jueves, 31 de agosto de 2017
La belleza de lo inaudito: buenas razones para revisar la filmografía de Terrence Malick.
Con frecuencia, el cine parece encontrarse en mitad de camino entre lo subjetivo y lo puramente figurativo, algo que el director Terrence Malick conoce muy bien: a su filmografía se le ha tachado de incomprensible, desconcertante e incluso directamente surrealista. No obstante, la visión de Malick se resiste a ser interpretada de una manera sencilla: esquivo, huidizo, con una carrera fílmica casi exigua — en cantidad de títulos, no así en profunda capacidad creativa — cada una de sus películas construye un manifiesto estético en sí misma. Un enigma por descubrirse, que no se prodiga de manera sencilla y que mucho menos, elabora ideas básicas. Porque para Malick, el cine es un misterio a punto de descubrirse, una promesa que nunca se satisface. Una visión incompleta, rota pero cuya singularidad agrega no sólo belleza sino también significado a la ausencia formal.
Los detractores de Malick suelen insistir que ese preciosismo estructural — esa minuciosa búsqueda del significado a través de los detalles, de los expresivos paisajes, de las larguísimas escenas sin resolución — son meras pretensiones de un lenguaje vacío. Incluso, se le ha acusado de aburrido, justamente por la necesidad del autor de crear tensión a través de una línea narrativa inusualmente larga. Pero Malick ignora las críticas: las asume como parte de esa enrevesada necesidad de construir una visión del cine que sea algo más que una propuesta evidente, vulgar, sin segundas interpretaciones. Y es que para Malick, el cine es no sólo un lenguaje sino también una alegoría profunda sobre lo que consideramos compresible, evidente y lo que hay más allá, lo sugerido a base de pequeñas metáforas sustanciales. Para Malick, la conciencia del espectador desaparece y de hecho, es uno de esos directores que se niegan a dar concesión alguna al espectador: le reta, le provoca, le incomoda, le hace replantearse no sólo lo que mira sino también lo que comprende. Malick, más allá de su oficio como realizador, también es un observador nato, un hombre de claras necesidades creativas que lucha por conservar intactas sus inquietudes y obsesiones. Audaz como pocos, Malick está consciente quizás que su lenguaje cinematográfico no es sólo poco comprensible, sino alejado del paladar del cine comercial y aún así insiste en su propuesta. La refina, la recrea, la reconstruye para brindar una experiencia totalmente nueva en cada propuesta cinematográfica que crea.
Quizás por todos los anteriores motivos, la obra de Malick se resiste a cualquier intento de estructura bajo una denominación única. Huraño y sobre todo, obsesionado con el límite de lo que crea y su propia individualidad, Malick parece comprenderse así mismo a través de su profunda propuesta artística, la cual se alza inaccesible a toda trivialización. Hay elementos comunes, por supuesto, que unen su obra, pero que aún así, no conectan las variadas visiones que el autor tiene sobre si mismo, el mundo y su obra. Las múltiples referencias parecen superponerse unas sobre otras, elaborar capas de interpretación que no sólo brindan una mirada prístina a sus películas, sino una grieta profunda entre el discurso que se muestra y el que parece construir a partir de lo que se insinúa. Una poderosa capacidad estética para renovar su discurso y más allá, reconstruir lo que brinda a través de su visión estética.
Malick mira el mundo desde una perspectiva peculiarisima: una personalidad tan poderosa que le hace construir una pausada visión del mundo que no siempre es bien recibida por el público y mucho menos por la crítica. Tal vez por ese motivo, la película “La Delgada línea roja” sea una de sus obras más debatidas, no sólo porque marca un nuevo ciclo en la filmografía del director (era la primera película que filmaba luego de 20 años de ausencia del mundo del cine) sino porque el director crea toda una nueva especulación visual sobre la guerra, el dolor y esa ambivalencia moral con la que parece estar obsesionado. El film — ambientado en el contexto de la batalla de Guadalcanal, durante la Segunda Guerra Mundial — no se limita a mostrar la guerra a la manera como suele hacerlo el cine, bajo los códigos comunes que intentan reflejar la violencia como una dolencia moral evidente. El director, con un pulso firme y brillante, dibuja un panorama arrasado, un discurso lento y mesurado donde el sufrimiento carece de sentido y la violencia de valor. Quizás, el Malick existencialista, profundamente cautivado por la individualidad y el temor original del ser humano hacia el caos, mira con mayor atención el absurdo que la simple necesidad del hombre por justificarse. Elabora una idea muy ambigua sobre el yo fugitivo del espíritu humano en decadencia y algo más doloroso: esa insistencia del hombre por esconder su vulnerabilidad en la violencia, en el horror y en el temor.
La película tiene un ritmo propio, extraño que el director explota hasta límites insospechados para crear un ambiente onírico y denso casi irrespirable. No obstante, la belleza de las imágenes consuela, se elevan sobre el escenario desolado para crear algo más, un planteamiento íntimo y lírico que supera la línea pura de la narración lineal. Pero Malick parece también interesado en usar esa imagen de la guerra — bordeando lo irreal, borrosa e incomprensible — para hablarnos sobre el valor, el coraje, la cobardía. Incluso la simple miseria humana. Porque para Malick la guerra no es sólo el enfrentamiento, la violencia directa cruda, es el dolor a la periferia, el sobreviviente de esa malsana necesidad de evasión, del temor y la angustia que se dibuja más allá del horror.
Los personajes se mueven en medio del panorama que Malick dibuja con dificultad, con una cierta lentitud desconcertada que parece representar esa visión del director sobre la angustia, ese pantanosa sensación de infelicidad sin resolución que define el discurso del director. Como si de una necesidad insatisfecha se tratara, Malick hace que sus personajes se enfrenten a la naturaleza como símbolo de su propia irracionalidad, como si el sufrimiento pudiera mimetizarse — transformarse — en una metáfora clara. Una y otra vez, Malick construye un mundo silencioso, alejado de cualquier significado real, como si la dureza de la mirada del hombre pudiera desdibujarse en esa aspiración originaria de bondad que la película insiste en insinuar.
Para Malick, el hombre se ignora así mismo, la identidad quebrantada y anónima en medio de agudísimo dolor existencial. Una interpretación profunda y desigual de esa soledad definitiva del espíritu humano, esa incapacidad para su circunstancia. Tal vez por ese motivo, se suele insistir que para Malick el mundo es una serie de percepciones inconexas y frágiles, que parece reflejarse en la escena más dura de “La Delgada Línea Roja” y quizás, la más elocuente de todas las visiones del director sobre la naturaleza irracional del mundo: Un grupo de soldados comandados por John C. Reilly se cruzan con un nativo sin nombre, que podría o no existir en medio de la borrosa línea entre la naturaleza y lo que hay más allá, lo que apenas se mira, desdibujado en el medio. El hombre, aparece de súbito y parece simbolizar lo incomprensible, lo dolorosamente simple del hombre: avanza, de pie, con paso rápido y roza al grupo de soldados, pero no los ve en absoluto. Absorto en sus pensamientos, ajeno por completo a la existencia del peligro que acecha, pasa de largo, continúa su recorrido. Existe por un instante para la violencia, que no asume su existencia, quizás no puede verla, en medio de ese intrincado tejido de la realidad. Malick imagina inalcanzable esa otra visión del otro — el yo visible, común, esa insistente voz en off que parece reflejar numerosas visiones de una misma historia- y la asume compleja, desconcertante. Aún así, la distancia entre ambos mundos — el que se imagina y el que existe — es mínima, al borde mismo del desastre, en la línea exacta que divide lo espiritual del horror en estado puro. El temor que nace y que por último, muere, una y otra vez. Adquiriendo nuevas lecturas, reafirmando esa imperfecta visión de Malick como una obra de arte, tal y como aseguraba Jean Cocteau del arte y el poder de evocación en estado puro.
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Terrence Malick.
miércoles, 30 de agosto de 2017
El fuego creativo y otras formas de locura: Todo lo que deberías saber sobre Arthur Rimbaud y su obra.
Con frecuencia, la cualidad de “artista maldito” suele preceder a la obra del autor que merece la denominación. Como si se tratara de una maldición en sí misma, la percepción sobre el dolor y la tragedia como fruto creativo, parece expresar una idea muy concreta no sólo la obra que se elabora bajo su sombra, sino de sus implicaciones. De manera que la noción sobre la ausencia, el desgarro existencial y la soledad como núcleo de un discurso efectivo y creativo, parece siempre encontrarse en mitad de la discusión sobre la identidad de su autor y el valor de su obra. Por eso, de Arthur Rimbaud — quizás el artista maldito por excelencia — se ha dicho mucho. Se podría decir que su leyenda lo precede: desde precoz y extraordinario talento, demonio perverso, símbolo de la rebelión de los sentidos, hasta destructor de su propio mito, su obra se confunde con frecuencia con esa personalidad perturbadora que es parte de la historia inquietante del autor. Aún así, continúa siendo su extraordinaria visión de la palabra, su maravillosa necesidad de mirar el mundo en “el completo desorden de los sentidos” , como insistió tantas veces, lo que sobrevive sobre el escándalo, sobre el fuego fatuo de la polémica. Y es que Rimbaud destruyó su mito, su visión y su historia, pero no pudo — o no supo cómo — destrozar su propia trascendencia.
Porque más allá de la leyenda del poeta maldito y el hombre atormentado, subsiste el poder de la palabra, de una obra poderosa que incluso le sobrevivió a sus intentos por destruirla y denigrarla, a esa pasión adolescente y quemante que le hizo abandonarlo todo justo cuando la creación parecía ser más dura, enajenante y abrumadora. Por ese motivo, quizás Albert Camus le haya considerado el poeta “más grande todos” y la legendaria Patti Smith insistiera que Rimbaud abrió paso a la modernidad como “el primer poeta punk”. Héroe de su propio mito trágico, Rimbaud re elaboró a la poesía como un delirio, una furiosa reconstrucción de la belleza y el dolor en algo por completo nuevo. En una mirada asombrada al mundo pero más allá de eso, una noción Universal sobre el peligro de la calcinante necesidad de crear a través de la degradación absoluta, de la pérdida de los nombres y formas para lograr alcanzar una nueva ilusión quebradiza sobre el poder de lo poético.
En ocasiones, desconcierta que Rimbaud haya logrado tal poder de evocación con único libro. No obstante, “Una Temporada en el Infierno” es más que una elaborada hipótesis sobre lo que la poesía puede ser sino también toda una manifestación intelectual sobre el horror y la belleza, el dolor y el place. Un éxtasis errabundo que llevó la producción poética de Rimbaud a un nivel desconocido de intensidad y profundidad. Porque Rimbaud como poeta descubrió la manera de reinterpretar la palabra para crear un límite entre la cordura y la realidad simple, pero el Rimbaud visionario fue más allá de eso: elaboró una nueva percepción sobre el cuerpo poético y pondero el poder esencial que convierte al verso en vehículo de expiación y poder creativo. Con tan sólo 18 años, Rimbaud comprendió la idea de la poesía como sustento de la locura — alimento imperecedero del desorden de los sentidos — y dejó la posteridad una elucubración idea sobre la identidad y la necesidad de reconstruir la realidad a partir de la palabra desconocida hasta entonces.
Tal vez se debió justamente a su juventud, que Rimbaud traspasó ideas que hasta entonces se habían considerado absolutas dentro de la poesía. El mito de “Una temporada en el Infierno” se sustenta justamente en la capacidad de Rimbaud para crear a costa de su sufrimiento juvenil, de la disipación y una infinita angustia existencial. Y es que Rimbaud, escritor, decidió que la palabra podía expresar ideas pero no contener el mundo, lo que pareciera una contradicción a su furiosa creación juvenil. Y es que Rimbaud, tan joven que su retrato aún sorprende a las generaciones de poetas que admiran y veneran su obra, sólo necesito una única y desgarrada concepción de la poesía para abandonarlo todo. Para dejar la literatura atrás y decidir que deseaba vivir todas las vidas, que necesitaba vivir más allá de los bordes abiertos de las páginas y someterse al suplicio de la destrucción, el sufrimiento de la voz interna y la amputación de su necesidad creativa. Resulta desconcertante que el poeta muriera a los 37 años, justamente luego de atravesar el mundo, vivir todas las existencias que el dolor y el placer podría brindarle y por último morir entre sufrimientos, amputada una de sus piernas como años atrás, había arrancado la voz poética de su necesidad intelectual. ¿Es acaso un paralelismo casual o Rimbaud leyenda tránsito la idea más extraordinaria de la palabra, esa de concebir mundos, de predecir Universos y construir ideas por completo novedosas a partir de un furiosa aspiración por la verdad? Nadie podría decir que Rimbaud creó para trascender, pero tampoco es posible ignorar que su historia cimentó las bases para la leyenda que no sólo le sobrevivió sino que legó para la posteridad el símbolo del dolor que crea. Del dolor que reconstruye el mundo y el sufrimiento luminoso que elabora nuevas formas de la razón.
Hace unos años, la editorial (Barril & Barral) publicó una recopilación de las cartas del poeta, titulada para sorpresa de muchos de sus devotos seguidores “Prometo ser bueno: cartas completas” que reúne la más extensa colección de cartas del poeta hasta ahora publicadas. Lo más sorprendente, es que la publicación no sólo muestra a un Rimbaud por completo distinto a la criatura furiosa, epítome de la rebeldía literaria, sino a un hombre de enorme sensibilidad, a medio camino entre el desamparo y la necesidad de comprenderse a sí mismo. Las Misivas autobiográficas no sólo demuestran los miedos y anhelos de un hombre condenado a un tipo de tránsito interno que de nuevo, parecía reflejarse como parte de su vida, sino la multiplicidad de personalidades y reflejos que crean un Rimbaud imposible, un diorama de infinitas variaciones donde la figura del poeta parece hacerse extraordinaria, perdurable, inquieta, asombrosa. Porque Rimbaud no sólo viajó incansablemente, sino que también fue decenas de hombres distintos, reconstruidos a la medida de la soledad, el delirio, la angustia pura y sobre todo, ese desgarro espiritual e intelectual que crearon en Rimbaud el reflejo de mil vidas. Porque el poeta dejó la pluma, pero su vida fue poética por necesidad. Fue profesor, mendigo, explorador, comerciante, traficante de armas y hasta miembro de un circo. Fue en incontables ocasiones cientos de ideas, de percepciones y una y otra vez, su mejor obra de arte. El mito perdurable que creo quizás sin desearlo y quererlo.
Rimbaud pareció enfurecerse contra esa noción del arte que consuela. De la mirada absoluta de la poesía como enigma y como visión multitudinaria de la realidad. Quizás por ese motivo, se alejó de ella. No obstante, su voracidad intelectual, el talento que lo dotó no sólo de absoluta originalidad sino de una osadía que rara vez se permite al arte, una mirada hacia el futuro que construyó una nueva senda para la percepción de la fotografía como un todo destructor. Y quizás es allí donde reside el triunfo del poeta, con sus consignas exuberantes y de una dureza que asombra “Yo es otro”, “Hay que ser absolutamente moderno”, “La verdadera vida está ausente” que le convirtieron no sólo en un gran mito sobre la rebeldía y la necesidad de contrariar la noción individual, sino en el hecho mismo mismo de crear una idea nueva sobre las posibilidades de crear a través de si mismo. Peregrino, autodestructivo, dolorosamente escindido y sobre todo, decidido a destrozar su obra con la rabia del dolor, Rimbaud triunfa en la angustia donde no pudo hacerlo en la poesía corriente.
En julio de 1873 Rimbaud escribe a Paul Verlaine, su trágico amante saturnino”Vuelve, vuelve, querido amigo, amigo único, vuelve. Prometo ser bueno. Si me he mostrado desagradable contigo, fue tan sólo una broma; me ofusqué, me arrepiento de ello más de lo que eres capaz de imaginar. Vuelve, todo se habrá olvidado totalmente. ¡Qué desgracia que te hayas tomado en serio esta broma! No paro de llorar desde hace dos días. Vuelve. Sé valiente, querido amigo. Nada está perdido todavía. […] No me irás a olvidar, ¿verdad? No, no puedes olvidarme, yo te llevo siempre conmigo”. Y se pregunta el lector, el apasionado, fiel creyente del mito Rimbaud, sino es a la poesía a quien escribe, a los trozos desiguales de su angustia espiritual que pierde a minutos, como declara le encanece el cabello y como insiste, existe sólo a medias. Porque en Rimbaud nada es sencillo, nada es completamente visceral ni real. Entre el mito y la angustia, el poeta parece no reconocerse así mismo.
Y es “Una temporada en el Infierno”, esa obra única, ardiente y fervorosa, donde ese talento perverso para la ambigüedad se hace más evidente. La obra fue escrita durante su tumultuosa estadía en Londres junto al poeta Verlaine y muy probablemente refleja el fuego de la necesidad insatisfecha, el dolor de la fractura del templo sagrado de su mente, su tumultuosa caída a los infiernos. Porque para Rimbaud, la poesía no expresa, no construye, no canta elogios a la existencia humana. La poesía es la existencia humana propiamente dicha, y es esa ambivalencia, ese deambular entre los páramos de la locura, la angustia de la frustración de una existencia rota y su propia necesidad de encontrar un sentido en el medio del caos interior. Para Rimbaud, la poesía brota ya no como consuelo, sino como estigma, como una evasión definitiva de toda historia humana y tal vez, de toda expresión genuina del poder de crear de la literatura.
martes, 29 de agosto de 2017
El sexo como vehículo de rebeldía: Todo lo que debes saber sobre el libro “Las once mil vergas” de Guillaume Apollinaire y su aporte al género erótico.
¿Que hace que toda percepción sobre la sexualidad humana sea motivo de confrontación moral e intelectual? ¿Qué provoca que la noción sobre la lujuria — y sus implicaciones — suela confrontarse con los límites éticos y privados? En una ocasión Guillaume Apollinaire insistió que el sexo “era una puerta abierta al caos” y que por tanto, el temor hacia lo perverso y lo seductor, era un temor subceptricio hacia la libertad. Tal vez por ese motivo, se ha dicho que el libro “las once mil vergas” de Guillaume Apollinaire es el libro más “sucio” de la historia. Unas cuantas semanas después de su publicación — entre 1906–1907 — se le consideró “blasfemo”, “insoportable” y en el mejor de los casos “repulsivo” y fue prohibido bajo pena y castigo legal. Y es que la narración de sexo por el sexo, esa visión crudisima sobre el placer y los límites de lo aceptable, desconcertó y horrorizó a una sociedad acostumbrada a la idea del placer como oculto, secreto, privado. Pero Apollinaire, no sólo se limitó a eso: con su novela demostró que la literatura erótica tenía el poder de reconstruir la visión de lo que consideramos normalidad e incluso, refundar — desde el límite, el temor, el deseo, lo tentador — lo que asumimos como venial, superficial, doloroso y directamente aterrorizante.
Porque para Apollinaire, su novela no es sólo un enorme compendio de tropelías sexuales — que lo es — sino también una aguda crítica política y social confundida entre lo que parece ser una disparatada descripción por lo sexual sin otro objetivo que la provocación. No obstante, su obra esta llena de una visión política muy profunda y sobre todo, una inspirada visión metafórica sobre la cultura y la sociedad que le tocó vivir. Tal vez se debió a su interpretación artística del mundo — Apollinaire fue parte del movimiento del cubismo — o al hecho, que como escritor, siempre intentó recrear la realidad a través de poderosas ideas caóticas: el hecho es que para Apollinaire el sexo en su novela no es otra cosa que un vehículo para establecer paralelismos e ideas conjuntivas sobre una serie de planteamientos muy concretos. Parte de una sociedad rígida y costumbrista, obsesionada con las reglas y las estructuras jerárquicas de obediencia al deber ser, Apollinaire logró construir con su novela una expresión del yo caótico tan poderosa como dolorosa, tan compleja como directa. Una y otra vez, enarboló esa necesidad del sexo — salvaje, crudo, violento, en ocasiones directamente repulsivo — como una puerta abierta a la idea de la amoralidad, de las piezas rotas de una percepción cultural cada vez más cercana al desastre, a la rebelión y a la angustia visceral. Aún transcurrieron unos años antes que el cinismo del siglo XX derrotara por completo el romanticismo desigual de una época obsesionada con sus propios mitos. Y sin duda fue Apollinaire y su novela, uno de los artífices de esa caída al vacío. Ese lento desplome hacia la nada existencialista que signaría las décadas venideras.
Apollinaire estuvo obsesionado con el arte y la ruptura desde muy joven, tal vez por su infancia nómada entre París y Alemania, o su relación a muy temprana edad con los círculos literarios de la literatura francesa. Cualquiera sea el motivo, la perspicacia de Apollinaire para comprender la transformación de una época resquebrajada por el peso de una moralidad asfixiante, pareció guiarle con toda facilidad a través de todo su quehacer artístico. Eso, a pesar que su deambular por el mundo del arte fue en ocasiones accidentado y la mayoría de las veces confuso: Trabajó como contable de Bolsa y después como crítico en varias revistas, desde donde teorizó y defendió el nacimiento de nuevas tendencias estéticas y la llamada “vía Bohemia” de una París enamorada de su propia capacidad para escandalizar. También escribió algunas novelas (En 1909 publicó El encantador en putrefacción, basado en la leyenda de Merlín y Viviana, al que siguieron una serie de relatos de contenido fantástico sin mucho éxito de crítica y de público. Aún así, ya es notoria la influencia del simbolismo y otras innovaciones formales y estilísticas en sus historias, esa lenta evolución hacia el escritor que destruiría con su visión de lo erótico lo que hasta entonces había sido esa supra consciencia de moralidad y romanticismo ético. Y fue esa habilidad adquirida por mera reacción hacia lo social, lo que le preparó para crear la obra que sacudiría los cimientos literarios de su generación y que le haría célebre como creador de una visión formal sobre lo erótico como vehículo para la crítica y la reflexión cultural.
Por supuesto, ya el Marqués de Sade lo había hecho en su época. Con su prosa exquisita y sus intrincadas historias, había logrado combinar con enorme talento lo erótico en estado puro con una propuesta de inteligentisima crítica cultural y política. No sólo logró cimentar las bases para movimientos posteriores donde el símbolo y la metáfora reconstruyeron el mensaje alegórico de considerable valor literario, sino creo un nuevo tipo de novela erótica donde el desenfreno, la crueldad y el miedo parecían recombinarse para crear una percepción sobre lo sexual totalmente nueva. Pero Apollinaire llevó el concepto más allá, transgredió las bases de la idea sobre la novela pornográfica — el sexo duro como planteamiento único — y además de la crítica cultural, logró construir un escenario angustioso y desconcertante que dotó a su novela de un carácter por completo nuevo y surreal. Porque a pesar que Apollinaire escribe “Las Once mil vergas” usando como estructura general la historia — utiliza de contexto la guerra Ruso — Japonesa y el ambiente político de su época — también crea una mirada totalmente nueva sobre los personajes y hechos que le rodean. Teoriza además, sobre esa visión de lo erótico como piedra angular de todo pensamiento humano y va más allá, al comprender el desenfreno como idea común entre todos los seres humanos. Una visión esencial de esa primitiva naturaleza humana.
A la historia de “Las once mil Vergas” se le ha considerado una combinación delirante de amor, sexo crudo, desenfreno y también, una análisis muy certero sobre una sociedad corrupta obsesionada con sus propios placeres y excesos. Más de una vez, se ha asegurado que la inmoralidad de “Las once mil vergas” no procede de una idea conjuntiva sobre lo sexualmente ofensivo — como podría parecerlo — sino algo más incisivo y poderoso, una reconstrucción de las ideas y visiones de la moralidad de una sociedad hipócrita a través del horror. Porque más allá de lo sexual, la novela de Apollinaire elabora una visión sobre la naturaleza humana escalofriante: el sexo ya no es un vehículo de placer, sino de agresión, de furor, de violencia, de angustia. Lo perverso en la novela de Apollinaire alcanza estratos temibles e incluso directamente intolerables. Y aún así, el ritmo y la sustancia de la novela parecen sostenerse, construir una interpretación coherente sobre lo que se desea, se teme, produce terror y sobre todo, lo que puede tentar al hombre esencial, al que se encuentra más allá de las ideas razonables, morales y éticas que se le atribuyen como parte de una idea social más compleja.
¿Que es el sexo? ¿Hasta que punto la búsqueda de placer carnal nos transforma en seres carentes de raciocinio? ¿En criaturas primitivas y enfurecidas por el más simple de los deseos? son algunas de las ideas que Apollinaire analiza en medio de cruentas escenas sadistas y de evidente martirio sexual. Porque para el escritor lo realmente importante no parece ser crear un ambiente de comprensión de lo sexual como parte de la personalidad humana, sino señalar la grieta que el sexo sea la idea que justamente lo separe de su yo más irracional y brutal. Los cuestionamientos sobre lo que es la sexualidad, sobre hasta que punto asumimos la violencia y el desenfreno como parte de la naturaleza del hombre, que ocultamos detrás de la hipocresía y el horror, se multiplican con las misma rapidez que las escenas sexuales, cada vez más escabrosas, escatologicas y en ocasiones directamente insoportables. Con una prodigiosa capacidad para el escándalo y el horror, Apollinaire no se conforma con crear una visión sobre la carnalidad muy cercana a la demencia y a la crueldad, sino que hace de ella el mejor instrumento — el más afilado y directo — para criticar a la condición humana en su voluble y sencilla confusión, en su trágica ambivalencia entre la razón y la crueldad.
¿Es entonces “Once mil vergas” de Guillaume Apollinaire un libro erótico? El debate continúa, a pesar del centenario de su publicación. ¿Es erótica esa visión del sexo como una herramienta de horror, de miedo? ¿De esa destrucción sistemática y elemental sobre lo que creemos real y lo que no lo es? Lo es, en la medida que el sexo sostiene y construye la acción. Pero también es algo más complejo, una idea que se desliza en esa percepción inocente del hombre sobre su verdadera naturaleza — más profunda de lo que consideramos racional, más inquieta de lo que se llama normalidad — y construye una percepción durísima sobre esa vieja y ambivalente concepción del ser humano sobre su naturaleza dividida entre lo real y lo pretendidamente moral. Un juego de espejos entre lo simbólico y lo evidente, entre lo crudo y lo venial.
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lunes, 28 de agosto de 2017
La frágil belleza de la inocencia: Buenas razones para leer la obra del escritor de libros infantiles Kenneth Grahame.
La literatura para niños suele ser en ocasiones menospreciada, por el hecho de considerarse un género menor dentro del mundo de la palabra. Ya sea por su público natural o incluso, por esa percepción sobre la niñez tan difusa que se tuvo — y se mantuvo — por buena parte de la historia, las novelas de consumo esencialmente juvenil fueron asumidas como marginal y en ocasiones, limitadas incluso como expresión artística. Aún así, algunos de los mejores escritores de la historia han encontrado en los libros para niños una herramienta para construir un lenguaje sensible y profundamente trascendental. Incluso, para lograr mirar el mundo de una manera por completo nueva. Una forma de soñar.
Quizás por ese motivo, Kenneth Grahame escogió la literatura para niños para mirarse así mismo. Fue un hombre trágico o al menos así suele definirsele, a la luz de las muchas y dolorosas tragedias que tuvo que enfrentar durante su vida. Huérfano de padre y madre, tuvo una infancia violenta y difícil, que le llevaron a un temprano alcoholismo. Ya adulto, se enfrentó a la elitista sociedad de la Inglaterra de su época y tuvo que renunciar a su sueño de cursar estudios Universitarios en la Universidad de Oxford, conformándose con hacerse un empleado menor de un banco. Poco después, contrajo matrimonio pero no fue una unión feliz: el único hijo de la pareja fue un niño enfermizo que atravesó la infancia entre enfermedades y numerosos problemas de salud. Finalmente se suicidaría, a los veinte años, en lo que pareció ser en colofón de una larga lista de dolores y pesares en su corta vida. Para Grahame, sin embargo, fue quizás el final de una larga historia de sufrimiento privado que nunca llegó a superar del todo.
Porque Grahame, más allá del hombre duro y obsesionado con la desgracia que sus contemporáneos describen, también era un escritor. Un hombre obsesionado con la belleza por las palabras, por su capacidad para transformar el mundo en un ideal. O eso parecen sugerir sus obras — todas para niños, todas de fantasía — que forman parte de su corta pero sustanciosa obra editorial. Grahame, el hombre transido de dolor y también, aterrorizado por las pequeñas escenas angustiosas que parecían poblar su vida, también estaba obsesionado con la belleza, con la necesidad de reivindicar la angustia y la desazón a través del arte de crear. Y lo hizo de la mejor manera que supo, pero sobre todo, enfrentándose así mismo, a esa noción sobre el padecimiento tan propia de una época desigual y dura, de grandes privaciones y diferencias sociales, de enormes abismos entre la pobreza y la riqueza. Para el escritor, crear fue una puerta abierta a la libertad, no sólo la mental, sino también la espiritual, una formad de construir un mundo a su medida.
No obstante, Grahame jamás se pensó así mismo como escritor o al menos, no de la manera tradicional. Por años, fue el secretario honorario de la Sociedad Shakesperiana, gracias a su amistad con el escritor y presidente de la institución James Furnivall. Y aunque es bastante probable que el escritor ya por entonces fuera un devoto de la palabra escrita — se le describe como un devoto lector y un asiduo a tertulias literarias de diversas índole — fue en la sociedad donde comenzó lo que podría llamarse, no sin cierta ambigüedad, su carrera como escritor. Grahame, con un infalible olfato literario y sobre todo, una innata capacidad narrativa, comenzó escribiendo artículos en St. Jame’s Gazette y más tarde en el National Observer, primero de manera anónima y finalmente, llevando su firma. Sus artículos, sorprendieron a los lectores por su elegancia y también su profundidad. Cosechó elogios y con toda seguridad, fue esta primera experiencia satisfactoria en el mundo de la escritura, lo que le llevó a comenzar su corta pero prolífica carrera como escritor por derecho propio.
Sin duda, Grahame, logró encontrar en las palabras un refugio, una forma de crear y construir planteamientos e ideas profundas, que con certeza, se convirtió en el mejor de sus refugios al dolor y a la angustia que solían atormentarle. Tal vez por ese motivo “El viento en los Sauces” sea su obra más conocida, convertida en clásico de la literatura infantil Universal y parte del gran Universo literario inglés. No sólo se trata de una obra de enorme calidad literaria sino que tal vez, la primera construida dentro del universo infantil y por tanto, fruto de ese devenir de la inocencia y la fantasía propia de la infancia. Grahame concibió la historia para su pequeño hijo Alastair, que sufría desde la niñez de múltiples quebrantos de salud y pasó la mayor parte de sus primeros años en convalecencia. Un juego de palabras entre padre e hijo, una confidencia de infinita ternura, de la cual nació quizás una de las obras más entrañables de la literatura infantil que se recuerde.
Fue Alastair desde su lecho de enfermo, el que escuchó por primera vez el cuento sobre el ratón, la jirafa — que después sería sustituida por un tejón — y un topo. Probablemente lo hizo con las sienes húmedas de fiebre, aferrándose a las palabras de su padre para escapar de la debilidad y el dolor. Una y otra vez, Grahame el padre creó para su hijo no sólo un mundo de fantasía en el cual refugiarse del miedo y la desazón, sino una historia trascendente que poco a poco tomó sustancia propia, construyó una versión de la realidad que no sólo logró captar la inocencia de esa otra visión del mundo — la delicada, la profundamente emocional — sino que permitió al Grahame escritor encontrar una forma de contar al mundo sus ideas, de asimilar sus particularidades y asumir el poder real de la palabra creativa. Para Grahame, “El Viento el Sauce” fue una forma de consuelo y no sólo por el mero hecho de procurar a su hijo un obsequio perdurable, una complicidad diáfana, la calidez de una aventura que jamás podría vivir sino también, por ser la puerta abierta hacia el consuelo del dolor adulto, la angustia existencial que le acompañaba a todas partes.
Y es que quizás, ese sea el gran triunfo de una novela pensaba desde la humildad: su capacidad para construir un reflejo del mundo del hombre con una sencillez que cautiva desde las primeras páginas. Mientras que sus predecesores apelaron a lo simbólico y quizás a lo metafórico para construir historia basadas en el mundo infantil, Grahame insiste en esa visión dulce de lo natural, como si lo humano en cada uno de los personajes, sólo fuera una manera de destacar su sutileza ideal. Con un sabio pulso narrativo, Grahame triunfó al dotar a su historia de una profundidad que no se basa en las metáforas que crea, sino en su capacidad para expresar la noción sobre la belleza desde la simplicidad.
Es por ese motivo, que “El Viento en los Sauces” conserva una inocencia perdurable, una frescura insistente que aún casi cien años después de su creación, continúa cautivando al gran público lector. Publicada por primera vez en 1908, la novela fue un éxito inmediato: aclamada por la crítica y amada por el público, se convirtió en la historia preferida de esa Inglaterra dura y hostil de los primeros años del siglo pasado. No obstante, quizás por su ternura y sencillez, la novela de Grahame se abrió camino y ocupó un lugar propio, una metáfora de esa inocencia rota, perdida a medias que el mundo adulto siempre encuentra doloroso y lamentable. Y es que quizás este hombre herido, este hombre trágico cargado de pesar y dolor, supo construir con mayor delicadeza que cualquier otro, ese delicado equilibrio entre la fantasía y el símbolo, un reflejo de la época que le tocó vivir. Un canto sentido no sólo al estilo de vida humilde y sencillo del campo Inglés sino a algo más profundo y hermoso, esa noción de la pureza intocada, de la fraternidad sutil que surge sólo del mundo infantil. De la estampa pastoral, Grahame crea algo tan espléndido como raro: una noción simple e inolvidable, del mundo de la ternura en lo más profundo del corazón del hombre.
sábado, 26 de agosto de 2017
Los nombres secretos y otras historias de brujería.
En una ocasión, mi prima M. se empeñó en que debíamos entrar a la casa abandonada a dos cuadras de donde vivíamos. Lo hizo tanto tiempo y con tantas razones que finalmente me convenció, a pesar que yo no estaba muy convencida y de hecho, la supuesta aventura me provocaba escalofríos.
- Pero ¿Por qué quieres entrar allí? - insistí mientras caminábamos calle arriba. Prima ni se dignó a mirarme, envalentonada y eufórica.
- Porque quiero saber que pasa en su interior.
Eso no era una respuesta que pudiera tranquilizarme. La verdad, yo no estaba para esas grandes osadías, a pesar que también solía intrigarme la vieja casa de paredes mohosas y puertas rotas. Nadie sabía muy bien por qué sus dueños habían decidido no regresar de su natal Europa y habían dejado la casa desplomarse lentamente en el abandono. Era un lugar muy bonito, por cierto. O lo había sido: con su cerca de metal ornamental, su techo de tejas que se elevaba en punta y su ibérica de claraboya, brillando aún en algunos trozos de cristal que habían sobrevivido al vandalismo de los niños vecinos. A mi me encantaba mirarla: cada vez que regresaba del colegio, me retrasaba un par de pasos por detrás de mi abuela para admirar su figura lóbrega, esa belleza extraña de postigos rotos y hierba mal cortada que la hacia tan atractiva.
Pero no por eso quería entrar, me dije mordiéndome los labios. Abuela solía decir que probablemente la casa estaba por desplomarse por puro efecto de las lluvias y el pertinaz abandono. Y parecía tener razón: cada septiembre, la casa parecía sacudirse por la lluvia que bajaba de la montaña, aguantar como podía las largas tormentas de verano. Y poco a poco, se desplomaba en ese paisaje un poco fragmentado del que parecía no haber retorno ¿Qué podía intrigar a una adolescente petulante y malcriada como mi prima allí? Pues no se me ocurría nada.
Claro está, yo tenía nueve años - casi diez, me repetía con frecuencia, sacando el pecho y alzándome un poco sobre las puntas de los pies - y no tenía mucha idea del motivo por el cual la gente hacia las cosas. O al menos, todavía no tenía muy claro por qué la gente actuaba como actuaba. Seguía siendo un misterio, de esos que ni todas las preguntas del mundo parecía responder. Y mi prima, por supuesto, era uno de los más extraños. Tenía quince años y era todo lo que yo quería ser y no era: alta y bonita, con una brillante melena rizada que le caía un poco más abajo de los hombros. Una chica popular y simpática que le gustaba reír y tenía muchos amigos. A veces, la miraba con una triste envidia, detrás de mis cuadernos del colegio y me preguntaba si alguna vez, yo sería así: tan radiante, tan atractiva, tan despreocupada. Lo dudaba mucho, la verdad.
Además, era bruja, no olvidemos. Casi había culminado los siete años de iniciación para aprender brujería y suponía que tenía conocimientos maravillosos que yo sólo podía imaginar. Mi abuela solía felicitarla por la pulcritud de sus notas, por su esmero y cariño en el aprendizaje. Seguramente era una bruja con grandes poderes. O al menos yo estaba firmemente convencida de eso: todavía no tenía mucha idea de lo que la brujería podía ser o que significaba en realidad llamarse bruja, por lo que mi prima, casi tan joven como yo, era el símbolo de lo que deseaba desesperadamente. Por supuesto, nunca lo admitiría en voz alta. Mi prima solía ser despectiva conmigo y no perdía oportunidad de burlarse de mi: de mi cabello en punta, mi voz chillona o mis rodillas de niña flacucha. Así que lo menos que deseaba era que supiera que en secreto, deseaba ser como ella.
Quizás por ese motivo, había aceptado acompañarle a explorar la casa de la esquina. Aunque no estuviera muy convencida y aunque realmente, no me apeteciera demasiado. Pero si prima quería hacerlo, es porque algo bueno debía esconder la casa, algo tan interesante como para justificar el riesgo y el posible regaño de colarnos en una casa ajena. Al menos, eso me repetí muchas veces mientras sacudíamos la cerca de metal y tirábamos de ella para abrir un boquete. Encorve la espalda y me empujé hacia adentro. Mi prima lo hizo también, con un gesto mucho más grácil que el mio.
- ¿No es esto estupendo? - dijo levantando su linterna color rosa muy brillante. Eran las dos de la tarde de un día muy luminoso pero supongo que parte de la aventura, era llevar una linterna e iluminar lo que necesitaba ser iluminado - ¿No te encanta?
La verdad, que no, pensé mirando a mi alrededor. Avanzábamos por el jardín lleno de piezas rotas de porcelana de lo que yo suponía había sido una piscina que no podía encontrar y maleza. No sólo hierba mal cortada y espinosa como la del jardín antipático de mi abuela, sino maleza de verdad, de la que se subía en los objetos para cubrirla y tenía mal olor. Además, la tierra estaba encharcada de un lodo sucio y apestoso que de inmediato me ensució las medias y los bajos del jean. Me apresuré a saltar de charquito en charquito, mientras mi prima avanzaba con rapidez en su botas de caucho para la lluvia. Me pregunté si no debía haberme avisado trajera las mías.
- No entiendo todavía que quieres encontrar aquí - insistí. Ella se detuvo y se dio vuelta sosteniendo la linterna justo hacia mi cara. Parpadeé.
- Bueno, todas las brujas buscan aventuras.
Vaya, eso si que era nuevo. Tomé una bocanada de aire, manoteando para evitar el montón de mosquitos que se me veían encima y que estaban especialmente interesados en los orificios de mi nariz. Escupí y estornudé, mientras prima avanzaba por el caminillo de grava hacia la puerta rota del fondo.
- La abuela suele decir que toda bruja tiene un corazón aventurero y lleno de deseos de aprender - siguió, mientras apoyaba la mano abierta sobre la madera cuarteada y abombada por la humedad - y que para ser bruja hay que vencer los temores y terrores. Eso es ser una bruja. No tener miedo nunca. ¿No es eso genial?
De que era genial, debía serlo, pero dudaba que yo alguna vez lo lograra. Apesadumbrada, pensé en el muchísimo miedo que tenía en ese momento, mirando hacia el interior de la casa abandonada a través de una de las ventanas de cristales rotos. No podía distinguir demasiado, pero todo parecía destrozado, roto, irremediablemente perdido. La luz del día entraba en rayos limpios y radiantes por entre las rendijas del techo caído y le daba un aspecto melancólico, que podría haber sido bello, de no ser definitivamente inquietante. Y es que había un aire de dolor y de algo más agrio en todo el paisaje de la casa, como si la basura podrida en las esquinas, los muebles rotos y caídos en el suelo, las paredes rotas, fueran una especie de rostro olvidado y herido. ¿Por qué alguien abandona su propia historia?
Mi prima empujó la puerta rota y logró abrirla lo suficiente como para permitirnos pasar. Levantó otra vez su linterna inútil y me enfocó al rostro. Parpadeé, deslumbrada.
- ¿Me esperas o vienes? - dijo en su habitual tono petulante - te puedes quedar si quieres.
Lo dijo en un tono de conmiseración que me golpeó con tanta fuerza como un bofetón. Saqué el pecho, enfurecida y avergonzada.
- No me quiero quedar.
Ella sonrió y avanzó hacia el interior de la casa y yo me apresuré a seguirla. Por un momento, el miedo desapareció y sólo pensé en que debía demostrarle que era tan fuerte como ella, que en algún lugar de mi espíritu había una bruja valiente y fuerte esperando a nacer.
***
Cuando se recuerdan las escenas de la infancia, con frecuencia nos sorprende la libertad de la disfrutábamos. O al menos, a mi me sorprende la despreocupación de nuestra imprudencia, la inocencia de la osadía. Como si el mundo y sus peligros no sólo nos resultaran ajenos sino también poco importantes. Y quizás, por ese motivo tan claros, tan evidentes y tan cercanos cuando los miras a la distancia.
Pero con nueve años - casi diez - no se piensa en esas cosas. No se piensa en el piso movedizo y peligroso, en la presencia amenazante que puede esconderse en la oscuridad, en la amenaza del crujido de la madera sobre lo que caminas. Al menos, yo no lo pensaba mientras avanzaba pegada a los talones de mi prima, mirando a mi alrededor, temblando por el olor del aire húmedo y putrefacto, el piso de yeso abierto como pequeños cráteres misteriosos. Mi prima avanzaba con la linterna en la mano, iluminándolo todo y comencé a pensar que no había sido tan inútil la llevara después de todo.
- Me pregunto por qué esta gente se fue - dijo mi prima en voz baja. La luz y el calor del día se habían quedado más allá de la puerta rota y dentro de la casa, todo parecía mustio, lento, a punto de derrumbarse. El salón donde nos encontrábamos, parecía haber sido arrasado por un viento bíblico, con sus paredes chorreando de humedad, los pocos muebles abiertos y con el relleno brillando en la oscuridad. Había ropa sucia en el piso, restos de argamasa y madera. Y el olor dulzón y sofocante de algo orgánico en plena descomposición. Me tapé la nariz, temblando de repugnancia y sin atreverme a admitir que también de miedo.
- ¿Por qué te importa saberlo? - pregunté. Mi prima sacudió la cabeza, paseando el haz de luz por la pared a la derecha hacia arriba. En el papel de la pared, había la marca clara de un cuadro y los restos de una lámpara rota.
- ¿A ti no? - susurró. Se acercó a la pared e iluminó el recuadro de papel manchado directamente. La luz saltó, se abrió en los bordes y rebotó en el techo. Una colección de sombras nuevas apareció a nuestro alrededor - Desde que la vi me da mucho miedo y queria entrar para saber por qué me lo daba, por qué esta gente decidió irse y no volver. Por qué la casa aún no se vende.
También me lo había preguntado claro, pero no me parecía tan importante. Mucho más triste me parecía los trozos de ropa y cuadros perdidos en la pared, como si en la premura de la huida, no hubiese habido tiempo suficiente para llevar todos los recuerdos. Pero mi prima, de tenor mucho más práctico que yo, parecía intrigada por la simplicidad y el horror del abandono.
- Me da miedo pensar en que puede hacer te vayas y dejes todo - insistió - ese es mi miedo.
- ¿Y viniste para acá para sentirlo? - le pregunté. Una mosca enorme me revolteó entre las manos y se me escapó un jadeo de asco. Mi prima se volvió para mirarme con cierta impaciencia.
- Una bruja no puede sentir miedo, ya te lo dije - insistió - no puede y ya. Y si no puede, yo tengo que evitar sentirlo así como lo siento. Porque sino...
Tomó una bocanada de aire. Dio un par de pasos hacia la oscuridad fétida que se extendía en las esquinas. Escuché sus pasos como una sucesión de crujidos y pequeños cloqueos de basura rota entrechocando entre sí.
- La abuela dice que las brujas son mujeres de corazón salvaje. Fuertes y aguerridas - continuó - Imaginate, si a mi me da miedo una casa vieja y sucia. ¿Como puedo serlo?
Miré a mi alrededor. La casa ahora medio iluminada me pareció más espeluznante que nunca: las oscuridad parecía alargarse, en hilos finos impregnados del olor de la humedad, deformando los objetos y los lugares hasta convertirlos en un paisaje de pesadilla. Desde la puerta entreabierta más allá, en el pasillo casi invisible por la oscuridad, un rostro parecía mirarnos. Y más allá, un ojo parpadeaba en la escalera o podía serlo. Retrocedí, con la respiración rápida y superficial.
- Pero yo si tengo miedo - dije. O mejor dicho se me escapó, como si la confesión fuera inevitable - tengo muchísimo miedo y quiero irme.
Prima soltó una carcajada. Una muy dura y burlona, de las que tanto me irritaban. Se dio la vuelta para mirarme, de pie en medio de un montón de basura y un mueble roto, tenía un aspecto extravagante, con sus bellos pantalones verdes y su camiseta negra tan a la moda, manchada de suciedad y basura. El cabello abundante pegándosele en las sienes y las mejillas por el sudor.
- Entonces ¿Tienes miedo? - insistió. El rubor se me subió a las mejillas. Pero ¿De qué valía negarlo ahora?
- Sí y me quiero ir. Quédate si quieres.
- ¿Como piensas ser una bruja entonces? - dijo mi prima con su habitual malicia - ¿Una bruja miedosa, que le tendrá miedo a hacer cosas poderosas? Que niña insoportable eres.
Entonces, hizo algo muy tonto que supongo en ese momento, le pareció un acto de supremo valor: apagó la linterna. Una oscuridad completa invadió la casa e incluso los rayos marchitos del sol, desaparecieron en medio de la negrura pestilente que se deslizó en la casa. Retrocedí con el corazón latiendome muy rápido y la garganta seca de pánico.
- Vete entonces - dijo y la escuché reir - yo me quedo. Yo no voy a tener miedo de una casa vieja.
Apreté los ojos. Sentí el corazón latirme en las mejillas, en la punta de los dedos. Y pensé que el miedo era algo físico, duro, una puerta abierta en mi mente. ¿Podía vencerlo? ¿Necesitaba hacerlo? Me pregunté si realmente alguien podía dejar de sentir miedo alguna vez, si podía controlar ese rafagón de calor y dolor que parecía brotar del pecho y subir por los brazos y las piernas. Apreté los labios.
- Pero si te vas - añadió - no podrás ser una bruja. Si te vas, eres una cobarde.
La escuché moverse por la habitación. Cuando abrí los ojos, la oscuridad de mis párpados cerrados y la que me rodeaba era la misma. Se escapó un sollozo lento y abrumado. ¿De verdad se puede controlar el miedo? ¿De verdad se puede no sentir nunca? Pensé si de verdad hacerlo significaba algo, yo no podía hacerlo. Estaba temblando de los pies a la cabeza, con la boca rasposa y seca, las manos cubiertas de sudor. Y tenía tanto miedo que me llevaba esfuerzos pensar, tanto como para sólo querer correr hacia el lugar donde recordaba estaba la puerta rota y escapar hacia la luz del sol.
Pero no lo hice. Quizás por un orgullo frágil y movedizo o simplemente porque el sobresalto me tenía paralizada, continué allí, con los puños apretados e intentando contener el llanto nervioso que me subía por el pecho. Mi prima seguía moviéndose a mi alrededor. La escuché reir en voz alta.
- Una brujita miedosa. La brujita lectora. ¿Qué tipo de mujer fuerte serás si sientes miedo? ¿Que tipo de...?
Entonces la escuché gritar. Un grito real, genuino y muy sincero. Me quedé paralizada. Ella volvió a gritar.
- ¡Se me quedó el pie atascado aquí! - gritó. Y esta vez era sólo una niña gritando, no una malcriada petulante ni tampoco una aspirante a bruja intentando meterme miedo - ¡Agla ven a hacer algo! ¡Me duele!
No me atreví a moverme. La escuché sacudirse, soltar grititos, volver a llamarme. Me pregunté por qué no encendía la linterna, por qué insistía en jugarme aquella broma pesada. Entonces la escuché llorar.
- ¡Agla! ¡No puedo moverme! ¡La linterna se me resbaló! - gritó. Un grito agudísimo que me puso los vellos de los brazos de punta - ¡Ayúdame!
Uno no sabe lo que es el miedo hasta que escuchas a alguien que quieres chillar de esa manera. Y no sabes que tanto estás dispuesto a hacer hasta que ese miedo del otro, te empuja. Antes de saber que hacia, me encontré moviéndome en la oscuridad, con los brazos abiertos, tropezando con la basura podrida y los muebles rotos, sin que me importara. Desorientada y torpe, pero tan decidida, como para continuar a pesar del asco de los insectos rozándome las piernas y el hedor insoportable golpeándome la nariz. Pero seguí, como pude, con tanto miedo que creí no podría respirar de nuevo, hasta que choqué con el cuerpo de mi prima, tendido cuan largo era sobre la basura y tela rota.
- ¡No sé por qué no me puedo mover! - gritó en un llanto nervioso - ¡Me duele muchísimo!
Tampoco yo lo podía ver. Me incliné sobre el montón de basura y solo vi su pierna pálida, entre cientos de objetos sucios y destrozados. El pie se hundía entre todo, como si también fuera parte del caos insoportable a su alrededor. El pensamiento me sofocó con una renovada oleada de miedo.
- No me puedo mover, creo que está roto - gimoteó - no me puedo mover.
Pensé que debía decirle algo, calmarla pero estaba tan petrificada de miedo que no tuve la menor idea de qué podía decir. Además, pensé con los ojos llenos de lágrimas, mejor me concentraba en otra cosa. Como por ejemplo, buscar la linterna. De manera que conteniendo mi asco, me incliné y hundí las manos en la basura, escarbando con los dedos en busca del cuerpo de metal.
No lo encontré. Tropecé con trozos de tela rota, piedras, madera, trozos de periódico muy viejos. Seguí palpando y hundí las manos en agua con un olor fétido y espantoso, trozos petrificados de lo que parecía ser comida - y comencé a pensar si alguien la había traído, como si de pronto, fuera muy claro que bien no podríamos estar solas allí -, pedazos de objetos que no reconocí, pero no encontré la linterna. En lugar de eso, conocí una nueva dimensión del miedo. Uno muy nítido y abrumador. Tan terrible que me dejó sin voz. Uno que casi me hace correr a ciegas, cuando el cuerpo sinuoso y liso de una cucaracha me rozó los dedos, o cuando algo duro y peludo me empujó la palma hacia arriba. Luché por no gritar, por no sollozar a gritos. Pensé en mi prima, que seguía quejándose aterrorizada un poco más allá. Si me escuchaba gritar se horrorizaría. Si me escuchaba gritar, se asustaría más. Así que me callé y traté de ignorar el miedo. De concentrarme en lo realmente importante.
- Agla, me voy a morir aquí - se quejó de pronto - me voy a morir de dolor.
- Quedate quieta que yo te cuido.
Más fácil decirlo que hacerlo. Estaba aturdida, mareada y medio muerta de terror. Pero de alguna manera, encontré la fortaleza para seguir buscando la linterna. Finalmente la encontré, oculta bajo un montón de hojas podridas donde un grupo de insectos de aspecto nudoso parecían encontrarse muy a gusto. Tragandome un grito de terror los aparté y regresé con la linterna junto al pie de mi prima. Cuando encendí la luz, ella me miró pálida, sucia y dolorosa a un lado de un montón de basura.
- ¿Está roto verdad? - murmuró - ¿No podré caminar?
No lo estaba claro: mi prima simplemente había hundido el pie entre dos trozos de madera podrida que presionaban su zapato. Cuando me incliné con la linterna encendida, un ratón bizqueó y corrió a la oscuridad. Agradecí fuera sólo un inofensivo y pequeñito ratón.
- Aguanta un poco - dije. Me incliné y metí la mano por el agujero. Las cucharachas me rozaron la muñeca y casi me desmayo de repugnancia. Pero para mi sorpresa, no lo hice - te saco el zapato y tu saca el pie.
Tiré del zapato con todas mis fuerzas y mi prima liberó el pie. La escuché soltar un gritito cuando se cayó de espaldas sobre la basura. Me apresuré a levantarme para ayudarla a ponerse en pie.
- Vamonos de aquí - dijo entre temblores. Todo el cuerpo se el sacudía en pequeñas convulsiones - vamonos ya.
Avanzamos por la casa con la linterna al frente. De pronto, el salón pareció interminable, enorme y fétido y me pregunté si la oscuridad nos había robado la luz. El miedo se quintuplicó, se hizo enorme y amenazante. Me aferré a la lucecita de la linterna como pude y seguí avanzado, con mi prima aferrada a mi brazo.
Entonces, la puerta apareció o siempre estuve allí, jamás lo tuve claro. La vi y de pronto, como si de un sueño se tratase, me encontré corriendo calle arriba hacia la casa de mi abuela. No recuerdo cuando crucé la maleza de jardín o cuando mi prima se quitó ambos zapatos y los arrojó a cualquier parte para correr descalza. La escuché llorar, con los brazos al frente, los dientes apretados y entonces me di cuenta que yo estaba llorando, con los ojos muy abiertos y la boca abierta. Y ahora que no lo sentía, comprendí cuando miedo había tenido. Como había sido de fuerte y sofocante.
Mi prima entró a la casa de la abuela como una tromba y corrió a su habitación. Me quedé en el pasillo, mirándola desaparecer por la escalera, con el cuerpo todavía temblándose y los olores de la casa impregnados en la ropa. La casa tenía un aspecto ridiculamente normal, con sus muebles melancólicos y sus ventanales abiertos a la luz. Y sentí alivio, uno tan fuerte que casi me hizo caer de rodillas. Me miré las manos llenas de barro y suciedad. Cuando sacudí la cabeza, cayeron al suelo fragmentos de basura. De hecho, parecía cubierta de pies a cabeza de trozos de despedicios en diferentes estados de descomposición. Le eché un vistazo a mi reflejo en uno de los espejos de las paredes: Estaba sucia, pringosa y pálida. Una loca diminuta de rostro tenso y ojos muy abiertos. Y entonces, tuve deseos de reir. Una alegría rara y loca que jamás había sentido pero que me reconfortó, como un aire caliente luego de haber sentido muchísimo frío.
***
No le dije nada a nadie sobre lo que había sucedido. Me encerré también en mi habitación y me di un largo baño de agua caliente. Me lavé el cabello y me enfunde en mi ropa de casa, como hacia cada día al regresar del colegio. Pareció pasar mucho rato hasta que salí del baño. Cuando finalmente lo hice, encontré a mi prima sentada en mi escritorio, aún pálida y temblorosa.
No dije nada. Tomé el montón de ropa sucia que me había quitado y lo eché en la cesta de madera junto a la puerta. Ella me siguió con la mirada. No había ni restos de su petulancia, su malcriadez y arrogancia. Sólo era una niña grande mirándome con ojos tristes.
- Gracias - dijo entonces. Me encogí de hombros, sentandome en mi cama.
- Ya pasó - tomé una bocanada de aire - soy una miedosa. Pero bueno, no volveré a pasar por esto más.
Mi prima parpadeó y sonrío. Pero no su habitual sonrisa maliciosa. Era una sonrisa de verdad.
- ¿Miedosa? eres la persona más valiente que he visto nunca - dijo. Y lo decía de verdad. Se levantó y se acercó - eres mucho más valiente de lo que yo nunca voy a ser.
- Pero tuve mucho miedo - le recordé confusa. Ella suspiró.
- No te fuiste, a pesar de eso - me dijo - la valentia no es tener miedo. Es vencerlo.
Me quedé boquiabierta mirándola. Nunca había escuchado nada semejante. Ella se rebuscó entre los bolsillos y me extendió algo que no vi bien. Cuando lo tomé, me sorprendió que se tratara de su pentáculo: una pequeña estrella de plata rodeada por un árbol de bonitas ramas abiertas.
- ¿Y esto?
- Una vez leí que las brujas son muy valientes y que jamás tienen miedo - dijo otra vez - pero tu lo tuviste y te quedaste. Y fuiste muy valiente. Quiero que tengas eso.
Sostuve el pentáculo entre los dedos, aturdida. Prima solía presumir de aquel pentáculo: lo llevaba a todas partes, lo apretaba en el puño de la mano, solía decir que era el más bonito del mundo. ¿Por qué quería darmelo? Ella me dedicó una larga mirada cuando se lo pregunté. Una mirada adulta.
- Porque eso me recuerda que el valor es ser siempre capaz de seguir a pesar de todo - dijo. Se encogió de hombros - una bruja es valiente por avanzar.
Quise responder algo, hacer alguna de mis interminables preguntas. No lo hice. Me quedé con el pentáculo en la mano, pensando en la oscuridad y los horrores que me había imaginado en ella. En los reales que quizás me esperaban allí. Pero también en el hecho de la luz del sol que me esperaban afuera. En el espíritu salvaje de toda bruja. En el poder de crear y vencer. En el hecho que el valor es algo tan profundo como extraño. Un tipo de fortaleza enigmático que lleva esfuerzos comprender.
A veces, sonrío al recordar esa anécdota. Lo hago, acariciándome el cuello con los dedos, donde llevo puesto el pentáculo de prima. Para recordar que el valor es algo misterioso, sin nombre y en ocasiones visceral. Pero sobre todo, una manera de mirar el mundo. Una forma de soñar.
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viernes, 25 de agosto de 2017
Una recomendación cada viernes: The Obelisk Gate de N.K Jemisin. (Novela ganadora del premio Hugo 2017)
La ciencia ficción es un terreno aún inexplorado y lo es por su capacidad mutable de transformar su propuesta a medida que la visión sobre la fantasía, la especulación y la percepción sobre la identidad humana trasciende a la mera conclusión histórica. Una y otra vez, el género parece asimilar los cambios culturales y sociales desde una perspectiva amplísima sobre sus posibilidades y sobre todo, su trascendencia. El resultado es un punto de vista sobre la incertidumbre del futuro a mitad de camino entre el asombro y el temor.
Para la escritora N. K. Jemisin el dilema sobre la ficción especulativa se basa justamente en esa noción perpetúa sobre la individualidad que se transforma. En su novela “La Quinta Temporada” del 2015, la autora reflexiona sobre las esperanzas y temores universales desde cierta distancia emocional. Aún así la novela, es un triunfo de la imaginación, con una propuesta compleja que se sostiene sobre la visión del hombre como promotor de cambios y transformaciones complejas en una dimensión casi maravillosa sobre la realidad. No obstante, en “The Obelisk Gate”, inmediata continuación de la novela anterior y ganadora del premio Hugo como mejor obra de Ciencia ficción del año 2017, la escritora alcanza un nuevo nivel de percepción y especulación sobre el yo colectivo que sorprende por su impecable poder para cautivar. Para Jemisin, la comprensión sobre la naturaleza del hombre y su circunstancia va más allá de sus dolores y tragedias, por lo que convierte a cada una de sus historias en un extraño recorrido a través del tiempo y el concepto del individuo como ente transformador. En medio de un paisaje perpetuamente apocalíptico — que puede o no ser nuestro planeta, para Jemisin no parece ser de real importancia el extremo — hay una idea consecuente y poderosa sobre el propósito de la existencia. Una forma de asumir el peso de la historia, de la versión del tiempo y los espacios que se entremezclan entre sí, para asumir una idea sobre quién somos y cómo nos comprendemos a través de nuestras pequeñas decisiones invisibles. Para la escritora parece ser de enorme importancia la percepción de la individualidad — y como aspiramos a ser comprendidos — para construir una idea más profunda sobre la sociedad y la cultura. Un insistente recorrido por la psiquis colectiva como forma de expresión y de análisis de nuestros dolores y terrores sociales.
Los mundos de Jamisin son lugares inhóspitos, repletos de personajes duros y hostiles llevados por el odio, el miedo y la decepción. Cada uno de sus libros, pondera sobre la capacidad del bien y del mal para moldear la conducta humana, pero bajo el dilema ético, parece más interesada en analizar las formas y sustratos de las grandes preguntas existenciales a través de la fantasía. Y lo logra, a través de una mirada perenne de puro asombro sobre la condición humana — todos sus personajes están llenos de amor pero también, de violencia, odio y un profundo temor al desarraigo — que crea un mapa de ruta hacia un profundo sufrimiento privado que une al cúmulo de historias como hilos subyacentes de pura alegoría. Con su ritmo lento y comedido, Jemisin avanza entre dimensiones de la naturaleza de hombre por el hombre. Lo hace además con una convicción evidente y profunda sobre lo moral y lo doloroso que asombra por su precisión y buen hacer. Para la escritora, los mundos distantes y anónimos son tan importantes como los complicados paisajes de la mente y el comportamiento humano. Y ese quizás es su mayor triunfo.
Para su Trilogía de la Tierra Fragmentada— aún incompleta — Jemisin imagino un mundo en el que ocurren periódicamente colosales catástrofes medioambientales que devastan hasta los cimientos de la civilización, por lo que cada cierto tiempo, la tierra y la cultura de “Quietud” — el planeta desconocido escenario de todas las líneas narrativas — debe reinventar su propia identidad cada cierto tiempo. Se trata de una visión sobre la épica y las transformaciones, asumida desde la distancia del dolor y la angustia existencial. Pero sobre todo, Jemisin concibe el futuro como una amenaza plausible: Tanto en la “La Quinta Temporada” como en “The Obelisk Gate” los personajes deben enfrentarse a un planeta capaz de convertirse en un peligro latente y real a la menor provocación. Un ciclo destructor que no sólo parece amenazar la supervivencia de la especie — en ambos libros se plantea la posibilidad que una definitiva debacle que destruya cualquier vestigio de vida — sino también, la percepción misma de la permanencia. ¿Quienes somos cuando la fugacidad de nuestra existencia sobre cual se sostiene toda nuestra visión del futuro? ¿Cómo nos comprendemos desde la vulnerabilidad como toda respuesta a la incertidumbre?
Por supuesto, también se trata de una percepción más compleja sobre la noción del individuo como elemento sustancial de la sociedad: Los habitantes de “Quietud” se dividen en razas y castas. Entre ellos, “oregenes” son quizás los que cargan con una responsabilidad mayor que cualquier otra: tienen la capacidad de sentir, anticipar e incluso detener los desastres naturales que anteceden a la gran devastación. No obstante, no es un don fácilmente comprensible y mucho menos controlable, lo que hace que los oregenes deban enfrentarse a la desconfianza general de sus vecinos y el resto de los sustratos sociales que habitan “Quietud”. No obstante, más allá de la noción sobre la responsabilidad del poder y la percepción del miedo como una forma de restricción moral, la escritora parece más interesada en lidiar con los prolegómenos del poder y los mecanismos de control de las relaciones sociales, que otra cosa. Además, crea una interpretación general sobre la discriminación y el racismo tan perturbadora como dolorosa. Contradiciendo la percepción popular que tacha a la Ciencia ficción como una evasión a los conflictos reales de la época a la que pertenece, Jemisin juega con el concepto de la diferencia para crear una inquietante visión sobre el prejuicio de enorme efectividad. Para Jemisin, la idea de la fantasía como una forma de expresión sobre debates de enorme envergadura social, plantea la dimensión y la profundidad de la imaginación como un reflejo eventual de conflictos reales y de considerable complejidad.
Tal vez por eso, Jemisin opta por alternar los puntos de vista entre personajes y voces narrativas para crear un panorama completo que analiza y reflexiona sobre las alternativas y dolores del poder. La visión sobre la comunidad pero sobre todo, la comprensión sobre el tiempo y la estructura del cambio como una noción de forma y concepto de un mundo estructuralmente viable, crean una percepción sobre la amenaza, el peligro y el miedo por completo distinta. Jemisin se esfuerza en analizar los mecanismos de poder, pero también de abordar la percepción sobre la identidad desde la periferia. El mundo que la escritora describe tiene una enorme riqueza en detalles y percepciones sobre la realidad: con la misma noción del continente único de Pangea pero sobre todo, la amenaza — probable e insistente — de catástrofes geológicas masivas, “Quietud” es una combinación de una tierra ideal con una visión sobre el terror colectivo a un posible apocalipsis venidero. Y mientras que en “la Quinta Temporada” Jemisin parecía más preocupada por analizar la alternativa de la esperanza, en “The Obelisk Gate” la percepción sobre el desastre inminente se hace más dura de asimilar, pero sobre todo más complejo.
Además, The Obelisk Gate tiene la particularidad de crear un mundo propio. No tiene relación ningún otro universo imaginario y quizás, ese sea uno de sus puntos más fuertes: la noción sobre la sorpresa y la maravilla parecen construidas a partir de un paisaje por completo nuevo. Jemisin incorpora elementos sociológicos y antropológicos africanos e incluso asiáticos, lo que hace que la mixtura y el poder de evocación de sus historias sean por completo nuevas. A pesar de eso, en este mundo radicalmente imaginativo, los conflictos son por completo reales y contemporáneos. Jemisin plantea cuestiones sobre la convivencia, la estructura de poder, la tolerancia y el miedo desde un patrón insistente de la normalidad imbuida en medio de un elegante escenario de ciencia ficción. La combinación resulta asombrosa pero también, profundamente poderosa. Cada cuestionamiento parece anudarse a una percepción sobre la moral y la comprensión de la ética profundamente significativa. De la misma manera en que antes lo hizo Tolkien — con sus héroes idealistas y su visión sobre la realidad compartimentada en pequeñas alegorías enorme profundidad — Jemisin crea una realidad alternativa en la que la poderosa versión sobre los conflictos humanos toma una inédita relevancia. Como percepción insular de la sociedad, la fantasía tiene la capacidad de reflejar y reconstruir lo que asumimos evidente en algo mucho más profundo y sustancioso. Una forma de madurez argumentativa en la que la Ciencia Ficción se convierte en un cuestionamiento constante sobre la madurez de nuestra sociedad. Además, es una percepción independiente y radical sobre lo que la especulación puede ser como expresión cultural. Para Jemisin, la importancia de la especulación parece basada en la necesidad de analizar un espíritu colectivo y los infinitos vínculos que une y sostiene la identidad humana. Una y otra vez, la Trilogía de la Tierra Fragmentada — pero sobre todo, la exquisita novela “The Obelisk Gate” — intenta recrear la percepción sobre el desastre inminente desde la óptica de la sociedad que eliminar al diferente para satisfacer sus propias debilidades. De la aventura de una sociedad dividida a una comprensión de lo moral como una idea aleccionadora, Jemisin logra captar la constante preocupación sobre las posibilidades de supervivencia que pueden transformar una sociedad. Una forma de belleza que convierte a la por ahora trilogía incompleta, en una inspirada reflexión sobre lo poderoso de la naturaleza de hombre como expresión de dolor y esperanza. Quizás el objetivo de otra obra de Ciencia Ficción.
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The Obelisk Gate de N.K Jemisin.
jueves, 24 de agosto de 2017
La transgresión como lenguaje artístico: Luis Buñuel, el hombre de todos los misterios.
Enfant Terrible, incorregible por naturaleza, provocar por necesidad y sin duda, ácrata por decisión, Luis Buñuel siempre pareció al borde de lo que el arte, por necesidad, consideraba comprensible. Por supuesto, no se trata solo de la especialísima personalidad del aragonés, sino también de esa visión desconcertante que tenía sobre la realidad, fruto y consecuencia directa de esa necesidad suya de reconstruir el discurso artístico. Ya lo dijo más de una vez: “No nos importaba si el cine era arte o no. Eso sí, nos gustaba el humor y la poesía que encontrábamos en él.” Y es que para Buñuel la expresión artistica formaba parte de algo que sobrepasaba la simple lógica, la idea más elocuente, incluso la simbología visual más profunda. Para el director y escritor, el arte era sin duda ya la mayor forma de subversión y el cine, su conclusión más directa.
Quizás por eso, a Buñuel se le reconsidera un reformador del lenguaje visual, aunque en esencia sea más un gran espontáneo de la imagen, que una observador subversivo de la realidad. Desde la desconcertante “Un perro Andaluz” hasta sus visiones más elaboradas como “Ese oscuro objeto del deseo” Buñuel creó un lenguaje cinematográfico a su medida, una revisión de la estructura visual que recreó esa extravagante opinión del director sobre el mundo y sus símbolos. Y no obstante, Buñuel jamás pareció estar satisfecho con esa recreación del yo creador, y mucho menos, con esa insistencia del cine en definirlo, en comprender esa mezcla casi caótica de construcción visual en el sentido puro y surrealismo. Rebelde y contestatario, Buñuel se enfrentó una y otra vez al dogma de la estética, para crear algo totalmente nuevo, profundamente significativo y burlón. El cine sin sentido o mejor dicho, el lenguaje cinematográfico convertido en puro egoísmo estético, en esa interconexión subjetiva entre el creador y su expresión artística.
El mejor ejemplo de esa visión del absurdo con un sentido personalísimo, es sin duda “El discreto Encanto de la Burguesía”, una elaborada y caótica visión a los lugares comunes, lo cotidiano y la reinvención del mito estético de lo absurdo. En ella, Buñuel dio una vuelta de tuerca no solo a su lenguaje visual, sino también a su propuesta del surrealismo. Ya no hablamos de una escena y un trasfondo netamente absurdo, sino algo más esencial, mucho menos evidente, pero tan o más efectivo que sus anteriores recreaciones de universos anárquicos. Con un pulso que asombra por su destreza visual y apoyado en uno de sus guionistas favoritos Jean-Claude Carrière, Buñuel decide explorar ya no el caos narrativo ni tampoco la superposición de ideas visuales que desbordan lo rutinario, sino algo más concreto: esa linea que divide lo cotidiano y lo habitual, que lo desborda y lo erosiona. Es entonces que el escenario de “El Discreto encanto de la Burguesía” comienza a tomar sentido: de las brutales visiones del tiempo irracional que Buñuel ha hecho gala en otras películas, aquí lo absurdo es mucho más sutil. Un juego de espejos donde lo cotidiano se distorsiona y se transforma en algo más, en una contradicción a esas escenas de una aparente cotidianidad que se entremezclan en un mosaico casi construido a la medida para desconcertar. Porque Buñuel ya no necesita, como en su juventud, impactar frontalmente al espectador. Ahora opta, por una interpretación sutilísima de la paradoja, de lo que sobresalta, de lo que no parece encajar en lo que se mira. La historia de fondo — desabrida e incluso lineal — se desarrolla y a su vez, otra transcurre al mismo tipo, justo bajo el límite de lo aparente. Es ese juego de realidades, perspectivas e interpretaciones el mayor acierto del director. Una reinterpretación inusual de lo que consideramos real a través de su obsesión con lo chocante y lo inquietante.
Con frecuencia se insiste que “El discreto encanto de la Burguesía” es sin duda, el film más “maduro” de un Buñuel en estado de gracia, y sin embargo, no se trata realmente de una evolución estilística ni mucho menos una reconstrucción del lenguaje visual del director. En realidad, la película es solo una nueva de afrontar las obsesiones del director, una nueva forma de ridiculizar la normalidad, en esta ocasión personificada por el refinamiento de un mundo perfectamente medido que debe enfrentarse con el absurdo. Y Buñuel lo hace usando sus habituales guiños de puro cinismo conceptual: desde su menosprecio a la burguesía, resumiendo a una colección de clichés que rayan lo caricaturesco, hasta su evidente necesidad de convertir su opinión sobre la Iglesia en un símbolo de apostasía y un claro rechazo a cualquier mito cultural.
Y a pesar de esta reinvención del estilo Buñuel, el director no olvida sus propias ideas y esa necesidad suya de convertir cada historia visual que cuenta en una nuevo análisis sobre la sociedad en que vive. De la misma manera en que lo hizo en la película “La Edad de Oro” (1930) Buñuel trasforma un escenario aparentemente caótico en una escena, un espejismo donde se entremezcla la metáfora visual y el discurso esencial que desea construir a partir de ese caos a medio sugerir. El argumento de “El Discreto encanto de la Burguesía” va más allá de las diversas situaciones que convergen en las numerosas escenas para elaborar algo más consistente, un una especie de interminable reflexión sobre la realidad, lo tópico, lo corriente, lo que nos asombra y nos confunde. Las situaciones absurdas se suceden unas a otras, pero sin embargo, no se contradicen entre sí, transcurren en una especie de orden misterioso que logra sostener el guión, a pesar de los momentos donde el caos argumental parece hacer presión sobre la simple continuidad del film. Pero Buñuel sabe lo que hace e insiste: el caos aumenta y también su insistencia en asumir lo surreal como vehículo de expresión idóneo para ese mensaje entrevisto que desea transmitir y que finalmente, parece rebasar incluso la simple intención de la película de contar una historia.
Por supuesto, al final Buñuel triunfa. El espectador abrumado por el juego de luces que supone su lenguaje visual, se cuestiona lo que ha visto, incluso lo que ha comprendido sobre el film. ¿Una sucesión de escenas que transcurren sin sentido? ¿Un elaborado mensaje sobre la moralidad frágil del mundo que creemos normal? ¿O quizás algo más enigmático que no llegamos a comprender del todo? Buñuel no responde a ninguna de esas preguntas. Es probable que tampoco fuera su intención. Pero la obra permanece en la memoria, para asumir ese desconcierto de una brillante puesta en escena y a su vez, una combinación de símbolos que trascienden incluso a su mismo creador. Un trampa exquisita y carente de sentido que el espectador no llega a comprender en realidad.
miércoles, 23 de agosto de 2017
La muerte y la belleza: García Lorca y su legado, más allá de la tragedia.
El mundo literario y también el de más allá de las fronteras de la página escrita, parece obsesionado con la muerte de García Lorca. No sólo por las espantosas circunstancias en que ocurrió — ese fusilamiento en solitario, en medio del miedo y de la violencia — sino también por el misterio que vino después. Una tumba sin nombre, restos olvidados de una historia que aún sacude a su natal España y que continúa obsesionando no sólo a sus devotos sino incluso a sus críticos. Y es que Lorca, más grande que su mito, mucho más profundo que las leyendas que se tejen a su alrededor, sobrevivió a la peor de las muertes, a las más dolorosa de todas: el anonimato de un disparo que no sólo destrozó — o lo intentó — su historia, sino también su legado. Un disparo a la conciencia colectiva, que derramó la sangre del poeta y todo lo que simbolizó como reformador de la poesía española y quizás, la del mundo. Poderoso, ambiguo, pura emoción viva reconvertida en palabra, Lorca supo encontrar la trascendencia incluso en la más ignominiosa de las muertes.
Pero Lorca es mucho más que su muerte, a pesar de la insistencia de la historia oficial y la morbosidad popular en lo contrario. Lorca es el poder de la poesía, creando y recreando la visión de la belleza a través de la inspiración literaria y también, esa búsqueda ilusoria del poder de lo que se narra — en poemas extraordinarios — y lo que se mira — esa rara intuición del poeta — a través del arte en estado puro. Y es que Lorca era mucho Lorca, como solía decir sobre él su entrañable amigo y amor Platónico Dalí o mejor dicho, su poesía sobrepasaba al poeta para crear una perspectiva propia del mundo. Una búsqueda elocuente de cierto punto de vista preciosista no sólo sobre el valor de la poesía como género — que lo hizo — sino algo más elemental y duradero. Esa percepción del verso como cúspide y motivo de toda búsqueda meditada y casi divina de la palabra como esencia de toda creación.
Observador y apasionado, Lorca se aproxima a la poesía desde la vivencia. Toda su obra parece nacer y prosperar desde la profundidad de un tipo de experiencia que se mezcla de manera inevitable con su necesidad creativa. La inquietud de Lorca por el verso no es un únicamente emotivo, sino también, una expresión definitiva de su insistente cuestionamiento. Y es que Lorca, más allá de la leyenda que se construye a su alrededor, de las imágenes que le representan toda inocencia y distancia gracias al martirio de su muerte — de nuevo la muerte, rozando y quizás devastando el núcleo conciso de su obra — es un espíritu audaz que encuentra en lo literario un solaz a una íntima inconformidad. Lorca, se nutre no sólo de ese pesar insistente de saberse distinto, marginal, incluso disminuido en su rareza — más de una vez se refiere así mismo como “Ese Gondiflón en el que no me reconozco” — sino de esa capacidad suya para encontrar la belleza en los momentos más inesperados e imprevisibles. Como le ocurrió en 1928, cuando ojeando el diario ABC de la Residencia de Estudiantes donde vivía, se tropieza con la noticia de una tragedia familiar, doméstica, casi invisible: una mujer es secuestrada en medio de su boda y la celebración se convierte en un enfrentamiento sangriento, en un asesinato, en un horror para un pueblo diminuto y bucólico. Lo demás es historia: Inspirado en el sufrimiento y la violencia, Lorca escribe. Y lo hace con una ahínco desconocido, exacerbado. Mucho después diría que el asombro por la historia — y el miedo que le provocó — le permitieron crear quizás, una de sus mejores obras. Porque “Bodas de Sangre” (que subtitula como en una búsqueda de orden en el caos Tres actos y siete cuadros”) nació de esa especulación del poeta por la verdadera tragedia, para luego transformarse en algo más. De la intención documental, la obra se convierte en una prosa realista en un verso espléndido que luego, se confunde en un fundamento fantástico que sorprende por su poder de evocación. Lorca, deslumbrado por el poder de la sangre — el terror, el miedo, la belleza de la angustia del hombre — construye todo un manifiesto sobre la muerte, sobre el dolor y la perdida. Sin sospechar que muchos años después, su vida se convertiría también en una pieza incompleta, en una elegía a trozos de una historia profundamente dolorosa y belleza.
¿Fue una premonición de su muerte esa necesidad de mirar el dolor a través de la poesía? Nadie lo sabe en realidad, aunque Lorca siempre estuvo obsesionado con la muerte por esa necesidad suya de analizar el misterio desde el misterio. Lorca, que escribía por amor y por miedo — “soy la suma de mis pequeñas debilidades y dolores” insistió en una de sus preciosas cartas a su amado Dalí — también lo hacía por escapar justamente de esa necesidad abrumadora de comprenderse. Y es que el enigma — el de la palabra, el del conjunto de pensamientos y sensaciones, el de los dolores escondidos — siempre celebró y construyó esa noción firme de Lorca como constructor de su propia realidad. Una y otra vez, Lorca intentó encontrar en la poesía no sólo la justificación a esa pulsión inocente y desesperada de contar — la poesía como espejo — sino también de mostrar y celebrar su propia individualidad. Desde el enigma de su sexualidad — y esa tórrida pasión reflejada y construida como un espejo dual de su propia idea del mundo — hasta la necesidad de la creación en estado puro, para Lorca el verso fue una visión elemental sobre su necesidad de comunicar su idea sobre el mundo. El real y el inexistente, el verdadero — crudo y doloroso — y el ideal, elaborado a base de una idealización tardía sobre su capacidad para comprender la realidad.
Quizás por esa pasión y premura por contar las pasiones y dolores que le abrumaban — la poesía es instintiva, llegó a decir un Lorca azorado por su propio éxito — el poeta insiste en construir un entramado de palabras entre estructuras desiguales, como si necesitara no sólo la pura belleza del verso sino también, esa prosa enajenada y rítmica tan parecida a sus poemas. Lorca, enfurecido, apasionado, con una necesidad insoportable de contar — el mudo como un reflejo del mundo en su interior — encontró en la literatura — prosa o verso — un lugar de reposo, un espacio en blanco para cuestionarse así mismo. Para mirarse con una libertad a la que aspiraba y que durante toda su vida, lucho por encontrar. Una y otra vez, Lorca construyó a través de la poesía, un puente entre dos aproximaciones a la belleza — la brillante y la sombría — y quizás al propio sentido de su obra, tan dolorosamente conmovedor, tan inquietante en su delicadeza. Tan absoluta en su poder de seducción.
Pero Lorca, al final de todo, quizás también es su propia muerte. Convertido en víctima, Mártir y símbolo, la muerte y la vida de Lorca parecen signada por la tragedia muda. Por el documento embellecido en su imaginación y destruido por el peso de la realidad incesante. Esa visión a dos extremos que persiguió, presagió y temió durante toda su vida — “A veces temo el no despertar” escribió en una oportunidad, abrumado por la desesperanza, con la necesidad pura de escapar de ella — y que sin duda, signó su obra y legado más que cualquier otra cosa. Lorca, obsesivo y desconcertado, encontró en la muerte una contradicción a esa incesante necesidad suya de justificar los pequeños sufrimientos mundanos. La muerte, el último misterio, la palabra más dolorosa, la grieta en esa expresión amplia sobre la creación espiritual que con tanta insistencia indagó la poesía de Lorca. Esa inquietud que estuvo siempre a mitad de camino entre el dolor y la búsqueda de algo más confuso, sutil y quizás amargo. Una personal desazón.
martes, 22 de agosto de 2017
Una pequeña caja de horrores: Buenos motivos para leer a Washington Irving si aún no lo has hecho.
Escribir es una forma de construir una versión de la realidad. Una dimensión más elaborada, profunda e inquietante acerca de lo que nos rodea. Quizás por ese motivo, en una ocasión Washington Irving comentó que había comenzado a escribir por puro aburrimiento. Lo hizo, quizás, desde su respetable oficina como abogado y en los ratos libres de los que disponía luego de dedicarse a tan docta profesión. Pero la verdad es que el escritor — un hombre curioso, de enorme cultura y además, devoto de la literatura — parecía dedicar una considerable cantidad de tiempo y esfuerzo a lo que llamaba “sus pequeños esfuerzos literarios”. Sus obras, aunque cortas y la mayoría de las veces incluso sencillas en comparación al resto del quehacer literario de sus contemporáneo, resultan imprescindibles para comprender el espíritu romántico de la segunda mitad del siglo XIX. Con sus ambientes fantásticos pero también, su inclinación hacia lo lóbrego Irving construyó una visión sobre lo gótico netamente Norteamericana, con un aire desenfadado que desconcertó a los lectores de ambos lados del Atlántico y creó toda una nueva percepción sobre el género en el nuevo continente.
Irving logró lo que pocos escritores pueden: mezclar su propio estilo a pesar del enorme peso del género y el estilo literario en boga. Lo hizo, además, atravesando con esfuerzo esa visión sobre lo literario que suele limitar lo novedoso y también lo espontáneo. Ese academicismo que construye alrededor del escritor un terreno árido que debe atravesar a pulso. En el caso de Irving, ese trayecto hacia las páginas impresas del libro fue aún más trabajoso: no pertenecía a los círculos de escritores de su país, ni tampoco, formaba parte de su elegante vida cultural. Era de hecho un aficionado entusiasta que combinó sus agudas percepciones sobre la realidad con un desenfado inteligente en una sabia perspectiva sobre lo que podía ser la literatura. Una y otra vez, Irving pareció tropezar contra esa desconfianza que despertaban sus obras y sobre todo, esa percepción sobre su capacidad para crear y contar historias que parecía minimizar el valor esencial de lo que escribía y como lo hacía. Pero a pesar de eso, Irving continuó creando, reflexionando sobre el terror y lo autóctono de una manera por completo nueva y sobre todo, dotando a la tradicional novela gótica — ya por entonces en considerable declive — de un nuevo rostro que quizás, fue lo que le permitió perdurar y resistir el desgaste de la burla y la caricaturización.
Porque Irving fue un pionero nato: no sólo fue de los primeros autores en publicar cuentos cortos sino también, en el usar el humor y la sátira como ingrediente literario en una época severa y poco dada a la risa. El resultado fue una visión literaria que construyó un horizonte desconocido sobre lo que se podía contar y cómo se podía contar y más allá de eso, un análisis muy concienzudo sobre cómo se analiza así misma la literatura como reflejo de su tiempo. Quizás sin saberlo, Irving dotó a la literatura fantástica de una reflexión mucho más profunda — como mirada a lo cotidiano, como esa percepción de lo extraordinario que forma parte del mundo que consideramos normal — y también a lo gótico, con su insistencia en los detalles y lo inquietante como elemento creador. Pero más allá de eso, el escritor recordó las posibilidades de esa percepción de lo que se narra como parte de la cultura de todos los días, de la memoria popular y sobre todo, de lo que se considera parte del saber intrínseco a nuestra cultura. La historia que refleja la cultura y además, esa costumbre atávica que se convierte en narración.
De hecho, su obra más conocida “La leyenda de Sleepy Hollow” es el reflejo exacto de esa percepción de Irving sobre lo cotidiano. La historia no solamente transcurre desde lo habitual sino que además, describe entre líneas ese saber originario y oral que forma parte de la costumbre de tantos pueblos y lugares alrededor del mundo. Y lo hace con increíble gracia: El Sleepy Hollow de Irving es un pequeño y tranquilo valle en el Estado de Nueva York, habitado por descendientes holandeses. Como otras tantas localidades de la Norteamérica llena de emigrantes, el pueblo guarda sus costumbres, leyendas y opiniones sobre lo fantástico y lo natural. Una percepción tan desconcertante como originaria que crea sus propios monstruos y terrores, sus propias historias de miedo. Y es allí, donde Irving encuentra el momento y lugar idóneo para contar — a su manera precisa, rápida, concisa y siempre divertida — esa percepción sobre lo maravilloso y lo fantástico por la que parece sentir predilección pero también, esa noción sobre lo que atemoriza. Tal parece que el miedo tiene una raíz sustancial: una idea que subsiste en lo cotidiano y que se crea así misma. Y más allá de eso, un reflejo de esa particular cultura de lo absurdo — donde todo es posible y cualquier cosa podría suceder — que Irving retrata tan bien en sus historias.
Incluso los personajes de Irving siguen esa línea aparentemente costumbrista que de pronto, puede crear algo por completo nuevo y desconcertante: el Ichabod Crane de Irving no sólo el epítome de esa visión casi genérica sobre el antihéroe que luego se haría parte del imaginario de la literatura fantástica y gótica, sino que además juega con los estereotipos para crear una visión sobre el hombre y la credulidad por completo original. El maestro Crane no es agraciado, ni tampoco valiente ni mucho menos, un hombre inolvidable. Como reflejo de la historia que protagoniza, es un cúmulo de rarezas bien planteadas que sorprende por su singularidad: pobre pero en una elegante decadencia, lleva levita remendada y zapatos de tacón que conocieron mejores tiempos. Es tan poco agraciado físicamente que para lograr las atenciones de los lugareños se prodiga en favores y es un ejemplo de corrección y buena educación. Además de eso, es culto, disfruta el canto y como no, las leyendas tradicionales que disfruta contando con gracia y enorme entusiasmo. En resumen, un personaje que no parece encajar en ninguna parte pero en realidad, lo hace en todas. Un hombre cotidianos que sin embargo resulta extraordinario en su rareza.
Y es que en medio de ese equilibrio entre lo vulgar y lo inquietante, transcurre toda la obra de Irving. No sólo lo hace a través de esos pequeños contrastes que desconciertan por su limpieza y precisión — Su Ichabod Crane despierta ternura y a la vez cierta conmiseración — sino de esa comprensión sobre los ambientes y espacios como elemento terrorífico que con toda probabilidad, provienen de los numerosos viajes que el escritor realizó a lo largo de su vida. Para Irving el pueblo de Sleepy Hollow es otro personaje dentro de la obra, con sus momentos luminosos y otros sencillamente aterradora, extendiéndose alrededor de las ideas como un espacio necesario para comprender lo que se cuenta. El escritor logra no sólo incorporar elementos de la novela costumbrista — con sus descripciones elementales sobre campos y posadas — sino que dota al pueblo de una personalidad real, que se sostiene con una enorme facilidad y consistencia a través de la narración.
Incluso el conflicto de la novela — esa aparente comedia de equivocaciones entre Katrina Van Tassel, hija de un rico labrador y objeto del deseo de Ichabod y Brom Van Brunt, su rival — parece ocultar algo mucho más lóbrego e inquietante de lo que puede suponerse a primera vista. Para el escritor, el terror tiene muchas formas de expresarse…y si duda el humor es una muy poco habitual. Y es esa salvedad, lo que hace probablemente tan curioso esta recreación del género escrita por Washington Irving. Porque con una asombrosa capacidad para la ironía y la sátira, el autor convierte lo que podría ser un relato folletinesco y hasta ridículo en una entretenida parodia de los relatos populares de miedo y fantasía. En realidad, la novela de Washington tiene muy poco de terrorífica y si mucho de irónica, una visión definitivamente burlona del miedo, la superstición y la necesidad de la mente humana de crear sus propios monstruos. Con su Ichabod Crane torpe y su historia de amor contrariada por Katrina, el autor juega con los elementos tradicionales hasta brindar una perspectiva totalmente al relato tradicional de terror, a esa búsqueda de elementos de lo fantástico y lo onírico que el género del terror intenta conjugar.
Muy probablemente, sea esa característica de desenfado y burla lo que haga que la obra de Washington Irving haya envejecido con muchas más dignidad que otros relatos de terror de su época. Con su estilo ligero y su buen uso de la ironía refinada, parece abandonar esa retórica recargada que condenó al olvido a otros relatos contemporáneos y brinda al lector una rara oportunidad de conocer esa otra perspectiva del terror o mejor dicho, de la naturaleza humana.
No obstante, esa aparente talante desenfadado de la novela, se transforma en algo más: poco a poco Irving construye una mirada sobre el terror tan genuina que sorprende por impecable y aguda. Lo que parecía una mirada burlona a lo que produce el miedo — o puede producirlo — se convierte en el miedo mismo, con sus narraciones de leyendas sobre cortejos fúnebres, lamentos en los bosques, apariciones de mujeres misteriosas y por supuesto, la leyenda favorita del pequeño pueblo, el Jinete Sin Cabeza, el centro mismo de los terrores sutiles de un pueblo aparentemente crédulo.
Es entonces cuando la habilidad de Irving para crear ambientes dota a la novela de una peculiar viveza: el giro argumental que sostiene la historia ocurre con tanta facilidad y sobre todo, fuerza que no sólo brinda todo un nuevo cariz a la hasta entonces, divertida narración, sino que crea una nueva dimensión del terror. ¿Que infunde miedo? ¿Lo que tememos? ¿Lo que ocurre? ¿O esa misteriosa combinación entre lo que imaginamos y lo que ocurre en los limites de lo que asumimos real? Con una enorme habilidad y buen pulso, Irving dibuja un paisaje donde el terror se combina con una percepción muy fresca sobre lo que asumimos puede ser temible. Y lo hace sin dejar a un lado esa convicción tan evidente suya que en medio de la normalidad, puede abrigar lo terrorífico o lo que es quizás lo mismo: lo terrorífico se disfraza con enorme frecuencia de lo que consideramos habitual.
Al final, ese plácido Sleepy Hollow, con sus paisajes idílicos y somnolientos, rodeado de misterios y pequeños silencios, parece describir mejor que cualquier otra cosa, ese terror que el mundo moderno comprende tan bien: esa claroscuro entre lo que asumimos real, lo que puede no serlo y más allá, lo que resulta terrorífico por el mero hecho de existir en nuestra imaginación. Una imagen insistente sobre lo que somos y más allá, de lo que asumimos puede ser lo real. Un interminable juego de espejos.
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