martes, 26 de septiembre de 2017
El desenfreno, la euforia y la derrota: la película “Trainspotting 2” y la idea generacional.
Hace dos décadas, Mark Renton redefinió la juventud, el existencialismo y el dolor del desarraigo corriendo por las calles de Edimburgo a toda la velocidad que se lo permitían sus flacas piernas. Pragmático, traidor, en medio de una resaca existencialista de considerable envergadura, el personaje no sólo reconstruyó la comprensión sobre la juventud y sus dolores, sino que lo convirtió en algo más amargo y doloroso. Con su memorable visión sobre el bien y el mal, los terrores del futuro y la comprensión sobre la individualidad, hay una percepción extrañamente lógica sobre la incertidumbre que la película “Trainspotting” (Danny Boyle -1996) explotó hasta sus últimas consecuencias. El resultado es una comprensión generacional de la pérdida de la identidad, poderosa e inolvidable que definió todo una forma nueva de comprender la percepción colectiva sobre la soledad moderna. Una lucidez errática que demostró el poder de la concepción del mundo a través de cierta poetización de lo vicioso y lo temible.
Transcurridos veinte años, Danny Boyle intentó crear una atmósfera similar para la secuela de la película, en una especie de reinvención del mito urbano que ayudó a forjar, pero carente de la vitalidad, el magnetismo y el sarcasmo de la anterior. Aún así, “Trainspotting 2” asume el riesgo de contar la historia dentro de la historia y consumar la comprensión de sus personajes como símbolos de toda una original reflexión sobre quienes somos y hacia dónde nos conduce el caos existencial tan propio de nuestra época. A pesar de sus buenas intenciones, “Trainspotting 2” no logra profundizar lo suficiente en la infelicidad, la derrota existencialista y el resto de los temas que hicieron a su predecesora un clásico bastardo y vulgar. Con el transcurrir de dos décadas, no queda sino preguntarse en qué triunfó la primera gloriosa versión de Boyle sobre el dolor y el aislamiento, que hace tan evidente la carencias de su más reciente revisión. ¿Perdió la historia el ímpetu de contar esa percepción vulgar sobre la cultura a fragmentos que refleja? ¿O se trata de algo más profundo? Porque, a pesar de ser una película correcta y de estupenda factura — con un apartado visual especialmente llamativo — la historia de este grupo de cansados testigos de su historia carece de la firme solidez de la original y sobre todo, de su capacidad alegórica. Como si el tiempo hubiese desgastado las aristas de su furiosa necesidad de comprenderse a sí misma a través de la provocación y el escándalo, la historia de los cuatro gamberros de Edimburgo, regresa mucho más complaciente y blanda, casi desdibujada en sus pequeños bajones de ritmo. Una visión simple de la realidad.
De la vida al dolor: todo lo “Trainspotting” en seis escenas.
En una ocasión, le preguntaron al director británico Danny Boyle como se definía. El llamado chico malo del cine independiente, acusado de gamberro, grosero, incluso vulgar, se revolvió en su silla de entrevistado y suspiro, lo pensó un poco y después respondió “Un tipo que casi fue sacerdote, pero que al final, decidió no serlo”. Y es que, ya fuera obra de la casualidad o un destino divino, Boyle pareció predestinado desde muy pequeño a construirse su propia identidad como rebelde o mejor dicho, como transgresor por derecho propio. Porque Danny Boyle de hecho si estuvo a punto de hacerse seminarista, luego de pasar la niñez como monaguillo y más tarde, meditar sobre la idea de complacer a su madre y hacerse hombre de Dios. Pero no lo hizo: cuenta el mismo Boyle — con esa vocación por el escándalo a la que tanto le ha sacado provecho — que los mismos sacerdotes le aconsejaron que no lo hiciera — aunque nunca detalla bajo qué argumentos le convencieron y que curado de espanto, pasó al teatro. Luego al cine y lo demás es historia. Porque Boyle, simplemente “perdió el camino” — se ríe a carcajadas cuando lo dice — y se convirtió probablemente en el director más original de su generación.
Para Boyle, el cine de hecho, es una forma de rebeldía. No lo dice intentando simplificar el lenguaje cinematográfico a lo resulta directamente provocador sino que aspira a que siempre se mire así mismo como una interpretación al borde, la ruptura del lenguaje cotidiano, esa visión del otro — o por el otro — que debería siempre ser nueva y reinventada para la ocasión. Pero con Boyle nada es sencillo y menos aparente. Incluso lo que podría parecer directo y brutal: el Universo del director está poblado de Heroinómanos, zombis y criminales indios. junto con la búsqueda del cambio constante. Cada una de sus películas parece meditar justamente en la transformación, en la visión de algo más profundo que lo superficial, un análisis desde las costuras de lo que se asume real, de lo que se predica obvio y que la mayoría de las veces no es otra cosa que una visión endeble de la realidad. “Lo maravilloso del cine es la oportunidad única de ver algo extraordinario” , afirma casi con candor. Pero este es el mismo hombre que afirma que el “cine agoniza” y también que lo cinematográfico corre el riesgo de volverse “secuencial”. Aun así, hay un hilo con el que el director ata toda su carrera: “En mis películas siempre hay un personaje que se enfrenta a un reto imposible y lo supera”. Suena a religión, a fanatismo religioso y sí, a monaguillo. Pero no: es cine.
Y esa noción de lo extraordinario, disimulado bajo una idea mucho más llana, lo que hace que cada una de sus películas sean un manifiesto profundamente meditado sobre lo ordinario, lo común y la épica privada de rebelarse contra la normalidad supuesta. Su visión cinematográfica parece obsesionada por encontrar la manera de eludir lo que se califica como banal o quizás asumirlo para transformarlo en algo más sustancioso. Es por ese motivo que Danny Boyle siempre está en transformación, a medio camino de otra cosa. Como sus películas, el mensaje del director nunca está complejo, jamás es suficiente. Quizás allí radique su manera de asumir el tiempo, la realidad y el espíritu humana: nada es real y mucho menos irreal, sino algo entre ambas cosas, una mezcla incomprensible de una especie de discurso personal que lleva esfuerzos asimilar.
Muy probablemente por ese motivo ‘Trainspotting’ se convirtió en una obra de culto casi desde su estreno. Fue todo un fenómeno social allí donde fue proyectada, eso a pesar que en la misma medida que fue celebrada, también fue criticada y menospreciada. Pero es que la película, que avanza a tropezones entre un drama existencial y una comedia gamberra de mal gusto, crea una visión del vicio, lo urbano y el mero vacío de la vida moderna que sorprendió a buena parte del público y escandalizó a otros más. La trama, basada en el libro homónimo del autor Irvine Welsh es una combinación de viaje salvaje y caída moral, una lúcida interpretación de la furia del sino, del yo que no existe, del egocentrismo de lo que consideramos simple y personal, de la banalidad que la cultura glorifica. Todo lo anterior, claro está, en clave de retorcido humor, bordeando el ridículo y la autoparodia sin caer realmente en el absurdo. Porque lo más asombroso de ‘Trainspotting’ es que se sostiene con firmeza entre todos los matices que la crea, se mira así misma con una agudeza que es lo que quizás, le brinde la sustancia e incluso una especie de sórdida belleza. La película de hecho, jamás se toma en serio así misma: atraviesa las más disparatadas escenas y también furiosas reflexiones existencialistas sin definir jamás un tono, saltando con entusiasmo de un discurso a otro sin que exista una ruptura real sobre lo que se asume verdadero. La narración, rompe esquemas, atraviesa discursos y estructuras cinematográficas, para analizarse desde una perspectiva profundamente sensorial: produce asco, produce repulsión, pero también interesa. Es inevitable, sentir una profunda fascinación por lo que ocurre, por la lenta caída en la degradación de los personajes, por ese derrumbe sin sentido, casi errático de la historia hacia el dolor patético y caótico de una nada desigual y casi repulsiva.
Porque ‘Trainspotting’ no es una película sencilla de digerir. Ni tampoco intenta serlo. Hereda el ambiente opresivo, claustrofóbico y directo del libro, pero lo lleva a otra dimensión, lo hace cada vez más inquietante, desigual pero tan poderoso que la historia parece avanzar a una velocidad propia, a un ritmo abrumador que sube y baja por minutos, pero siempre tirando al extremo. A lo insoportable. La voz en Off, que el director utiliza con tino y muchísima inteligencia, crea un ambiente desconcertante, donde lo que cuenta la historia parece surgir en paralelo a lo que muestra el metraje. Los personajes se debaten en lo absurdo, en un existencialismo fragmentado, frágil y visceral. No hay nada real, no hay nada comprensible. Solo existe ese camino frenético que conduce al desastre, que avanza directamente a lo que Renton, a través de un monólogo casi desconcertante, deja muy claro: una inevitable caída en el no ser, en la demencia, en el dolor o simplemente en esa región arrasada donde la locura parece ser la última medida. “. Elige tu futuro. Elige la vida. Pero, ¿por qué iba a querer hacer algo así?. Yo elegí no elegir la vida. Yo elegí otra cosa, y las razones: No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?” se regodea Renton, quizás como el epilogo no de la historia sino de su propia vida.
La película marcó un hito cinematográfico que incluso sorprendió a su propio director: con su estilo salvaje, desenfrenado y durísimo causó conmoción no sólo en el mundo del cine, sino que también, se convirtió en un feómeno social por peso propio. Nadie sabia explicar muy bien el calibre del impacto ¿Se trataba de su vulgaridad, tan carente de complejos que podía ser interpretado como una forma de cine totalmente desprejuiciado? ¿O el hecho que su lenguaje visual escatológico y por momentos insoportable supo sostener una historia tan dura como lo que muestran las agobiantes escenas? Cual sea la explicación, el escándalo que causo alrededor del mundo fue suficiente para demostrar que su forma de afrontar esa soledad insoportable de nuestra era, el sin razón que parece destrozar la mente humana en una destructora futilidad, aún es un tema que se mira de reojo, que se intenta disimular con esfuerzo.
‘Trainspotting’ es de hecho, una muestra magistral del arte sin complejos, de ese postmodernismo a dos bandas que tanto se alega y se fomenta, pero que pocas veces se muestra. El arte por el arte, la provocación sin otro motivo que la provocación. Pero también esa ausencia de elementos clásicos, una reinvención de la estructura narrativa que no hace más que brindar sustancia y poder a lo que las imágenes cuentan. Secuencia tras secuencia ‘Trainspotting’ parece estar al servicio no sólo de la trama que sostiene con enorme habilidad sino de sus personajes, de esa oscuridad interior que disfruta y analiza con enorme descaro. No hay una sola escena en ‘Trainspotting’que no intente crear una visión fatua y cruel sobre el mundo y a la vez, de provocar. De la combinación entre ambas cosas, surge una interpretación elemental sobre su propia dualidad, esa perspectiva de lo que escandaliza, inquieta y lo que simplemente es una pieza más de un complejo mecanismo dispuesto para desconcertar.
Sin duda, Danny Boyle, el gamberro, el hombre que no quiso ser sacerdote y que decidió rebelarse a través de las imágenes, logró con ‘Trainspotting’ una curiosa mezcla de visiones de la realidad, lo urbano, lo venial y lo patético. No obstante más allá de eso, el director logró construir un discurso visual que sacudió esa visión del cine aletargada en lo tradicional, casi clásico y creo algo totalmente nuevo: una frenética carrera hacia el desastre, divertida, arrolladora, por momentos tétrica y casi insoportable. Más allá, quizás se trate de sólo provocación, sólo pirotecnia visual, como se le acusado tantas veces durante la última década y media. O quizás no. Al final de todo, la sonrisa picara de Renton — un Ewan McGregor en estado de gracia y carisma — esa cualidad camaleónica suya para el dolor, la salvaje euforia y finalmente la furia, describa mejor que cualquier otra, la esencia de la película.
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