lunes, 12 de junio de 2017

La persistencia de la memoria y otros dolores: Una mirada al trabajo fotográfico de Lee Miller






La fotografía suele ser un espejo y reflejo de la realidad, una expresión artística capaz de resumir no sólo una mirada sobre la realidad, sino también un análisis sobre la opinión de su autor acerca de lo que capta. Una combinación que crea un concepto subjetivo sobre la imagen como documento. ¿Es la fotografía lo que el fotógrafo observa o al contrario, lo que asume como una forma de expresión personal?

Lee Miller pasó buena parte de su vida en medio de esa disyuntiva. La llamada “Gran Dama” de la fotografía de la primera mitad del siglo XX dedicó su obra — y sobre todo, su interpretación de la realidad — al análisis sobre la fotografía como hecho social y más allá de eso, una interpretación artística de su opinión visual. Obsesionada con la imagen como una forma de expresión, Miller comprendió el valor del concepto subjetivo como parte del discurso visual y meditó — a través de imágenes impactantes y la mayoría de las veces desconcertantes — sobre las implicaciones del lenguaje creativo como una expresión personal. Entre ambas cosas, Miller encontró un estilo propio y una identidad muy específica que la convirtieron en todo una rareza en el mundo fotográfico de su época. Con una inusual inteligencia visual, Lee Miller compaginó sus inquietudes sobre el recién nacido surrealismo con una perspectiva mucho más comercial de la fotografía. El trabajo de la fotógrafa era reflejo de esa visión mutable y profundamente íntima sobre la expresión de la imagen. Una rara combinación de talento y buen tino para la construcción de un punto de vista artístico que logró conjugar en un concepto que aún sorprende por su originalidad y frescura.

Por supuesto, no es casual que Lee Miller asumiera el valor anecdótico de su trabajo fotográfico como una osadía personal. La vida de la fotógrafa estuvo llena de altibajos pero también, de una rara concepción de la belleza que sin duda era una consecuencia directa de una inusual mezcla de experiencias dispares. Nacida en Poughkeepsie (Nueva York) 1907, desde niña la futura fotógrafa pareció obsesionada con la capacidad de la imagen para expresar ideas complejas. Tenía un talento artístico nato. “Dibujaba en una especie de compulsión inocente pero muy consciente que desde entonces, ya trataba de descifrar la realidad desde lo estético” contó siendo ya una de las fotógrafas de la París de la segunda década del siglo XX. La niña Lee Miller era también profundamente consciente de la realidad y sus pequeñas grietas. Junto con su padre solía recorrer la Nueva York repleta de emigrantes y multitudes empobrecidas y sentía una natural necesidad de hablar sobre el dolor invisible que le rodeaba. “Nunca supe si era un impulso creativo o algo más elaborado, pero sabía que debía encontrar una herramienta para mostrar la realidad con toda su dureza”.

No obstante, la noción sobre la belleza y la violencia de Miller se distorsionó bastante pronto: a los siete años fue violada, un hecho de violencia del que jamás habló y que le marcó durante buena parte su vida. Miller tenía una percepción sobre el sexo y el amor signada no sólo por el dolor sino también por una rara concepción sobre la identidad que no llegó a superar. Por extraño que parezca, esa dolorosa herida emocional le proporcionó un tipo de osadía que sería uno de los elementos más reconocibles de su personalidad. Su peculiar Padre — que intentó ayudarle a superar el trauma a través de la fotografía — insistió en que Miller era una sobreviviente pero también una mujer consciente del poder de su angustia íntima. “Nunca dejé de recordar que mi padre insistía debía ser más fuerte que el sufrimiento” contó en una oportunidad. “Y de alguna manera, la fotografía me permitió serlo”.

Tal vez por ese motivo, no sorprenda demasiado que esta niña herida, tuviera una vida variopinta y levemente melodramática. En 1928, Miller fue la primera mujer en aparecer en un anuncio publicitario de toallas sanitarias, con lo que rompió uno de los más antiguos tabúes fotográficos y publicitarios. La imagen — tomada por Steichen — convirtió a Miller en una rara celebridad pero también, la condenó a un inmediato ostracismo que no pudo superar y que llevó a su carrera como modelo en su natal norteamérica al limbo. Abrumada por la presión, la jovencísima Miller viajó a Europa y se radicó en París durante el año 1929. Ya convertida en una mujer de espléndida belleza, fue descubierta por el editor de la revista Condé Nast, quien además le salvó la vida en un confuso y pintoresco evidente en plena calle. Para entonces, ya Miller tenía el suficiente interés en la fotografía como para dedicar horas de estudio a la creación y el modelaje (fue una de las portadas más famosas de la revista Vogue) se convirtió en la excusa perfecta recorrer el mundo detrás de la cámara. Gracias a su persistencia pero sobre a todo su talento, la obra de Miller — compuesta por retratos llenos de simbolismos y dobles significados — se hizo conocida sobre todo en medio de los círculos surrealistas, a los que asombró por su uso de todo de tipo de recursos químicos y compositivos hasta entonces desconocidos. Una forma de creación que combinaba su poderosa mirada privada — esa extraña concepción del mundo a través de metáforas casi siniestras — y su necesidad de crear un registro sobre lo que ocurría a su alrededor. “Quería contar, pero también reconstruir el mundo” diría Miller sobre sus primeros años en París.

Una mirada errática y extravagante:
Como otras tantas mujeres de su época, Miller tuvo que enfrentar el fuerte prejuicio contra la mujer artista — incluso en la liberal París — y quizás por eso, en la actualidad sólo sea conocida por su relación y colaboración con el fotógrafo Man Ray, quien fue su mentor y amante por más de dos años. Apenas conocerse — en las postrimerías del año 1929 — ambos artistas se convirtieron en la pareja de moda. La relación llevó a Miller a relacionarse con los artistas más prominentes de la época, que incluía nutrido círculo de amistades que incluía a Pablo Picasso, Dora Maar, Max Ernst, Alexander Calder y Le Corbusier. Pero más que cualquier otra cosa, Miller era el álter ego femenino de un Man Ray en plena ebullición creativa. De la colaboración entre ambos nació el proceso de solarización — que Man Ray admitiría había sido fruto de un accidente de laboratorio de Miller — pero sobre todo, de una rara combinación de alegoría visual y algo más subversivo que terminó por construir toda una forma de lenguaje fotográfico.

Sin embargo, además de la complicidad intelectual y emocional, entre ambos existía una dura rivalidad profesional que terminó por devastar la relación por completo: En octubre de 1932, Miller abandonó el apartamento que compartía con Man Ray en el bohemio Montparnasse. Atrás dejaba una relación que la había convertido en musa y también principal referente de uno de los fotógrafos más influyentes del París pero también, una relación en le recordó los límites de su indómita naturaleza. “Nunca podré someterme a una exigencia que implique sacrificar mi individualidad” dijo años después Miller, convencida que su relación con Man Ray había sido algo más que un vinculo sentimental y algo más cercano a una batalla de pareceres e ideas. “Jamás me liberé por completo de la sensación que le llevaba a todas partes” confesó años después para describir la huella indeleble que la relación dejaría en su vida.

Para Miller comenzaba una de las etapas más duras de su vida: en los años siguientes la amenaza de la guerra se extendió por buena parte de Europa y para 1942, Miller había abandonado casi por completo su trabajo artístico en beneficio de un registro puntilloso y casi obsesivo sobre la guerra. Miller no sólo estaba aterrorizada por las consecuencias de un conflicto bélico de proporciones imposibles de cuantificar, sino por sus repercusiones en el futuro. Durante años, trabajó no sólo dentro de las páginas de Vogue — como modelo y también fotógrafa — sino que se aseguró tener una influencia suficiente como para poder construir un valioso documento vivencial sobre los horrores de la guerra, cada vez más cruentos y cercanos a París. Cuando la ciudad fue invadida por Alemania, Miller fue una de las pocas fotógrafas que continuó en activo y siguió registrando lo que ocurría en la ciudad. Eso, a pesar que el clima a su alrededor era cada vez más agresivo y peligroso. Colaborar, resistir o huir eran las pocas opciones que los artistas que tenían los artistas que intentan sobrevivir al Estado de sitio. Miller logró evadir cualquier concepción sencilla y dedicó un denodado esfuerzo por retratar a la ciudad herida y rota. “Me veía reflejada en ella”.

Por entonces, Miller estaba prácticamente en la ciudad: Man Ray — con quien mantenía contacto esporádico a pesar de la ruptura — había huido a Nueva York, debido a sus orígenes judíos. El resto de la comunidad artística se encontraba oculto o presionado por las nuevas autoridades que gobernaban la ciudad con mano de hierro. “Lo que la mantuvo involucrada en la guerra fue la idea de que serviría para ayudar a cambiar el mundo. Creía que al final del conflicto, el mundo iba a ser un lugar mejor y la gente sería libre, tendría paz y habría justicia. Luchó como una loca por estos ideales”, explicó décadas después Antony Penrose, único hijo de la fotógrafa con el pintor, escritor y mecenas británico Ronald Penrose. Para Miller, la guerra era algo más que una lucha armada: había mucho de idealismo y una directa confrontación al autoritarismo en su decisión de permanecer en la ciudad y arriesgar su vida en medio de todo tipo de riesgos. La percepción de la fotógrafa sobre la necesidad de registrar lo que ocurría — como medio de resistir el silencio y censura oficial — casi le cuesta la vida. Llevada por su habitual idealismo, convirtió la habitación 412 del Hotel Scribe en la que se alojaba en un campamento de la prensa aliada que por poco la lleva a ser juzgada y fusilada en medio del momento más duro de la ocupación. No obstante, el lugar parecía a salvo de la rigurosidad del régimen alemán — quizás por los innumerables contactos de Miller dentro y fuera de París — y se convirtió en un símbolo no sólo de la lucha francesa sino también, de la persistente intención de Miller por resistir lo más crudo de la guerra. “Era una mezcla entre un rastrillo y un concesionario de coches de segunda mano” lo describe su amante, el también fotógrafo David Scherman. Había una enorme colección de pistolas, bayonetas, cámaras, cubetas de revelado y otros cientos de objetos que se almacenaba en una extraña colección que reflejaba mejor que otra cosa, los trasiegos de la guerra. “Enfrentamos la violencia como podíamos” explicó Scherman en sus memorias “y también por medio de la rebeldía simple de no permitirnos el miedo”.

No hacía un mes había desembarcado en la playa de Omaha, en brazos de un marino, rumbo a Saint Malo. El combate no había cesado en la amurallada localidad francesa y era la única periodista en la zona: disponía de una guerra para sí. Sin dudarlo, se involucró de lleno en los rigores de la batalla, documentando los bombardeos en los que los americanos utilizaron por primera vez el napalm; la mayoría de sus fotos fueron censuradas, ella arrestada por haber entrado en zona de combate sin acreditación. Había conseguido inyectar dosis de realidad a las satinadas páginas de Vogue. Trascendía así a su propio mito convirtiéndose en una audaz testigo de la brutalidad de la guerra.

La persistencia de Miller rindió sus frutos: fotografió a la II Guerra Mundial, con todas sus pequeñas victorias y horrores, esperanzas y desengaño. Su mirada fotográfica va desde imágenes fundamentales sobre la invasión de París — y su posterior liberación — hasta un conmovedor registro de los campos de concentración, la quema de la casa de Hitler o la ejecución del primer ministro húngaro Lazlo Bardossy. Con un extraordinario pulso y conciencia de la historia, Miller fotografió pequeños fragmentos de la historia que con el transcurrir del tiempo — y a pesar que el trabajo de la fotógrafa fue olvidado por más de una década — se convirtieron en iconos: retratos de soldados muertos, heridos civiles que miraban a la cámara desde una sentida angustia y desesperación, los cadáveres apilados en el campo de exterminio, fusilamientos masivos y otras tantas escenas que sorprendían por su enorme crudeza. El resultado, es un documento de enorme pulcritud documental, pero también, una profunda belleza narrativa. Miller había captado la guerra desde todos ángulos, pero sobre todo, había logrado construir una visión sobre la violencia tan poderosa como conmovedora.

Mucho años después — desaparecida del panorama artístico y recluida en un consciente anonimato — Miller admitiría que la Guerra le siguió obsesionando por años, tanto como para convertir su vida en una sucesión de terrores y temores. Quizás por ese motivo, la antigua fotógrafa osada dio paso a una mujer mucho más silenciosa, oculta bajo sus propias heridas. No obstante, Miller sostuvo hasta el día de su muerte que su trabajo documental sobre la guerra le había brindado sentido a su vida, una existencia repleta de contradicciones y furiosas pasiones “Le sigo contando a todo el mundo que no he malgastado ni un minuto de mi vida; lo he pasado maravillosamente, pero sé, en el fondo de mí misma, que si tuviera que volver a vivir sería aún más libre con mis ideas, con mi cuerpo y con mis afectos”, escribió a su segundo dos semanas antes de morir. Un colofón duro y sentido sobre su travesía no sólo a través de sus convicciones sino algo más profundo y complicado de definir.

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