lunes, 26 de junio de 2017
Veinte años de Magia: Harry Potter y la alegría de todos los pequeños prodigios cotidianos.
Esta historia comienza así: Hace más o menos veinte años, uno de mis amigos más queridos me envió desde Londres un paquete con algunas revistas sobre fotografía, unas cuantas curiosidades friki…y un libro. Era pequeño, delgado, con cubierta de cartón y un niño mal dibujado de enormes anteojos rotos que me miraba desde el papel con ojos inocentes. “Harry Potter and the Philosopher's Stone” leí en voz alta, sin que el titulo sonara de nada ni tampoco, el nombre de su escritor, JK Rowling. Mi amigo había incluido además, una nota en la que me explicaba que se trataba de una historia recién publicada que comenzaba a tener mucho éxito en Inglaterra y que hablaba sobre un pequeño brujo que descubre que lo es durante su cumpleaños número once. “Te va a gustar”.
Me gustó, por supuesto. Me enterneció, me sorprendió la capacidad para cautivar del pequeño brujo huérfano que termina enfrentándose en las dudas y convirtiéndose en un improbable héroe. No era una historia nueva — en realidad ¿cual lo es? — pero quizás justo en esa símbolo simple, había una reflexión sobre la niñez y la inocencia que me desconcertó por su capacidad para conmover. Porque en la disparatada aventura del niño que descubre su identidad y a la vez, la portentosa existencia de la magia, no encontré además de un personaje entrañable también una alegoría acerca de los solitarios, los temerosos, los que sienten una profunda incertidumbre. De todas las pequeñas escenas de la infancia que parecen carecer de sentido pero que al final, se unen unas a otras para mostrarnos al adulto que intenta comprender su historia personal que siempre hay un motivo para la maravilla. Me vi a mi misma, en esa adolescencia de las soledades, el aislamiento, la eterna sensación de encontrarme muy cerca de cierta angustia existencial. Reí y lloré mientras lo leía y la noche en que lo terminé, por primera vez en muchas semanas — extrañas noches en blanco, de preocupación y de mucha incertidumbre — pude dormir bien.
Porque Harry me consoló a la manera como sólo un libro entrañable puede hacerlo, en independencia de su calidad, trascendencia o cualquier consideración sobre su importancia. Atravesaba una complicada etapa de ruptura personal, una crisis azarosa, tratando con desesperación de encontrar un lugar en el mundo adulto. Esa soledad dolorosa, que te hace sentir el hecho de encontrarte aislado en medio de tus propias ideas y confusiones. Esa enloquecedora y salvaje angustia que amenaza con ahogarte de un momento a otro. Días oscuros, sedosos y sofocantes. Y en medio de la tormenta me aferré a un libro simple. A una historia que había leído en muchas otras ocasiones bajo distintos rostros. Lo leí con la convicción simple de encontrar un momento de calma, un pequeño fragmento de silencio en el que pudiera refugiarme. Lo encontré entre las páginas de aquel libro desconocido. De la enésima versión sobre el poder del espíritu y las buenas intenciones, sobre la oscuridad y la maldad. Una alegoría cien veces que encontré — y encontraría — en muchos libros antes y después, pero que esta ocasión tenía el rostro de un niño que podía comprender e incluso querer. Terminé el libro con una rara sensación de nostalgia. Por semanas pensé en el poder de la esperanza.
El segundo volumen de la saga lo compré con cierta impaciencia. Me hizo sonreír el titulo: “Harry Potter y la Camara Secreta”. Lo encontré en la estantería de mi librería favorita de Caracas y sólo entonces me enteré que el primer volumen, era todo un suceso en su natal Inglaterra y el resto de Europa. El librero sonrió cuando le hablé sobre cómo había encontrado el libro.
— Ya lo sabes, los libros llegan a donde los necesitan.
Me quedé de pie, junto a la puerta de la librería, con el libro entre las manos. Intenté contener los inexplicables deseos de llorar que me cerraron la garganta y luego sonreí, vencida.
— No es el mejor libro del mundo — El hombre me dedicó uno de sus guiños maliciosos de librero experto.
— Todos los libros son mundos, eso es aún mejor.
Tenía razón, como siempre. Comencé a leer el libro con impaciencia y encontré que el universo mágico en que habitaba Harry se había hecho más amplio y consistente, tomaba forma entre las sencillez. El castillo de Hogwart se hizo más complejo, misterioso e incluso amenazante. Y la niñez de los personajes comenzó a dar paso a una juventud frutal en medio de todo tipo de expectativas. Está creciendo, recuerdo haber pensado tendida en mi cama, asombrada por la novedad. Conmovida por la sensación que me unía al libro un hilo invisible y difícil de explicar. En mi vida, el ciclo inevitable de todas las cosas tomaba un sentido similar: tenía la sensación que mi vida comenzaba a tener sus propios perfiles y formas, que dejaba de ser una confusa mezcla de expectativas y temores, para transformarse algo más.
— ¡Lees a Harry!
Levanté la cabeza desde las profundidades del castillo de Hogwarts. El campus de la Universidad apareció a mi alrededor y tuve la rara sensación, que había estado ausente de la realidad por todo un año escolar plagado de Dragones y Basiliscos. Un compañero de clase desconocido me miraba con cierta sorpresa. No supe que responder cuando levantó su ejemplar del libro y me dedicó una sonrisa simpática. Qué rara sensación de complicidad, de dos adultos jugando a recordar la niñez con tanta sinceridad.
Cuando llegó el tercer libro de la historia — Harry Potter y el Prisionero de Azkaban — ya la saga se había convertido en todo un suceso literario y estaba en todas partes. Se había perdido algo de la inocencia, pensé sosteniendo el libro entre las manos — ligero, con su chillona portada rojo carmesí llena de criaturas y rostros que sonrían — y tuve la imagen muy clara que el mundo de Harry se encontraba más poblado que nunca. Los rasgos sencillos en la narración comenzaban a perderse, una cierta densidad torpe se cernía sobre la historia del joven brujo. Y por supuesto, Harry crecía a mi lado, un reflejo extraño y dulce de alguna parte de mi misma que comenzaba a madurar con lentitud. Tal vez me encontraba entonces un poco prisionera de la tristeza y el dolor, custodiada por los dementores imaginarios que tomaron corporeidad en mi luto personal. Mi abuela acababa de morir y me encontré perdida en esa tristeza apacible de los introspectivos y los levemente abrumados. En el libro, encontré ese tránsito hacia una nueva forma de comprender, esos transitar torpe y simple de mi mente hacia algo más complejo.
En Caracas, el libro fue recibido por primera vez una gran celebración. ¿Esto es real? me preguntaba viendo a todos aquellos niños llevando calderos y varitas mágicas, hablando de magia y entusiastas del mundo creado por Rowling. También había jóvenes de mi edad, con sombreros y camisetas. “Soy un brujo, quiero ir a Hogwarts” se leía en todas partes. Que jóvenes somos todos, en realidad, recuerdo haber pensado. Que insólitamente inocentes, somos alguna vez.
“Harry Potter y el Caliz de Fuego” llegó con retraso o así me lo pareció. Durante los cuatro años en que lo esperé, dejé atrás la primera juventud y me convertí en una joven mujer, aturdida por la rapidez con que todo sucedía en mi vida, por la sensación de intentar encontrar sentido a la experiencia total de crecer y madurar en medio de una generación sin nombre y llena de incertidumbre. Y mientras tanto, comenzaba a mirar el mundo de una manera más serena. La esperanza se volvió una interrogante, una pieza complejas entre tantas otras en mi vida. Una búsqueda silenciosa, una forma de comprender mi reflejo en el espejo.
El libro llegó a Caracas con gran pompa y celebración. El día en que comenzó a venderse en las librerías, me formé en fila con cientos de fanáticos que yo, creían firmemente que la magia es algo más que lo obvio. Los Centros comerciales de mi ciudad se llenaron de niños que llevaban capas y túnicas, hablando de hechizos y pociones, de lo bonita que era la magia. Una grupo bullicioso y entusiasta de creyentes en cierto tipo de asombro que me desconcertó por su buena voluntad. Fue extraño leer las aventuras de Harry con cierto asombro, encontrarle un poco más adulto, confuso, frágil aún en la inocencia ¿cuánto tiempo había pasado? Miré los anteriores ejemplares, descoloridos y manoseados y sonreí. Y el tiempo me pareció una Era de Milagros, un tiempo nuevo que comenzaba a escribirse como las primeras líneas de un buen libro.
Que pensamiento hermoso.
Cuando se publicó “Harry Potter y la Orden del Fénix” el mundo entero se llenó de una legión de fanáticos que amaban la historia del pequeño huérfano convertido en un símbolo por derecho propio, fascinados con la idea de la magia, de crear y soñar. Entonces la película “Harry Potter y La piedra Filosofal” Chris Columbus le dio rostro y corporeidad a los personajes. Harry estaba en todas partes, era algo más que una pequeña curiosidad literaria. Y eso me sorprendió, como sólo puede sorprender compartir una experiencia emocional que resulta diferente para cada quién. Fue un año memorable ese. Llevaba tres años estudiando mi verdadera vocación y me reí a carcajadas con las críticas y las burlas que me dedicaron mis eruditos compañeros de clase por mi afición a las novelas baratas de Rowling. Por supuesto que no me importó e hice fila como todos los años, para comprar mi ejemplar lo más pronto posible y empezar a leer, como millones de otros lectores alrededor del planeta. Como esa gran pléyade de creyentes en lo imposible que acompañaban a Harry en su gran aventura. Recordé a la niña que había leído por primera vez las aventuras en el Mundo mágico y volví a sonreír, mirando el Harry de la Portada: un chico desgarbado de antojos corriendo en la Oscuridad. Cuánto hemos crecido, mi querido Harry. Cuántas cosas hemos recorrido juntos a través de páginas y días de complicidad.
“Harry Potter y el Principio Mestizo” me encontró a solas en mi propia casa, fraguando proyectos, obsesionada por nuevos caminos, caminando en el mundo de mis ideas. Me encontraba al borde de una ambiciosa irrealidad, aturdida y tan cansada de mi misma como puede estarlo un joven adulto. Y de nuevo, Harry me tendió una mano. Harry, ya un muchacho de dieciseis años que reflexionaba con entusiasmo y torpeza sobre el amor y la soledad. Un brujo adolescente que intentaba comprender el hecho de ser distinto en medio de un mundo incomprensible. Y reí y lloré de nuevo con Harry. En los momentos más bajos y oscuros, más desesperados, cuando Proust me abandonó, cuando Woolf perdió sentido y Kafka sólo consiguió enloquecerme, allí estuvo mi humilde Harry, hablando sobre lo triste que era sentirse solo y sin esperanzas en medio de las decisiones y las circunstancias más disímiles. El mundo a mi alrededor se hacía más grande, más complejo. La fotografía ya no fue esa pasión solitaria y furiosa que unía mi pasado con mi presente sino que se transformó en algo más, una visión del futuro. Magia en el aire. Comencé a sentir de nuevo fe en ese mundo cuántico que llevo entre mis dedos y mis pensamientos. Y fue el libro de los libros de la saga de JK Rowling el que llevaba entre las manos, cuando corrí riendo de felicidad por una calle cualquiera cuando me enteré que una de mis fotografías se expondría por primera vez.
“Harry Potter y las reliquias de la muerte”, llegó mientras me debatía en las primeras batallas de la madurez, la determinación de continuar mi camino a pesar del miedo a lo desconocido, de la simple duda existencial. Sentada en la habitación favorita de mi casa, miré el libro, grueso y lujoso, tan diferente a esa pequeña edición de bolsillo que leí la primera vez. Ah, cómo hemos crecido mi Harry querido, ya somos adultos, pensé con los ojos llenos de lágrimas, dos Brujos tratando de vivir lo mejor y lo más hermoso de un mundo singular. Porque con Harry Potter no sólo hablamos de su discutible calidad literaria, sino de la magia (pequeña, personal e íntima) con que la escritora ha logrado impregnar a una historia en apariencia simple y sincrética: La vida de un joven mago que descubre un destino grandioso en medio de un mundo imposible, tangencial a la cotidianidad. Tomando elementos tradicionales de la narración épica (el lento y duro camino de un héroe sencillo hasta convertirse en un ideal en sí mismo) Rowling logró con combinación de elementos disímiles crear un fenómeno de masas que une a cientos de fanáticos alrededor del mundo bajo una misma mirada hacia lo maravilloso. Hablamos de un sueño infantil convertido en una creación válida y reconocible, a ese paladín juvenil lleno de tropiezos y errores, de temores e incertidumbres que finalmente, se crea a sí mismo a través de la fe. Sí, probablemente sea una historia muy socorrida, una estructura anecdótica carente de real valor antes otras narraciones de mayor envergadura. Pero tal vez, ese es el secreto de Harry: La humilde expresión de un héroe común con un destino extraordinario. Sí, con Harry Potter y su historia, un poco sin sentido, endeble en ocasiones quizás abrió la era de la tolerancia de los pequeños milagros del sentido común.
Me han dedicado todos los chistes posibles porque leo la saga del estudiante de Hogwarts con apasionada avidez. Mis amigos esbozan una sonrisa de suficiencia admito que soy una devota fanática del Universo creado por Rowling y que sin duda, seguiré siéndolo. Tengo una calcomanía con el blasón de Hogwarts en la pared de mi habitación, y de vez en cuando, me enfundo en una camiseta de Quidditch, con el número siete de Potter en la espalda, para dormir. Es una pequeña rebeldía, si la palabra es aplicable aquí, reirme de los estereotipos sobre las aventuras del pequeño mago torpe que lucha contra un malvado acartonado y mordaz. Sin embargo, Harry siempre será emblema de la fuerza de la fe, en medio de un océano de cínismo. Harry Potter y sus pueriles aventuras, devolvieron a la literatura la belleza de la simplicidad, de las emociones más básicas en una historia que todos conocemos demasiado bien: La inocencia venciendo a un tipo de maldad, sin matices y sin más forma que el reflejo del bien absoluto. Un deseo muy humano, por cierto, un anhelo noble e ingenuo que aún habita en el corazón de cualquiera de nosotros. El eco en el Gran salón de Hogwarts que en ocasiones es tan real que parece llenar el mundo. Que se abre en todas direcciones para recordar que siempre seremos niños, cualquiera sea nuestra edad.
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