qué tal ha llegado a ser el caso” sostiene Punter, que además asume que el terror como hecho folclórico es una indudable herencia de nuestra época. “El miedo nos simboliza y nos refleja” apunta en su libro.
No obstante, la percepción del cuento de terror como un análisis sobre el miedo — y lo que lo provoca — se mantuvo durante parte del siglo siglo XVIII y principios del XIX sobre todo en Alemania e Inglaterra, en las que los relatos eran una combinación de la visión lóbrega de las leyendas paganas con cierto preciosismo elemental nacido del refinamiento intelectual de cortes y diversos círculos intelectuales. A mitad de camino entre el racionalismo y la estética del neoclasicismo, el terror como género se transformó en algo más que una sombra de una larga tradición y la cultura del relato familiar como parte de una concepción esencial sobre la historia que se transmite como herencia doméstica. Además, la meditada idea sobre el terror como parte de la naturaleza humana se combinó con los elementos originarios del terror gótico — que se popularizó en Inglaterra entre el 1765 y 1820 — y de la que heredó sus elementos más reconocibles como castillos embrujados, valles y parajes tenebrosos, criptas, casas solariegas derruidas y decadentes cementerios sombríos, niebla, fantasmas y vampiros. De la combinación de ambas tendencias, el cuento de terror creó una nueva expresión sobre la naturaleza humana y su oscuridad que perdura hasta la actualidad.
Por supuesto, se trata de una evolución que convirtió al terror y sobre todo al terror basado en los viejos relatos orales en todo un suceso cultural a lo largo y ancho de Europa. El crítico y especialista estadounidense Jack Sullivan, insiste que el cuento de terror — tal y como lo conocemos en la actualidad — se dio a partir de la llamada “muerte” de la novela gótica — a mediados de la década de 1830 y que coincidió con la difusión de novelas por entregas que ridiculizaban el género — y alcanzó su mayor preeminencia en los primeros años del siglo XX hasta casi alcanzar los años postreros de la Primera Guerra Mundial, en la que el género decae y se transforma en una noción mucho más compleja y a la cual se le añade una reflexión psicológica pesimista que transformará el género en algo más complejo.
Del miedo iniciático al poder de las imágenes: El terror llega al cine.
El llamado “Horror Folk” es el reflejo más cercano en la pantalla grande del primitivo relato de horror nacido de la tradición oral. De hecho, todo los símbolos e imágenes asociadas a su estructura narrativa, están directamente relacionados con la imaginería que por siglos alimentó y sostuvo la forma en que se comprendió el terror literario: campos solitarios, aldeas y paisajes románticos destruidos por la intemperie pero sobre todo, cierto aire pagano que parece provenir de la utilización de alegorías sobre el bien, el mal y lo divino que poco o nada tienen que ver con la concepción cristiana sobre el tema. La gran mayoría de las películas del género poseen un trasfondo que alude a la posibilidad de un tipo de poder primigenio — que puede ser maligno o benigno según la percepción de la historia — que se refleja en construcciones megalíticas, ritos y rituales de paso que resumen la concepción de lo mágico y lo extraordinario como algo en esencia irracional. No obstante, lo más intrigante de esa versión del terror — que tiene sutiles pero evidentes diferencias con el terror tradicional — es la compresión de la naturaleza humana como falible y corrompida y lo sobrenatural, como presencias peligrosas y sin identidad comprensible, que incluso pueden tener origen cósmico. La naturaleza ambigua del Terror Folk — que transita desde el miedo en estado puro a una reflexión durísima sobre la identidad del hombre como criatura impenitente — dota al género de un sustrato mucho más del complejo que otros semejantes y sobre todo, de un peso existencialista de complejas connotaciones intelectuales.
Como fenómeno, el Terror Folk nació en la televisión británica en plena década de los sesenta y con toda probabilidad, como reacción a las crisis sociales y culturales de la década. Nigel Kneale — escritor y precursor inmediato del terror televisivo actual de series como Black Mirror — crea lo que es con toda probabilidad, la primera gran visión sobre el terror inaudito como producto masivo. Una de sus obras más conocidas “The Stone Tape” — película emitida por la BBC en la navidad de 1972 — es un ejemplo formidable de terror fantástico y la primera obra en la que los elementos del terror Folk están presentes como una estructura de análisis y comprensión sobre lo ideal y lo temible. Con su puesta en escena sobria y severa — la película está plagada de elementos góticos — la historia combina los antiguos terrores sobre la supervivencia de la identidad humana a la muerte y lo tecnológico, para crear una presunción sobre la oscuridad y el horror más allá de toda explicación racional. El resultado es una pieza de soberbia envergadura metafórica, en la que el terror evade los lugares comunes y convierte la percepción del miedo en algo originario y poderoso. El terror en “The Stone Tape” no es sencillo ni tampoco evidente y eso lo hace profundamente efectivo. Además, la concepción del miedo como emoción originaria — y de lo sobrenatural como anuncio de un vasto paisaje sobre lo inexplicable — posee una inusitada complejidad. La película transcurre en medio de un atmósfera malsana que analiza al hombre desde sus defectos y dolores — los personajes están llenos de matices y contradicciones — y avanza hacia el necesario enfrentamiento del bien y el mal, pero no bajo la habitual concepción moral sino algo más depravado y disoluto que sorprende por su dureza.
Pero la obra de Kneale no es el único referente inmediato al Terror Folk como género específico: la serie infantil inglesa “Children of the Stones” (1977) cuentas la aventura de un arqueólogo que investiga un desconcertante monumento megalítico que rodea un pueblo en apariencia corriente. De nuevo, la noción de lo bueno y lo malo se convierte en una comprensión casi perversa sobre la naturaleza humana. Además, el anuncio de un terror cósmico inimaginable y portentoso, convierte a la concepción del miedo y el absurdo en algo más inquietante de lo que podría analizarse a primera vista. John Bowen también celebró la misteriosa herencia pagana inglesa, con capítulos seleccionados en series de enorme popularidad en la que incluía todo tipo de rituales de fertilidad y referencias a rituales precristianas. Para los primeros años de la década de los ’80, la noción sobre el terror como un ente inhumano y violento era tan poderosa como sugerente y había tomado proporciones de subgénero de enorme importancia en la imaginación popular.
La visión del miedo originario y el legado del horror esotérico.
Para 1960, el cine aún analizaba con cierta distancia intelectual y sobre todo, sobriedad el terror en su vertiente más intelectual. Fue la casa productora Hammer films la primera en convertir el Horror Folk en algo más que una curiosidad televisiva. Por ejemplo, la película “Las Brujas (1966) dirigida Cyril Frankel y con guión de Nigel Kneale, muestra el horror bajo la percepción de la magia y lo desconocido convertido en un instrumento estético. Desde el vudú al satanismo, la obra de Frankel avanza en la percepción del poder originario, más semejante a una expresión irracional sobre los terrores primitivos que a una concepción cristiana sobre el deber moral. La Hammer comenzaba así todo un recorrido por la percepción del relato de horror cinematográfico, reconvertido en una comprensión sobre un tipo de amenaza primigenia e inclasificable. Para la casa productora, se trató de un descubrimiento: el éxito crítica y público de la película convirtió la percepción sobre el terror con tintes panteístas y paganos en toda una original reflexión sobre el miedo simbólico.
A finales de la década de los ’70, el estudio Tigon British Film Productions tomó el relevo de la decadente Hammer y creó sus propios productos de Horror folk, aunque mucho más cercano a la serie B y al Gore que a la sofisticación de sus predecesores. Desde la conocida película “El Inquisidor” (1968) dirigida por Michael Reeve — con toda su carga alegórica y metafórica sobre el horror nacido de la venganza y del espíritu humano — hasta “Satan’s Skin” (1970) de Piers Haggard — con sus inquietantes escenas de dolor y placer entremezcladas con una visión del miedo más cercana al éxtasis — la casa productora logró brindar al género una personalidad propia, a mitad de camino entre el relato existencialista y una idea muy amarga sobre la naturaleza humana.
No obstante, fue la British Lion Films la que finalmente dotaría al horror Folk con toda su carga anecdótica y perversa que conocemos en la actualidad y que parece reflejar los antiquísimos relatos de terror tribal de los que procede. En «The Wicker Man» (1973) de Anthony Schaffer — y adaptación de la novela “Ritual” de David Pinner — el miedo se sustrae de toda consideración moderna y crea una concepción temible por su vastedad. La película tiene una ambiciosa visión sobre la angustia existencial y la convierte en no sólo en un medio para convertir al terror en un elemento naturalista y primitivo sino además, dotarlo de ciertas reminiscencias tradicionales.
El Horror folk continúa siendo una de las visiones del terror más depuradas y sofisticadas del género: en 2016 Robert Eggers meditó sobre la figura de la bruja a través de una nueva percepción del horror que sorprendió por su belleza metafórica. Con la misma pausada mirada de Nigel Kneale y la sofisticación de las obras de Hammer, la película avanza en el difícil terreno de la estructura psicológica con toques sobrenaturales que crean una percepción sobre el bien y el mal tan profunda como dolorosa. Al final, la noción del bien y del mal no son importantes como la mirada hacia lo antiguo, lo oculto y lo misterioso, los mismos elementos que sostuvieron a los primitivos relatos de horror y que aún ahora, continúan cautivando la imaginación y subvirtiendo la convicción sobre lo que tememos y los que nos inquieta. Quizás los mismos motivos que alimentan el fuego de la perversa curiosidad del hombre por lo desconocido.
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