Polaroids de Andrei Tarkovski |
Toda obra artística es reflejo del punto de vista de su autor: una opinión subjetiva y simbólica sobre la identidad que se fragmenta como discurso estético. Algo que el director Andrei Tarkovski sabía desde un instinto esencial que le llevó a construir un discurso cinematográfico por completo desconcertante, al que muchas veces se le llamó radical, complejo y en mayor medida, artístico. Eso, a pesar que Tarkovski no parecía interesado en el arte en estado puro, sino en algo más profundo, enrevesado y doloroso. Una elaborada propuesta espiritual e intelectual que subvierte la habitual necesidad del cine de construir un discurso fácil, digerible. Incluso accesible. Pero para el director ruso, el cine no sólo era un vehículo de expresión — que lo es, en tanto y en cuanto se alimenta de sus obsesiones — sino algo más doloroso y preciso. Una propuesta simbólica donde la necesidad de reconstruir la visión del espectador y dotarla de una expresión incómoda y casi hiriente, es mucho más evidente que la del complacer la mera concepción del cine de autor.
Tarkovski comulga con la obra radical, la que se aleja y rechaza cualquier concesión al público. La filmografía del autor no se prodiga en explicaciones y se construye a base de elaboradas propuestas argumentales que fácilmente puede ser acusadas de simple excentricidad estilística. Pero lo que diferencia el cine del director de otras propuestas tan intelectuales pero mucho menos atinadas, es su sensibilidad. Porque el director encontró en el presente y en la referencia a un discurso visual que capta el tiempo real como principal motivo de inspiración, toda una nueva construcción visual. Toda su propuesta fílmica avanza hacia un depurado discurso de imágenes que construyen historias mínimas, que casi podrían juzgarse como en extremo sencillas. Y no obstante, es el discurso mesurado que las sostiene — inquietante y a la vez subjetivo — lo que alimenta esa visión desigual del Tarkovski autor, de esa búsqueda del motivo visual que sustenta la argumentación del diálogo narrativo. Una pieza que calza con otra a la perfección y crea a su vez, una visión mucho más amplia e inquietante. Un diálogo interno entre el mensaje que se transmite — se elabora cuadro a cuadro — y algo más denso, que yace al fondo de la propuesta. Un misterio dentro de un misterio.
Quizás por ese motivo el film “Sacrificio” sea considerado un ejercicio discursivo ejemplar de su autor. Tarkovski en estado puro. Precisa, profunda, desconcertante y en algunos momentos, por completo incomprensible, la película parece resumir esa visión del director sobre la realidad como un lienzo en blanco, una metáfora preciosista sobre el espíritu humano y sus entresijos. Aunque no se considera la película más personal del director, si se trata de un documento visual que refleja un momento especialmente difícil del director: Tarkovski sería diagnosticado de una enfermedad mortal justo al finalizar su rodaje. Y es que “Sacrificio” parece sugerir esa lenta transformación de la nostalgia — reflejo del real estado anímico de Tarkovski — en algo mucho más doloroso, elemental y duro. Una progresiva reconstrucción del discurso visual en algo más simbólico y sin duda Universal que lo que parecía ser el primer planteamiento del director. Pero la transformación no es obvia, como nada lo es en el cine de Tarkovski. Hay una transformación pausada, en un ritmo silente que crea una obra cada vez más dura de comprender pero no por ello, menos poderosa.
“Sacrificio” se basa justamente en la necesidad del milagro y la donación del yo como máxima esperanza para vencer al dolor y la muerte. Pero no se trata — ni mucho menos — en una inspirada visión sobre el valor del sufrimiento, sino un análisis sobre la capacidad del espíritu humano para saberse marioneta del destino. Una pequeña ironía dentro de muchas otras. La figura del milagro — y del Sacrificio, como acto de redención absoluta — pareciera transformarse en algo más denso y turbio, en un cuestionamiento al borde del abismo de la conciencia. Esa visión inmediata de la oscuridad del hombre en medio del miedo y el desconcierto.
Porque para Tarkovski, el milagro no llegó. De hecho, su muerte podría ser el colofón de esa revisión inmediata de su obra como autorreferencial. Una visión fragmentada de esa búsqueda de respuestas hacia lo inevitable. La muerte como última visión de la fragilidad del humana. Y es que es necesario preguntarse hasta que punto Tarkovski se mira así mismo como una pieza en medio de toda esta interpretación de la vida y el sufrimiento, la cuidadosa elaboración de una reflexión sobre quienes somos y cuánto nos transforma la mera idea de la mortalidad.
La estética de Tarkovski logra además, elaborar una puesta escena expresiva que no deja resquicio para la ambigüedad, a pesar de su sutileza. Una revisión depuradísima de lo que lo que se muestra de manera inmediata. Una franqueza casi dolorosa, donde una posible interpretación puede crear una visión totalmente nueva del mismo planeamiento. Una contextualización del sentimiento y la percepción intelectual como parte esencial de lo que se cuenta, lo que se muestra y lo que incluso se sugiere. Pero además, una necesidad de contar una historia de manera tan minuciosa, que cada detalle cree un texto narrativo nuevo. Una línea de ideas que se cruzan para crear, con una exactitud que asombra, un metamensaje cada vez más profundo en la propuesta fílmica.
En “Sacrificio” el tema de la ofrenda (titulo original de la película en Ruso) obsesiona de nuevo al director, que ya había ponderado al respecto en film anterior “El ermitaño” donde el personaje central se prendía fuego para demostrar su fe inquebrantable, un sacrificio de conciencia que intentaba sublimar el poder de las ideas a un nivel casi divino. En “Sacrificio” el tema se hace central pero también, esa revisión del fuego — como metáfora de la destrucción — como la línea que abre dos etapas del ser, dos visiones de una misma perspectiva de la realidad. La incesante necesidad del personaje principal de encontrar un sentido a su existencia, parece entrecruzarse con la epifanía espiritual, transformada bajo la visión de Tarkovski en una diatriba elemental que le permite analizar esa necesidad incuestionable del hombre como parte de una visión mucho más amplia de si mismo. Porque al final, Tarkovski no parece interesado en brindar verdadero valor al sacrificio de su personaje o al concepto que pueda representar, sino que pondera — con una crudeza que lastima — esa interpretación de la donación personal como parte de una idea mínima, que subyace en lo que el hombre interpreta del mundo y las consecuencias de esa posible interpretación.
Sin duda, Tarkovski utiliza el cine como un vehículo de despiadada reflexión: su cine no está construido — conceptual y visualmente — para divertir, sino para incomodar. Sus historias se remiten a una dialogo interno incesante que no parece tener en cuenta la complacencia del posible público que analiza la obra y mucho menos, algo más allá que la relevancia de lo que se cuenta. Tarkovski se toma su tiempo — y lo hace con toda intención — para plantear la tensión de la trama, con planos lentos y meditados que alcanzan su punto más alto en los amplios paisajes desolados que envuelven el metraje en un aire casi onírico. Ajeno a los sentimentalismos, el director insiste en subvertir esa idea fílmica del cine que se prodiga, en contraposición al cine que debe ser descubierto, que esconde ferozmente sus símbolos al visionado más superficial.
Tal vez por ese motivo, “Sacrificio” sea llamada obra maestra. No sólo por su capacidad para cautivar, conmover e incluso al herir al espectador que se esfuerza en comprender la película, en ocasiones sin lograrlo, pero aun así insiste en hacerlo, logrando una tensión única entre el lenguaje fílmico y lo que se muestra, sino por su valor elemental. “Sacrificio” insiste en el valor de ese diálogo interno, casi siempre invisible y muchas veces enigmático de espíritu del hombre con algo más amplio, esa trascendencia que apenas se sugiere y que no obstante, parece ser un elemento concreto dentro de lo que se expresa. Esa otra visión del arte como espejo del alma humana y quizás en última instancia, ese reconocimiento de una divina superior.
Hablar con Dios.
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