miércoles, 16 de agosto de 2017

Lo erótico y lo pornográfico como una forma de independencia intelectual: Unas reflexiones sobre la novela anónima “Cruel Zelanda”.





Para la literatura, un escritor anónimo siempre será una combinación entre misterio, provocación y algo más turbio, a mitad de camino entre lo que se sugiere y lo que se desea mostrar. Porque el anonimato, esa ausencia de identidad y de motivos, da para todo. Y sobre todo, parece abarcarlo todo. Desde la idea de la personalidad del escritor — que suele terminar confundida con el poder de su obra — hasta algo más sutil, esa opinión y prejuicio que todo lector se crea a través del individuo que se esconde detrás de las palabras. Pero el anonimato, como recurso, no sólo destruye la idea de analizar la escritura a través de la personalidad de su autor, de intentar comprenderlo a través de una serie de ideas que se entrecruzan entre sí sino que además, desnuda la obra en lo esencial. Porque una obra sin padre, que se sostiene por si sola, parece mostrar la idea originaria de la literatura en estado puro: de lo que se asume como real y lo que se plantea como ficticio. En medio de ambas cosas, se construye algo mucho más profundo e inquietante. La obra que nace por derecho propio, sin ningún otro planteamiento como no sea el de contar una historia.

De manera que quizás, esta ausencia de vanidad autoral, esta pérdida de ese necesario fragmento de información que brinda la autoría, sea el disfraz favorito del escándalo. Lo ha sido desde los albores de la humanidad — maravillosos textos anónimos que escondían verdades destructoras, concluyentes — e incluso en el mundo contemporáneo, donde el improbable anonimato intenta proteger la información o al menos, brindar al autor que se esconde detrás de la palabra un nuevo panorama de actuación. Un margen de maniobra lo suficientemente amplio para construir sin pensar en los límites, en los temores y prejuicios. Así que no es de extrañar, que el erotismo — ese género literario considerado tan peligroso por tanto tiempo — haya encontrado en el anonimato su mejor forma de expresión, la forma ideal de difundir el escándalo y la provocación sin atenerse — ni obedecer — las reglas habituales que podrían castigarlo. Porque el erotismo, lo sexual y sobre todo, la ruptura de lo que consideramos moralmente aceptable, siempre han sido líneas peligrosas dentro de cualquier sociedad y cruzarlas un riesgo para cualquier autor que intente asumirlo.
Quizás por ese motivo, “Cruel Zelanda” sea considerado con frecuencia uno de los libros más desconcertantes de la literatura erótica reciente. No sólo porque el anonimato de su autor permite construir todo tipo de hipótesis sobre las motivaciones que tuvo al escribirlo o la idea general que sostiene la historia, sino porque además se trata de una narración poderosa, vitalista y sobre todo descarnada sobre el sexo y más allá, las inhibiciones y los prejuicios. Una mirada honesta, cruda, sobre los límites morales de lo que consideramos el sexo y más allá de eso, una reconstrucción esencial sobre la manera como lo erótico se percibe, se asume y se interpreta como elemento cultural.

Publicada por el editor francés Jean- Jacques Pauvert en el año 1978, la novela “Cruel Zelanda” se presenta así misma como un misterio literario que hasta ahora, nadie ha podido resolver. No sólo se trata de una narración atípica por su sencillez y sobre todo, su durísimo planteamiento — la moral restrictiva y el sexo que libera — sino además, el hecho que sea planteada desde la perspectiva de una mujer víctima. O al menos, esa es la presunción de origen de la novela, pero que muy pronto, parece convertirse en otra cosa, en un análisis rudimentario sobre lo que hace erótico al ser humano y la sociedad que lo reprime. Porque “Cruel Zelanda” no es sólo una novela sobre el sexo, sino también, sobre las implicaciones culturales de la sexualidad, sobre el poder del placer y la libertad que brinda lo carnal. Todo una nueva reinvención desde el punto de vista erótico de lo que se plantea como el “buen salvaje” y también, la percepción del sexo — crudo, sin matices, una aventura de los sentidos — como búsqueda de identidad y de individualidad. Un planteamiento profundamente novedoso, a pesar de que ya D. H. Lawrence lo había analizado de manera suficiente en su novela “El amante de Lady Chatterley”, publicada unos años antes.

Pero, donde Lawrence insiste en recrear la sexualidad como una búsqueda interior y un tránsito de lo convencional a esa completa expiación de la culpa moral a través de lo erótico, el anónimo autor de “Cruel Zelanda” plantea algo por completo nuevo: una visión de sexo no sólo como un mecanismo de comprensión sobre los límites de la libertad personal, sino de las restricciones culturales que se asumen como parte de la personalidad social. Para el autor, no se trata de asumir la sexualidad como una búsqueda que reconstruya la percepción sobre su propio cuerpo y su capacidad erótica, sino algo más profundo y abstracto. Una mirada a los temores, a las ideas, a lo que consideramos aceptable y lo que asumimos como tentador. Y es que “Cruel Zelanda” no sólo pondera sobre el erotismo que libera — un tema que el Marqués de Sade ponderó con enorme inteligencia — sino de la crítica hacia la ética que restringe y lo social que aplasta bajo un yugo formal insoportable. De nuevo, la metáfora del buen salvaje construye un reflejo de lo que se aspira, de la naturaleza que redime y sobre todo, de la inocencia de lo crudo y visceral como último límite entre lo consideramos racional y admisible.

La novela causó un inmediato revuelo, aunque jamás fue un éxito de ventas, quizás porque se le consideró de inmediato como una rareza literaria, lo que la relegó a ese espacio inmediato de las obras sin mayor valor que la curiosidad que inspira. No obstante, se trata de una obra profundamente filosófica, que pondera con enorme sensibilidad sobre el erotismo femenino, la forma como la tradición histórica delimitó sus aspiraciones y límites y lo que resulta asombroso en una obra de su época: la necesidad de la mujer de concebirse como una criatura sexual.

El argumento es sencillo y sin embargo, se desarrolla con una inteligente capacidad para asombrar: La esposa de un oficial Inglés del siglo XIX — sujeta y reflejo de todos los estereotipos y convenciones de la Inglaterra Victoriana — es secuestrada por una tribu salvaje de Nueva Zelanda. Obligada a vivir en una cultura que celebra la sexualidad y que le somete a toda una serie de ritos sexuales — que el autor transforma en una búsqueda de placer femenino — la historia parece avanzar hacia un replanteamiento sobre la sexualidad y la identidad femenina. Porque no se trata sólo de una reflexión sobre lo que se considera admisible como parte del placer carnal sino los límites que lo hacen comprensible para la cultura que cierra puertas y fronteras en favor de la moral establecida. Quizás por esa razón, la narración de la novela no es una descripción de los horrores y temores de la víctima, sino más allá, una reflexión sobre el poder del sexo, del placer carnal como vehículo de expiación — individualidad — y por último un reflejo de la necesidad de asimilar lo sexual como irreprimible y esencial. Paulatinamente el personaje se descubre así mismo — se mira desde el sexo y para el sexo — y lo hace con una lucidez casi sencilla, nacida de la experiencia y la experimentación, de la necesidad de asumir la idea del placer como parte de una atávica comprensión sobre si mismo.

En un giro argumental considerado por muchos críticos de una enorme sutileza y punto esencial de la narración, la protagonista regresa a la Londres que abandonó en medio de temores y desasosiegos, transformada en una mujer insaciable, en un espíritu salvaje y enfurecido que se niega a aceptar los límites y que de hecho, los repudia. Una y vez, el personaje se cuestiona así mismo, se atreve a reprocharse los largos años de sumisión y de castigo moral inaudito. Es entonces cuando la novela se transforma en algo más refinado y existencialista, en un cuestionamiento claro a la normalidad y lo que consideramos moralidad. Una vuelta de tuerca asombrosamente efectiva sobre lo que se asume inevitable y aún más, se analiza como parte de nuestra idea esencial sobre la sociedad.

Por casi dos décadas, se creyó que el autor de “Cruel Zelanda” debía ser una mujer, por su sensibilidad y precisión para describir el universo femenino, los sinsabores y la rudimentaria comprensión de la historia masculina sobre el misterio de la mujer. Finalmente y en un giro casi teatral de una historia casi desconcertante, el autor Jacques Serguine reconoció su autoría. Un hombre desconocido, apadrinado por el autor Jean Paulhan, quien por años fue su mecenas literarios y publicó buena parte de su obra. Un apóstata literario que insistió desde su primera novela — “Le fils de rois” aparecida en 1959 y censurada por atentar contra “las buenas costumbres” — en su capacidad para el escándalo y para provocación. La revelación sorprendió y pareció añadir sustancia al debate y al viejo misterio sobre un libro que continúa desconcertando, por su mirada abrasiva sobre lo que la mujer puede ser y lo que implica su concepción sobre lo sexual. No obstante, tal vez sea la pieza adecuada para completar el precario equilibrio entre una obra considerada escandalosa y su autor, marginado por su insistencia en enfrentarse a la moral provinciana. Entre uno y otro, la visión es elemental y directa: la naturaleza humana no se doblega y se asume como una primitiva rebeldía.

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