lunes, 31 de julio de 2017

Todo es un recuerdo: Buenas razones para leer las crónicas periodísticas de Gabriel García Márquez




En más de una ocasión, se ha insistido que toda obra latinoamericana es una referencia inmediata a una crónica desigual sobre lo cotidiano. Una visión sobre lo diario y lo corriente que crea un reflejo de enorme profundidad sobre la identidad cultural. En 1991 Gabriel García Márquez declaraba en una entrevista a Radio Caracol "Soy un periodista, fundamentalmente”. Lo hacía, con una toda noción de su lugar histórico y literario en la cultura mundial, pero también para dejar bien claro, que lo suyo era contar historias. Reales o ficticias, Gabriel García Márquez tiene la capacidad para construir mundos en perfecta sincronía con la realidad, para demostrar esa necesidad suya de componer la realidad en escenas de profundo significado. Tal vez por ese motivo, a medida que avanzaba la entrevista, García Márquez se extendió aún en esa idea de contar para crear o lo que es lo mismo, crear a través de la anécdota.  Para  el viejo patriarca de las letras latinoamericanas, la narración fue algo más que un género: lo transformó en un instinto intelectual que consideraba imprescindible para todo escritor: el saber mirar a través de las palabras.  "No se trata de qué cuentas, sino como lo cuentas" dijo para concluir la entrevista, resumiendo casi cincuenta años de narrar historias en una única frase. Porque García Márquez, el escritor que creó un pueblo imaginario donde el continente entero parece habitar entre metáforas y símbolos, fue ante todo, un periodista. Uno muy bueno, además, que por décadas se obsesionó con el continente adolescente donde nació y que contó sus historias en cientos de maneras distintas y originales hasta crear un fresco realista sobre una historia muy joven. No obstante, la mayoría de los lectores e incluso el mundo literario que tanto celebra su obra suele olvidarlo: Una salvedad que descontextualiza no sólo el valor de la capacidad de García Márquez para comprender Latinoamérica sino ese trayecto desde la realidad evidente hacia algo más sutil, que trayecto que recorrió con enorme habilidad y sensibilidad hasta crear un género único. O quizás, una mirada renovada sobre la idea de la realidad como hecho concreto y la mirada de quien la cuenta, como espejo en que puede reflejarse.

Por supuesto, se trata de algo más que comprender el poder evocador de la escritura. García Márquez demostró a través de sus relatos que la literatura tiene el poder de reconstruir la historia a través de símbolos y metáforas, tan poderosos que atraviesan la hoja para transformarse en anécdota. Tal vez por eso,  Gabriel García Márquez insistió en que ser periodista le enseñó a crear mundos. Que imaginar historias desde la realidad y crearlas a partir de lo que consideraba verídico, le mostró un matiz desconocido sobre ese hábito tan latinoamericano de narrar sus propias vivencias. De convertirlas en mitología y creencias. Como la suya: solía contar a quien quisiera escucharle, que su nombre no iba a ser Gabriel, sino Olegario. Que cuando nació, acababan de sonar las campanas dominicales de la primera misa del día, cuando su tía Francisca gritó a todo pulmón: "Es un varón y viene bendecido". Lo "bendito" era el cordón umbilical atado al cuello, como las fábulas de pesadillas que todas las madres de la serranía suelen temer y que es quizás, esa sentencia de muerte segura para los recién nacidos en todas las historias tristes de los pueblos de provincia. Pero el futuro escritor sobrevivió y fue bautizado con el nombre del Santo Patrono de Aracataca. Para la posteridad, para la leyenda, para su mito personal. Como si el Macondo de las páginas del libro que escribiría en el futuro, hubiese comenzado a concebirse en esa historia personal tan diminuta como emocionante, tan simple como conmovedora. Gabriel, que nació con las campanadas de la tarde y que sobrevivió a su propia historia.


Eso, a pesar que Gabriel Garcia Marquez intentó siempre quedarse al margen del mito, atravesar de puntillas la ciénaga de la fama. Pero no lo logró, no al menos de la manera como lo creía: el escritor estuvo comprometido y de manera muy evidente con la política de su tiempo y con figuras poderosas que le consideraban su mentor y amigo. ¿Fue esa la manera en que el escritor comprendió los laberintos de la historia? ¿Fue así como transitó por ese delicado vinculo entre lo real y lo imaginario, la crónica y la ficción, lo que se cuenta y lo que la imaginación crea? Para Gabriel Garcia Marquez, el tiempo y sus vicisitudes parecían parte de una idea recurrente sobre la realidad, lo que buscamos, lo que construímos lo que aspiramos. Y lo dejó plasmado en sus cuentos, en esa cortísimas visiones del continente que tanto amó y sobre todo, intentó comprender a través de la escritura.


Fue en sus cuentos, donde Garcia Marquez encontró la manera de elaborar una idea que pudiera conjugar tanto su visión como periodista como la del escritor de ficción. Frases como “Aprendí a escribir cuentos escribiendo crónicas y reportajes” o “El periodismo me ayudó a escribir” dejan claro que para el escritor, la literatura fantástica tenía mucho de contemplación de la realidad y la realidad, mucho del sueño fantástico que parecía brindar a lo cotidiano un nuevo lustre. Tal vez por ese motivo, Gabriel Garcia Marquez jamás renunció al periodismo, con independencia de su éxito como novelista o incluso, cuando se convirtió en un autor insigne de la Literatura americana. Y es la misma razón por la cual, no dejó de escribir cuentos, a pesar del éxito de sus novelas y su evidente pasión por escribirlas. Encontró en ambas vertientes de la realidad, una forma de comprender su trayecto literario y también, su identidad como escritor.

Porque quizás, para Garcia Marquez no había verdadera diferencia entre narrar la realidad y contar lo imaginario. Mientras escribía para el Espectador de Bogotá ( y elaboraba forma a lo que sería su crónica más reconocida: "Relato de un naufrago" ) escribía en paralelo "El Coronel no tiene quien le escriba".  Entre ambas obras, el paralelismo es inmediato y también profundamente significativo. Una y otra, parecen completarse y más allá de eso, crear un híbrido coherente donde lo cotidiano se fusiona con lo irreal para construir un nueva forma de hablar sobre la historia que se cuenta. Por ese motivo, los artículos que componen el volumen de "Textos Costeños" y que recopilan la obra periodística de Gabriel Garcia Marquez desde el año 1948 hasta 1958 no sólo es un recorrido por la evolución de un periodista con enorme talento narrativo sino la de un escritor en ciernes que aprendió desde la realidad el valor de la ficción. No se trata de una mirada a los trabajos más antiguos de quien después sería un escritor de enorme influencia en la literatura de nuestro continente, sino la comprensión de sus orígenes, de la raíz misma que le permitió elaborar toda una nueva propuesta sobre el poder de la palabra.


Nada es casual en los cuentos de Gabriel Garcia Marquez. Como si construyera una sincronía meticulosa entre lo que cuenta y lo que sugiere, hay una cierta coherencia entre ese universo de pequeñas situaciones y escenas, que parecen sostener - ser la raíz esencial - de algo mucho más profundo y consistente, esa  Tierra Misteriosa y amplia poblado de seres maravillosos que le obsequiaría la gloria literaria. Pero ahora, en esta colección de cuentos, Garcia Marquez sólo cuenta las historias desde su perspectiva, las desmenuza con delicadeza, las recorre con esa mirada contemplativa que parece resumir lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo en una sola idea sobre lo que se mira, lo que resulta asombroso y profundo. Lo que asume parte de esa realidad alternativa que construye con tanto cuidado como habilidad. Contemporáneos entre sí, la sucesión de cuentos parecen convertirse en un terreno fértil donde el escritor encuentra no sólo los elementos que más adelante integrarán su obra, sino que crean un mosaico tempranero sobre su personalidad como narrador. Y es que pareciera que entre la sucesión de historia que encuentra en su recorrido por las Costas Colombianas, Gabriel Garcia Marquez se reencuentra consigo mismo, se sostiene sobre la idea esencial que después, brindaría sentido y fortaleza a su obra: El poder de crear belleza incluso desde lo aparentemente corriente. Lo inverosímil que nace de lo común.

sábado, 29 de julio de 2017

La sonrisa de la Mariposa perdida y otras historias de brujería.




Mi abuela - la sabia, la bruja - solía preparar el mejor té de hierbas medicinales imaginable. Era una combinación de olores, sabores y texturas que no podías olvidar después, cuando recuperabas la salud y llevabas el sabor floral y exquisito de menjurje como un segundo perfume. Una delicia cuyo secreto ella solo conocía.

- ¿Alguna me dirás como se prepara? - pregunté en una oportunidad. Abuela enarcó las cejas, con una de sus sonrisas traviesas.
- ¿Crees que es tan sencillo prepararlo? ¿Que sólo se trata de mezclar algunas hierbas y especias?
- Bueno ¿Qué otra cosa puede ser?

Mi abuela no respondió, sino que se sirvió un poco más de té con una lentitud placentera: tomó la desvencijada tetera, la inclinó y derramó el liquido ambarino y humeante en las profundidades de la taza. El olor profundo y denso de la mezcla se elevo en espiral y pareció impregnar el aire brillante por el sol de la tarde que coloreaba la habitación. Lo miré todo con los ojos muy abiertos y profundos.

- Nada de lo que hace una bruja es sencillo - dijo entonces - toda bruja sabe que cada parte de su vida es un pequeño prodigio, un ritual personal, una forma de celebrar la belleza y el poder de tu voluntad.

No dije nada. No porque no quisiera hacerlo, sino porque continuaba muy agotada luego del tremendo resfrío que me había mantenido en cama por casi una semana. Había sido sin duda, la ocasión en que había estado más enferma en mis ocho años de vida. había tenido fiebre muy alta por días enteros, me llevaba esfuerzos respirar y tenía una sensación de pesadez y tristeza que no podía entender muy bien. Mi tia M., que era además de bruja una médico muy talentosa, me dijo que había sido un cuadro médico muy fuerte y que debía descansar para recuperarme. Así que me lo tomé muy en serio: era muy agradable pasarme los días en que estaba disculpada del colegio, acostada en mi cama leyendo o tomando taza tras taza de café diluido en leche.  Me gustaba mirar por la ventana la montaña verde  más allá de la muralla del jardín e imaginar que la brisa fresca que bajaba en vertical, me curaba con lentitud. Había algo plácido y triste en esas tarde febriles que aunque no podía entender del todo, me consolaba de encontrarme tan enferma.

- Pero ¿Todo es un ritual? - pregunté por último, cuando pude reunir un poco de aliento. Abuela sonrió.
- Todo lo que hacemos tiene un motivo, un significado y es poderoso por alguna razón - me explicó - Cada decisión que tomamos, cada idea que nos permite construir algo en el mundo de las cosas, es una expresión de esa poderosa individualidad que nos hace únicos. De manera que sí, todo lo que hacemos es un ritual: está encaminado a celebrar nuestra identidad, dotar de poder palabras y pensamientos y brindar sentido a algo por completo nuevo.

Por supuesto, no entendí la mayor parte de lo dijo. Pero aún así, hubo algo que me sorprendió: esa noción que todo lo que pensamos o hacemos tiene importancia. Jamás había pensado en algo semejante. Mucho menos, que pudiera considerarse...¿mágico? Abuela me hizo un guiño malicioso cuando se lo dije.

- La magia está en todas las cosas - comentó - es una idea que acompaña al hombre desde los primeros tiempos de la humanidad. Puede llamarse curiosidad, asombro intelectual, búsqueda, perseverancia. Pero hay algo hermoso y poderoso en esa capacidad que todos tenemos para crear algo a partir de lo que creemos y soñamos. Y esa creación, es parte de lo que asumimos como real. Parte del aquí, del ahora, de nuestra manera de pensar, de cómo miramos al mundo y a quienes nos rodean. Un reflejo de quienes somos y sobre todo, quienes queremos ser.

Me quedé con la cabeza apoyada en la almohada, con la taza de té tibia entre las manos. De nuevo, no entendía mucho de lo que mi abuela me decía pero agradecía que lo hiciera: una de las cosas que más me gustaba de ella es que respondía mis preguntas, no importa cuales fueran. Era un hábito metódico y bien intencionado, pero también peligroso. Mi abuela siempre te diría la verdad. Mi abuela siempre te diría exactamente lo que pensaba. Y eso podría ser doloroso en ocasiones. Pero por ahora, con ocho años, me asombraba que un adulto - y sobre todo mi abuela, que me parecía tan lista y fuerte - pudiera tomarme en serio de esa manera.

- Pero...¿Se puede cambiar lo que nos rodea con pequeñas cosas? - la idea me pareció asombrosa, como de los cuentos que tanto me gustaban. Abuela levanta la taza de té, como para que vea mejor el contenido oscuro y oloroso.
- ¿Te sientes mejor tomando mi té? - parpadeé, tomada por sorpresa.
- ¿Cómo? - sacudí la cabeza - bueno, sí.
- ¿Qué tanto mejor te sientes?

La verdad, tenía que admitirlo: en realidad me encontraba mucho mejor desde que abuela me había preparado su té misterioso. Quizás se debía a su extraño sabor - una mezcla exótica de amargo y un poco de cítrico - o que cada vez que lo servía, ambas sosteníamos largas conversaciones. Nunca llegué a saberlo. Pero el caso era que el té de mi abuela, había logrado que recuperara mucho más rápido que cualquier medicina. Cuando me detuve a pensarlo, me entusiasmé. ¿Era algo de brujas? ¿Una de esas cosas misteriosas que yo estaba tan ansiosa por aprender? Abuela soltó una carcajada.

- Sólo es té mi amor - comentó cuando me escuchó - pero también es "magia" porque es parte de mis decisiones, mis conocimientos y mi capacidad para crear algo poderoso a partir de mis conocimientos.  La bruja está muy consciente de esa capacidad profunda para influir en el mundo, para aspirar a ideas eficaces capaces de dar sentido a incluso los pensamientos más personajes. Una bruja construye su propio mundo, elabora todo lo que necesita y desea a través de ese conocimiento muy intimo sobre lo que puede hacer. Y actúa en consecuencia.

- ¿Las brujas entonces son poderosas por lo pueden hacer? - pregunté.
- Las brujas son poderosas por lo que saben pueden hacer, que es un matiz mucho más intrigante de ese pensamiento - contestó - una bruja usa sabiduría como una puerta abierta hacia todo tipo de conocimientos que le permiten ser siempre independiente, autónoma, fuerte. Una bruja jamás se rinde, se amilana, se queda sin hacer. Una bruja siempre se enfrenta, avanza, construye, se eleva sobre las ideas, se sostiene sobre esa noción de la capacidad de la que disfruta. Una bruja sabe que cada pequeñita cosa diaria que hace, guarda un sinfín de pequeños conocimientos que lleva a todas partes. Una bruja es una observadora nata, una mujer que sabe el sentido y la firmeza de sus pisadas, que recorre caminos insospechados. Que avanza con seguridad entre a incertidumbre y la confusión.

Se levantó y se acercó a la ventana. Los viejos goznes chirriaron cuando los abrió con un gesto firme y escuché el rumor del viento de la montaña golpeando los cristales. La silueta de abuela se recortó contra la luz dorada del atardecer, como si fuera parte del juego de sombras triples que provocaba la lenta caída de la tarde.

- Una vez, leí en uno de los viejos Libros de las Sombras de la Familia que todos los rituales de una bruja forman una línea de conocimientos que se comienza en su vida. Toda bruja sabe que lo es aunque nadie se lo haya dicho. Sabe que hay un poder en su interior que equipara al de las Tormentas y al silencio del mar. Que se hace cada vez más fuerte a medida que lo libera del miedo, de las dudas, de la confusión. Una bruja celebra su poder personal antes incluso de saber que lo hace. Una bruja nace bruja y lo es para siempre. Una bruja sabe sin que recuerde cuando lo aprendió que encender una vela es un símbolo del brillo interior, que caminar en círculos crea un tipo de poder enorme y privado. Una bruja conoce la voz de las plantas, reconoce el canto del viento, respeta el fuego que purifica, sabe cada pensamiento fluye como el agua recién nacida. Y lo celebra cada día de su vida. Lo hace de las formas más pequeñas, en los momentos más delicados y silenciosos. Una bruja extiende los brazos hacia la Luna Llena y baila en el bosque interminable de su espíritu para recordarse así misma que hay sabiduría en cada despertar, que hay conocimiento en cada momento de su vida. Que hay belleza, dolor, tristeza, felicidad y alegría en cada cosa que sueña. En cada cosa que crea. En todo lo que atesora.

Mientras mi abuela hablaba, la luz del día comenzó a menguar cada vez más rápido: limpias líneas de luces y sombras que se disolvían hasta desaparecer en el suelo y entre los pliegues de las cortinas de encajes. Su voz se confundió con esa plenitud de la último rayo de luz de la tarde, en esa ternura de los tonos carmesí y dorados que llenaban la habitación.

- De manera que tomas mi Té, pero también la historia de como aprendí a hacerlo - dijo. Se volvió a mirarme y su rostro cruzado de luz y sombras me pareció hermoso y casi juvenil - tomas las horas que dediqué a aprender todo lo que las plantas pueden hacer, cada conocimiento que me permitió escoger la mejor especia, la mejor hoja, la mejor rama. La mejor forma de combinarlas para devolverte la salud. Tomas las horas en que me esforcé en preparar una mezcla tan poderosa como para que te permitiera respirar mejor, sonreír, sentirte fuerte de nuevo. No hay nada sencillo en eso. Se trata de verdadero poder.

Miré boquiabierta la taza que aún sostenía entre las manos: el pozo de té tenía un aspecto extraño, lleno de motitas doradas y también, de una materia verde y jugosa que no sabía identificar. Me pregunté cuánto tiempo le había llevado a mi abuela mezclar aquello, componer su sabor, cuidar su textura. Por supuesto, no lo pensé en términos tan complejos: la vi con los ojos de mi mente rodeada de sus frasquitos favoritos, esos que atesoraba con tanto cariño, escogiendo con cuidado algunas de las hierbas que contenían. Mirando como hervían, como se combinaban entre sí, como creaban algo nuevo. Me emocioné esa simple imagen y me hizo preguntarme si yo podría aprender algo semejante. Si muchos años después, podría comprender el valor de ese aprendizaje discreto, simple, de todos los días. De nuevo, no lo pensé en términos tan adultos: simplemente anhele con todo el corazón, convertirme en la bruja que soñaba ser.

Abuela se inclinó sobre la cama y me cubrió con la sábana. Volvía a tener un poco de fiebre - después de todo, el té famoso no era del todo infalible - y me miró mientras los párpados se me cerraban de sueños. Su imagen se desdibujó entre las sombras, pareció flotar en ellas. Parpadeé para no perderla, para sonreír mientras ella me miraba con preocupación.

- La fiebre bajará muy rápido - me tranquilizó acariciándome la frente. Sus manos olían a hierbas, a tiempos lejanos, a historias por contar.
- Abuela ¿Seré una bruja como tu? - pregunté con el último hilo de conciencia. La fiebre me apretaba las sienes, un escalofrío me rodeo los hombros. El olor de mi abuela - el de ese té mágico que contenía todo el conocimiento del mundo - me rodeó. Llenó el Universo brillante de mis párpados cerrados.
- Ya lo eres, mi niña - murmuró. Su voz se elevó en espiral y me pareció que yo también lo hacía, volando ingrávida hacia la oscuridad de la ventana abierta.

***

Él me miró con los ojos muy abiertos cuando le puse entre las manos la taza con su menjurje hirviendo. Se lo llevó a la nariz constipada, intentó olerlo. No lo logró. Miró con desconfianza el humo aceitoso que subía en lentos hilos hacia el techo. Sacudió la cabeza.

- ¿Y esto? - preguntó. Me senté a su lado en la cama.
- Es mi Té curativo.

Miro de nuevo las profundidades ambarinas de la taza. Le pasé el brazo por los hombros. Lo sentí temblar, tan débil y cansado, luego de varios días de fiebres y estornudos. Sentí mi amor por él fuerte y claro, una forma de conocimiento tan vieja como primitiva.

Lo probó casi un sorbito tentativo y torpe. Lo paladeó y luego bebió un poco más. Me miró desconcertado.

- Tiene un sabor extraño ¿Qué es?
- Un té curativo - repetí - todo un camino de conocimiento.

Acostumbrado a mis juegos de palabras sonríe y sigue bebiendo hasta que termina el contenido de la taza. Cuando se acuesta en la cama, me tiendo a su lado y le paso el brazo por el pecho. Escuchamos la noche, lenta y cálida, suspirar.

- Me siento mejor - murmura al cabo - Mucho mejor de hecho.
- Me alegro.
- ¿Eres una Bruja?
- Ya te lo había dicho.
- Quizás debería creerte - dice. Me da un beso de labios febriles y resecos. Me abraza. Su respiración se hace lenta y profunda. Luego, escucho el sueño llegar.
- Quizás - digo en voz baja, aunque ya no me escucha. Cierro los ojos - quizás.

Antes de flotar a la noche estrellada, el olor de mi Té me envuelve, me acuna. Me recuerda esa vieja historia a la que estoy atada. La que es parte de mi vida y de mis conocimientos. La que escribo a diario.

Una forma de crear y soñar.

Una antigua forma de magia.

viernes, 28 de julio de 2017

Una recomendación cada viernes: La novela gráfica “Mi amigo Dahmer” de Derf Blackderf.




La historia de los asesinos en serie suele ser contada desde los datos y la estadística, la cuidadosa recopilación de sus crímenes, desde la reflexión sobre el horror que causaron sus crímenes y sobre todo, el miedo que infunde su mera existencia. En pocas oportunidades, se profundiza en la figura del hombre detrás de la figura terrorífica, del origen del miedo que sustenta el mito de horror que le rodea. Cuando ocurre, el resultado es una percepción inquietante sobre el bien y el mal, la naturaleza humana pero sobre todo, el miedo como parte de lo que consideramos habitual. Una reflexión inevitable sobre la Oscuridad que se esconde bajo la apariencia de normalidad.

La novela gráfica “Mi amigo Dahmer” del ilustrador Derf Backderf, lo logra y lo hace además, con una inteligente visión sobre el problema del mal — ¿de donde proviene? ¿Cual es su origen real? — basada en una profunda percepción sobre la frágil naturaleza de la mente humana. “Mi Amigo Dahmer” analiza al hombre detrás de la retorcida historia de crímenes y violencia que le rodea: hay una cierta noción sobre el horror que se esconde bajo el rostro de cualquiera. Un planteamiento complejo que la novela gráfica logra resolver a base de una inteligentísima propuesta y una solidez argumental que sorprende por su capacidad para conmover.

La novela gráfica de Derf Backderf fue publicada por primera vez en 1977 en como un cómic de veinticuatro páginas, que no obstante no satisfizo a su autor. Demasiado corta y abreviada, para Backderf fue una oportunidad desperdiciada para contar — y mostrar — las implicaciones de su especialísimo punto de vista sobre uno de los asesinos más temibles del siglo XX. Porque para Backderf, Dahmer era algo más que un suceso sangriento en la crónica roja de su país: el llamado “Carnicero de Milwaukee” fue uno de sus compañeros de clase durante su adolescencia. De hecho, Backderf le recuerda desde cierta percepción infantil como el muchacho extraño, solitario y angustiado de una clase repleta de abusadores y bromistas. Para el ilustrador, el descubrimiento supuso toda una vuelta de tuerca para su carrera y le permitió no sólo crear una percepción novedosa sobre uno de las figuras más temibles de la historia reciente norteamericana sino también, de la obsesión contemporánea por la muerte y el asesinato. El resultado es una obra que atravesó varios formatos desde su primitiva publicación como folleto hasta llegar a una espléndida novela gráfica que recoge la experiencia de Backderf paso a paso.

“Mi amigo Dahmer” es la versión completa de los recuerdos de Backderf, basada no sólo en las experiencias del autor, sino una meticulosa recopilación de relatos de amigos, vecinos e incluso, las sorprendentemente sinceras declaraciones de Dahmer desde la cárcel. El conjunto es una historia singular, durísima que avanza con un ritmo impecable para narrar a Dahmer desde la periferia. El asesino adolescente, la sombra del hombre que se convertiría en símbolo de la perversidad cultural de un país que perdió el asombro por la violencia. Pero la novela es mucho más que un testimonio ejemplarizante o una visión moral sobre un muchacho destinado a matar: se trata de la memoria compartida sobre un hecho violento que se crea a partir de fragmentos de vivencias disímiles. Backderf logra combinar todo el conjunto en una reflexión de múltiples dimensiones sobre la identidad, el terror anónimo e incluso, se toma algunas libertades para crear una percepción sobre el miedo nítida y escalofriante.

El mayor acierto de Backderf es asimilar la visión sobre la violencia sin recurrir a los clichés y un discurso predecible sobre la vida de Dahmer. De hecho, Backderf pondera sobre Dahmer desde cierta distancia psicológica e intenta comprender su sufrimiento — el desarraigo y la soledad que le rodean — desde una óptica casi analítica. El asesino que será después, aún no ha nacido ni tampoco, se anuncia. Para Backderf, Dahmer es una víctima pero también, una figura inquietante y marginal. La mezcla crea una percepción sobre el personaje a medio camino entre una engañosa comprensión sobre sus motivos y algo más cercano a una durísima concepción sobre la maldad en estado puro. La versión del horror de Backderf es profundamente creativa, a pesar de su estilo rígido y duro. Como ilustrador, el artista supo captar cierta belleza extraña y oscura en sus vivencias. Como testigo, logró hacerse las preguntas correctas — todas sin respuestas — sobre el horror que yace al fondo de la experiencia que le atormentó por años.

De hecho, la gran pregunta que se plantea Backderf en el argumento de su novela jamás se responde: ¿Qué hace a un asesino serlo? ¿Qué convierte a un muchacho en apariencia normal en uno de los peores criminales del siglo? Backderf transita la difícil percepción del descenso a los infiernos de Dahmer, convertido para la ocasión en un personaje torturado, misterioso y sobre todo, conmovedor. Porque el Dahmer de Backderf no es únicamente el origen de un asesino sino también, la comprensión de los lugares más oscuros de la mente humana. El ilustrador cuenta las circunstancias que rodearon al muchacho tímido y silencioso que conoció y plantea la incógnita de la historia escondida detrás de la violencia. ¿Tiene sentido conocer lo que rodeó al asesino para comprenderlo? La historia no ofrece respuestas sencillas al cuestionamiento.

Porque Backderf no disimula lo evidente: el jovencísimo Dahmer que conoció tenía un rasgo inquietante que incluso desde la infancia, era lo suficientemente evidente como para aterrorizar. Desde su incapacidad para empatizar con los demás, su fascinación por los animales muertos y hasta su mortificada sexualidad, el retrato de Backderf sobre Dahmer está lleno de una humanidad patente y desconcertante por su realismo. El autor abandona toda intención de crítica o incluso, de presunción sobre la futura culpabilidad de Dahmer y concentra su esfuerzo en comprender al Dahmer que conoció en los pasillos de la escuela o con el que compartió breves paseos en automóvil. Una mirada sobre el miedo por completo novedosa y audaz.
La primera de la historia estaba llena de rápidas aseveraciones sobre la personalidad de Dahmer y sobre todo, sobre su tétrica visión sobre el mundo y quienes le rodeaban. La novela gráfica pierde esa pureza original e imprudente para profundizar en una percepción adulta y mucho más reflexiva acerca del personaje, lo que quizás en sus puntos más incómodos la estructura general de la obra. Aún así, la objetividad de Backderf sigue siendo de inestimable valor: el autor relata al asesino y su circunstancia a través de sus recuerdos y logra vincular al lector con un joven atormentado por sus dolores psiquiátricos y angustiosa noción sobre sí mismo. El Dahmer que Backderf relata aún no piensa en matar, pero parece lo suficientemente obsesionado con su propia sexualidad y la violencia como para resultar temible.

Pero sobre todo, el jovencísimo Dahmer es un muchacho frustrado, sin consuelo y abrumado dentro de una visión de la normalidad agobiante. Y esa la imagen que Backderf muestra de él desde la primera página: el ilustrador crea una imagen grande, de página completa, en la que un primer plano de Dahmer parece llenar los límites abrumadores de un aula cualquiera. La visión del horror silencioso se repite una y otra vez: Dahmer de pie rodeado de alumnos que le ignoran. Dahmer que camina por la calle, perturbado y horrorizado por los monstruos invisibles que le acechan. Para Backderf la historia del asesino no necesariamente debe crear empatía, sino ser comprensible. Y a través de sus poderosas y durísimas ilustraciones, se esfuerza en hacerlo.

Backderf estructura su narración en pequeños espacios insulares de información: primero encontramos al joven Dahmer perdido en un polvoriento desierto y ese anuncio de desarraigo — pura soledad reconvertida en algo más alegórico — sustenta los siguientes catorces viñetas: con su estilo fantástico y siniestro, muestra a Dahmer desde la primera huella de su retorcida visión del mundo. El resto del libro detalla el cómo y el por qué de esa retorcida comprensión y lo hace lo suficientemente bien como para que el posible lector sienta una inevitable simpatía hacia el muchacho solitario y atormentado que fue asesino hace tantas décadas atrás. Por supuesto, el autor deja muy claro que sus acciones y motivos posteriores son inexcusables, pero aún así, su retrato de un adolescente roto y angustiado es sumamente perceptivo y sensible, todo lo realista que puede permitirse sin caer en la exageración o incluso en la autocomplacencia. Mientras quienes le rodean le ignoran o se burlan de él, Dahmer se hunde en la depresión y un temprano alcoholismo que nadie advierte o analiza desde su verdadera importancia.

“Mi amigo Dahmer” es sin duda una biopic fascinante y siniestro, un recorrido por la psiquis de un notorio asesino en serie, pero también, a través de nuestras preguntas sobre la violencia. Todos sabemos como acaba la historia de Dahmer, pero no conocemos el principio de su recorrido por el horror. Y resulta desconcertante — y por momentos apabullante — lo evidente que es el hecho que Dahmer puede ser no sólo asumido como alguien que cualquiera puede haber conocido en algún momento de su vida, sino también como una visión inquietante sobre el horror escondido en lo cotidiano. El final de la novela de Backderf parece cerrar con un impecable pulso ese tránsito abrumador por las raíces del mal: La frase ¡Oh mi Dios! ¡Dahmer! ¿Qué has hecho? parece resumir no sólo nuestros horrores sino la malsana curiosidad que nos hace formularnos la pregunta. Y quizás la posible respuesta que nadie quiere escuchar en realidad.

jueves, 27 de julio de 2017

El norte de la tristeza: El retrato del hombre sensible de Pedro Almodóvar en la película “Hable con ella”.




La dimensión de las emociones masculinas suele analizarse de manera muy superficial en el mundo del arte. Nuestra cultura parece incapaz de concebir una visión sobre el hombre más allá de cierta contención y frialdad emocional, lo que hace que con frecuencia, el estereotipo del macho duro e inaccesible sea inevitable en la mayoría de las visiones sobre lo masculino en cualquier género artístico. Una percepción recurrente con la que el director Pedro Almodóvar suele sentirse incómodo y a la que se enfrenta en cada oportunidad posible. Para el director manchego “hay más misterio en las lágrimas masculinas que en las femeninas”. Una percepción que no sólo permite que Almodóvar sea mucho más consciente del peso y el valor de sus personajes masculinos, sino que además, de la dimensión de lo emocional en sus películas. Una combinación que la mayoría de las veces crea extraordinarias percepciones sobre la ternura, el dolor existencial y el sufrimiento.

La película “Hable con ella” es quizás el mejor ejemplo de la obsesión de Almodóvar por las emociones masculinas pero sobre todo, por la complejidad de los sufrimientos intelectuales y morales de nuestra época. Es una historia sobre la absoluta soledad, en la que cada uno de los personajes no sólo está emocionalmente aislado sino que perdió su capacidad para comunicarse con los demás. Esa noción sobre la distancia, el miedo a los territorios inexplorados de la mente y la angustia del desarraigo la que sostiene una narración que analiza al hombre desde la sensibilidad. Toda una rareza en medio de las expectativas sobre lo masculino y lo ideal que forman parte del imaginario colectivo.

También es una rareza dentro de la filmografía de un director a quien se le ha tildado de irritante, irritante y vulgar. También de vanguardista, espíritu libre y símbolo del nuevo cine español. En algún punto entre ambos extremos, entre el amor fanático de sus seguidores y el desprecio acérrimo de su detractores, se encuentra una manera de definir su singularisima mirada al cine. Porque quizás, el cine de Almodóvar sea algo más que una mezcla de metáforas incompletas y una reinvención del cine europeo a la medida de una nueva necesidad de expresión. Quizás se trate de una jugarreta, un melodrama con aspiraciones de pequeña reflexión que no llega jamás a rozar lo verdaderamente profundo, pero que tiene momentos de profunda inspiración. Cualquiera sea el caso (y por el motivo que sea) Almodóvar brindó una nueva identidad al cine Español: una a la medida de ese país que despertó a lo contemporáneo luego de décadas de conservadurismo cultural. Festivo, colorido y sobre todo, tan crudo en su manera de abordar temas hasta entonces prohibidos (el sexo, la homosexualidad, la violencia) demostró que el cine español necesitaba reconstruirse, desde esa propuesta tímida de cine bajo el ala del férreo control político para ser algo más. Para construir una nueva visión de si mismo y del mundo que intenta reflejar.

“Hable con ella” desconcierta. No se trata del producto al uso del Almodóvar polémico (aunque continúa siéndolo, por razones mucho más complejas que las habituales en el trabajo del director) sino por el contrario, una reflexión lenta y profunda, llena de silencios, de secuencias exquisitas y otras tantas repulsivas (no podía ser de otra forma con Almodóvar) que al final, construyen una historia conmovedora, durísima y singular. Porque “Hable con ella” es una historia triste, un melodrama lento y comedido, que aún así tiene momentos de brillante dulzura. Una combinación de esa insistencia de Almodóvar por lo extraño y lo chocante, combinado con algo más sutil, en una clave de registro inusual en la cinematografía de un autor acostumbrado al ruido y a mostrar de manera muy directa (y en ocasiones casi irritante ) la realidad. Pero en “Hable con ella” el director no solo transforma esa disonancia, esa cacofonía de brillantes colores en algo más dúctil, discreto sino que logra componer un discurso introspectivo hasta entonces impensable en su trabajo. Es quizás, el Almodóvar desconocido, inspirado, meticuloso y decidido a crear una visión nueva de esa soledad elemental del hombre moderno, de esa comunicación fragmentada que parece desaparecer a trozos, crea quizás su película más sentida, la más profunda y probablemente la más compleja de toda su filmografía.

Por supuesto, hay una rara ambigüedad en una película en la que los personajes femeninos son símbolos de ruptura y dolor — muñecas rotas incapaces de cuidarse por sí misma — y en el que los masculinos se debaten sobre la fragilidad a través de cierta violencia insinuada que jamás se muestra. Aún así, lo que sorprende sobre todo de “Hable con ella” es esa inusitada y conmovedora visión de Almodóvar sobre la soledad masculina, personajes hasta entonces un tanto olvidados y relegados por un Almodóvar obsesionado por las emociones femeninas. La película transcurre con una lentitud diáfana, una mirada muy precisa sobre la angustia existencial de dos hombres sometidos a un aislamiento involuntario, abrumados por el dolor y el no existir de la aridez emocional. Almodóvar crea una atmósfera emocional poderosa, con una puesta en escena sobria, modulada, cargada de símbolos y metáforas visuales que envuelve la historia con lentitud, le brinda belleza incluso a los momentos más duros y desconcertantes. Porque hay mucho de la habitual mirada melodramática de Almodóvar pero también, de una meditada reflexión sobre lo espiritual, sobre el sufrimiento e incluso, sobre algo tan sutil como la manera como asumimos las pequeñas tormentas emocionales. Una y otra vez, Almodóvar demuestra que puede construir una historia que asombra por su profundidad y que también emocione por su sencillez, por sus inusitados momentos de comedia, y sobre todo, por esa infaltable ingrediente de pura picaresca que define a Almodóvar incluso en esta singular suya a un cine mucho más personal.

Por supuesto, “Hable con ella” despertó polémica. No es una película sencilla de digerir y a pesar de mirada aparentemente sencilla de Almodóvar en temas muy sensibles, levantó controversia por el mero hecho de construir una historia que parece no ofrecer opinión sobre ellos, ni tampoco censurarlos de manera directa. Desde el excesivamente fiel retrato de la tauromaquia — varios toros murieron durante el rodaje — hasta las protestas de grupos feministas debido a un giro del argumento especialmente controversial, la película logró de nuevo (aunque no por las vías habituales) levantar pasiones y argumentos a favor y en contra. Se habló de la glorificación “de la violencia contra la mujer disfrazándola de arte” y también, de la “misoginia” del director manchego, inocultable en una “muestra de violencia tácita muy lamentable”. Como suele ocurrir, Almodóvar no se dio por aludido e insistió que su película buscaba reflejar algo más duro que lo evidente: “ “Lo que tememos y deseamos debe hacerse escuchar, porque nadie sabe la resonancia del eco, por eso es también importante hablar, incluso cuando parece que nadie nos escucha” llegó a decir cuando se le preguntó sobre el sentido último de su película.

Emocional, estremecedora hasta las lágrimas y por completo diferente a cualquier otra propuesta de Almodóvar, suele considerarse una película menor en la filmografía del director. Una mirada injusta quizás a su obra mejor construida. No obstante “Hable con Ella” es una película mucho más importante en la trayectoria de su director de lo que puede interpretarse a simple vista: es una giro primordial hacia un discurso mucho más intimista y maduro de un Almodóvar que hasta entonces se había regodeado únicamente en el escándalo y en su capacidad para escandalizar. No obstante, en “Hable con Ella”, el director intenta un planteamiento novedoso y lo hace de la mejor manera que conoce: en pequeñas escenas casi independientes, que hilvanan algo más elemental que una simple propuesta visual. La brillante delicadeza del libreto logra remontar los momentos más espinosos y sortear salidas sencillas a los temas más complejos, hasta lograr un espléndido leitmotiv que sorprende por su intensidad emocional.

Más de una vez, Almodóvar ha insistido en que le obsesionan las mujeres: que a través de sus películas, explora sus corazones, sus mentes, su vasto y complicado mundo emocional. Tal vez por ese motivo “Hable con ella” sea tan inusual no sólo en la obra del director sino en su argumento: un mundo de hombres al margen, una mirada íntima a esa soledad masculina de la que tan poco se habla. Inusual en la obra de Almodóvar, es también una rareza en el cine actual, donde la imagen del hombre parece estereotipada a una única visión sobre su identidad. Quizás por ese motivo la trascendencia de su interpretación de la naturaleza masculina y más allá, esa delicada mirada a un universo misterioso definido habitualmente a través de la fuerza, antes que la vulnerabilidad.

Por supuesto y como todos los trabajos de Almodóvar, “Hable con Ella” tiene altibajos, momentos completamente inexplicables y baches argumentales que la convierten en una rareza fílmica con momentos de ritmo irregular. Pero a pesar de eso, se sostiene, incluso en las escenas más incomprensibles (la aparición de Loles León, y esa especie de fiesta onanista en la que aparecen amigas y actrices de anteriores films), avanza hacia esa mirada torva hacia los extremos de un mismo planteamiento. Y es que mientras los hombres de “Hable con Ella” sufren y padecen sus penurias de manera muy visible y casi visceral, las mujeres son demiurgos, diosas espléndidas, silenciosas y lejanas que sólo habitan en el recuerdo masculino que se tiene sobre ellas. Son imágenes quebradizas, a las que se mira con deseo o se teme desde la distancia. Y quizás un logro asombroso de este Almodóvar reinventado para la ocasión, sea ese símbolo de la mujer poderosa, irascible, una criatura fabulosa que convierte a la psiquis masculina — que no alcanza a comprenderla — en victima propiciatoria.

La película transcurre en pequeños sacudidas emocionales que alcanza su momento máximo en un final que podría ser catalogado de sensiblero de no haber sido cuidadosamente estructurado para lo que es: un alegato simple sobre las heridas abiertas, los dolores íntimos y las pequeñas tragedias personales. Al final, Almodóvar logra crear lo que quizás sea la más exquisita metáfora sobre el sufrimiento masculino: Una lágrima solitaria en un escenario vacío.

miércoles, 26 de julio de 2017

El nuevo rostro del terror: Todo lo que la novela de género actual le debe al escritor Charles Maturin.





Para el año 1820, la literatura gótica se encontraba en franca decadencia. Luego de un década fulgurante, donde se convirtió en el género preferido de buena parte del mundo occidental, el género tuvo un claro declive luego que comenzara a ser considerado vulgar y repetitivo. Los elementos góticos parecían no sólo superponerse como una combinación de elementos desatinadas, sino transformarse en poco menos que su propia caricatura. Y es que durante la década de 1810, se publicaron al menos cien novelas que respondían a los tópicos habituales de un estereotipo literario que terminó siendo no sólo tedioso, sino también, ridículo. Una y otra vez, las narraciones sobre monstruos, castillos hechizados, pálidas damiselas en desgracia y villanos de opereta llenaron las librerías y convirtieron al género gótico — con toda su carga de belleza alegórica y sobre todo, su enorme cualidad evocadora — en poco menos que una parodia de si mismo. Para la segunda década del siglo XIX, la noción sobre lo macabro y lo estético pareció no aportar ninguna interpretación novedosa al mundo literario y derrumbarse sobre las bases de la popularidad que lo cimentaron por casi veinte años.

Con el declive, por supuesto, llegó el replanteamiento de la propuesta de la novela gótica. Luego que cientos de novelas de variable calidad transformaran la percepción sobre sus elementos en menos que una burla, comienzan a surgir tímidos intentos de comprender a lo Gótico no sólo como un estilo de contar historias, sino una noción sobre la historia que se cuenta. Inolvidable, el intento de la escritora Jane Austen de ironizar sobre los lugares comunes e ideas insistentes en las narraciones en su magnifica novela “Abadía de Northanger”, una burla satírica sobre los elementos absurdos que se repetían sin cesar obra tras obra. No obstante, fue este reconocimiento de los elementos esenciales que sostenían el discurso gótico, lo que logró que el género comenzara a analizarse así mismo. De la sátira a la autocrítica, el Gótico avanzó hacia la percepción de sí mismo como una forma creativa y lo que resultó aún más valioso, una expresión formal literaria de enorme trascendencia. Aún así, quizás, los largos años de reiteración de elementos, habían ocasionado un daño irreparable en la noción sobre el gótico como una concepción narrativa y lo que resulta aún más lamentable, la percepción sobre la calidad y la profundidad del género como expresión cultural.
Es entonces, cuando se publica Melmoth, el Errabundo de Charles Maturin, la novela que marcaría el final de una etapa en la novela gótica en la literatura anglosajona y que reinventará el género desde sus elementos esenciales. Compleja, extraña y sobre todo, profundamente original “Melmoth el errabundo” tiene la capacidad de crear y construir toda una nueva propuesta sobre lo que hasta entonces había sido el gótico tardío. Eso, a través de un planteamiento que aunque mantiene buena parte de los elementos que sostienen el gótico como género, logran transformarlo en algo más. Alegórica, por momentos densa y claustrofóbica, la novela crea no sólo un tipo de terror que sorprendió a los lectores, hasta entonces acostumbrados a un tipo de narración lineal, con pocas sorpresas y sobre todo, con giros absurdos argumentales que habían terminado debilitando la visión sobre lo que lo simbólico y lo lóbrego podía ser.

Concebida como una historia laberíntica, de múltiples dimensiones y análisis, “Melmoth, El errabundo” tiene la capacidad de rescatar el terror desde el origen de su planteamiento, y brindarle una dimensión asfixiante, de enormes implicaciones. No hay un sólo elemento en la novela de Charles Maturin que no tenga un profundo significado y sobre todo, que no construya una expresión original sobre su propuesta: el escritor plantea la trama de una manera tan original que la trama se subdivide en cientos de facetas e interpretaciones, lo que la dotan de una profundidad hasta entonces desconocida. Porque el miedo no es sólo miedo, como las decenas de subtramas no son sólo repeticiones del mismo tópico. Hay una plasticidad y sobre todo, profunda comprensión sobre el hecho que describe y sus implicaciones, que Maturin no sólo logra conjugar en una perspectiva concreta, sino a través de la cual construye todo un concepto intrincado sobre lo que el terror puede ser. Y es que “Melmoth, El errabundo” no sólo reinventa la raíz del miedo sino que lo dota de una personalidad única.

“Melmoth, el Errabundo” es una epopeya infernal plagada de todo tipo de referencias ocultistas de enorme valor simbólico. Una mega estructura metafórica sobre el bien y el mal que resulta un fresco impresionante sobre las nociones de su época sobre el pecado y la redención. Las miserias cotidianas, el dolor, el sufrimiento, el horror reconvertido en alegoría, sustentan una tragedia esencial que el autor delinea a través de imágenes delirantes y crudas. Melmoth, como personaje, es una visión inquietante sobre los entresijos de la naturaleza humana y también, del miedo y el sufrimiento como formas de expiación en medio de un escenario devastado por el mal en estado puro. Con el arrebato romántico del género gótico pero también, una percepción del horror por completo novedosa, Maturin analiza el problema del mal desde una sinceridad existencialista que crea un discurso de enorme poder filosófico. En la historia, el poder demoníaco desafía el conocimiento Celestial con su mera existencia pero también, se contrapone a la ambigüedad moral del hombre, para crear un reflejo retorcido sobre la esperanza, la incertidumbre y el miedo a lo desconocido. Con el espíritu visionario de Blake y la compleja noción sobre lo oculto que más tarde Lovecraft llevaría a una nueva dimensión, Maturin asumió la labor de no sólo ponderar sobre el terror desde las expectativas culturales y sociales, sino asumir el enigma como un elemento imprescindible para comprender las regiones más oscuras del espíritu humano. Lo sobrenatural en la obra de Maturin posee una connotación colosal y catastrófica, una mirada sobre la pérdida de la fe y la caída de la Gracia que parece reflejar cierto positivismo inquietante. Para el escritor, lo temible del Infierno que describe tiene una estrecha relación con los pesares y terrores de la humanidad, antes que un planteamiento sobre castigos o redenciones divinas. La estructura del libro, a base de historias entrelazadas entre sí, de personajes que narran sus historias en medios de tormentos y terribles sufrimientos morales, anuncia una visión sobre lo temible más cercano a lo filosófico que a lo efectista. Y quizás ese es su mayor triunfo.

Al momento de su publicación, la novela obtuvo críticas dispares. Se le consideró no sólo blasfema sino también obscena y su venta fue prohibida en la mayoría de las librerías de Londres. A pesar de eso, la novela se convirtió de inmediato en una obra de referencia literaria y convirtió a su autor, en una de las figuras más emblemáticas del agonizante género gótico. Entre críticas y halagos, la visión de Maturin sobre lo que lo gótico podía ser y podía expresar, sorprendió a un universo lector que hasta entonces, había considerado al género como una percepción menor sobre la literatura. Pero Maturin, con una comprensión de la sutileza del terror como idea, crea todo un nuevo escenario, repleto de alegorías y reconstrucciones sobre lo terrorífico y abre toda una nueva comprensión sobre lo que el planteamiento del terror como idea literaria puede ser.

Eso, a pesar que Maturin sigue en apariencia el esquema habitual de toda novela gótica: la historia no carece de elementos rutinarios y de los tópicos habituales, pero concebidos de una forma tan desconcertante, que la novela misma parece asumirse desde ese punto de vista desconocido. Lo sobrenatural, el miedo, la vulnerabilidad humana, los espacios asfixiantes y lóbregos, son concebidos por Maturin no sólo como elaboradas precisiones del Universo gótico, sino pequeñas concepciones sobre el terror. Símbolo de la angustia existencial, de los terrores discretos y la fragilidad humana que sostienen una narración cada vez más intricada, dura y aterradora. Nada es sencillo, este paisaje desigual y oscuro que Maturin dibuja con un envidiable pulso narrativo: la estructura de la novela crea una superposición de escenas y personajes en un equilibrio casi perfecto, que brinda a la historia una solidez asombrosa, a pesar que en ocasiones la obsesión por Maturin por los detalles — dedica largos y extensos capítulos a minuciosas descripciones aparentemente sin otro valor que el estético — pudiera jugar en contra de su solidez. Pero el escritor logra encontrar una manera de construir una imagen global sobre lo que cuenta que se enriquece justamente por esa concepción del detalle inherente, de la precisión de la capacidad para contar y narrar historias como elemento esencial del sentido narrativo.

Quizás por ese motivo, Maturin logró lo que a otros autores les resultó casi imposible: crear una novela que no sólo mantuviera y acentuara los elementos esenciales de un género menospreciado sino que a la que resultara virtualmente parodiar o incluso satirizar. Y es que “Melmoth, El errabundo” no sólo es una brillante concepción sobre el terror y lo enigmático, sino que además, elabora una hipótesis novedosa sobre lo que puede ser como elaboración eficaz narrativa. Maturin no sólo encuentra el punto de equilibrio con respecto a las ideas sobrenaturales que maneja sino que además, elabora incluso concepciones de matices cósmicos, que un siglo después, serían partes esenciales de las novelas del escritor H.P Lovecraft, quien siempre insistiría en la enorme influencia que Maturin tuvo en sus novelas.

Con “Melmoth, El errabundo” quizás se cierra un capítulo de lo que a la novela gótica se refiere: se insiste con frecuencia que su publicación marcó un momento de ruptura entre el antes y el después de lo que el terror esencial — disimulado y asumido como una idea primitiva al fondo de lo espiritual y lo místico — y que sin duda, fue un simbólico final para el género gótico como hasta entonces se había conocido. No obstante, con más frecuencia, se le tilda de reinvención de lo misterioso, lo que al final le brindó su merecida trascendencia: Charles Maturin llegó a convertirse en la un epítome de los escritores del género y responsable de una nueva interpretación de lo que había sido luego de años de desacralización de la literatura fantástica y su nueva interpretación victoriana. Pero más allá de eso, “Melmoth, El Errante” creó un nuevo rostro para el símbolo del miedo, una puerta abierta hacia una interpretación de lo que es quizás, la faceta más esencial de la mente humana. Un reflejo de una concepción inaudita sobre la identidad del hombre, asumida a través del terror. Lo cual es quizás, el mayor triunfo de su autor.

martes, 25 de julio de 2017

Una puerta abierta al recuerdo: 450 de años de Caracas.




Somos nuestra historia, nuestros dolores, las pequeñas grietas en la identidad que se crea a partir de recuerdos. Lo pienso mientras miro el perfil de Caracas, radiante bajo el sol de Julio. Inhóspita, herida. Pero mi ciudad, al fin y al cabo. El lugar en el que nací y crecí. A veces siento que Caracas no es una ciudad, sino una identidad, una idea a medio construir, una aspiración que forma parte de mi mente. Porque a pesar que la ciudad cada vez se hace más inhóspita, dura, violenta, siempre habrá una parte de mí que sienta profundamente vinculada a ella, a lo que representa en mi historia, al lugar que ocupa en la mitología de mi vida. Amo y odio Caracas por partes iguales, la detesto y la añoro, la recuerdo y me enfurece y es mi ciudad, mi hogar, la casa grande donde me crié, la enorme esperanza donde aprendí a mirar el caos como algo bello, con esa chispeante belleza de las tierras de nuestra imaginación. Amo a Caracas por ser parte de mi, por ser una forma de expresar una parte muy importante de mi vida.

¿Desde cuando usted no se llama ciudadano? Es una pregunta que me hago con mucha frecuencia. Me lo pregunto, mientras camino por cualquier calle y me tropiezo con la cultura que durante los últimos quince años nos convirtió a buena parte de la población del país, en enemigos. No exagero: unos y otros nos detestamos mutuamente, con tanta libertad que en ocasiones me pregunto si el odio no estaba allí antes de hacerse política. Seguramente, sí, por supuesto. Venezuela no es inocente, el Venezolano tampoco ingenuo. Aún así, el hecho de que este odio se haya convertido en parte de lo social, en una brecha insalvable entre la Venezuela que fue y la que es, no es herencia. Es un hecho, una estructura de estado construida sobre las bases de un país donde el resentimiento es parte esencial de convivencia. Somos enemigos porque en Venezuela se ejerce la tiranía de la mayoría.

Recorro el casco histórico de Caracas a pleno mediodía. Antes lo hacía con mucha frecuencia. Esta es la primera vez que lo hago en meses y el cambio de la ciudad es notorio, a pesar de que no ha transcurrido tanto tiempo como para justificar el deterioro, la desesperanza y la tensión que llenan las calles. Negocios cerrados, la calle cubierta por un manto de basura putrefacta, mendigos acurrucados en las esquinas, el panorama es desolador. Y no que antes no lo fuera: el año pasado recorrí Caracas de punta a punta y las largas caminatas me enseñaron unas cuantas cosas sobre la realidad de esta ciudad hostil y cruel. Pero con lo que ahora me encuentro, es una ciudad sin máscaras, con las heridas abiertas y bien visibles. Una ciudad que se resquebraja en medio de una turbulencia social y cultural de consecuencias imprevisibles. Miro a mi alrededor y más que nunca, comprendo hasta que punto y con profundidad, la idea del caos convirtió a Caracas en una ciudad rota, llena de incertidumbre, temible y temerosa. Sentada en la Plaza Bolívar, con una sensación de angustia que opaca el día, me pregunto de nuevo ¿En quienes nos convertimos?

Me siento en un pequeño restaurante muy cerca del Teatro Nacional de Caracas. Cuando era una niña, solía venir con mi abuelo materno para disfrutar de la riquísima torta de chocolate que preparaba en persona la dueña, una mujer enorme y simpática que siempre te obsequiaba un pedazo de más. Era un lugar familiar, con el televisor a todo volumen, los clientes de toda la vida riendo y hablando en voz alta. Era otra Caracas, con las calles coloreadas de risas, con la ciudad vestida de esa normalidad aburrida. Hoy, el restaurante ha perdido su brillo: apenas hay clientes, las sillas de metal están rotas y descascaradas y el Menú, solo ofrece lo mínimo. La dueña, que perdió su sonrisa, me explica que “ya no hay plata para hacer bien las cosas”.
- Estamos viviendo con lo que se puede — me dice. Me sirve un café sin azúcar, diluido en agua. Se le ve agotada, entristecida — apenas nos alcanza para decir que existimos.

¿Quienes somos? Me pregunto. De pie, frente a la Catedral, miro a un hombre que grita consignas megáfono en mano. En una mezcla de ideas y opiniones políticas ajenas, intenta hacerse escuchar. Lleva harapos, está descalzo. La Venezuela que no fue, la Venezuela de las promesas rotas. La Venezuela de las tristezas ajenas. La Venezuela que se heredó del caos y la indiferencia.

Quisiera disimular a esta Caracas de los sobrevivientes. Quisiera y lo intento, creer que la ciudad puede ser algo más que esta aridez, que este destrucción progresiva de toda historia que acogió. Pero no puedo. No puedo hacerlo cuando atravieso las calles y avenidas llenas de propaganda política, interminables, descoloridas. La ciudad deformada, mutilada, por la diatriba estéril, por lo que perdemos a fuerza de ignorar, de luchar unos contra otros, de convertirnos en masa muda, en masa anodina. Y el hombre sigue gritando, invocando al Líder Muerto, al más reciente Mesías de un país que necesita la excusa del poder para disimular el sufrimiento, la destrucción moral.

Pero repito, eso a nadie le importa. En algunos de los pocos negocios abiertos, reina un ambiente de fiesta. En todos, las conversaciones son las mismas de hace veinte o treinta años. Me sorprendo al escuchar las críticas “a los mocosas vagos que protestan”. Lo hace un hombre que después añade que el “barrio se ha vuelto más peligroso que nunca”. Los que ríen a su alrededor, indiferentes. Los hijos de la Revolución sin nombre El país de las crisis perpetuas. El país de las crisis que no se restañan, de las heridas que siempre están abiertas. El país que perdió el nombre y no quiere recuperarlo.

La Venezuela resquebrajada. El país que es una amenaza.

Eso somos.

Esa es Venezuela.

Una mirada al olvido: La ciudad que existe.
Cuando era niña, caminar por Caracas me parecía asombroso. Tal vez se debía a que, con la imaginación desbordada de mis diez y un poco más, la ciudad era un fragmentos de mis sueños. Con sus altos edificios y las esquinas polvorientos, las calles de adoquines del Casco Histórico, las puertas de madera con las que te tropezabas de vez en cuando, tenían un toque de Misterio que el resto de la ciudad carecía por completo. Me recuerdo muy niña, aferrada a la mano de mi abuela, mirándolo todo con los ojos muy abiertos, temerosa de perderme algo. ¿Que tal si parpadeaba y las palomas de la Plaza Bolívar echaban a volar en desbandada? ¡Que imagen más asombrosa! Las alas grises parpadeando en el cielo, la luz radiante de esas tardes de niñez, atravesando las plumas. Y yo saltaba, alborozada, para rozar alguna en pleno vuelo, para sentir por un momento la plenitud de la belleza de ese sueño de ciudad que era la mía.

Porque Caracas me pertenecía. Era mía, desde el Ávila verde jugoso, hasta los cielos interminables de diciembre. El olor del café que rondaba la cocina inmaculada de café en la mañana, los árboles viejísimos y amistosos que rodeaban la calle que atravesaba para llegar a la Escuela. Esas rarísimas ventanas altas del Centro, los edificios brillantes que parpadean bajo el sol. Caracas era mi casa, era el sueño de cada palabra, la primera fotografía, la casa más allá de mis cuatro paredes íntimas. Eras mi lugar, mi deseo, era el futuro. Era el lugar que me vería convertir en escritora — o en fotógrafa o en bombera, ¿Quién podría saberlo por entonces? — y que recorrería la mujer en la que me convertiría para comprenderme en ella, en el sonido de la calle, en la placida quietud de esta ciudad que era parte de mi historia.

Lo recuerdo tan claro, sí. Esa ciudad que me parecía tan joven como yo, tan viva y tan errante, un sueño migrante bamboleando de un lado a otro. Mi Caracas, que era más un trozo de mi mente que cualquier otra cosa, con esa sonrisa torcida que parecía invitar a cualquier cosa. La ciudad que me inspiró y me asustó, la Caracas que me crió, en la plenitud de la aridez de ser solamente un deseo. Porque Caracas, la real, la fiera, seguía escondida en esa cristalina imagen inocente que tenía de ella. En el dolor de saberte perdida, mi Ciudad querida, antes de tenerte.

Porque perdí a Caracas, por la violencia. La perdí una vez, cuando me golpearon para arrebatarme un par de billetes y un teléfono sin valor. La perdí de nuevo, cuando me apuntaron con un arma en la cara. La perdí otra vez en el sonido del odio, en el reclamo del dolor y de la intolerancia. La perdí cuando dejé de reconocerla, cuando caminar por sus calles se convirtió más en un riesgo que en un placer. Te perdí Caracas, cuando dejé de reconocerte en mi rostro, cuando desapareció el recuerdo en la brecha implacable de la realidad.

¡Porque quisiera gritar mil cosas Caracas! Como la hija que se rebela, quisiera decirte como me duele temerte, haberte perdido y no recuperarte. Y te miro, a diario, buscando recuperarte. Te miro, a través de la cámara, de lo que escribo, de mis sueños que aún te pertenecen. Pero no te encuentro. Te perdí. En algún recodo de las vicisitudes, de este trayecto interminable que me lleva tan lejos de ti, te volviste fiera. O siempre lo fuiste y yo no quise verlo. Cuánto esfuerzo lleva admitir eso. Lo hago con dolor, porque no me queda más remedio. Lo hago porque me obliga el miedo que te tengo a pesar del amor, que sobrevive, que sigue allí, en esa encrucijada donde coincidimos, donde eras mi rostro. Porque este miedo Caracas, no es solo el sentimiento que no puedes contener, sino lo que implica. A olvidar quién fuiste, a rechazar tus brazos abiertos. ¿Dónde estás coño Caracas? ¿Dónde está la ciudad que me crió, que me hizo recorrer ideas, que me empujó a continuar mirando? Soy lo que tu hiciste de mi, hija agradecida, la que levanta los brazos en esos cielos tuyos de diciembre resplandecientes y te abraza de corazón. La que camina por la Plaza Bolívar y con la treintena a cuestas, aún corre detrás de las Palomas. La que se para al pie de nuestra Montaña para soñarte. ¿Dónde estás? ¿Por qué ya no te encuentro?

Miro todas las fotografías que guardo de ti. Que sabor a pasado. Que dolor tan antiguo. Las miro, y las llevo entre mis manos, de un lado a otro, temblando, angustiada. Las miro y me pregunto que magia podrá devolverme tu nombre, que clase de invocación podrá hacerme recuperar esa sencillez de recuerdo. Este amor, Ciudad de mil bendiciones, este amor que también es rencor, esta aridez que también tiene algo de pérdida, se abre en dos direcciones distintas. Quiero huir de ti, quiero encontrarte de nuevo. ¿Podré hacerlo?

Soy un rehén. Soy tu víctima. No sé cómo perdonarte. ¿Debo hacerlo? ¿Qué culpas tienes Caracas de lo que te hemos convertido? ¿Qué culpas tienes de las calles rotas, de la sangre que se esconde en la noche? ¿De la basura que te desfigura? ¿Qué culpas tienes tu de este silencio, de ser solo una imagen rota? Ah, mi amada, mi querida, mi madre, ¡Es que este miedo lo es todo! Está en todas partes: Es el miedo a subirme en un vehículo de transporte público y enfrentarme a un asaltante, es resultar herida por llevar un teléfono que a alguien puede comprendida mercancía deseable. El arco de las variables y posibilidades se abre en todas direcciones y de pronto te encuentras, en un estado de temor que no puedes definir porque no es completamente tuyo: es una idea general, que se extiende en todas direcciones a diario. Y es miedo, sí. Insoportable. Es miedo cuando la paranoia te desborda e incluso lo mínimo se convierte en amenaza. Es terror cuando comprendo que estoy atrapada en ti, en lo que no eres, en lo que te convertiste. O mejor dicho, no seamos injustos, no solo se debe a ti, sino a la amenaza, esa angustia que se ha convertido para nosotros, los que nos llamamos Caraqueños en algo tan natural como respirar.

Y mis fotografías vuelan, entre el viento, arrasadas por la angustia y también por la esperanza. Porque la imagen guarda mis recuerdos, pero también ese sueño, más allá de mi misma. ¿Eres mía Caracas? ¿Alguna vez lo fuiste? Te ofrendo mis fotografías, mis palabras, tierra en mano, con el sabor de la sal de lágrimas en el cabello. ¿Eres mía? ¿Un recuerdo? ¿Una visión? ¿Un sueño a recordar?

No lo sé, me digo. Sentada en silencio te contemplo, una silueta radiante que brilla en un cielo despejado. Pero tengo este deseo, que la vieja magia me devuelva esa necesidad de comprenderte, más allá de este miedo y rencor. Un fragmento de brillante belleza. Un reflejo de quien soy.

Caracas, mi rostro en el espejo.

Caracas, una parte profundamente sentida de mi propia necesidad de creación.

lunes, 24 de julio de 2017

Las revistas pulp y el nuevo terror: Todo lo que debes saber sobre el escritor Abraham Merritt y seguramente no conoces.




La historia de la literatura de ciencia ficción — sobre todo la especulativa — tiene mucho que agradecer al desparpajo vulgar e imaginativo de las revistas pulp. No sólo se trataba de un vehículo atractivo para la difusión de géneros literarios que la mayoría de las editoriales consideraban menores sino que además, brindó un sostén evidente a la visión de lo literario como una forma de entretenimiento. La variedad de temas, tópicos y visiones que incluían las Pulp eran infinitos y formaban parte de una pléyade de opciones que las sucesivas ediciones profundizaban en cada entrega. Desde las dedicadas al género del oeste, las bélicas con sus extensos relatos sobre batallas imaginarias y líneas de tiempo temporales alternativas precursoras de las ucronías actuales hasta las dedicadas al terror, la fantasía y la ciencia ficción, las revistas Pulp reflejaron la transformación del entretenimiento literario en algo más complejo y efectivo. Su barato y rápido ritmo de publicación la hacían el medio idóneo para la experimentación y muchos autores encontraron en la ausencia de límites y exigencias editoriales de las Pulp, el terreno idóneo para crear todo tipo de propuestas novedosas. Escritores como Robert E. Howard, Howard Philip Lovecraft o Clark Ashton-Smith, encontraron en las Pulp una completa libertad e independencia intelectual que les permitió explorar sus límites y brindar una nueva dimensión a la búsqueda de la creación fantástica, más allá del prejuicio habitual que suele soportar el género. Una nueva perspectiva sobre los alcances de la literatura como medio simbólico y reflejo de la cultura a la que pertenece.

Abraham Merritt fue uno de los escritores insignes que utilizaron los recursos y el poder de las revistas pulp para crear toda una nueva perspectiva sobre lo fantástico. Eso, a pesar que suele sufrir un inmerecido olvido cuando se analiza la literatura de género. El nombre del autor parece perderse entre los grandes nombres del género, oculto quizás por toda una nueva generación de narraciones y experimentos literarios de variable valor y calidad. No obstante, Merritt fue uno de los pioneros de lo que actualmente conocemos como la visión literaria sobre el miedo. Tan inquietante como Lovecraft — de quien fue contemporáneo -, meticuloso y desconcertante como King y obsesionado con crear universos propios para cada una de sus historias a la manera de Bierce, Merritt es uno de los escritores que analizó con mayor profundidad el miedo como emoción humana esencial. O más allá, esa interpretación de lo que nos asusta — esa región lóbrega en nuestra mente — con la que todos nos sentimos identificados. El miedo como un reflejo de nuestra propio mirada hacia lo desconocido.

No obstante, para Merritt la escritura sobre el miedo no era meramente filosófica, sino un asunto biológico, un enfrentamiento entre lo pragmático con ese temor brumoso que invoca lo que no podemos comprender.

Sin duda, esa noción sobre el miedo proviene de los primeros pasos del escritor en la literatura como parte del movimiento Pulp. Una percepción sobre el hecho de contar historias por completo nueva y sobre todo, profundamente renovadora de lo que hasta entonces había sido la mirada editorial sobre la historia, la distribución y divulgación de las historias de género como parte de lo que se consideraba literatura “barata”.
Porque las revistas Pulp eran una rareza, una especie de espacio entre la literatura considerada “sólida” y algo más ambiguo, mucho más relacionado con la mirada popular sobre la palabra. Como medio de difusión masiva literario y sobre todo, una plataforma que garantizaba la lectura las revistas garantizaron y abrieron una nueva visión sobre la manera como los autores se relacionaban con el público, la literatura e incluso con su propia visión sobre lo que deseaban crear a partir de su propuesta literaria. Las pulp eran baratas, se imprimían por cientos y además, eran parte de todo un vigoroso movimiento de la llamada literatura de calle, que en las primeras décadas del siglo XX transformó por completo esa sacrosanta concepción de la literatura como intocable. En las pulp se mezclaban artículos de reconocidos autores con un formato vulgar, y el resultado fue una revolución literaria sin precedentes. Se les acusó de frívolas, de simplemente permitir que los escritores de renombre pudieran experimentar lo que las editoriales establecidas no le permitían, pero a fin de cuentas, las pulp impulsaron una nueva manera de asumir el poder de la lectura, más allá de salón o la biblioteca. La inmediatez del formato — solían imprimirse cada semana — y sobre todo, la facilidad de su consumo — se vendían en estanquillos callejeros — hicieron que parte de una generación de prolíficos autores miraran con interés su capacidad para vender la literatura a un nivel novedoso. Por supuesto, las pulp han sido acusadas de ser el precedente inmediato de la llamada Cultura de Best Seller, de la literatura comercial sin otro sentido que la venta, pero aún así brindaron la oportunidad a grandes autores de brindar un giro singular a su escritora y como en el caso de Merrit, de crear una perspectiva por completo original sobre diversos géneros, sobre todo el terror y la Ciencia Ficción.

Quizás Abraham Merritt sea uno de los grandes exponentes de los que las pulp brindaron a los escritores que participaron en ellas. Prolífico, inteligente, metódico, sus novelas son consideradas verdaderos mecanismos de relojería literaria, con una interesante concepción sobre el terror y más aún, con una agilidad en el arte de narrar historias que brindaron al hasta entonces, muy sobrio género de terror un nuevo cariz. Con su prosa seca y sobria, tenía la capacidad de crear atmósferas precisas, inquietantes, con apenas unas cuantas descripciones bien escogidas. Además, era un escritor que estaba convencido del valor de dotar a sus creaciones literarias de personalidad: a pesar de ser uno de los grandes exponentes de las pulp — y por tanto, destinado quizás a formar parte de un tipo de narración estándar — Merritt supo encontrar el equilibrio entre la capacidad para contar historias y también algo más sutil, complejo y duro. Una mirada inquisitiva sobre el género humano, sobre la debilidad del espíritu del hombre e incluso, su esencial vulnerabilidad.
Como periodista y miembro intermitente del célebre Circulo de Lovecraft, Merritt tuvo la inestimable oportunidad de aprender el oficio de la escritura fantástica y de terror de los mejores. Durante años, no sólo intercambió su particularisimo punto de vista con los mejores narradores de su época, sino que cosechó un considerable éxito de ventas gracias a su cada vez más famosas historias en las pulp americanas, cuyo impulso definitivo en el gusto del público le lanzó a una improbable fama. Incluso, llegó a fundar una revista que llevó su nombre “A Merrit’s Fantasy Magazine”, donde siguiendo la tradición del folletín barato, dio la oportunidad a toda una serie de escritores de crear una aproximación distinta a lo que a la literatura y el público se refiere.

Pero sobre todo, Merritt era un escritor dedicado, apasionado por la palabra y que dedicó buena parte de su vida a la literatura. También era un hombre misterioso, excéntrico y con una enorme curiosidad. Por casi dos décadas, se rumoreó que Merrit era un entusiasta — y muy probablemente practicante — del ocultismo. La versión quizás nació debido a su enorme colección de rarezas literarias que incluían por supuesto lo que se suponían era una serie de volúmenes arcanos que había logrado adquirir durante años. Realidad o parte del mito sobre el escritor, lo cierto es que Merrit tenía una de las bibliotecas más espléndidas de su época. Quizás por ese motivo, “Arde, bruja Arde, su obra más conocida, pareciera lograr no sólo un estupendo equilibrio entre la superstición, el terror y el conocimiento de magia y esoterismo, lo que hizo de la novela un inmediato éxito de librería.

La novela, más allá de su innegable aire pulp, es una profunda reflexión sobre el racionalismo, el pragmatismo y el terror, comprendido como lo que se esconde más allá de lo que supone es la realidad. Ese amor hacia el conocimiento y lo científico que definió las primeras décadas del siglo veinte, parece enfrentarse directamente con esa nebulosa noción sobre el terror que nace de lo misterioso, de lo apenas sugerido. Porque para Merritt, el terror parece surgir de ese desencanto del nuevo siglo por la noción del caos, del nacimiento de nociones relativas sobre lo que se consideraba absoluto. Esa visión de ruptura con esa interpretación del mundo modélico y ordenado ( a la manera como lo imagino Agatha Christie) con algo más confuso. En medio de las guerras, la reinvención de Dios — o esa teorización de la espiritualidad que parece depender de la visión del hombre — el hombre de principios del siglo XX parece buscar una comprensión sobre el mundo sujeta a una profunda transformación. Aterrorizado, con enorme torpeza. Es esa lucha la que refleja Merritt: ese enfrentamiento de lo visceral y racional cada vez más desconcertante y abrumador.

Sorprende que a pesar de su casi medio siglo de antigüedad, la novela posea una enorme agilidad para describir y puntualizar un universo complejo con gran inteligencia. Entre el esoterismo, la fantasía y el terror en estado puro, la novela avanza para crear una historia por momentos desconcertante que construye un discurso narrativo sólido y audaz. Porque Merritt ante todo, celebra y disfruta del arte de escribir y lo hace muy bien: elabora una noción del miedo tan fresca que parece transformar toda su propuesta a media que la historia avanza con gran destreza. La combinación de momentos de gran tensión psicológico y de esa trepidante agilidad brinda a la novela una personalidad única, un juego de espejos sensoriales que da como resultado una propuesta sobre el terror que aún llega a sorprender al lector.

Por supuesto, Merritt no puede olvidar su herencia pulp. La novela tiene fallos argumentales, algunos blanduras inexplicables y uno que otro bache narrativo. Pero aún así, la acción transcurre sin detenerse, como si a pesar de su imperfección, este maestro desconocido del terror que es Merritt hubiese encontrado la manera de crear una manera de expresar en una novela lo esencial de Pulp: esa combinación de calidad, baratillo y agilidad que aún disfruta de un considerable público cautivo. Porque quizás Merritt continuará siendo un ilustre desconocido dentro del género del terror, pero su legado — esa noción del poder de crear a través de la palabra como una aventura de la imaginación — continuará incólume. Trascendente. Lleno de brillo.

sábado, 22 de julio de 2017

La voz del Bosque de los secretos y otras historias de brujería.




La bruja caminó hacia el final de la cueva. Aún seguía sin poder distinguir la luz del exterior, pero podía oler el bosque más allá, la fragancia de las hojas frescas y jugosas. El mar que bordeaba la playa. Intentó caminar más rápido, pero estaba tan cansada, tan agotada. Y de pronto, escuchó el sonido de una voz. Tétrica, inquietante. Se dio la vuelta para mirar y...

Me detengo. Gloria me dedica una mirada sobresaltada. A su lado, Flor se cubre la cabeza con una sábana y parece temblar un poco bajo la tela. Juan, aguanta la respiración, con los dedos apretados en el cuerpo de plástico de la linterna.

- ¿Y qué pasó después? - me pregunta Juan con la boca entreabierta - ¿Quien la perseguía?

Intento contener la risa. Gloria pone los ojos en blancos, impaciente.

- Oye, sigue contando o de verdad me iré de aquí...- dice por último. Pero en lugar de sacar las piernas del saco de dormir, se acurruca un poco más, con los dedos apretados al almohadón - ¿Qué pasó con la bruja?

- Seguro la quemaron - suelta Flor. Y se me congela la risa de pillete en los labios. Juan suelta una especie de jadeo contrariado y Gloria se queda muy quieta, como si alguien hubiese dicho una mala palabra. Flor levanta las manos, con un gesto impotente - ¡Es verdad! ¡Eso hacian! ¡Quemaron a todas las brujas!

No sé que decir sobre eso. No es un tema que me guste tocar y tampoco sé mucho al respecto. Sólo lo que he leído en unos cuantos libros de las Sombras de la casa, de lo que escucho en conversaciones familiares o visto en alguna que otra película. La idea tiene ese vago lustre inquietante de las pesadillas, de algo que no puedes creer que sucedió, que fue real. Pero lo fue. Lo pienso a veces, mientras copio con cierto aburrimiento rituales y recetas de herbolaria. Mientras memorizo las invocaciones a la Luna Llena. Pienso que por cosas así de simples, familiares y rutinarias, mujeres en todo el mundo murieron. Fueron torturadas y asesinadas. Desde luego, no pensaba que alguien fuera a mencionarlo en la noche de mi cumpleaños, mientras celebro con Juan, Gloria y Flor en un campamento de tela vieja en el jardín antipático de mi abuela - la sabia, la bruja - . La verdad, no era algo de lo que quisiera hablar nunca.

- ¡Eso es cosa de películas! - protesta Juan con toda la sabiduría de sus diez años - ¿Que van a quemar gente así?
- ¡Que no! ¡Las quemaban! - insiste Flor con voz muy baja y temerosa - lo vi en uno de los libros de mi papá. A la gente la quemaban por...

Me mira, traga saliva. No quiere decir lo que tiene en la punta de la lengua. Me mira con preocupación y de pronto, sé lo que está pensando: Agla es una bruja. Lo es como lo fueron tantas mujeres en esa época de quemas y muerte. De pronto, no se trata de un rostro en una historia en las páginas de un libro, sino un rostro que reconoce, una figura real. De pronto, los siglos de distancia no parecen tan importantes. Como si el hecho que de comprender la magnitud de una tragedia muy vieja, de pronto la hiciera má dolorosa. Noto como la sorpresa se convierte en algo parecido al miedo, a la preocupación, a una leve angustia.

- Yo si he escuchado de eso - tercia ahora Gloria con vocecita trémula. El rayo de luz de la linterna va hacia su rostro y ella parpadea. La aparta de un manotón. Escucho a Juan disculparse entre susurros - que...bueno, había una cosa...una gente que podía...

- La inquisición - digo. Tengo la garganta tan seca que me hace un chasquido al tragar - se llamaba la Inquisición. Era como un tribunal.

De modo que es cierto, parece decirme la expresión de Juan, que se queda muy quieto y deja de mover el haz de la linterna de un lado a otro. De modo que sí, es verdad  que hubo algo como muertes por algo que soy, que me identifica, en lo que creo. Los cuatro nos quedamos en silencio, como si el peso de ese pensamiento nos aplastara, nos hundiera un poco en un nuevo conocimiento que quizás nadie deseó tener. Suspiro y me abrazo a mi almohadón de lunas y estrellas, con el corazón latiendo muy rápido. Es muy tonto que algo así me asuste, hago daño. Son cosas que pasaron hace muchos siglos, cuando el mundo era distinto. Más contrahecho e implacable. ¿Por qué te abruma ese pensamiento? me digo, me muerdo el revés de las mejillas, intento respirar con tranquilidad, pero no lo logro. Me afecta, aunque no entiendo por qué.

Claro que lo sé, me digo entonces, como si no pudiera huir de la idea. Me afecta porque soy bruja - o quiero serlo - porque tengo diez años y todas las mujeres que amo se llaman así mismas hija de la Diosa. Hijas de la Luna. Porque son mis creencias, las mismas que quizás celebraron esas mujeres perdidas, asesinadas, sin rostro por la historia. Y asusta. Aunque no sepa por qué ni tampoco tenga un motivo. Me asusta, me abruma. Me entristece.

Hace unos años, cuando leí por primera vez la palabra Inquisición, no entendí nada sobre ella. La encontré en un Libro de las Sombras de la casa, rodeada de dibujos de Iglesias y campos áridos. La contemplé, pequeña y rigida, en medio del resto de las palabras. Me pregunté por qué alguien había creado un paisaje tan triste para acoger esa palabra, para definirla. Me intrigó y me sobresaltó, como un pequeño misterio. Pasé la yema de los dedos sobre la palabra escrita en tinta de bolígrafo, en apariencia tan sencilla, tan frugal.

Tia E. me miró con rostro tenso cuando le pregunté por la palabra. Pareció ofuscada, impaciente. Luego, simplemente triste. No dejó de mover sus dedos nerviosos sobre el libro que leía mientras intentaba decidir, supongo, como explicar algo tan complejo a una niña pálida y ansiosa.

- Fue un tribunal que juzgó a las brujas - dijo simplemente. Lo hizo sin su habitual dramatismo y espontaneidad. Debía ser un asunto muy serio aquel para entristecerla tanto - La Iglesia decidió que algunas creencias podían hacer daño y decidió destruirlas.

Me quedé sin saber que decir. De pronto, los paisajes desolados y las hojas rotas dibujadas alrededor de la palabra, tenían sentido. Me recorrió un escalofrío de pena y miedo.

- ¿Juzgar cómo? ¿Que les parecía mal?
- Lo llamaron Herejía, una Ofensa a Dios - explicó tia con esfuerzo - y por tanto, debían ser perseguidas y destruidas. Ocurrió por toda Europa.

Sentí que la garganta se me cerraba con un nudo amargo y duro. Imaginé campos quemados, árboles decorados con cintas de colores arracandos de raíz, cocinas donde generaciones de mujeres habían preparado alimentos, medicinas y magia para la sonrisas, destrozadas, convertidos en cenizas. ¿Por qué había ocurrido semejante cosa? ¿Quién podría haber creído malo algo que simplemente era natural?

- Pero ¿Por qué? ¿Por qué hicieron algo semejante?

Tia E. apretó los labios. Cerró el libro que leía con un golpe seco y me miró, los ojos grandes y tristes. Había algo en ella atemporal y pensativo, como si un dolor muy viejo le coloreara la expresión.

- El que quiere destruir, lo hace sin importar las razones - dijo entonces. La voz seca y casi inaudible - Nadie tiene motivos para destruir, pero lo considera necesario. Y lo hacen: Viejas creencias y costumbres, formas de pensar. No sólo se trató de la Tradición de la Diosa, sino todo lo que pudiera contradecir a la Iglesia. Todo el que fuera incómodo, incluso contradictorio. A veces pienso que las grandes quemas sólo demostraron que el hombre siempre intentará destruir las ideas.

"Las Grandes Quemas" me repetí en voz baja. Y sentí miedo real, aunque sabía que todo había sucedido hace mucho tiempo y no podía dañarme. Pero sentí miedo de la imagen que se creó en mi mente. Del fuego quemando libros, anaqueles llenos de objetos heredados y atesorados, de hojas escritas a mano. De...Apreté los ojos. Pero la imagen siguió allí: la de una mujer de rostro pálido gritando de dolor con el fuego subiéndole por la ropa ennegrecida, ahogandola.

- ¿Nadie hizo nada? - pregunté sin aliento - ¿Nadie los detuvo?
- Te lo he dicho: no necesitamos motivos para destruir cuando se trata de odio, ignorancia y violencia - dijo mi tia con tono lleno de pesar - El odio se alimenta como el fuego del viento. Crece, avanza, destruye, lleva a escombros a todo lo que toca. El odio y la intolerancia pueden ser devastadoras. Pueden ser el germen que lleven al olvido a todo lo que el hombre ha hecho y creado.

La frase me sonó ominosa, como una de esas predicciones de las que se dicen, pronunciaban las Sibilas en  montañas y mares olvidados. Recuerdo que el miedo se transformó en otra cosa, en algo doloroso, intrincado. Incluso para una niña como yo, la idea que el odio pudiera triunfar y devastar algo tan valioso como las ideas y creencias, me producía algo parecido al pánico. A un simple pesar que no podía comprender muy bien.

Recuerdo esa sensación allí, rodeada de mis amigos, sintiéndome a solas con ese miedo inarticulado. ¿Como explicas que una tragedia de tantos siglos atrás pueda afectarte? ¿Como les haces entender que lo que temes no es lo que ocurrió sino esa sensación simple de todas las palabras que se perdieron, del amor y las creencias que dejaron de existir de la mano del fuego y la violencia? No hay una manera sencilla de decirlo, de comprenderlo. Me quedé allí, mirando el haz de la linterna siguiendo el compás del pulso nervioso de Juan, intentando ordenar mis ideas.

- ¿Y mataron brujas? - pregunta  Juan en tono solemne. Parece muy joven, con el flequillo sobre la frente pecosa, los ojos castaños muy abiertos y asombrados - ¿Mataron a todas las brujas?
- ¡Cállate Juan! - dice Gloria muy angustiada. Flor traga saliva, con un gesto curiosamente vulnerable.
- Esta si es una historia de miedo de verdad - murmura. Me dedica una mirada rápida y preocupada - ¿Mataban a...?

No completa la frase. No hace falta. Como yo, supongo, es lo que quería decir. Pero la verdad era que no solamente habían muerto brujas como yo o las mujeres de mi casa, sino también médicos, maestras, escritores, pintores. Gente buena llena de grandes ideas, de esas que cambian el mundo. Gente cuyo único delito había sido contradecir el miedo, mostrar asombroso por el conocimiento. Quizás creer en el valor de enseñar.

- ¿Por qué alguien quiso quemar a las brujas? - le pregunté había abuela casi a los gritos, unos días después de mi conversación con tia. Se quedó de pie, mirándome estupefacta. Cuando me acerqué a ella, noté que bajo la piel tostada por el sol, parecía un poco pálida y cansada - ¿Por qué nadie evito que pasara?

Abuela siguió de pie, con las tijeras de poder aún levantadas para continuar cortando las ramas rotas de su feo rosal. Parecía que mis palabras la habían paralizado de una forma misteriosa, secreta. Me contempló con una mirada lenta y densa, triste.

- Nadie evitó que pasará porque el odio toma el rostro de la ignorancia, de los temores y de los lugares oscuros de nuestra mente - dijo por fin en voz baja. Acercó la tijera al tallo de una de sus rosas deformes y pétalos muy rojos. El chas de la tijera al cortar el tallo me sobresaltó - El odio puede tener muchos rostros y muchas excusas. Y durante la inquisición las tuvo todas.

"¿Quién podría enfrentarse a un poder omnipotente como la Iglesia cuando decidió castigar a las brujas o lo que desde su mirada altiva creían que lo eran? No sólo apuntaron el dedo acusador a mujeres que practicaban los ritos de la Diosa, sino a todos quienes contradijeran el poder que sostenía la Iglesia. Pintores que mostraban el cuerpo humano hermoso y desnudo, escritores que se hacian preguntas. Creyentes en religiones con miradas distintas sobre Dios. Incluso quienes se atrevían a levantar la mano contra el horror. Todos fueron acusados y asesinados. Todos fueron destrozados por el miedo, por la avaricia y el horror".

Mi abuela siempre respondía mis preguntas. Y eso podía ser bueno o malo. Más de una vez, había pensado que había que ir con cuidado al momento de preguntarle cualquier cosa: Siempre te respondería con la verdad, por muy terrible, dura o descarnada que fuera. Por supuesto, yo no pensaba en términos tan complejos, pero si sabía que mi abuela se tomaba muy en serio el conocimiento. Tanto como para jamás ofenderlo, disimularlo, ocultarlo. Así que sus palabras siempre eran certeras, duras, pero sabias. Infinitamente bellas.

- Y...las brujas... murieron - dije. Me costó decirlo. Porque brujas no era una palabra ajena que describiera mujeres perdidas en la memoria del tiempo. Era mi madre, con sus ojos verdes y tristes. Mi abuela con su sonrisa amplia y maliciosa. Mis tias y primas. Eran mi mundo. Pensar en la muerte de quien amas nunca será sencillo y mucho menos, cuando esa muerte aparece en medio de las cosas habituales, de todo lo que haces. Sentí dolor y algo más angustioso abrumándome. Algo que me desbordaba, me recorría, me dejaba sin voz.

- Sí, murieron. Sentenciadas, quemadas, olvidadas. El cabello cortado, lastimadas para obligarlas a rechazar sus conocimientos - siguió. La voz endurecida, llena de un dolor palpable y durísimo - Las brujas, las sabias, las curanderas, las parteras, las libres pensadoras. Las de los espíritus de fuego, fueron asesinadas para que la Iglesia pudiera defender sus creencias. Para que pudieran asegurarse nadie podía contradecirlas.

"Fueron tiempo de oscuridad y de mucho terror. Los inquisidores viajaban de un lado a otro de Europa ejerciendo la justicia por fuego y por miedo. Heridas abiertas que por mucho tiempo, lastimaron no sólo la historia y la cultura. La palabra bruja fue convertida en un insulto, en una groseria impronunciable. En símbolo de miedo. Y la Tradición de la Diosa en un recuerdo vergonzoso, en trozos de algo que se creyó irrecuperable".

Suspiró, cortó la rosa de pétalos enorme. La tomó entre las manos con un gesto delicado.  Aspiro su perfume dulzón y se quedó allí, como si pensara en lo que acababa de decir. Yo también. Sacudí la cabeza. Y entonces comprendí.

- Pero...- comencé. Abuela sonrió. Una sonrisa pequeña, dulce. Pero una sonrisa al fin y al cabo - pero...tu eres una bruja. Y yo lo seré algún día. O creo yo lo seré.

Abuela se volvió para mirarme. Seguía pareciendo triste, cansada pero sus ojos brillaban por un entusiasmo vital irreprimible. Pura belleza y algo más sutil ¿Misterio quizás?

- Nada muere realmente - dijo entonces mi abuela. Siguió cortando una a una las rosas de su enorme rosal. El chas chas de las tijeras tenía algo de onírico, de músical - Todo se transforma, se hace más fuerte. Quemaron el conocimiento, pero siempre renace, mi niña. Siempre se hace más fuerte.


- Oye no seas rídiculo, ¡No quemaron a todas las brujas! - dice entonces Gloria, con un sacudón despectivo de cabeza - Agla es una bruja. ¡Está viva y bien!
- ¡Vaya es cierto! - grita Juan, en un tono exultante y feliz que me conmovió - ¡Es una bruja! ¡Nadie la pudo quemar!

El haz de la linterna roza mi cabeza y  me ilumina a la cara de golpe. Y de pronto, en medio del incómodo estallido de luz, tengo una rara sensación de reconocimiento, de felicidad. Una especie de profundo alivio espiritual que no sabría explicar muy bien. ¡Sí! ¡Estoy aquí! ¡Y estoy aprendiendo el Arte de la Diosa! ¡Estoy aprendiendo la vieja Tradición de mis mayores! A pesar de las quemas, del largo silencio del miedo, del horror.  Sonrío, mientras aparto de un manotón la mano de Juan y suelto una carcajada.

- Una bruja ciega - le digo. Gloria y Flor sueltan risitas.
- Oye, perdón - Juan extiende una mano torpe y me acaricia la mejilla - Pero es que es verdad ¿No las quemaron a todas entonces? ¿Como es que tu y tu familia están aquí?

Suspiro. No sé cómo explicar que el conocimiento, la sabiduría y el amor no se matan, no se queman, no se destruyen, a pesar del esfuerzo de cualquiera que lo intente. A pesar del horror y del miedo. Que siempre habrá un renacimiento en flor, una forma de comprender que siempre habrá luz a pesar de la oscuridad. No sé como explicarles porque ni yo misma lo entiendo. Porque se trata de un milagro pequeño, exquisito, mínimo. Pero tan poderoso como eterno.  Porque soy el eslabón más joven de una larguísima cadena de conocimiento y de ideas, de amor y profunda necesidad de crear. Porque soy bruja, que nadie pudo matar a la Esencia, ni el poder misterioso de la Diosa del Bosque. De ese poder de crear que permanece en la creencia, en la fe, en la capacidad para la esperanza. En esa capacidad enigmática, eterna y trascendental de soñar.


- Las brujas sobrevivimos al fuego, al terror y a las épocas oscuras porque lo que no sostiene es se lleva en el espíritu, no en la piel que puedes destruir - dijo mi abuela, con los brazos llenos de rosas, la sonrisa brillante de puro entusiasmo - Las brujas sobrevivieron al miedo porque lo enfrentaron con el conocimiento. Sobrevivieron a la muerte, porque lo que heredan no se toca con los dedos. Sobrevivieron al odio y al estigma, porque su creencia se basa en el poder del espíritu de fuego que se atreve, contradice y se rebela. Las brujas somos una idea, somos una forma de mirar el mundo con asombro y sabiduría. Somos la mano extendida hacia el futuro, ese conocimiento que se lleva en un lugar enigmático de nuestra mente. ¿Quién puede matar algo tan fuerte, tan primigenio y fértil? La bruja sobrevive porque el fuego está entre sus dedos, en su espíritu y su mirada al futuro. Nada tan poderoso puede morir jamás.

- Porque somos parte de nuestra historia - le respondo y el corazón me late tan rápido, lleno de alegría - porque mi familia y yo, somos parte de algo grande y bonito que sigue creciendo una y otra vez. Puedes quemar un libro pero no lo que llevas en el corazón.

El trío me mira con ojos muy abiertos y asombrados. Gloria, mueve los labios como para decir algo pero entonces, se inclina y sólo me abraza. Un abrazo fuerte, de nuevas amigas. Un abrazo de puro calor y buenos deseos. ¿Quién podría pensar que años nos peleábamos todos los días? Ahora es mi cómplice y mi amiga. Y está aquí, para recordarme que todo cambia, todo crece, todo se transforma. Y el conocimiento se crea así mismo.

- ¡Es que habrá brujas para rato! - se ríe a carcajadas Flor y también me abraza, alborozada y risueña - ¡para contar historias, para hacer cosas buenas!

Entonces es Juan quien se inclina y nos envuelve a las tres con los brazos. Un abrazo caluroso, feliz y sincero. El abrazo de un niño. El haz de la linterna gira otra vez y palpita en el techo de tela de la carpa. Como pequeños fragmentos de luz fugitivos, como mariposas de pura luz flotando en la oscuridad. Como fuego quizás, pero no del quema y destruye. Sino del que sostiene, brilla y crea en la eternidad.


***

A veces, bailo para la Luna Llena y las recuerdo a ellas. Las mujeres que me precedieron, las brujas que me dieron el nombre y me heredaron su conocimiento. Y sonrío de puro placer, de esa sensación de encontrarme vinculada a algo más poderoso de lo que puedo imaginar, a una idea tan vieja que a veces me asombra su terquedad por continuar existiendo. Y siento alegría, siento placer. Siento una espléndida sensación de reconocimiento, de poder y quizás de algo más puro que con toda inocencia, llamo saber. Una fragmento de estrellas eternas, una forma de soñar y aprender.

Verdadera magia, me repito en ocasiones.
De las que no se olvida y renace otra vez.