martes, 5 de septiembre de 2017
Cortázar, el mundo sorprendente y otros pequeños prodigios.
La labor del escritor es narrar la realidad desde el símbolo. O al menos, esa es la percepción más habitual sobre el quehacer creativo. Decía Andrés Neuman que Cortázar — sus libros, su peso, su ideario — es un fenómeno adolescente. Y que puede ocurrir a cualquier edad. Porque Cortázar, profundamente juvenil e inocente siempre, a medio recordar, reconstruido cientos de veces en la imaginación, es una visión de la juventud eterna, de ese retazo de tiempo que no envejece jamás y que de hecho, es parte del imaginario fértil de la literatura que se asume como originaria. El lector que se re descubre así mismo a través de la lectura, que se asume como parte de la historia, que la recorre junto al autor con una sonrisa de asombro.
Y es quizás, Cortázar tiene la virtud de ser siempre joven en medio de esa constante revisión literaria al que está sometido cualquier escritor de su calibre. Desde el escritor bisoño y timorato cautivado por las traducciones y por Poe — siempre Poe, en todas partes — hasta el escritor del primer intento real de la antinovela, Cortázar tiene el poder de construir una versión del mundo que sustituye la realidad por algo mucho más complejo y sobre todo, hermoso. Más allá de la precisión narrativa — que existe -, Cortázar meditó sobre el simbolismo, lo atávico y lo esencial desde un punto de vista novedoso. No sólo por su absoluta sinceridad — sus obras tienen un poder de evocación que parece basarse esencialmente en su franqueza — sino en esa percepción de lo bello y lo dulce combinado con algo más surreal. Para Cortázar, nada es simple pero tampoco, insiste en la complejidad por necesidad. Hay en sus obras una idea que se conecta con algo mucho más profundo, ideal y duro. Una hipótesis sobre el poder de la palabra que crea que continúa resultando sorprendente en su profundidad.
Cortazar construyó un Universo para el lector cómplice, el entusiasta, el imaginativo. Para todo el que construye un mundo imaginado a través de las palabras. Las historias de Cortázar no sólo sostiene lo que se cuenta sino también, esa otra visión de lo que se construye a través de lo que se sugiere, esa percepción sobre el mundo que se imagina tan cercana a la imagen colectiva. El escritor no sólo encontró en esa percepción sobre la literatura un motivo para escribir sino un sentido sobre el cual basar su planteamiento creativo. Porque Cortázar, asombró por lo original de su planteamiento y también, meditó sobre el sentido de esa novedad constructiva, de ese descubrimiento de lo elemental dentro de toda obra literaria. Esa visión que distingue, que hace inolvidable y enriquece cualquier relato.
Cortázar además, tenía muy claro el objetivo que buscaba al escribir. A diferencia de muchos escritores de su generación, Cortázar parecía mucho más empeñado en lograr esa comunicación sutil pero definitiva entre la palabra y el lector, que aspirar a un recurso creativo que le llevara a encumbrarse dentro del ámbito de las letras. Tal vez, eso explique su despreocupación en cuanto a premios y reconocimientos, esa humildad bisoña que conservó durante toda su vida. Una y otra vez, Cortázar insistió que la literatura era un instrumento para mirar al mundo — con una precisión asombrosa y un buen hacer conmovedor — más que un medio para mostrar su visión personal. Contradictorio o no, el concepto parece acompañar todo el trabajo del escritor, desde sus obras más reconocidas hasta las que suelen pasar desapercibidas al realizar un ideario complejo sobre su labor narrativa. Durante buena parte de su producción literaria, Cortázar se aseguró de dejar muy claro que lo realmente importante en su narrativa — el juego de crear — era ese lenguaje que le unía al lector. Que le hacía parte de una serie de ideas entremezcladas entre sí y que construían una idea esencial sobre lo que somos y su significado.
Muy probablemente por ese motivo, los cuentos fantásticos de Cortázar siempre sorprenden por su precisión, su pulcritud escénica, esa nostalgia que parece concatenar las ideas como una visión única. A diferencia de sus obras más reconocidas, sus cuentos son piezas sueltas de indudable belleza, dotados de una pulcritud estructural que puede desconcertar a quien espere encontrar la misma narrativa a piezas que reconoce de sus libros trascendentales. Pero Cortázar, gracias a los cuentos, quizás encontró algo más puro. una redención tardía y elocuente que supo manejar como una obra perenne y muy más íntima. La pieza que encaja en un rompecabezas ideal, construido para y por la palabra.
En una ocasión, se le preguntó a Cortázar sobre el ámbito de sus narraciones cortas, tan distintas a sus novelas sorprendentes. Y contestó con una única frase que ha hecho las delicias de sus biógrafos y críticos por décadas: les llamó “mecánicas no investigables”. Una manera de asumir esa conciencia del escritor que reconoce sus pausas y ritmos, ese contundente análisis de lo esencial que brinda sustancia a cualquier narración. Alejado de sus tics habituales, de sus fragmentos perentorios, los cuentos de Cortázar se entremezclan entre sí para crear una idea mucho más amplia de lo que hasta entonces conocíamos. Ya Cortázar no provoca, no elude la estructura que narra y construye ideas, sino que avanza, pródigo y sólido hacia una comprensión mucho más profunda de su estilo.
Cortázar es Cortázar y en sus cuentos es mucho más evidente esa identidad mutable. Un escritor devorado por sus personajes, convertido en uno de ellos. Se aleja con magnífico pulso del Cortázar el enamorado de París, el torpe romántico que es tan Horacio como la Maga, entre el puente y la eterna ensoñación. y se acerca más al Cortázar, escritor inspirado, creando y desdibujando los límites de lo literario para aspirar a algo más, para ensamblar la realidad en fragmentos únicos, siempre completamente nuevos. El Cortázar sin edad, el Cortázar recién nacido, el Cortázar de los dedos abiertos para asumir su simplicidad. El clásico, el escritor. El de la fotografía a medias tintas. El símbolo, el trovador, el Cortázar que se construye a piezas. En todos ellos, el mismo fervor. Mirar el punto como es para luego crearlo otra vez ¿No ese el sentido de todo? Podría preguntarse Cortázar mientras Rayuela avanza, definitiva y concreta, mientras se hace cada vez más dulce, más hermosa, más dolorosa, más incomprensible. El contra escritor de la contranovela.
En sus cuentos, Cortázar que es un nombre sin nombre, una página sin página. Cortázar que forma parte de no sólo la adolescencia eterna, sino de la niñez perpetua y de la adultez que se mira con benevolencia. Cortazar niño, Cortazar hombre. Siempre entre palabras. Y mientras la Rayuela abierta sobre el suelo pareció definir lo que Cortázar podía soñar, sus cuentos re elaboran el mito, en todas las pequeñas cosas que Rayuela es y no es. Así de pequeño y así de simple. Así de importante y trascendental.
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