sábado, 26 de agosto de 2017
Los nombres secretos y otras historias de brujería.
En una ocasión, mi prima M. se empeñó en que debíamos entrar a la casa abandonada a dos cuadras de donde vivíamos. Lo hizo tanto tiempo y con tantas razones que finalmente me convenció, a pesar que yo no estaba muy convencida y de hecho, la supuesta aventura me provocaba escalofríos.
- Pero ¿Por qué quieres entrar allí? - insistí mientras caminábamos calle arriba. Prima ni se dignó a mirarme, envalentonada y eufórica.
- Porque quiero saber que pasa en su interior.
Eso no era una respuesta que pudiera tranquilizarme. La verdad, yo no estaba para esas grandes osadías, a pesar que también solía intrigarme la vieja casa de paredes mohosas y puertas rotas. Nadie sabía muy bien por qué sus dueños habían decidido no regresar de su natal Europa y habían dejado la casa desplomarse lentamente en el abandono. Era un lugar muy bonito, por cierto. O lo había sido: con su cerca de metal ornamental, su techo de tejas que se elevaba en punta y su ibérica de claraboya, brillando aún en algunos trozos de cristal que habían sobrevivido al vandalismo de los niños vecinos. A mi me encantaba mirarla: cada vez que regresaba del colegio, me retrasaba un par de pasos por detrás de mi abuela para admirar su figura lóbrega, esa belleza extraña de postigos rotos y hierba mal cortada que la hacia tan atractiva.
Pero no por eso quería entrar, me dije mordiéndome los labios. Abuela solía decir que probablemente la casa estaba por desplomarse por puro efecto de las lluvias y el pertinaz abandono. Y parecía tener razón: cada septiembre, la casa parecía sacudirse por la lluvia que bajaba de la montaña, aguantar como podía las largas tormentas de verano. Y poco a poco, se desplomaba en ese paisaje un poco fragmentado del que parecía no haber retorno ¿Qué podía intrigar a una adolescente petulante y malcriada como mi prima allí? Pues no se me ocurría nada.
Claro está, yo tenía nueve años - casi diez, me repetía con frecuencia, sacando el pecho y alzándome un poco sobre las puntas de los pies - y no tenía mucha idea del motivo por el cual la gente hacia las cosas. O al menos, todavía no tenía muy claro por qué la gente actuaba como actuaba. Seguía siendo un misterio, de esos que ni todas las preguntas del mundo parecía responder. Y mi prima, por supuesto, era uno de los más extraños. Tenía quince años y era todo lo que yo quería ser y no era: alta y bonita, con una brillante melena rizada que le caía un poco más abajo de los hombros. Una chica popular y simpática que le gustaba reír y tenía muchos amigos. A veces, la miraba con una triste envidia, detrás de mis cuadernos del colegio y me preguntaba si alguna vez, yo sería así: tan radiante, tan atractiva, tan despreocupada. Lo dudaba mucho, la verdad.
Además, era bruja, no olvidemos. Casi había culminado los siete años de iniciación para aprender brujería y suponía que tenía conocimientos maravillosos que yo sólo podía imaginar. Mi abuela solía felicitarla por la pulcritud de sus notas, por su esmero y cariño en el aprendizaje. Seguramente era una bruja con grandes poderes. O al menos yo estaba firmemente convencida de eso: todavía no tenía mucha idea de lo que la brujería podía ser o que significaba en realidad llamarse bruja, por lo que mi prima, casi tan joven como yo, era el símbolo de lo que deseaba desesperadamente. Por supuesto, nunca lo admitiría en voz alta. Mi prima solía ser despectiva conmigo y no perdía oportunidad de burlarse de mi: de mi cabello en punta, mi voz chillona o mis rodillas de niña flacucha. Así que lo menos que deseaba era que supiera que en secreto, deseaba ser como ella.
Quizás por ese motivo, había aceptado acompañarle a explorar la casa de la esquina. Aunque no estuviera muy convencida y aunque realmente, no me apeteciera demasiado. Pero si prima quería hacerlo, es porque algo bueno debía esconder la casa, algo tan interesante como para justificar el riesgo y el posible regaño de colarnos en una casa ajena. Al menos, eso me repetí muchas veces mientras sacudíamos la cerca de metal y tirábamos de ella para abrir un boquete. Encorve la espalda y me empujé hacia adentro. Mi prima lo hizo también, con un gesto mucho más grácil que el mio.
- ¿No es esto estupendo? - dijo levantando su linterna color rosa muy brillante. Eran las dos de la tarde de un día muy luminoso pero supongo que parte de la aventura, era llevar una linterna e iluminar lo que necesitaba ser iluminado - ¿No te encanta?
La verdad, que no, pensé mirando a mi alrededor. Avanzábamos por el jardín lleno de piezas rotas de porcelana de lo que yo suponía había sido una piscina que no podía encontrar y maleza. No sólo hierba mal cortada y espinosa como la del jardín antipático de mi abuela, sino maleza de verdad, de la que se subía en los objetos para cubrirla y tenía mal olor. Además, la tierra estaba encharcada de un lodo sucio y apestoso que de inmediato me ensució las medias y los bajos del jean. Me apresuré a saltar de charquito en charquito, mientras mi prima avanzaba con rapidez en su botas de caucho para la lluvia. Me pregunté si no debía haberme avisado trajera las mías.
- No entiendo todavía que quieres encontrar aquí - insistí. Ella se detuvo y se dio vuelta sosteniendo la linterna justo hacia mi cara. Parpadeé.
- Bueno, todas las brujas buscan aventuras.
Vaya, eso si que era nuevo. Tomé una bocanada de aire, manoteando para evitar el montón de mosquitos que se me veían encima y que estaban especialmente interesados en los orificios de mi nariz. Escupí y estornudé, mientras prima avanzaba por el caminillo de grava hacia la puerta rota del fondo.
- La abuela suele decir que toda bruja tiene un corazón aventurero y lleno de deseos de aprender - siguió, mientras apoyaba la mano abierta sobre la madera cuarteada y abombada por la humedad - y que para ser bruja hay que vencer los temores y terrores. Eso es ser una bruja. No tener miedo nunca. ¿No es eso genial?
De que era genial, debía serlo, pero dudaba que yo alguna vez lo lograra. Apesadumbrada, pensé en el muchísimo miedo que tenía en ese momento, mirando hacia el interior de la casa abandonada a través de una de las ventanas de cristales rotos. No podía distinguir demasiado, pero todo parecía destrozado, roto, irremediablemente perdido. La luz del día entraba en rayos limpios y radiantes por entre las rendijas del techo caído y le daba un aspecto melancólico, que podría haber sido bello, de no ser definitivamente inquietante. Y es que había un aire de dolor y de algo más agrio en todo el paisaje de la casa, como si la basura podrida en las esquinas, los muebles rotos y caídos en el suelo, las paredes rotas, fueran una especie de rostro olvidado y herido. ¿Por qué alguien abandona su propia historia?
Mi prima empujó la puerta rota y logró abrirla lo suficiente como para permitirnos pasar. Levantó otra vez su linterna inútil y me enfocó al rostro. Parpadeé, deslumbrada.
- ¿Me esperas o vienes? - dijo en su habitual tono petulante - te puedes quedar si quieres.
Lo dijo en un tono de conmiseración que me golpeó con tanta fuerza como un bofetón. Saqué el pecho, enfurecida y avergonzada.
- No me quiero quedar.
Ella sonrió y avanzó hacia el interior de la casa y yo me apresuré a seguirla. Por un momento, el miedo desapareció y sólo pensé en que debía demostrarle que era tan fuerte como ella, que en algún lugar de mi espíritu había una bruja valiente y fuerte esperando a nacer.
***
Cuando se recuerdan las escenas de la infancia, con frecuencia nos sorprende la libertad de la disfrutábamos. O al menos, a mi me sorprende la despreocupación de nuestra imprudencia, la inocencia de la osadía. Como si el mundo y sus peligros no sólo nos resultaran ajenos sino también poco importantes. Y quizás, por ese motivo tan claros, tan evidentes y tan cercanos cuando los miras a la distancia.
Pero con nueve años - casi diez - no se piensa en esas cosas. No se piensa en el piso movedizo y peligroso, en la presencia amenazante que puede esconderse en la oscuridad, en la amenaza del crujido de la madera sobre lo que caminas. Al menos, yo no lo pensaba mientras avanzaba pegada a los talones de mi prima, mirando a mi alrededor, temblando por el olor del aire húmedo y putrefacto, el piso de yeso abierto como pequeños cráteres misteriosos. Mi prima avanzaba con la linterna en la mano, iluminándolo todo y comencé a pensar que no había sido tan inútil la llevara después de todo.
- Me pregunto por qué esta gente se fue - dijo mi prima en voz baja. La luz y el calor del día se habían quedado más allá de la puerta rota y dentro de la casa, todo parecía mustio, lento, a punto de derrumbarse. El salón donde nos encontrábamos, parecía haber sido arrasado por un viento bíblico, con sus paredes chorreando de humedad, los pocos muebles abiertos y con el relleno brillando en la oscuridad. Había ropa sucia en el piso, restos de argamasa y madera. Y el olor dulzón y sofocante de algo orgánico en plena descomposición. Me tapé la nariz, temblando de repugnancia y sin atreverme a admitir que también de miedo.
- ¿Por qué te importa saberlo? - pregunté. Mi prima sacudió la cabeza, paseando el haz de luz por la pared a la derecha hacia arriba. En el papel de la pared, había la marca clara de un cuadro y los restos de una lámpara rota.
- ¿A ti no? - susurró. Se acercó a la pared e iluminó el recuadro de papel manchado directamente. La luz saltó, se abrió en los bordes y rebotó en el techo. Una colección de sombras nuevas apareció a nuestro alrededor - Desde que la vi me da mucho miedo y queria entrar para saber por qué me lo daba, por qué esta gente decidió irse y no volver. Por qué la casa aún no se vende.
También me lo había preguntado claro, pero no me parecía tan importante. Mucho más triste me parecía los trozos de ropa y cuadros perdidos en la pared, como si en la premura de la huida, no hubiese habido tiempo suficiente para llevar todos los recuerdos. Pero mi prima, de tenor mucho más práctico que yo, parecía intrigada por la simplicidad y el horror del abandono.
- Me da miedo pensar en que puede hacer te vayas y dejes todo - insistió - ese es mi miedo.
- ¿Y viniste para acá para sentirlo? - le pregunté. Una mosca enorme me revolteó entre las manos y se me escapó un jadeo de asco. Mi prima se volvió para mirarme con cierta impaciencia.
- Una bruja no puede sentir miedo, ya te lo dije - insistió - no puede y ya. Y si no puede, yo tengo que evitar sentirlo así como lo siento. Porque sino...
Tomó una bocanada de aire. Dio un par de pasos hacia la oscuridad fétida que se extendía en las esquinas. Escuché sus pasos como una sucesión de crujidos y pequeños cloqueos de basura rota entrechocando entre sí.
- La abuela dice que las brujas son mujeres de corazón salvaje. Fuertes y aguerridas - continuó - Imaginate, si a mi me da miedo una casa vieja y sucia. ¿Como puedo serlo?
Miré a mi alrededor. La casa ahora medio iluminada me pareció más espeluznante que nunca: las oscuridad parecía alargarse, en hilos finos impregnados del olor de la humedad, deformando los objetos y los lugares hasta convertirlos en un paisaje de pesadilla. Desde la puerta entreabierta más allá, en el pasillo casi invisible por la oscuridad, un rostro parecía mirarnos. Y más allá, un ojo parpadeaba en la escalera o podía serlo. Retrocedí, con la respiración rápida y superficial.
- Pero yo si tengo miedo - dije. O mejor dicho se me escapó, como si la confesión fuera inevitable - tengo muchísimo miedo y quiero irme.
Prima soltó una carcajada. Una muy dura y burlona, de las que tanto me irritaban. Se dio la vuelta para mirarme, de pie en medio de un montón de basura y un mueble roto, tenía un aspecto extravagante, con sus bellos pantalones verdes y su camiseta negra tan a la moda, manchada de suciedad y basura. El cabello abundante pegándosele en las sienes y las mejillas por el sudor.
- Entonces ¿Tienes miedo? - insistió. El rubor se me subió a las mejillas. Pero ¿De qué valía negarlo ahora?
- Sí y me quiero ir. Quédate si quieres.
- ¿Como piensas ser una bruja entonces? - dijo mi prima con su habitual malicia - ¿Una bruja miedosa, que le tendrá miedo a hacer cosas poderosas? Que niña insoportable eres.
Entonces, hizo algo muy tonto que supongo en ese momento, le pareció un acto de supremo valor: apagó la linterna. Una oscuridad completa invadió la casa e incluso los rayos marchitos del sol, desaparecieron en medio de la negrura pestilente que se deslizó en la casa. Retrocedí con el corazón latiendome muy rápido y la garganta seca de pánico.
- Vete entonces - dijo y la escuché reir - yo me quedo. Yo no voy a tener miedo de una casa vieja.
Apreté los ojos. Sentí el corazón latirme en las mejillas, en la punta de los dedos. Y pensé que el miedo era algo físico, duro, una puerta abierta en mi mente. ¿Podía vencerlo? ¿Necesitaba hacerlo? Me pregunté si realmente alguien podía dejar de sentir miedo alguna vez, si podía controlar ese rafagón de calor y dolor que parecía brotar del pecho y subir por los brazos y las piernas. Apreté los labios.
- Pero si te vas - añadió - no podrás ser una bruja. Si te vas, eres una cobarde.
La escuché moverse por la habitación. Cuando abrí los ojos, la oscuridad de mis párpados cerrados y la que me rodeaba era la misma. Se escapó un sollozo lento y abrumado. ¿De verdad se puede controlar el miedo? ¿De verdad se puede no sentir nunca? Pensé si de verdad hacerlo significaba algo, yo no podía hacerlo. Estaba temblando de los pies a la cabeza, con la boca rasposa y seca, las manos cubiertas de sudor. Y tenía tanto miedo que me llevaba esfuerzos pensar, tanto como para sólo querer correr hacia el lugar donde recordaba estaba la puerta rota y escapar hacia la luz del sol.
Pero no lo hice. Quizás por un orgullo frágil y movedizo o simplemente porque el sobresalto me tenía paralizada, continué allí, con los puños apretados e intentando contener el llanto nervioso que me subía por el pecho. Mi prima seguía moviéndose a mi alrededor. La escuché reir en voz alta.
- Una brujita miedosa. La brujita lectora. ¿Qué tipo de mujer fuerte serás si sientes miedo? ¿Que tipo de...?
Entonces la escuché gritar. Un grito real, genuino y muy sincero. Me quedé paralizada. Ella volvió a gritar.
- ¡Se me quedó el pie atascado aquí! - gritó. Y esta vez era sólo una niña gritando, no una malcriada petulante ni tampoco una aspirante a bruja intentando meterme miedo - ¡Agla ven a hacer algo! ¡Me duele!
No me atreví a moverme. La escuché sacudirse, soltar grititos, volver a llamarme. Me pregunté por qué no encendía la linterna, por qué insistía en jugarme aquella broma pesada. Entonces la escuché llorar.
- ¡Agla! ¡No puedo moverme! ¡La linterna se me resbaló! - gritó. Un grito agudísimo que me puso los vellos de los brazos de punta - ¡Ayúdame!
Uno no sabe lo que es el miedo hasta que escuchas a alguien que quieres chillar de esa manera. Y no sabes que tanto estás dispuesto a hacer hasta que ese miedo del otro, te empuja. Antes de saber que hacia, me encontré moviéndome en la oscuridad, con los brazos abiertos, tropezando con la basura podrida y los muebles rotos, sin que me importara. Desorientada y torpe, pero tan decidida, como para continuar a pesar del asco de los insectos rozándome las piernas y el hedor insoportable golpeándome la nariz. Pero seguí, como pude, con tanto miedo que creí no podría respirar de nuevo, hasta que choqué con el cuerpo de mi prima, tendido cuan largo era sobre la basura y tela rota.
- ¡No sé por qué no me puedo mover! - gritó en un llanto nervioso - ¡Me duele muchísimo!
Tampoco yo lo podía ver. Me incliné sobre el montón de basura y solo vi su pierna pálida, entre cientos de objetos sucios y destrozados. El pie se hundía entre todo, como si también fuera parte del caos insoportable a su alrededor. El pensamiento me sofocó con una renovada oleada de miedo.
- No me puedo mover, creo que está roto - gimoteó - no me puedo mover.
Pensé que debía decirle algo, calmarla pero estaba tan petrificada de miedo que no tuve la menor idea de qué podía decir. Además, pensé con los ojos llenos de lágrimas, mejor me concentraba en otra cosa. Como por ejemplo, buscar la linterna. De manera que conteniendo mi asco, me incliné y hundí las manos en la basura, escarbando con los dedos en busca del cuerpo de metal.
No lo encontré. Tropecé con trozos de tela rota, piedras, madera, trozos de periódico muy viejos. Seguí palpando y hundí las manos en agua con un olor fétido y espantoso, trozos petrificados de lo que parecía ser comida - y comencé a pensar si alguien la había traído, como si de pronto, fuera muy claro que bien no podríamos estar solas allí -, pedazos de objetos que no reconocí, pero no encontré la linterna. En lugar de eso, conocí una nueva dimensión del miedo. Uno muy nítido y abrumador. Tan terrible que me dejó sin voz. Uno que casi me hace correr a ciegas, cuando el cuerpo sinuoso y liso de una cucaracha me rozó los dedos, o cuando algo duro y peludo me empujó la palma hacia arriba. Luché por no gritar, por no sollozar a gritos. Pensé en mi prima, que seguía quejándose aterrorizada un poco más allá. Si me escuchaba gritar se horrorizaría. Si me escuchaba gritar, se asustaría más. Así que me callé y traté de ignorar el miedo. De concentrarme en lo realmente importante.
- Agla, me voy a morir aquí - se quejó de pronto - me voy a morir de dolor.
- Quedate quieta que yo te cuido.
Más fácil decirlo que hacerlo. Estaba aturdida, mareada y medio muerta de terror. Pero de alguna manera, encontré la fortaleza para seguir buscando la linterna. Finalmente la encontré, oculta bajo un montón de hojas podridas donde un grupo de insectos de aspecto nudoso parecían encontrarse muy a gusto. Tragandome un grito de terror los aparté y regresé con la linterna junto al pie de mi prima. Cuando encendí la luz, ella me miró pálida, sucia y dolorosa a un lado de un montón de basura.
- ¿Está roto verdad? - murmuró - ¿No podré caminar?
No lo estaba claro: mi prima simplemente había hundido el pie entre dos trozos de madera podrida que presionaban su zapato. Cuando me incliné con la linterna encendida, un ratón bizqueó y corrió a la oscuridad. Agradecí fuera sólo un inofensivo y pequeñito ratón.
- Aguanta un poco - dije. Me incliné y metí la mano por el agujero. Las cucharachas me rozaron la muñeca y casi me desmayo de repugnancia. Pero para mi sorpresa, no lo hice - te saco el zapato y tu saca el pie.
Tiré del zapato con todas mis fuerzas y mi prima liberó el pie. La escuché soltar un gritito cuando se cayó de espaldas sobre la basura. Me apresuré a levantarme para ayudarla a ponerse en pie.
- Vamonos de aquí - dijo entre temblores. Todo el cuerpo se el sacudía en pequeñas convulsiones - vamonos ya.
Avanzamos por la casa con la linterna al frente. De pronto, el salón pareció interminable, enorme y fétido y me pregunté si la oscuridad nos había robado la luz. El miedo se quintuplicó, se hizo enorme y amenazante. Me aferré a la lucecita de la linterna como pude y seguí avanzado, con mi prima aferrada a mi brazo.
Entonces, la puerta apareció o siempre estuve allí, jamás lo tuve claro. La vi y de pronto, como si de un sueño se tratase, me encontré corriendo calle arriba hacia la casa de mi abuela. No recuerdo cuando crucé la maleza de jardín o cuando mi prima se quitó ambos zapatos y los arrojó a cualquier parte para correr descalza. La escuché llorar, con los brazos al frente, los dientes apretados y entonces me di cuenta que yo estaba llorando, con los ojos muy abiertos y la boca abierta. Y ahora que no lo sentía, comprendí cuando miedo había tenido. Como había sido de fuerte y sofocante.
Mi prima entró a la casa de la abuela como una tromba y corrió a su habitación. Me quedé en el pasillo, mirándola desaparecer por la escalera, con el cuerpo todavía temblándose y los olores de la casa impregnados en la ropa. La casa tenía un aspecto ridiculamente normal, con sus muebles melancólicos y sus ventanales abiertos a la luz. Y sentí alivio, uno tan fuerte que casi me hizo caer de rodillas. Me miré las manos llenas de barro y suciedad. Cuando sacudí la cabeza, cayeron al suelo fragmentos de basura. De hecho, parecía cubierta de pies a cabeza de trozos de despedicios en diferentes estados de descomposición. Le eché un vistazo a mi reflejo en uno de los espejos de las paredes: Estaba sucia, pringosa y pálida. Una loca diminuta de rostro tenso y ojos muy abiertos. Y entonces, tuve deseos de reir. Una alegría rara y loca que jamás había sentido pero que me reconfortó, como un aire caliente luego de haber sentido muchísimo frío.
***
No le dije nada a nadie sobre lo que había sucedido. Me encerré también en mi habitación y me di un largo baño de agua caliente. Me lavé el cabello y me enfunde en mi ropa de casa, como hacia cada día al regresar del colegio. Pareció pasar mucho rato hasta que salí del baño. Cuando finalmente lo hice, encontré a mi prima sentada en mi escritorio, aún pálida y temblorosa.
No dije nada. Tomé el montón de ropa sucia que me había quitado y lo eché en la cesta de madera junto a la puerta. Ella me siguió con la mirada. No había ni restos de su petulancia, su malcriadez y arrogancia. Sólo era una niña grande mirándome con ojos tristes.
- Gracias - dijo entonces. Me encogí de hombros, sentandome en mi cama.
- Ya pasó - tomé una bocanada de aire - soy una miedosa. Pero bueno, no volveré a pasar por esto más.
Mi prima parpadeó y sonrío. Pero no su habitual sonrisa maliciosa. Era una sonrisa de verdad.
- ¿Miedosa? eres la persona más valiente que he visto nunca - dijo. Y lo decía de verdad. Se levantó y se acercó - eres mucho más valiente de lo que yo nunca voy a ser.
- Pero tuve mucho miedo - le recordé confusa. Ella suspiró.
- No te fuiste, a pesar de eso - me dijo - la valentia no es tener miedo. Es vencerlo.
Me quedé boquiabierta mirándola. Nunca había escuchado nada semejante. Ella se rebuscó entre los bolsillos y me extendió algo que no vi bien. Cuando lo tomé, me sorprendió que se tratara de su pentáculo: una pequeña estrella de plata rodeada por un árbol de bonitas ramas abiertas.
- ¿Y esto?
- Una vez leí que las brujas son muy valientes y que jamás tienen miedo - dijo otra vez - pero tu lo tuviste y te quedaste. Y fuiste muy valiente. Quiero que tengas eso.
Sostuve el pentáculo entre los dedos, aturdida. Prima solía presumir de aquel pentáculo: lo llevaba a todas partes, lo apretaba en el puño de la mano, solía decir que era el más bonito del mundo. ¿Por qué quería darmelo? Ella me dedicó una larga mirada cuando se lo pregunté. Una mirada adulta.
- Porque eso me recuerda que el valor es ser siempre capaz de seguir a pesar de todo - dijo. Se encogió de hombros - una bruja es valiente por avanzar.
Quise responder algo, hacer alguna de mis interminables preguntas. No lo hice. Me quedé con el pentáculo en la mano, pensando en la oscuridad y los horrores que me había imaginado en ella. En los reales que quizás me esperaban allí. Pero también en el hecho de la luz del sol que me esperaban afuera. En el espíritu salvaje de toda bruja. En el poder de crear y vencer. En el hecho que el valor es algo tan profundo como extraño. Un tipo de fortaleza enigmático que lleva esfuerzos comprender.
A veces, sonrío al recordar esa anécdota. Lo hago, acariciándome el cuello con los dedos, donde llevo puesto el pentáculo de prima. Para recordar que el valor es algo misterioso, sin nombre y en ocasiones visceral. Pero sobre todo, una manera de mirar el mundo. Una forma de soñar.
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