Decía Paul Barber — investigador del folclor de los vampiros del Museo Fowler de Historia Cultural en la Universidad de California — que los vampiros “son el rostro del mal que se transforma siglo con siglo”. Un planteamiento interesante que parece resumir esa visión de lo maligno — y del monstruo — como un reflejo de la sociedad que le crea, le protege y le teme. Y no obstante el vampiro, como símbolo de esa aspiración elemental del hombre por la eternidad y más allá, de esa tentación del mal en Estado puro, parece incluso trascender a esa idea: Tal vez por ese motivo, el mito del chupador de sangre ha formado parte de los temores y misterios del hombre durante casi toda su historia. Un monstruo a su imagen y semejanza, una criatura capaz de reflejar lo que somos y también, lo que tememos ser.
Nosferatu — esa recreación del vampiro que Murnau creó a obra y semejanza del Drácula de Stoker — es quizás uno de los personajes más inquietantes del género del terror justo por ser el rostro de un mal ambiguo, convertido en alegoría del sufrimiento. Para el momento en que el director Alemán decidió elaborar una versión libre del célebre libro de vampiros, la imaginación popular ya tenía una imagen muy clara del tradicional bebedor de sangre. Altivo, elegante, cruel, profundamente perverso. Una espíritu envilecido capaz de beber la sangre de jóvenes desvalidas — y atentar contra su pureza — bajo las mismísimas luces del mundo moderno. Y no obstante, tal vez en una decisión que muestra de qué manera concebía el miedo y la maldad, Murnau creó una criatura tímida, fea, casi ingenua, que se debate entre su sed de sangre y una inocencia casi inconcebible. Porque la maldad de Murnau, nace de la Tierra, de los misterios, la noche abierta y despejada de parajes exóticos, de la insinuación del deseo e incluso de una mirada casi obsesiva sobre la fragilidad humana.
Muy probablemente Werner Herzog — incansable cuestionador, un observador minucioso del mundo — encontró en la película de Murnau una manera de asumir su propia interpretación sobre lo bello, lo obsceno y como no, el bien y el mal. Y es que Herzog — quien durante años se ha dedicado a analizar la naturaleza profunda del hombre y su circunstancia — debió asumir la metáfora de este vampiro brutal, desagradable y casi repugnante como una visión exacta de la naturaleza del hombre moderno. No en vano, Herzog consideraba el Nosferatu de Murnau como la película más importante que se había realizado en Alemania. Cuestionado al respecto, Herzog insistió que la obra de Murnau no sólo resumía un tipo de existencialismo muy doloroso y profundo, sino que además, era una mirada vanguardista a algo tan elemental como el eterno cuestionamiento sobre el temor del hombre a la muerte. “Nosferatu es el más allá, lo sobrenatural en estado puro”, llegó a decir. La frase, inquietante y precisa, es toda una declaración de intenciones de esa noción de Herzog sobre la fragilidad del hombre e incluso, sobre la notoria necesidad del cine de desentrañar el misterio del espíritu humano.
No sorprende por tanto, la decisión de Herzog de llevar a cabo una reinvención del mito vampírico a la medida de Murnau. Incansable, Herzog disfruta de una sorprende capacidad para construir su propuesta cinematográfica a partir de sus inquietudes inmediatas. Eso podría explicar — aunque no de manera suficiente — la enorme variedad de géneros y formatos que el director ha explorado durante su carrera. Desde documentales y ese híbrido que para el director es la realidad ficcionada, el género, policiaco, el cine de aventuras, el terror, el meta análisis social y cultural del hombre y su circunstancia, el cine subjetivo el cine político, el director ha elaborado un complicado lenguaje cinematográfico que parece tocar todos los registros y variaciones. Y es que además de creador visual, Herzog es sin duda un hombre ecléctico, un revisionista y un artista en constante transformación, obsesionado con los grandes temas filosóficos pero también, con esa ternura del hombre que intenta comprenderse a través de su obra. Sin duda, una búsqueda infatigable de la razón esencial de lo que puede comprenderse como arte — ese reflejo de quien lo crea y quien lo percibe como lenguaje — pero también, una personal aproximación al espacio y tiempo visual como forma de expresión directa. El vampiro de Herzog por tanto, no sería tanto un monstruo que habita en la fantasía sino un símbolo carnal, literal y probablemente doloroso, de esa ansiosa necesidad de introspección y radical análisis con el que el director parece estar obsesionado.
Sin disimular su referencia inmediata, Herzog rinde tributo a Murnau no sólo en su aproximación al mito sino en las concesiones que se toma para analizar la idea sobre la eternidad y la trascendencia, encarnado por una criatura vil y desagradable que inquieta, antes de seducir. Eso, a pesar que ya existía una firme tradición cinematográfica de atribuir al vampiro belleza, elegancia y una sagacidad casi diabólica, producto por supuesto, de esa eternidad que encarna. El vampiro de Herzog al contrario y de la misma manera que en su momento lo imagino Murnau, encarna la eternidad pero bajo un aspecto mucho más originario, primitivo. La criatura de Herzog carece no sólo de atractivo físico, sino que además, parece sometido a sus propios impulsos, a la violencia de un instinto que es incapaz de controlar. Para Herzog, la naturaleza de la eternidad carece de belleza y poesía: hay una cierta banalidad en ese instinto de supervivencia que instiga a su vampiro a sobrevivir, pese a todo y quizás, debido a todo. Cada paso en su vida, es sólo una repetición de un ciclo interminable, nunca completado que se extiende sin término ni resolución. En contraposición con otros vampiros literarios y cinematográficos, el Vampiro de Herzog carece de un ingrediente lírico que justifique el absurdo y quizás eso acentúa el elemento de confusión y dolor que es sin duda su principal característica.
Y es esa renuncia — insensata, injustificada, irreductible -a la simplicidad de la esperanza, lo que hace al Nosferatu de Herzog, una historia destinada al dolor y al terror. Porque su vampiro, incapaz de asumir su propia naturaleza monstruosa como algo más que un accidente venial, fruto del azar cósmico y que carece del menor sentido, elabora su propia formula de destrucción. El eterno, el sobreviviente a siglos de hastío, en el vacío del terror y la angustia de una inevitable irracionalidad, asume entonces que su aislamiento le resulta insoportable. En una extraordinaria interpretación del texto de Stoker, Herzog se cuestiona en imágenes lentas y cada vez más brumosas, sobre las motivaciones que hacen que Nosferatu, exhausto por su propia inmortalidad superflua, decida dar un paso definitivo hacia una transformación definitiva, la muerte en la forma de una decisión que lo aleje de su mundo mínimo, restringido y monótono. Herzog insiste en analizar el caos existencial desde la perspectiva del no ser, no estar, no existir. Un silencio esencial que Nosferatu es incapaz de soportar y al cual solo sobrevive el impulso, la pasión, lo visceral.
Como estructura cinematográfica, el Nosferatu de Herzog se mira a sí mismo como un paisaje desolado. La soledad que se extiende y conmueve, no sólo en larguísimos planos de paisajes de incomparable belleza, sino en la cámara fija, lenta, meticulosa, que parece desmenuzar ese lento devenir de las horas eternas, donde nada ocurre, nada cambia, todo parece exactamente igual a como lo fue en un inexacto “antes”. Nosferatu, vampiro y víctima, deambula entre el presente que no comprende, el pasado que no recuerda, el futuro que no puede imaginar, tropezando de un lado a otro con la torpeza de un ser que ha perdido los últimos refinamientos de un espíritu sensible. Y Herzog, abre el compás aún más, se obsesiona con esa voluptuosidad animal de una criatura para quien la pasión es sólo desenfreno, un instinto que saborea con la misma glotonería brutal de la sangre. Con una intrigante concepción sobre el deseo, el miedo y el impulso redentor, Herzog toma decisiones estéticas y narrativas que brindan a la película una identidad única: desde esa Lucy — una espléndida Isabelle Adjani, que comprende la profunda dualidad de su personaje a la perfección — que se convierte en inevitable objeto del deseo para una criatura brutal y ciega, hasta esa reinvención del mito, donde el vampiro no muere a través de la inevitable violencia del instinto, sino al amor. Una pasión que le ata de manera irremediable y que por último le hace sucumbir a su propia debilidad, a esa frugalidad de una existencia confusa y fragmentada, donde el instinto se confunde con la simple futilidad del ser.
En más de una ocasión, se ha insisto que el Nosferatu de Herzog, carece de verdadera elocuencia, que su tempo lento y contemplativo, convierte al film en una secuencia de escenas tediosas y casi soporíferas. Y no obstante, el director encontró con este ritmo mesurado y minucioso, la manera de mostrar el mundo a través de una inmortalidad carente de verdadera belleza, que no es otra cosa que un accidente físico que convierte al Vampiro, no en una criatura sabia gracias al transcurrir de los siglos, sino en una doliente metáfora de la futilidad del hombre. La larguísima e interminable mirada a esa ausencia de todo significado, un enorme paraje arrasado donde la violencia y la melancolía se mezclan en una visión improbable de la vida, la muerte y lo sobrenatural.
Mención aparte merece la actuación del magnifico Klaus Kinski, que alejado de su usual histrionismo, dibuja un personaje contenido y sobretodo, profundamente intrigante. El actor logra dotar al vampiro no sólo de cierta dignidad trágica sino de una profunda melancolía, víctima de lo que considera una condena eterna y que le aplasta bajo su peso cada noche y cada hora en que logra sobrevivir al tiempo natural “La muerte no es lo peor, es mucho más cruel no poder morir” llega a decir el Vampiro, atormentado por su naturaleza dual y más aun, por su incapacidad para comprenderla.
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