miércoles, 19 de julio de 2017

Los secretos de la página abierta: Unas cuantas reflexiones sobre la obra de Truman Capote.





Se insiste que el periodismo es el mejor reflejo de la época que cuenta, una noción que por supuesto, se extiende hacia quienes tienen el deber de narrar la historia cotidiana. Truman Capote fue un buen periodista, aunque ahora una buena parte de la crítica y del público lector le acusa de manipulador, pendenciero y fanático. Pero antes del mito, de las grandes borracheras, del contestatario eclipsado por su mejor obra, Truman Capote fue un inteligente cronista. En más de una ocasión se ha dicho que el triunfo temprano lastimó para siempre su pulso creativo y narrador. No obstante, esa fina visión sobre el mundo, esa inteligente percepción sobre su entorno y sobre todo, esa sutileza para el detalle, continuó siendo parte de su prosa hasta su última palabra. Sin duda, antes que cualquier otra cosa y a pesar de las evidencias en contrario, Capote era un inteligente observador de la realidad.

Por supuesto que, Capote no inventó el llamado “Nuevo periodismo”. Pero si, elaboró toda una nueva forma de contar las historias, ese híbrido del periodismo con tintes de novela que asombró a su época y que aún sigue haciéndolo. Lo hizo a través de la práctica — no podía ser de otra forma — pero también, con una enorme inteligencia en la manera de construir expectativas sobre el relato que se cuenta y por qué se cuenta. Rebelde y contestatario, siempre insistió en que deseaba “narrar el mundo a su manera” y que la realidad “podría interpretarse, sin que distorsionara lo verídico”. Demostró que podía hacerlo: su magnífica novela “A sangre fría” — un perfecto equilibrio entre una escrupulosa crónica y algo muy semejante a la ficción - no sólo abrió una brecha en cómo se contaba la realidad hasta entonces, sino que además le convirtió en pionero — quizás sin saberlo — de toda una nueva percepción sobre la realidad. Porque Capote no inventó ficcionar la realidad para hacerla más comprensible, más bella y más consistente, pero sí encontró esa lírica belleza en lo común y lo vulgar. Tampoco inventó cómo narrar la vida de personajes, pero brindó a la semblanza y la biografía una nueva profundidad. Así que aunque Capote jamás hizo otra cosa que contar bien las historias que le rodeaban, encontró la forma y el método de hacerlo no sólo de manera impecable sino además, con un imprescindible elemento personal. Creó el periodismo para el periodista. Esbozo el estilo personal.

Se dice que antes que Capote, el periodismo parecía construido a la medida de cierta neutralidad sobre lo que podía ser contado y sobre todo, el motivo por el cual se cuenta. Después de todo, se trata de una versión sobre la realidad que se sostiene sobre una escrupulosa veracidad — o al menos, es el deber ser, el cimiento ideal del oficio — y cualquier distorsión de ese objetivo parece vulnerar ese elemento imprescindible en toda historia que intenta reflejar lo que ocurre. No obstante, esa frontera imaginaria parece limitar la noción de lo que se narra — y esa necesidad de hacerlo — hasta convertirse en una visión casi fragmentada de lo objetivo. Porque ¿Qué otra cosa es el periodista sino un observador constante de lo que le rodea? ¿Qué es la crónica sino una meditada reconstrucción de lo que ocurre — y ocurrió — sin otro objetivo que la documentación? Aún así, el periodista crea, construye, reflexiona y sobre todo, analiza la realidad desde su óptica. Y el gran de Capote fue demostrar que era posible integrar esa visión subjetiva en la realidad, de crear algo más rico, matizado y sobre todo valioso. Señaló las vías donde los periodistas podían incursionar sin perder el sentido de esa observación constante pero sobre todo, miró a la crónica desde su valor literario. Una idea que entrecruza lo cotidiano con lo narrativo para crear algo profundamente sustancial.

Capote descubrió por instinto que lo importante, lo imprescindible y lo interesante de una historia no radica sólo en lo que ocurre sino en la forma en que se cuenta. Obsesivo hasta lo impensable y devoto de su propia técnica hasta el narcisismo, Capote encontró cómo dotar lo que se narra de carácter sin sacrificar su verosimilitud. Algo impensable antes de su experimento y que después se consideró imprescindible en el periodismo. El escritor logró hilvanar hilo tras hilo de su privilegiada percepción sobre lo que sucede — esa intrincada combinación de escenas de la realidad — y creó una propuesta que aunque no resultó novedosa, si refresco la base del periodismo como testigo de nuestra era. Ya el periodista no se limitaba a mirar, sino que además, tomaba las pequeñas piezas de la realidad para reconstruirlas con enorme paciencia y mostrar un mosaico verídico, subjetivo y potente. Una y otra vez Capote se probó así mismo como un contador de historias, como un reflejo de su época e historia y lo que resulta aún más intrigante, sobre su propio idioma personal. Porque Capote creó para Capote, para su fama, para sostener su idea acerca de lo que merece ser contado y lo que no. Y fue esa visión lo que le permitió trascender a la simple idea de lo que se cuenta, se asume como real. Incluso lo que se imagina.

Con toda seguridad, deslumbrado por el poder de narrar — y en cierta medida, reconstruir la realidad — Truman Capote encontró en su obra más conocida “A sangre Fría” un reflejo de su percepción sobre la literatura. La novela desconcierta, abruma y en ocasiones, aterroriza. Tal vez se deba a su ritmo mesurado, a su lenta y metódica mirada de lo cotidiano hacia el horror. O quizás solo a que humaniza a esa noción de la maldad en estado puro que hasta entonces había resultado incomprensible para el lector americano de su época. Cual sea el caso, “A Sangre Fría” no deja indiferente a nadie: obliga a la reflexión, incluso directamente incomoda. Eso, a pesar de que la historia que cuenta no es diferente a tantas otras ocurridas en cualquier parte del mundo, a pesar de que su autor no utilizó la violencia como metáfora ni mucho menos un símbolo concreto. Lo esencial en el planteamiento de “A Sangre Fría” sea se atrevió a mirar el dolor, el asesinato y el miedo como una pieza dentro de un complejo mecanismo social. Una noción del espíritu humano primitiva, donde el impulso por la violencia forma parte de su identidad, más allá de toda razón, de toda idea compleja. La violencia como elemento natural en la identidad del hombre.

El escenario de la tragedia descrita por Truman Capote — observador nato de la realidad contemporánea — no podía más emblemático: un pueblo modélico de la Norteamérica Profunda, símbolo de un país que se mira así mismo con indulgencia. El célebre y tan cacareado American Way of Life. No es casual que el hogar de la mítica Dorothy — heroína del Mago de Oz — se encuentre justamente en el Centro de los valles y campos en flor de una tierra idealizada. “Y vuelo a lo alto, desde el país de mis abuelos” dice Dorothy, en la historia original.

Para el cínico Truman Capote, el paralelismo debió ser inevitable y quizás, incluso necesario. El por entonces desconocido escritor — se llamaba a sí mismo “una celebridad menor” — se dedicó a destruir con su novela quizás el único cuento de hadas autóctono de un país inocente. Lo hizo con un talento magnifico para desmenuzar la realidad hasta dejar abierta y expuestas las heridas de una cultura que se vanagloria, llena de indulgencia. Utilizó esa noción del país modélico para contar una historia de horror mínimo desde un ángulo totalmente nuevo. El blanco y negro de la moralidad americana pareció llenarse de grises, de la noción de la realidad vulnerable que parece sostener con esfuerzo todo lo demás. Hasta ese momento, ningún escritor se había atrevido con la osadía de Capote a la Norteamérica más allá de sus prejuicios. A dejar en tinta y papel la evidencia que escondido bajo los relieves de una sociedad que se comprende así misma como idílica, coexiste el miedo. El horror. El puro instinto animal.

Desde la fecha de su publicación en 1965, la novela se convirtió en un inmediato éxito y brindó a su autor la fama que tanto añoró por años. Se le consideró pionera, una revisión al género de la crónica y al documento literario e incluso, algo tan novedoso como la no ficción novelada, término que el mismo autor utilizó más de una vez para describir su obra más conocida. Y no obstante, “A Sangre Fría” parecía ser algo más, mucho más complejo que un súbito fenómeno cultural y una mirada dura a la dudosa moral tradicional. Había un elemento árido en la forma como Capote concibió la historia y es ese elemento de ruptura — una grieta que separa la realidad y la fantasía de la obra — lo que la hace espléndida.

Incluso la misma historia de cómo se escribió la novela, parece adquirir cierto halo de enigma cuando se analiza, como si se tratara de piezas que encajan para crear un mosaico complejo sobre el quehacer literario. Durante los últimos meses del año 1959, Truman Capote leyó la noticia del asesinato de los cuatro miembros de una familia de granjeros en un remoto pueblo de Kansas. La noticia, minúscula y que podía haber pasado desapercibida, describía casi con frialdad como los asesinos — un par de individuos anónimos sin especiales antecedentes violentos — se llevaron un botín ridículo. El relato completo del asesinato ocupó una anónima columna en la página de The New York Times. “Asesinados un granjero adinerado y tres miembros de su familia”, reza el diminuto titular, perdido entre las cientos de informaciones del periódico. “Fueron muertos a tiros de escopeta”. “Las líneas de teléfono estaban cortadas”. “Los cuerpos fueron hallados por dos amigas de la hija”. Apenas 283 palabras para describir, con una simplicidad directa, la tragedia que cambió al pueblo victima para siempre. El asesinato había sido brutal: los cuatro miembros de la familia sufrieron una larga noche de terror antes de morir a balazos. Un crimen brutal sin un móvil claro.

Intrigado por el tema — curiosamente, no por el caso en sí — Capote viajó hasta el lugar y empezó a investigar lo ocurrido. Lo que encontró fue una historia despiadada, cotidiana, cruel en su frugalidad que le sorprendió y le conmovió. Cuando Capote conoció a sus asesinos — que detenidos y juzgados esperaban en el corredor de la muerte — se sorprendió de su normalidad. De hecho, es esa visión del mal real, el cotidiano — que parece esconderse en la ambigüedad de lo consideramos normal — lo que hizo de su novela “A Sangre Fría” un triunfo de crítica y de ventas y la convirtió quizás en el evento literario más importante de la década.

Holcomb, el escenario real de la tragedia, miró con recelo al escritor extravagante y chocante, que llegó al pueblo para investigar por cuenta propia una historia privada. Según los propios habitantes, Capote no miro el hecho con el respeto reverencial que le habían dedicado otros periodistas y escritores, sino que dedicó a investigar con una dureza que sorprendió y abrió viejas heridas. Por semanas enteras, escuchó relatos, comparó versiones, recorrió paso a paso el camino de los asesinos. Para los habitantes de Holcomb — la mayoría campesinos — el escritor era un hombre insoportable, un temerario excéntrico al que no comprendían muy bien. Aún así, respondieron a sus preguntas, le acompañaron en su recorrido y revivieron en su relato los traumáticos recuerdos de un crimen muy reciente. Desconcertó e irritó aún más que el escritor insistiera en hacer preguntas y concentrar su investigación sobre los asesinos y no en la familia Clutter, las víctimas que para el pueblo se habían convertido en mártires idealizados por el sufrimiento. “Muchos en Holcomb pensaron que se había aprovechado de su dolor”, explica Dolores Hope, que trabajaba en el periódico de la comunidad. Probablemente sea cierto: Capote implacable y audaz, sabía que la historia que estaba creando, paso a paso y desde su origen era un vehículo inmediato a la celebridad. Según un artículo sobre el escritor y su obra del The New York Times publicado en el año 1965, cobró unos dos millones de dólares por la publicación, todo un récord para la época.

En una ocasión, se le preguntó a Capote como se describía así mismo “Tengo más o menos la altura de una escopeta y soy igual de estrepitoso” dijo y fue quizás, la manera más elemental que encontró para dejar bien claro que su ambición literaria no era tan importante, y desesperada, como la de ser famoso. Así, a secas. Reconocido a un nivel extraordinario que le permitiera mostrar lo que consideraba era lo esencial de una nueva visión del mundo, que de alguna u otra forma encabezara. Hasta la publicación de “A Sangre Fría” Capote era considerado una rareza entre rarezas, una inteligencia frívola y mordaz que causaba más risas que verdadero respeto intelectual. “Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”, llegó a decir, en pleno delirio de la fama, que lo encumbró no sólo como el escritor de moda en la opulenta Nueva York de la década de los sesenta, sino además como una revelación, un renovador de la palabra y sobre todo de la percepción del norteamericano común. Todo un triunfo para un hombre como Capote: Nacido en un barrio pobre de Nueva Orleans, el escritor siempre se miró así mismo como un petulante en ascenso. Una mirada festiva sobre la realidad y sus protagonistas.

El tono duro y helado que el escritor utiliza en “A Sangre Fría” suele desconcertar. Esa disección de la realidad que lleva a cabo con una pulso tan firme como implacable. Ya para cuando escribía la novela, era un drogadicto sin retorno y en varias ocasiones, se le vio borracho y abstraído, en medio de los campos de Kansas que tanto le debieron obsesionar. La publicación de la novela comenzó a capítulos en el New York Times y de inmediato, fue evidente que el Capote cínico y frívolo había dado paso a un hombre desconcertado por esa visión del mal en estado puro. El esbozo de la novela en formación, dejó claro que Capote había descubierto algunas cosas sobre la naturaleza humana, el dolor y la angustia a medida que avanzaba en su investigación, que derrumbaron desde los cimientos el mito de la bondad del norteamericano promedio. Además, está la evidente compasión que le despertaron los asesinos, como si pudiera comprender a través de su propia identidad radical y marginal la tragedia del otro. Todo un descubrimiento para el Capote egoísta e insustancial que hasta entonces había mirado al mundo desde un considerable distanciamiento. Todo un dilema moral que Capote intentó consolar con más alcohol y pastillas. Para el escritor, lo que había comenzado como la construcción de una historia novedosa, se había transformado en algo más. Un debate moral que lo dejó exhausto, agotado y abrumado. Sabía que el éxito de su novela dependía de la ejecución de los reos pero también los comprendía, había una irremediable conexión entre la historia y sus víctimas, vivas y muertas. Se llegó a decir que durante las visitas se había enamorado de uno de los reos. Y que tragedia, tan Wilde, debió ser esa, para el frívolo y confuso Capote. La de decidir entre la fama que le esperaba al borde del anonimato y mirar morir a quizás, esa pequeña visión de la humanidad que había obtenido a través del dolor. Al final, ese mal cotidiano que conoció de pluma y como testigo triunfo: los asesinos fueron ejecutados, la novela se convirtió en un éxito y Capote en un renovador de la historia mínima americana. Toda una opereta del desastre.

Claro está, no se trata si la Novela de Truman Capote compite en importancia con otras propuestas literarias de mayor calidad, profundidad y alcance. Lo que le brinda verdadera relevancia a su publicación, es quizás esa nueva visión de la literatura como un reflejo nítido de la sociedad. Más allá de su idealización o su crítica, Capote logró que su novela mostrara la sociedad en toda su frugalidad, en la desesperanza quebradiza de lo marginal. Sorprende, sobre todo, el hecho que a pesar de involucrarse de manera muy profunda con la historia — Cuando los asesinos fueron colgados, Capote asistió a la ejecución — la novela es de una frialdad desconcertante. La narración recorre paso a paso no sólo el crimen, sino su futilidad, la triste banalidad que llevó a la muerte a los miembros de una familia y poco después, a dos hombres que cometieron el crimen sin posteriormente pudieran explicar el motivo. El resultado es la crónica novelada de un crimen absurdo. Se le analizó desde el cariz de un género inédito y de hecho Capote proclamó más de una vez haber inventado una nueva manera de observar la realidad a través de la escritura «novela de no ficción». El libro ejerció una notable influencia sobre el incipiente «nuevo periodismo» de Thomas Wolfe, Hunter S. Thompson y compañía. Y de hecho, se considera a esa interpretación descarnada y violenta de la realidad, una nueva aproximación a la narración de lo cotidiano, sin cortapisas ni reflexiones. El caos existencial en estado puro.

Capote más de una vez se burló de su propio mito. Se miró así mismo con cierto cinismo, con enorme rudeza. Se criticó pero también se enalteció. Y entre ambas cosas, supo labrar una idea de lo que se escribe distinta, audaz, rompedora. Nada fue igual para el periodismo — y curiosamente siguió siendo lo mismo — luego que Truman Capote decidiera incursionar en el ambiguo límite de lo que puede ser y lo que idealmente concebimos como real. Una perspectiva que “A sangre fría” deja claro desde su pequeña y limpia introducción sobre el Capote escritor hasta esa vuelta de tuerca de lo que se cuenta como ventana hacia la realidad. Una puerta entreabierta. Un ojo que mira. Esa promesa de Capote de encontrar el límite exacto entre ambas cosas.

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