Fotografía EFE |
Durante las últimas semanas, la represión en las calles de Venezuela se ha hecho más cruenta que nunca, con los funcionarios militares y policiales convertidos en herramientas del poder y ejecutores de la ley arma política. Tal vez se trate solo de una consecuencia directa de los casi veinte años de ideologización y polarización, con su discurso único de resentimiento o revanchismo. También me he preguntado si el comportamiento del estamento militar y jurídico no es otra cosa que una reacción lógica, luego de dos décadas de menospreciar e invisibilizar a una parte considerable de la población Venezolana bajo la consiga del enemigo invisible. O a los cuatro meses de protestas, que se traducen en una larga lista de víctimas que el poder oculta e ignora. El domingo pasado, dieciseis Venezolanos fueron asesinados durante diferentes jornadas de protestas a lo largo y ancho del país. Ciudadanos abatidos por las armas de la república, convertidos en víctimas propiciatorias de la violencia. Tanto la que infringe el Gobierno en forma de represión desmedida y terrorismo de Estado, como la reacción del que protesta, acosado por un espiral de agresión que parece conculcar el derecho natural a la manifestación y a cualquier tipo de disidencia política.
Pienso sobre eso, mientras camino por una de las calles cerca del edificio donde vivo. La protesta en las calles aledañas ha sido persistente y agresiva, lo que ha provocado que la represión sea cada vez más dura, abusiva y violenta. Las paredes de los edificios están llenas de grietas, agujeros de balas, la sombra oscura del fuego. Hay algunas pancartas colgadas en paredes y faroles que exigen “Justicia, libertad,”. En una de ellas, el rostro de Juan Pernalete, asesinado por fuerzas de seguridad hace un par de meses, me mira desde su eternidad en blanco y negro. Lo observo, entre la amargura y la frustración. ¿Habrá justicia para él? ¿Para todos los que han padecido la acometida de un Gobierno que proclama la violencia como único medio de sostener la paz social? En las esquinas, se acumula basura aún humeante. Un vecino camina con paso apresurado por la esquina, lleva un fajo de volantes en la mano. El ambiente de tensión tiene un tinte agrio, una angustia muda que puedo atribuir a cualquier cosa.
Más tarde, me enteraré que dos calles más allá del lugar en el que vivo, hubo cuatro vecinos heridos por un inesperado ataque nocturno de bombas lacrimógenas, incluyendo el bebé de menos de un año sofocado por los gases tóxicos. Un vecina me explica que durante toda la noche “escuchó disparos contra las paredes, las risas de quienes lo hacían”. Una de mis amigas llora amargamente al otro lado de la línea cuando me cuenta lo que vivió a dos edificios de distancia del mío: no logra explicarme realmente el horror de vivir bajo la línea de fuego. Porque desde hace meses, Venezuela perdió el rostro de endeble normalidad que sostenía con dificultad. El descontento, la radicalización, la política del odio convirtieron calles y avenidas en pequeños campos de batalla donde se mezcla la consigna política con una profunda desesperación. Porque en Venezuela, la crisis, ese viejo fantasma que se arrastra década tras década, parece haber tomado el tinte de lo inevitable, del elemento social que aplasta. La crisis en Venezuela dejó ser una estadística, para estar en el la compra diaria del supermercado, en las historias diarias de violencia que todos escuchamos, en el temor latente y perenne. Somos rehenes del gentilicio.
- No sé si pueda sobrevivir a esto — dice. La voz le tiembla, el dolor y la rabia la sofocan — no sé cuanto tiempo pueda soportar este odio. Sin nombre. Es solo la calle que se quema.
No sé que responderle. Lo preocupante es, asumir la idea que para el Venezolano, el discurso de odio es parte de una serie de las ideas que considera habituales, una visión sobre la sociedad y la cultura distorsionada por la pugnacidad de un discurso ideologizado y prejuicioso. Sin duda, somos una sociedad con un alto índice de conflicto y violencia cultural, pero aún así, normalizar y asumir como inevitable las agresiones que sufrimos por parte del Estado, solo empeora una situación de por sí crítica, una visión de país por completo inviable. Me pregunto si la incertidumbre, si esta lucha contra el Estado convertido en opresor, podrá analizarse más allá de la polarización, si podremos asumir el deber histórico como ciudadanos, más que como partidarios. No lo sé.
Han transcurrido dos días desde la consulta electoral que impuso una Asamblea Nacional Constituyente de consecuencias imprevisibles. El desánimo, el miedo y la desesperanza llenan cada calle de la ciudad. Durante la madrugada, dos líderes políticos fueron trasladados a una cárcel militar y la confusión reina en la mayoría de los grupos opositores. La incertidumbre está en todas partes pero aún peor, la insistente sensación que Venezuela se desploma a pedazos a nuestro alrededor.
***
Hace algunos días, decido que debo salir a la calle para una aplazadisima entrevista con un cliente, pero temo hacerlo. Aún así, me obligo a darme una ducha, maquillarme, recobrar una apariencia menos enfermiza. Debo recobrar un poco el aliento, me insisto. Hay que continuar a pesar de todo, me repito, mientras tomo una bocanada de aire. Debes trabajar, ocuparte de tu vida. Aún debes hacerlo, me digo una y otra vez. Reviso de nuevo el TimeLine de mi Twitter y la información como siempre es confusa, incomprensible, se confunden las miles de voces atemorizadas, exaltadas, llenas de odio y angustia. Lo único que parece ser claro es que los enfrentamientos callejeros continúan, se acrecientan, se hacen cada vez más caóticas y sangrientas. Intento mantener la calma. Enciendo el televisor pero los canales de televisión nacionales insisten en negarse a mostrar lo que ocurre, incluso una visión parcializada del paisaje callejero. Cálmate, me digo. Intenta retomar la normalidad a pesar de todo.
No lo logro. El olor a cenizas y basura descompuesta se mezclan, crean un leve tufillo infeccioso que me revuelve el estómago. Pero la calle intenta mantener esa tranquilidad engañosa, frágil, a medio construir. No obstante, la imagen parece derrumbarse a ratos. Uno que otro apresurado transeúnte se tropieza conmigo mientras camino hacia la parada del transporte público más cercana. No nos miramos a los ojos. Hay una especie de vergüenza solapada, como si todo el caos debiera expresar alguna cosa, pero no sé cual. ¿Se debe a que todos intentamos aparentar normalidad? Al menos yo siento vergüenza. De intentar continuar mi vida normal incluso de forma parcial, de aspirar a unos cuantas horas robadas al miedo. Pero no es tan fácil escapar: a mi alrededor se echa en falta la espontaneidad diaria, de esa normalidad simple de cualquier día común. Lo que rodea es una ciudad en estado de sitio. Camino con paso lento, intentando no detenerme, tropezando de vez en cuando con trozos de realidad.
Sentada en el transporte público, me llevo las manos a la boca y me mordisqueo las uñas. La última vez que lo hice fue…no lo recuerdo. Pero si sé que tenía tanto miedo como hoy. En el autobús hay cierto nerviosismo, a pesar que la emisora de radio que sintoniza el chófer solo transmite música como cualquier día. Pero hay señales del caos. De pronto, pasa junto al vehículo un grupo de muchachos de camisa azul gritando alguna consigna política. No sé cual. Un policía atraviesa corriendo la esquina, supongo que persiguiendolos. Miro todo con el rostro apretado contra el cristal de la ventana y no sé que decir. El resto de los pasajeros murmuran en voz baja. Una mujer se inclina y mira la pantalla de su teléfono. Aprieta los labios y noto su preocupación. Pero yo no me atrevo a echarle una ojeada a mi teléfono. Tengo miedo. Así de simple. Miedo a que un desconocido me maltrate, me robe, me hiera. De manera que continúo allí, con las manos apretadas en un puño, mirando ansiosamente por la ventanilla. La música en la radio es cada vez más estridente, insoportable. Me hiere en esa tranquilidad enfermiza, quebradiza. Me lastima la sensación de ausencia de lo real, de encontrarme al borde de la realidad sin entenderla completamente.
En el Centro Comercial donde almorzaré con mi cliente, todo resulta caótico. Hay tiendas cerradas por carecer de inventario, otras que anuncian no abrirán por “situación de emergencia”. En suma, el ambiente de es desolado, una extraña quietud de tierra arrasada. Cuando me siento en el restaurante a esperar, un mesonero se acerca a la mesa, un poco sorprendido.
- Señorita, en media hora cerraremos — me informa. Lo miro como alelada. Se trata de un muchacho, de unos veintipocos. Tiene el rostro pálido y cansado, supongo que como yo.
- ¿Por qué? ¿Qué pasa?
- No sabe que ocurrirá en la tarde. Mejor prevenir.
No hace falta que me explique que debemos prevenir o la incertidumbre. Ahora hay una cierta agitación: varias personas corren de un lado a otro. Al parecer hay una barricada en alguna calle cercana y lo más probable, es que repriman a mansalva en los alrededores. Alguien me comenta a los gritos “que hay protesta” en la calle siguiente y que están quemando barricadas. Cuando llamo al cliente, la voz me está temblando. Le explico la situación, apenas entiendo lo que me responde. Estoy caminando muy rápido hacia un grupo de taxis en la entrada Principal del Centro Comercial. Y de nuevo escucho detonaciones. Siento que la respiración se me convierte en un hilo. Miedo otra vez.
El taxi avanza a toda velocidad por la autopista desierta. De nuevo, música. El taxista sintoniza cualquier emisora. La música estridente me marea un poco. El hombre me mira por el espejo retrovisor.
- ¿Tiene miedo mija? No se preocupe, esto iba a pasar — me comenta. Parpadeo, intentando enfocar la atención.
- ¿El qué? — hay tantas cosas que están ocurriendo a la vez en Venezuela, que no sé exactamente a que se refiere. ¿A la monstruosa crisis económica? ¿Al alboroto social? ¿A las interminables protestas? El hombre suspira, sacudiendo la cabeza.
- Este desorden. No hay pueblo que aguante tanta miseria — me dice — ¿Usted no ve cómo está todo? Este país se cae y no es de ahora, es que ahora es peor que nunca mija. Esto tenía que pasar. Ya pasó antes. El pueblo aguanta mucho, pero cuando ya no aguanta más, no hay quien lo detenga.
No sé que responder a eso. Tengo varios recuerdos, borrosos y fragmentados sobre el 27 de Febrero de 1992. Tal vez solo recuerdo el miedo, la sensación de pánico que una niña como yo no podía entender muy bien. Para mi, 27 de Febrero era la escena de mi familia reunida en mi casa, con rostro preocupado y cansado. Las largas colas frente a establecimiento de paredes quemadas para comprar algunos pocos alimentos. El olor de la ceniza en el aire. El mismo olor que ahora llena Caracas, esta ciudad gris y borrosa.
Miro a mi alrededor. Los barrios que se extienden en las pequeñas laderas junto a la autopista. Con sus paredes de rostros coloridos: Reconozco a Chávez y un Bolivar de mirada seca que mira con ojos entrecerrados el abandono que le rodea. La tristeza oculta detrás de la decoración partidista, a trazos, medio construidos. ¿A eso se referirá el hombre? ¿A esa infinita paciencia histórica del Venezolano maltratado por el poder? ¿Qué límite se transgrede cuando la provoca?
La noche cae en una ciudad convulsa. La información llega de todas las fuentes, casi toda es dudosa. Recibo numerosos mensajes de mensaje instantánea comentando la situación en calles y avenidas. En Twitter, todas las voces gritan por una crisis silenciosa, que se desliza bajo la normalidad forzada que el gobierno insiste en mostrar. De nuevo, reviso canales de televisión: la ilusión de la realidad. Y más allá, otra vez las detonaciones, esas que se han hecho familiares. Acompasadas, lejanas. El olor amargo, picante, me llega en ráfagas, apenas nítido. El miedo, ese si es agudo y muy evidente. De nuevo, me cuesta respirar.
Aguardo. Escucho una tímida cacerola tocar. Son casi las ocho de la noche del cuarto mes de protestas consecutivas. Me pregunto si esta Venezuela que se sacude en miedo y en caos, estará agotada, agobiada por el sonido de su propia furia. Como un eco a mis pensamientos, el sonido de las cacerolas aumenta, pendula, se enerva. Es un sonido colérico en todas direcciones. Me acerco a la ventana: el sonido se extiende por Caracas como lentitud, lo cubre hasta que solo hay cacerolas sonando. Y también, gritos que se le oponen, la furia del otro rostro de toda una historia que no termina de contarse. El estruendo aumenta. Se hace ensordecedor.
Más detonaciones. Un grito de alguien que avisa “allí viene la Guardia”. No sé de dónde proviene la detonación ni tampoco el grito. El sonido del golpe de olla tiene su propio ritmo. Cuando cierro los ojos, tengo la sensación que todo se confunde. Y siento una euforia salvaje, de la protesta, del quiero hacerme escuchar y también ese hilo de miedo, nítido, en la garganta. Todo se mezcla, se hace irrespirable. Cuando me doy cuenta que estoy llorando, no sé por qué lo hago.
Hoy no dormiré. O quizás sólo unas pocas horas. Porque en Venezuela, lo normal se convirtió en esta realidad quebradiza, en esta sensación de inevitabilidad que se enreda en el transcurrir de cada día abrumador. No sé que ocurrirá mañana. Durante los últimos días he tenido la sensación que no comprendo bien que piezas dejaron de encajar en el país, como idea, como circunstancia, como esperanza. Sin nombre, a solas, aún con los ojos cerrados, en la oscuridad, me pregunto como contaré estas historias de lágrimas invisibles, de temores dolorosos y de siempre identidad.
Venezuela es mi historia. Quizás parte de mi identidad. Y esta ruptura entre lo que somos y lo que seremos — o podríamos ser — es una herida abierta que no termina de cicatrizar.
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