martes, 25 de julio de 2017

Una puerta abierta al recuerdo: 450 de años de Caracas.




Somos nuestra historia, nuestros dolores, las pequeñas grietas en la identidad que se crea a partir de recuerdos. Lo pienso mientras miro el perfil de Caracas, radiante bajo el sol de Julio. Inhóspita, herida. Pero mi ciudad, al fin y al cabo. El lugar en el que nací y crecí. A veces siento que Caracas no es una ciudad, sino una identidad, una idea a medio construir, una aspiración que forma parte de mi mente. Porque a pesar que la ciudad cada vez se hace más inhóspita, dura, violenta, siempre habrá una parte de mí que sienta profundamente vinculada a ella, a lo que representa en mi historia, al lugar que ocupa en la mitología de mi vida. Amo y odio Caracas por partes iguales, la detesto y la añoro, la recuerdo y me enfurece y es mi ciudad, mi hogar, la casa grande donde me crié, la enorme esperanza donde aprendí a mirar el caos como algo bello, con esa chispeante belleza de las tierras de nuestra imaginación. Amo a Caracas por ser parte de mi, por ser una forma de expresar una parte muy importante de mi vida.

¿Desde cuando usted no se llama ciudadano? Es una pregunta que me hago con mucha frecuencia. Me lo pregunto, mientras camino por cualquier calle y me tropiezo con la cultura que durante los últimos quince años nos convirtió a buena parte de la población del país, en enemigos. No exagero: unos y otros nos detestamos mutuamente, con tanta libertad que en ocasiones me pregunto si el odio no estaba allí antes de hacerse política. Seguramente, sí, por supuesto. Venezuela no es inocente, el Venezolano tampoco ingenuo. Aún así, el hecho de que este odio se haya convertido en parte de lo social, en una brecha insalvable entre la Venezuela que fue y la que es, no es herencia. Es un hecho, una estructura de estado construida sobre las bases de un país donde el resentimiento es parte esencial de convivencia. Somos enemigos porque en Venezuela se ejerce la tiranía de la mayoría.

Recorro el casco histórico de Caracas a pleno mediodía. Antes lo hacía con mucha frecuencia. Esta es la primera vez que lo hago en meses y el cambio de la ciudad es notorio, a pesar de que no ha transcurrido tanto tiempo como para justificar el deterioro, la desesperanza y la tensión que llenan las calles. Negocios cerrados, la calle cubierta por un manto de basura putrefacta, mendigos acurrucados en las esquinas, el panorama es desolador. Y no que antes no lo fuera: el año pasado recorrí Caracas de punta a punta y las largas caminatas me enseñaron unas cuantas cosas sobre la realidad de esta ciudad hostil y cruel. Pero con lo que ahora me encuentro, es una ciudad sin máscaras, con las heridas abiertas y bien visibles. Una ciudad que se resquebraja en medio de una turbulencia social y cultural de consecuencias imprevisibles. Miro a mi alrededor y más que nunca, comprendo hasta que punto y con profundidad, la idea del caos convirtió a Caracas en una ciudad rota, llena de incertidumbre, temible y temerosa. Sentada en la Plaza Bolívar, con una sensación de angustia que opaca el día, me pregunto de nuevo ¿En quienes nos convertimos?

Me siento en un pequeño restaurante muy cerca del Teatro Nacional de Caracas. Cuando era una niña, solía venir con mi abuelo materno para disfrutar de la riquísima torta de chocolate que preparaba en persona la dueña, una mujer enorme y simpática que siempre te obsequiaba un pedazo de más. Era un lugar familiar, con el televisor a todo volumen, los clientes de toda la vida riendo y hablando en voz alta. Era otra Caracas, con las calles coloreadas de risas, con la ciudad vestida de esa normalidad aburrida. Hoy, el restaurante ha perdido su brillo: apenas hay clientes, las sillas de metal están rotas y descascaradas y el Menú, solo ofrece lo mínimo. La dueña, que perdió su sonrisa, me explica que “ya no hay plata para hacer bien las cosas”.
- Estamos viviendo con lo que se puede — me dice. Me sirve un café sin azúcar, diluido en agua. Se le ve agotada, entristecida — apenas nos alcanza para decir que existimos.

¿Quienes somos? Me pregunto. De pie, frente a la Catedral, miro a un hombre que grita consignas megáfono en mano. En una mezcla de ideas y opiniones políticas ajenas, intenta hacerse escuchar. Lleva harapos, está descalzo. La Venezuela que no fue, la Venezuela de las promesas rotas. La Venezuela de las tristezas ajenas. La Venezuela que se heredó del caos y la indiferencia.

Quisiera disimular a esta Caracas de los sobrevivientes. Quisiera y lo intento, creer que la ciudad puede ser algo más que esta aridez, que este destrucción progresiva de toda historia que acogió. Pero no puedo. No puedo hacerlo cuando atravieso las calles y avenidas llenas de propaganda política, interminables, descoloridas. La ciudad deformada, mutilada, por la diatriba estéril, por lo que perdemos a fuerza de ignorar, de luchar unos contra otros, de convertirnos en masa muda, en masa anodina. Y el hombre sigue gritando, invocando al Líder Muerto, al más reciente Mesías de un país que necesita la excusa del poder para disimular el sufrimiento, la destrucción moral.

Pero repito, eso a nadie le importa. En algunos de los pocos negocios abiertos, reina un ambiente de fiesta. En todos, las conversaciones son las mismas de hace veinte o treinta años. Me sorprendo al escuchar las críticas “a los mocosas vagos que protestan”. Lo hace un hombre que después añade que el “barrio se ha vuelto más peligroso que nunca”. Los que ríen a su alrededor, indiferentes. Los hijos de la Revolución sin nombre El país de las crisis perpetuas. El país de las crisis que no se restañan, de las heridas que siempre están abiertas. El país que perdió el nombre y no quiere recuperarlo.

La Venezuela resquebrajada. El país que es una amenaza.

Eso somos.

Esa es Venezuela.

Una mirada al olvido: La ciudad que existe.
Cuando era niña, caminar por Caracas me parecía asombroso. Tal vez se debía a que, con la imaginación desbordada de mis diez y un poco más, la ciudad era un fragmentos de mis sueños. Con sus altos edificios y las esquinas polvorientos, las calles de adoquines del Casco Histórico, las puertas de madera con las que te tropezabas de vez en cuando, tenían un toque de Misterio que el resto de la ciudad carecía por completo. Me recuerdo muy niña, aferrada a la mano de mi abuela, mirándolo todo con los ojos muy abiertos, temerosa de perderme algo. ¿Que tal si parpadeaba y las palomas de la Plaza Bolívar echaban a volar en desbandada? ¡Que imagen más asombrosa! Las alas grises parpadeando en el cielo, la luz radiante de esas tardes de niñez, atravesando las plumas. Y yo saltaba, alborozada, para rozar alguna en pleno vuelo, para sentir por un momento la plenitud de la belleza de ese sueño de ciudad que era la mía.

Porque Caracas me pertenecía. Era mía, desde el Ávila verde jugoso, hasta los cielos interminables de diciembre. El olor del café que rondaba la cocina inmaculada de café en la mañana, los árboles viejísimos y amistosos que rodeaban la calle que atravesaba para llegar a la Escuela. Esas rarísimas ventanas altas del Centro, los edificios brillantes que parpadean bajo el sol. Caracas era mi casa, era el sueño de cada palabra, la primera fotografía, la casa más allá de mis cuatro paredes íntimas. Eras mi lugar, mi deseo, era el futuro. Era el lugar que me vería convertir en escritora — o en fotógrafa o en bombera, ¿Quién podría saberlo por entonces? — y que recorrería la mujer en la que me convertiría para comprenderme en ella, en el sonido de la calle, en la placida quietud de esta ciudad que era parte de mi historia.

Lo recuerdo tan claro, sí. Esa ciudad que me parecía tan joven como yo, tan viva y tan errante, un sueño migrante bamboleando de un lado a otro. Mi Caracas, que era más un trozo de mi mente que cualquier otra cosa, con esa sonrisa torcida que parecía invitar a cualquier cosa. La ciudad que me inspiró y me asustó, la Caracas que me crió, en la plenitud de la aridez de ser solamente un deseo. Porque Caracas, la real, la fiera, seguía escondida en esa cristalina imagen inocente que tenía de ella. En el dolor de saberte perdida, mi Ciudad querida, antes de tenerte.

Porque perdí a Caracas, por la violencia. La perdí una vez, cuando me golpearon para arrebatarme un par de billetes y un teléfono sin valor. La perdí de nuevo, cuando me apuntaron con un arma en la cara. La perdí otra vez en el sonido del odio, en el reclamo del dolor y de la intolerancia. La perdí cuando dejé de reconocerla, cuando caminar por sus calles se convirtió más en un riesgo que en un placer. Te perdí Caracas, cuando dejé de reconocerte en mi rostro, cuando desapareció el recuerdo en la brecha implacable de la realidad.

¡Porque quisiera gritar mil cosas Caracas! Como la hija que se rebela, quisiera decirte como me duele temerte, haberte perdido y no recuperarte. Y te miro, a diario, buscando recuperarte. Te miro, a través de la cámara, de lo que escribo, de mis sueños que aún te pertenecen. Pero no te encuentro. Te perdí. En algún recodo de las vicisitudes, de este trayecto interminable que me lleva tan lejos de ti, te volviste fiera. O siempre lo fuiste y yo no quise verlo. Cuánto esfuerzo lleva admitir eso. Lo hago con dolor, porque no me queda más remedio. Lo hago porque me obliga el miedo que te tengo a pesar del amor, que sobrevive, que sigue allí, en esa encrucijada donde coincidimos, donde eras mi rostro. Porque este miedo Caracas, no es solo el sentimiento que no puedes contener, sino lo que implica. A olvidar quién fuiste, a rechazar tus brazos abiertos. ¿Dónde estás coño Caracas? ¿Dónde está la ciudad que me crió, que me hizo recorrer ideas, que me empujó a continuar mirando? Soy lo que tu hiciste de mi, hija agradecida, la que levanta los brazos en esos cielos tuyos de diciembre resplandecientes y te abraza de corazón. La que camina por la Plaza Bolívar y con la treintena a cuestas, aún corre detrás de las Palomas. La que se para al pie de nuestra Montaña para soñarte. ¿Dónde estás? ¿Por qué ya no te encuentro?

Miro todas las fotografías que guardo de ti. Que sabor a pasado. Que dolor tan antiguo. Las miro, y las llevo entre mis manos, de un lado a otro, temblando, angustiada. Las miro y me pregunto que magia podrá devolverme tu nombre, que clase de invocación podrá hacerme recuperar esa sencillez de recuerdo. Este amor, Ciudad de mil bendiciones, este amor que también es rencor, esta aridez que también tiene algo de pérdida, se abre en dos direcciones distintas. Quiero huir de ti, quiero encontrarte de nuevo. ¿Podré hacerlo?

Soy un rehén. Soy tu víctima. No sé cómo perdonarte. ¿Debo hacerlo? ¿Qué culpas tienes Caracas de lo que te hemos convertido? ¿Qué culpas tienes de las calles rotas, de la sangre que se esconde en la noche? ¿De la basura que te desfigura? ¿Qué culpas tienes tu de este silencio, de ser solo una imagen rota? Ah, mi amada, mi querida, mi madre, ¡Es que este miedo lo es todo! Está en todas partes: Es el miedo a subirme en un vehículo de transporte público y enfrentarme a un asaltante, es resultar herida por llevar un teléfono que a alguien puede comprendida mercancía deseable. El arco de las variables y posibilidades se abre en todas direcciones y de pronto te encuentras, en un estado de temor que no puedes definir porque no es completamente tuyo: es una idea general, que se extiende en todas direcciones a diario. Y es miedo, sí. Insoportable. Es miedo cuando la paranoia te desborda e incluso lo mínimo se convierte en amenaza. Es terror cuando comprendo que estoy atrapada en ti, en lo que no eres, en lo que te convertiste. O mejor dicho, no seamos injustos, no solo se debe a ti, sino a la amenaza, esa angustia que se ha convertido para nosotros, los que nos llamamos Caraqueños en algo tan natural como respirar.

Y mis fotografías vuelan, entre el viento, arrasadas por la angustia y también por la esperanza. Porque la imagen guarda mis recuerdos, pero también ese sueño, más allá de mi misma. ¿Eres mía Caracas? ¿Alguna vez lo fuiste? Te ofrendo mis fotografías, mis palabras, tierra en mano, con el sabor de la sal de lágrimas en el cabello. ¿Eres mía? ¿Un recuerdo? ¿Una visión? ¿Un sueño a recordar?

No lo sé, me digo. Sentada en silencio te contemplo, una silueta radiante que brilla en un cielo despejado. Pero tengo este deseo, que la vieja magia me devuelva esa necesidad de comprenderte, más allá de este miedo y rencor. Un fragmento de brillante belleza. Un reflejo de quien soy.

Caracas, mi rostro en el espejo.

Caracas, una parte profundamente sentida de mi propia necesidad de creación.

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