miércoles, 23 de agosto de 2017
La muerte y la belleza: García Lorca y su legado, más allá de la tragedia.
El mundo literario y también el de más allá de las fronteras de la página escrita, parece obsesionado con la muerte de García Lorca. No sólo por las espantosas circunstancias en que ocurrió — ese fusilamiento en solitario, en medio del miedo y de la violencia — sino también por el misterio que vino después. Una tumba sin nombre, restos olvidados de una historia que aún sacude a su natal España y que continúa obsesionando no sólo a sus devotos sino incluso a sus críticos. Y es que Lorca, más grande que su mito, mucho más profundo que las leyendas que se tejen a su alrededor, sobrevivió a la peor de las muertes, a las más dolorosa de todas: el anonimato de un disparo que no sólo destrozó — o lo intentó — su historia, sino también su legado. Un disparo a la conciencia colectiva, que derramó la sangre del poeta y todo lo que simbolizó como reformador de la poesía española y quizás, la del mundo. Poderoso, ambiguo, pura emoción viva reconvertida en palabra, Lorca supo encontrar la trascendencia incluso en la más ignominiosa de las muertes.
Pero Lorca es mucho más que su muerte, a pesar de la insistencia de la historia oficial y la morbosidad popular en lo contrario. Lorca es el poder de la poesía, creando y recreando la visión de la belleza a través de la inspiración literaria y también, esa búsqueda ilusoria del poder de lo que se narra — en poemas extraordinarios — y lo que se mira — esa rara intuición del poeta — a través del arte en estado puro. Y es que Lorca era mucho Lorca, como solía decir sobre él su entrañable amigo y amor Platónico Dalí o mejor dicho, su poesía sobrepasaba al poeta para crear una perspectiva propia del mundo. Una búsqueda elocuente de cierto punto de vista preciosista no sólo sobre el valor de la poesía como género — que lo hizo — sino algo más elemental y duradero. Esa percepción del verso como cúspide y motivo de toda búsqueda meditada y casi divina de la palabra como esencia de toda creación.
Observador y apasionado, Lorca se aproxima a la poesía desde la vivencia. Toda su obra parece nacer y prosperar desde la profundidad de un tipo de experiencia que se mezcla de manera inevitable con su necesidad creativa. La inquietud de Lorca por el verso no es un únicamente emotivo, sino también, una expresión definitiva de su insistente cuestionamiento. Y es que Lorca, más allá de la leyenda que se construye a su alrededor, de las imágenes que le representan toda inocencia y distancia gracias al martirio de su muerte — de nuevo la muerte, rozando y quizás devastando el núcleo conciso de su obra — es un espíritu audaz que encuentra en lo literario un solaz a una íntima inconformidad. Lorca, se nutre no sólo de ese pesar insistente de saberse distinto, marginal, incluso disminuido en su rareza — más de una vez se refiere así mismo como “Ese Gondiflón en el que no me reconozco” — sino de esa capacidad suya para encontrar la belleza en los momentos más inesperados e imprevisibles. Como le ocurrió en 1928, cuando ojeando el diario ABC de la Residencia de Estudiantes donde vivía, se tropieza con la noticia de una tragedia familiar, doméstica, casi invisible: una mujer es secuestrada en medio de su boda y la celebración se convierte en un enfrentamiento sangriento, en un asesinato, en un horror para un pueblo diminuto y bucólico. Lo demás es historia: Inspirado en el sufrimiento y la violencia, Lorca escribe. Y lo hace con una ahínco desconocido, exacerbado. Mucho después diría que el asombro por la historia — y el miedo que le provocó — le permitieron crear quizás, una de sus mejores obras. Porque “Bodas de Sangre” (que subtitula como en una búsqueda de orden en el caos Tres actos y siete cuadros”) nació de esa especulación del poeta por la verdadera tragedia, para luego transformarse en algo más. De la intención documental, la obra se convierte en una prosa realista en un verso espléndido que luego, se confunde en un fundamento fantástico que sorprende por su poder de evocación. Lorca, deslumbrado por el poder de la sangre — el terror, el miedo, la belleza de la angustia del hombre — construye todo un manifiesto sobre la muerte, sobre el dolor y la perdida. Sin sospechar que muchos años después, su vida se convertiría también en una pieza incompleta, en una elegía a trozos de una historia profundamente dolorosa y belleza.
¿Fue una premonición de su muerte esa necesidad de mirar el dolor a través de la poesía? Nadie lo sabe en realidad, aunque Lorca siempre estuvo obsesionado con la muerte por esa necesidad suya de analizar el misterio desde el misterio. Lorca, que escribía por amor y por miedo — “soy la suma de mis pequeñas debilidades y dolores” insistió en una de sus preciosas cartas a su amado Dalí — también lo hacía por escapar justamente de esa necesidad abrumadora de comprenderse. Y es que el enigma — el de la palabra, el del conjunto de pensamientos y sensaciones, el de los dolores escondidos — siempre celebró y construyó esa noción firme de Lorca como constructor de su propia realidad. Una y otra vez, Lorca intentó encontrar en la poesía no sólo la justificación a esa pulsión inocente y desesperada de contar — la poesía como espejo — sino también de mostrar y celebrar su propia individualidad. Desde el enigma de su sexualidad — y esa tórrida pasión reflejada y construida como un espejo dual de su propia idea del mundo — hasta la necesidad de la creación en estado puro, para Lorca el verso fue una visión elemental sobre su necesidad de comunicar su idea sobre el mundo. El real y el inexistente, el verdadero — crudo y doloroso — y el ideal, elaborado a base de una idealización tardía sobre su capacidad para comprender la realidad.
Quizás por esa pasión y premura por contar las pasiones y dolores que le abrumaban — la poesía es instintiva, llegó a decir un Lorca azorado por su propio éxito — el poeta insiste en construir un entramado de palabras entre estructuras desiguales, como si necesitara no sólo la pura belleza del verso sino también, esa prosa enajenada y rítmica tan parecida a sus poemas. Lorca, enfurecido, apasionado, con una necesidad insoportable de contar — el mudo como un reflejo del mundo en su interior — encontró en la literatura — prosa o verso — un lugar de reposo, un espacio en blanco para cuestionarse así mismo. Para mirarse con una libertad a la que aspiraba y que durante toda su vida, lucho por encontrar. Una y otra vez, Lorca construyó a través de la poesía, un puente entre dos aproximaciones a la belleza — la brillante y la sombría — y quizás al propio sentido de su obra, tan dolorosamente conmovedor, tan inquietante en su delicadeza. Tan absoluta en su poder de seducción.
Pero Lorca, al final de todo, quizás también es su propia muerte. Convertido en víctima, Mártir y símbolo, la muerte y la vida de Lorca parecen signada por la tragedia muda. Por el documento embellecido en su imaginación y destruido por el peso de la realidad incesante. Esa visión a dos extremos que persiguió, presagió y temió durante toda su vida — “A veces temo el no despertar” escribió en una oportunidad, abrumado por la desesperanza, con la necesidad pura de escapar de ella — y que sin duda, signó su obra y legado más que cualquier otra cosa. Lorca, obsesivo y desconcertado, encontró en la muerte una contradicción a esa incesante necesidad suya de justificar los pequeños sufrimientos mundanos. La muerte, el último misterio, la palabra más dolorosa, la grieta en esa expresión amplia sobre la creación espiritual que con tanta insistencia indagó la poesía de Lorca. Esa inquietud que estuvo siempre a mitad de camino entre el dolor y la búsqueda de algo más confuso, sutil y quizás amargo. Una personal desazón.
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