sábado, 3 de junio de 2017
La sonrisa del infinito y otras historias de brujería.
Una estrella de plata solo es una estrella de plata, me han dicho muchas veces. Y es que para mucha gente, los símbolos son solo eso: un objeto al que le adjudicamos un nombre. Para mi no es tan simple, por supuesto. Nunca lo ha sido. Me hace sonreír el pensamiento. A veces creo que lo bruja me viene de una parte muy compleja y pendenciera de mi mente. A mi abuela - la bruja, la sabia - también le haría reir esa idea.
La historia le llama pentáculo: una estrella de cinco puntas rodeada de un circulo que simboliza la perfección y la belleza femenina. Yo le llamo: "La estrella de mi abuela". Con cuidado, me cuelgo la pequeña cadena de plata cuello. La pequeña pieza de metal brilla sobre la tela oscura de la blusa que llevo. Me gusta llevar mi estrella bien visible, aunque a mi tia M. le parece "exhibicionismo" y a mi mamá, de la manera más ramplona, una tontería romántica. Pero a mi es todo un honor llevar el símbolo de la historia que comparto, de esa herencia que conservo lo mejor que puedo. Lo tomo entre los dedos: Una simple estrella de cinco puntas. Pero para mí, es un lenguaje, una huella de un pasado remoto que me gusta imaginarme, que muchas veces parece formar una parte de mi mente tan profunda que no puedo diferenciarla de mi mente, y mi espíritu. Una manera de soñar.
Nunca me ha gustado usar joyas. Ya sea por comodidad o porque simplemente, padezco de una cierta timidez hacia ese atributo femenino tan abstracto llamado "coquetería", durante toda mi vida solo he usado unas pocas, la mayoría por simbolismo más que por cualquier otra razón. De manera que mi pequeña colección incluye un anillo de plata obsequió de mi bisabuela a los doce años, el pentáculo que perteneció a mi abuela, también de plata y apenas un par de piezas más. Pero mi pentáculo tiene un lugar especial en ese altar de lo cotidiano, en esa multitud de imágenes mentales que acumula la memoria, que se entrecruzan y entremezclan entre sí, para crear algo muy semejante a una idea emocional.
La primera vez que llevé el pentáculo, tenía unos catorce años de edad. Mi abuela me lo había obsequiado unos cuantos años antes, cuando me inicié dentro de la Tradición de la Diosa, pero a mi me avergonzaba llevarlo. Eran tiempos complicados: estudiaba en un colegio católico y atravesaba esa nada cómoda etapa de la adolescencia cuando lo que más deseas es encajar, ser aceptaba, tal vez ser simplemente normal. Y ya yo era lo suficientemente extraña como para además, llevar una estrella que todos consideraban "maligna al cuello": callada, pálida, desgreñada y torpe, me sentía incomoda en todas partes. De manera que guardé mi estrella en la diminuta caja de madera donde iban a parar las joyas que jamás usaría: los modernos zarcillos y pulseras que me obsequiaba mi mamá, la fea bisuteria que mis tias paternas insistian en obsequiarme cada cumpleaños y ahora, esta extraña estrella que me provocaba una singular sensación de inquietud. Intenté no pensar en que de alguna manera "traicionaba" la buena voluntad de mi abuela cuando me lo obsequió y me dije muchas veces que solo era una estrella, una pieza de metal que nadie me podía obligar a lucir. Era solo eso: uno de esos raros objetos que formaban parte de mi familia y de la tradición que había heredado. En esos frecuentes momentos de rebeldía que sufría por entonces, me preguntaba porque tendría que llevar la estrella, porque tenía incluso que importarme no hacerlo. Era una muchacha normal en un país normal. La brujería y todo lo que implicaba, era solo parte de ese otra visión del mundo que se limitaba a los confines de mi familia. Esa rareza vergonzosa que yo trataba de ocultar siempre que podía.
Mi abuela no me dijo gran cosa. De hecho, no me comentó nada del tema hasta que yo no lo hice. Me pregunto ahora si comprendía a esa nieta pálida y flacucha, tan torpe y callada, desde la venerable altura de su digna vejez. Seguramente sí, pienso a veces, mirando mis fotografías de esa época. Siempre aparezco sentada, medio escondida detrás de alguien más, con el cabello en punta, un libro en las manos. Intentando ocultarme de mi misma y los demás. Recuerdo que padecía de una terrible envidia por lo que todos podían hacer, lo que disfrutaban y que por razones no muy claras, yo no: las fiestas ruidosas, las canciones de moda, las conversaciones de muchachos, los primeros besos. Para mí, el mundo empezaba y terminaba en un libro, en mi mente tal vez, y la sensación se hacia casi aprensiva, cuando pensaba en lo distinto que era el mundo a mi alrededor, lo rara que me sentía con frecuencia.
Y mi abuela siempre estaba a mi lado. Mirándome con silencioso cariño, regalándome el libro justo, la palabra discreta. A veces pienso que ganándose mi confianza. Como hija de padres divorciados, mi fe en el mundo estaba agrietada desde que era muy niña, antes que lo supiera incluso. Pero mi abuela supo comprenderme. Esperar. Y por ese motivo, la estrella de plata guardada en la cajita me pesaba tanto. Me dolía a diario. ¿Por qué no la usas? Me preguntaba, impaciente, en esas tarde soleadas del patio de colegio. ¿Que te puede importar lo que digan todos a tu alrededor? Me importaba claro. Pero el punto era preguntarme si realmente tenía sentido me importara de esa manera. Esa dolorosa sensación de ser distinta, aunque sin saber muy bien porque. Me enfurecía la idea, a ratos me entristecía. Siempre me dejaba muy confusa.
Hasta que finalmente, en un arrebato de esos que podrían parecer casuales, pero no lo son, un día tomé la cajita de madera y la abrí: La estrella de plata continuaba allí, brillante en medio del resto de las confusión de brillos y texturas que la rodeaban. ¿Me esperas? le pregunté en mi imaginación. La tomé con cuidado, la alcé para mirarla. Una estrella de plata, solo eso. Con una pequeña frase grabada alrededor: "Soy el misterio radiante detrás de la luz de las estrellas, la sonrisa de la luna, en el silencio del mar". La Diosa. Esa idea que parecía flotar en todas partes, ser parte de mi. ¿Quien eres? ¿Quien quieres ser Aglaia?
Con dedos temblorosos, me ajusté la cadena al cuello. Me mire al espejo. La estrella lanzó un destello pequeñito sobre la tela de mi camisa vieja. Me sentí extraña, un poco confusa, pero me gusto encontrarla allí, me gustó me perteneciera. Me gusto sonreír llevándola. Me gusto comprender que necesitaba hacerlo. Más aún: que llevar mi estrella, era una manera de crear.
No volví a quitarmela. Mi mamá me recomendó esconderla debajo de la camisa, mis tias que la adorna con algún otro dije para hacerla menos simple. Pero mi abuela me sonrío satisfecha y eso fue suficiente para mi. Así que la llevaba bien visible, con orgullo. Respondí a las preguntas, ignoré las miradas extrañas. ¿Quieres Aglaia? Los dedos rozando la estrella en momentos de incomodidad. Escondida en el puño cuando tenía miedo. La estrella como parte de esa mitología personal, como parte de esa identidad en formación que la adolescente se esforzaba por crear a diario. La estrella, enredada en mi cabello. La estrella, apretada contra mi pecho en el primer beso, la estrella en el puño sudoroso en los momentos de angustia. Mi estrella, como parte de una imagen de mi misma muy profunda e intima.
Y también la llevé puesta, el día en que abuela murió. No recuerdo mucho de esa tarde, solo algunas cosas sueltas: que llovía, que alguien me puso una tazón de sopa entre las manos, que lloraba sin saber que lo hacia. El dolor me dejó muda, atormentada. Y llevaba el pentáculo. Lo miré, sobresaltada, cuando me encerré en mi cuarto para huir de todos los que me querían consolar y me miré al espejo. La estrella enredada en el cabello largo, en la blusa negra que llevaba puesta. No reconocí a la mujer pálida, severa, con los ojos enrojecidos, que me contemplaba desde el espejo. Pero si la estrella. La estrella que mi abuela me había obsequiado, que había marcado un antes y un después en mi vida.
- ¿Por qué cinco puntas? - pregunté. Con once años, la estrella me pareció enorme en la palma de la mano. Abuela había sonreído, con esa sonrisa suya de las cosas buenas, de las cosas que tenían sentido.
- Las cinco puntas representan una manera de ver el mundo: una muy simple - dijo. Extendió su mano grande y cálida, la misma que me peinaba el cabello y me cocinaba galletas para sostener la mia- antiguamente, se consideraba el mundo una combinación de elementos: Tierra, Aire, Fuego, Agua y también, el Espíritu, esa energía que nos une a todos y nos hace parte de la naturaleza. Esta Estrella nos recuerda somos parte algo más grande nosotros mismos, de un ciclo interminable del que formamos parte.
Miré la Estrella con interés. Sabía había sido de mi bisabuela antes que mi abuela la heredara de ella. Y que mi mamá no había querido llevarla por considerarla no formaba parte de su mundo de cosas reales y normales. ¿Quién quieres ser Aglaia? Me asombró un poco que un objeto pudiera significar tantas cosas, tener ese tipo de poder.
- Pero mucha gente la cree...diabólica - dije la palabra con un sobresalto. Lo había visto en películas, alguien me lo había comentado, mostrándome imágenes terroríficas de una criatura con cornamenta llevando el pentáculo entre los dedos - mucha gente cree...
No supe como explicar aquello de mejor manera, así que me callé, expectante, esperando las respuesta. Mi abuela me miró sin decir nada, aún sosteniendo mi mano entre las suyas. Ambas sosteniendo la estrella.
- ¿Que crees tu? - me preguntó - ¿Te parece que eso es verdad?
Tomé una bocanada de aire. Recordé la estrella que colgaba en la casa de mi abuela, rodeada de flores y hojas de Laurel. Siempre me hacia sonreír. Recordé los rituales que compartíamos, sentadas una frente a la otra, con la estrella brillando entre ambas. La luz de las velas reflejándose en ella. Sonreí otra vez. ¿Pero esa era suficiente? Me encogí de hombros, avergonzada.
- No - admití - pero la demás gente si lo cree.
- Lo importante es lo que tu creas - había dicho mi abuela - lo importante es lo que queremos demostrar con nuestra creencia.
La mujer de luto, pálida y cansada en que se había convertido la niña, se llevó la mano al cuello para rozar con los dedos la Estrella. De la misma manera como lo hizo la niña que había sido. Y de pronto, todo cobró sentido, las piezas encajaron en mi mente. Solté una carcajada entre lágrimas y sentí un consuelo tan intimo como inesperado, tan profundo como simple. El de las ideas profundamente personales que sobreviven a la muerte.
La mañana del sepelio de mi abuela llevé el cabello trenzado, lleno de flores. Y la estrella en mi pecho. Tomé la mano de mi mamá, herida y afligida como jamás la había visto, y la consolé. La consolé mirando la tierra que recibía a mi abuela como un símbolo privado, como lo era el sonido del viento en los árboles y el sabor de la lluvia de tormenta que me golpeó la cara después. Y apreté las Estrella todas las veces que sentí el dolor me debilitaba y todas las veces en que quise recordar cualquiera mi herencia.
Una voz en mi mente, una manera de soñar.
Han transcurrido casi una década desde ese día, y sigo llevando mi Estrella al cuello. No la escondo bajo la camisa ni me importan las miradas inquietas que me siguen dedicando. Sonrío cuando eso ocurre, y sí, sigo rozándola con los dedos cuando necesito recordar la niña que fui y la mujer que me convertí.
La bruja que soy.
C'est la vie.
Para Viole, que vuela alto en las estrellas.
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