viernes, 23 de junio de 2017
Una recomendación cada viernes: “I Am Not a Serial Killer” de Dan Wells.
Los libros sobre asesinos en serie — su vida y circunstancia — suelen ser escritos desde la distancia del observador. Una narración más o menos moralizante, que intenta dejar muy claro desde las primeras líneas que el asesino es una anomalía social que debe ser combatida y además, señalada como una rareza y en el mejor de los casos, una excepción. Quizás por eso, el libro “I not a Serial Killer” de Dan Wells sorprenda y por momentos, resulte incómodo. No sólo se trata de una narración al uso sino que además, contempla y analiza a la naturaleza del asesino desde cierta complacencia inquietante pero tan realista que desconcierta por su insólita concepción del bien y el mal. No se trata de un relato obsesionado con la muerte, el gore implícito en la masacre o la noción sobre la violencia del hombre contra el hombre, sino de algo mucho más específico que Wells maneja con eficacia: la vanidad del asesino y del asesinato.
Por supuesto, se trata de una apuesta arriesgada que no logra satisfacer del todo en su propuesta. Pero a pesar de sus baches de argumentos y pequeñas debilidades narrativas, cumple con el objetivo de combinar con sabiduría una cierta dulzura desconcertante, la cualidad espeluznante del depredador y el terror que se esconde en la disección de los personajes como piezas de un mecanismo complejo y tétrico. John Wayne Cleaver, rostro visible de toda esta insólito punto de vista sobre comprensión de la psicología detrás del impulso asesino, está dotado con una inteligencia por encima del promedio y una ególatra visión sobre sí mismo. También es un adolescente en apariencia promedio — a pesar de su temprano diagnóstico psiquiátrico — y su visceral relación con la muerte. Pero lo más intrigante en la forma en que Wells analiza su personalidad no es sólo la manera de luchar contra su aparente predisposición hacia la violencia y el asesinato, sino la manera en que lo combate a diario. Una lucha silenciosa y privada que convierte la descripción sobre su complejo mundo interior en un elemento vivaz y dinámico de extraño atractivo. La necesidad imprecisa de matar de John es lo suficientemente poderosa como para estar presente en todos los aspectos de su vida. Por supuesto, Wells juega con la estructura de la narración con la suficiente habilidad como para que la muerte no sea el único objetivo de este jovencísimo asesino en potencia, sino su compleja personalidad y su decidido esfuerzo por evitar caer al abismo. La tentación que le acecha, le abruma y le obsesiona. Y es en ese juego de espejos — esa lucha constante e instintiva — contra la oscuridad interior, en el brinda a la novela sus momentos más estimulantes y profundos.
No hay nada sencillo en la forma como Wells desmenuza el comportamiento del asesino y mucho menos, la forma como se cuestiona los motivos que construyen la amenaza de la agresión en algo más complejo e inquietante. La voz narrativa de John tiene un elemento creíble que le permite sostener la historia con toda facilidad y además, dota a la narración de un impecable hilo conductor que al menos, durante la primera mitad, convierte la novela en una intrigante análisis sobre la percepción de lo moral, lo instintivo y el dolor espiritual convertido en una real frontera entre el impulso hacia la violencia — que Wells describe como impreciso, letal y en plena ebullición — y algo más atroz y peligroso. John tiene una poderosa visión de su personalidad pero también, de su forma de asumir su naturaleza dividida. Wells logra manejar con una sorprendente original la obsesión destructiva de su personaje y la transforma en algo más poderoso, mutable y sensible. John puede matar — de hecho, parece predestinado casi de manera biológica a hacerlo — pero no cede a la tentación insistente. Y es esa batalla privada la que convierte al libro en una extraña osadía argumental cuyo buen pulso sorprende y se agradece.
Claro está, la historia se enfrenta a la limitación de la edad de su personaje — y por consiguiente, el entorno que le rodea y sus implicaciones — y también, a los lógicos clichés de cierto entorno juvenil. Pero Wells remonta las aparentes debilidades narrativas con una sátira astuta y sobre todo, un negrísimo sentido del humor que permiten a John avanzar con facilidad en medio de los consabidos tópicos del adolescente promedio estadounidense. Y esa combinación — la acertadísima visión del personaje como un ser humano tratando de encajar — lo que brinda al libro su enorme coherencia como propuesta. A diferencia de la saga literaria del escritor Jeff Lindsay que tiene como figura central al forense y asesino serial Dexter Morgan — con la que a menudo se le compara — la obra de Wells está más interesada en la introspección y sobre todo, el ingrediente cotidiano y sobre todo, anecdótico en la vida de su personaje central. No hay elementos del tipo mitológico o religioso que justifiquen la conducta del personaje, sino que se esfuerza por analizar la voluntad y la necesidad del asesinato como un elemento análogo a la personalidad de John. Para Dan Wells, el asesino es un rostro en la multitud, que resulta inquietante justo por su anonimato.
Wells utiliza todo tipo de recursos para reflejar a su personaje sin entrar en la reflexión directa. Desde la fascinación antinatural con la muerte y los asesinos en serie hasta su diagnóstico médico, hay una serie de pequeños fragmentos de información que elaboran una idea muy profunda sobre la psiquis del personaje, sin necesidad de elaborar de recurrir a una larga descripción sobre sus motivaciones y terrores. John sabe que no procesa las emociones de la misma manera que quienes le rodean y también, que su psicopatía hace que la posibilidad pueda convertirse en un verdadero monstruo es muy real, pero no reflexiona sobre ella desde la distancia y el terror. Al contrario, el personaje entiende la idea de la muerte y asume sus implicaciones en un raro mecanismo simbólico que juega no sólo con el sentido de permanencia — en un insólito guiño crítica a nuestra época obsesionada con la identidad y la apariencia — y algo más novedoso, que sustrae al libro de cualquier fórmula sencilla para comprender los motivos del asesinato. Wells dota a su personaje de una frialdad temible pero también de una ambiciosa vanidad que convierten el asesinato — y la rutina que lo compone — en una clarísima alegoría sobre sus mínimos dolores y padecimientos. El escritor maneja con enorme buen pulso y sabiduría los diversos matices de su personaje y avanza más allá de una obvia búsqueda de justificaciones, hacia una idea más profunda y tenebrosa sobre la capacidad humana para comprender la abstracción del bien y del mal.
Quizás los momentos más flojos del argumento son justamente aquellos en que Wells pierde el pulso de su análisis sobre las sombras de la mente humana. El escritor parece incapaz de no ceder a la tentación de dramatizar la noción del asesinato en una metáfora poco efectiva. John tiene un alter ego — al que llama de manera casi banal “su monstruo” — y lo usa a la manera simbólica de quien intenta asumir el instinto como deshumanizado e incluso, directamente objetivo. Es entonces cuando el juego entre la percepción del bien y del mal se convierte en un metáfora poco efectiva, en una mirada casi risible sobre los hilos que mueven la voluntad y la comprensión del individuo hacia algo mucho más maniqueo y confuso. No obstante, Wells está muy consciente de la fragilidad del recurso y lo usa más bien poco, por lo que el diálogo interior de su personaje no se detiene en absoluto, a pesar de las grietas en la estructura y en el discurso.
Hay algo tétrico pero sin duda poderoso y eficaz, en esta visión del asesino en ciernes. En la presunción del asesino que puede evitar contener sus apetitos para construir algo más complejo que un mero impulso voraz es no sólo intrigante, sino que además abre un estimulante abanico de posibilidades sobre el asesino como una versión de sus propios terrores y espacios en blanco. Incluso el sorprendente toque sobrenatural — que podría resultar un desliz de sentido y coherencia en alguien con menos habilidad y pulso narrativo que Wells — resulta bienvenido y encaja dentro de la concepción de la historia como una búsqueda del horror y lo temible desde cierta engañosa normalidad. Hay una yuxtaposición muy eficaz entre lo visible y lo invisible de la naturaleza del hombre y la cualidad atípica de la violencia, que convierten los dilemas de John en una intrincada serie de especulaciones sobre la frontera de la razón y el horror que subyace en su interior. Para Wells, la humanidad del asesino es imprescindible pero sobre todo, es necesaria para asumir la profundidad de su dimensión moral. Con una enorme conciencia del necesario matiz en la propuesta del asesino como ser marginal, el escritor dota a su personaje de simpatía, valor e incluso, una profunda asimilación sobre la percepción sobre aspiración espiritual, que no comparte ni entiende pero que práctica y asume como parte de su vida. El resultado es un personaje complejo, de comprensible falibilidad pero también, peligroso. Una amenaza latente que Wells maneja con mano firme y que gravita en la novela como una visión insistente sobre la oscuridad que evade, pero que no deja de asumir como parte de su propuesta.
Al final “I am not a Serial Killer” es una mirada sobre lo que nos hace humanos, pero también sobre la distancia que nos separa como individuos. Una lenta travesía a través de los entresijos de la violencia, el temor y lo absurdo. Pero también un espejo retorcido sobre lo temible, lo moral y sobre todo, la oscuridad que habita en cada uno de nosotros. Una combinación tan siniestra como atractiva que la novela — convertida en saga — explota con buen gusto y osadía.
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