sábado, 23 de septiembre de 2017
La vida en las estrellas y otras historias de brujería.
Cuando tenía nueve años, llevé a mi amiga Flor a la casa de mi abuela - la bruja, la sabía - por primera vez. Ella se sorprendió por la invitación. Después de todo, hasta entonces nunca lo había hecho antes y era lo bastante reservada como para que a pesar de llevar más de un año compartiendo aula y recreo, hablara muy poco sobre mi familia. Me miró entusiasmada.
- ¿Qué veremos allá?
- Las cosas...que hay en mi casa.
Se me calentaron las orejas. Ya sabía que la casa familiar no era un lugar corriente o al menos, del tipo en el que solían vivir el resto de mis compañeras. Mi abuela y mis tías se llamaban a sí mismas brujas a quien quisiera escucharlas y además, la casa era un lugar curioso, por decir lo menos. Con mis tímidos ochos años, sabía muy bien que las escobas colgadas en la pared, la enorme biblioteca repleta de libros polvorientos, las estrellas talladas en puertas y ventanas, los tapices de paisajes marinos con la Luna Llena que brillaba al fondo, no era algo común en las casas de quienes conocía. Pero sobre todo, estaba esa festiva y rara manera de ver la vida de la que disfrutaba cada miembro de mi familia. En casa de mi abuela se debatían en voz alta temas que a otra gente les parecía incómodos y sobre todo, toda idea era bien recibida. Religión, el misterio de lo Divino, lo que ocurría después de la muerte eran discusiones habituales en la mesa, entre opiniones más o menos escandalosas. Más de una vez, me pregunté que pensarían las duras y estrictas monjas francesas con que me eduqué sobre el hecho que mi abuela pensara que Dios era una mujer o que una de mis tías estuviera convencida que al morir no íbamos al cielo, sino que regresábamos a la tierra - o incluso a otro planeta, solía decir tía con toda tranquilidad - a continuar el lento aprendizaje que abarcaba el universo entero. La mayoría de las veces el pensamiento me hacía sonreír, otras me hacía sentir incómoda. Casi siempre, me confundía.
- Cosas ¿de bruja? - insistió Flor con los ojos brillantes de entusiasmo. Me encogí de hombros.
- Supongo que sí.
Claro está, a Flor ya le había dicho que las mujeres de mi casa eran brujas y me sorprendió lo bien que se lo había tomado. Desde que lo había hecho, me seguía a todas partes haciéndome preguntas, a cual más extravagante, que demostraban que para mi amiga ser bruja era algo a medio camino entre una fabulosa criatura mitologica y algo más serio. Cuando le expliqué que mi abuela jamás había convertido a nadie en sapo - que yo supiera al menos - y que nadie que yo conociera podía lanzar rayos por los dedos de las manos, se desinfló un poco.
- Entonces ¿Por qué se llaman brujas?
Esa era una buena pregunta. Podría explicarle que mi abuela se consideraba "una mujer sabia" y que había dedicado buena parte de su vida a reflexionar sobre los asuntos realmente importantes de la vida y aprender de sus errores. O eso era lo que decía mi abuela en todas las ocasiones en que le había preguntado sobre el asunto. También podría decirle que para tia E., ser bruja era una combinación de sabiduría ancestral con un enorme sentido común cotidiano. "Mucho de aprender que el tiempo tiene su propio ritmo, su propia manera de enseñarte lo bueno y lo poderoso de cada día que vives" me explicó una vez, ambas sentadas junto al enorme árbol de mango del jardín antipático de abuela. "Ser bruja es comprender que somos piezas de un mecanismo gigantesco de comprensión del poder del espíritu. Somos partes una de las otras, palabras de una historia que se hace cada vez más rica y compleja. Cada bruja es imprescindible en ese lento trayecto hacia el origen mismo de todo saber. De toda visión de lo profundo y lo valioso que nace de tu espíritu".
- ¿O sea que toda bruja es...como parte de una familia?
Tia E. se golpeó con los dedos la barbilla, el gesto que siempre hacia cuando pensaba en lo que ella llamaba "asuntos extraordinarios". Se quedó un buen rato mirando el paisaje irregular de la hierba mal cortada. Del brillo oloroso del rocío sobre las flores que nacían como manchas de colores en mitad del follaje. Movió la cabeza con lentitud.
- No sólo somos una gran familia, somos una fuente de conocimiento ancestral. Somos la voz que recuerda por qué la tierra celebraba a una mujer que parió el mundo. La que celebra que la Luna Llena fue el símbolo del vientre fecundo y de las montañas inalcanzables de nuestra mente. Somos la consciencia que recuerda que nuestra mente es útero fecundo, que en el espíritu de cada bruja hay fuego primigenio. Un aprendizaje lento y trabajoso que le lleva a recorrer el camino más complicado: el de reconocerse a sí misma como parte de una tradición. Ninguna bruja está sola nunca, aunque lo crea. Ninguna bruja está muy lejos del centro de todo conocimiento, que es el poder ancestral que habita en su curiosidad. De manera que sí, somos una familia. Una bruja siempre encontrará a otra bruja. Una bruja siempre extenderá la mano para sostener la de otra. Una bruja nunca olvida que es el reflejo de una historia mucho más vieja que la suya.
Pero no sabía cómo explicarle todas esas cosas a Flor. Como explicarle que las brujas de mi casa eran grandes lectoras, científicas, devotas de la filosofía, dedicadas artistas, mujeres con un espíritu extraordinario. Mujeres curiosas, con los brazos abiertos a cualquier aprendizaje, con la mirada asombrada a todo lo que ocurría a su alrededor. Eso no se parecía demasiado a las misteriosas mujeres de los cuentos, esas que vivían en bosques y montañas, con el cabello desgreñado y la nariz ganchuda. Las brujas, las de verdad (o al menos las de mi familia) era mujeres espléndidas, luminosas por derecho propio y sobre todo, con la osadía ciega y certera de saber que la magia reside en su manera de mirar, crear y saltar hacia lo desconocido.
Claro está, una niña de ocho años no piensa en términos tan complejos y yo no era la excepción. Tenía la vaga sensación que las mujeres de mi familia era espléndidas y fuertes, aunque no podía definir muy bien en qué consistía esa energía, era radiante capacidad para sonreír y siempre avanzar, esa sabiduría bajo la sonrisa, la mirada atenta, las manos inquietas. Era algo formidable, enorme y que por supuesto, rebasaba mis ideas sencillas sobre el conocimiento, el poder de la imaginación y esa clarísima percepción sobre la fe y la tradición que era fundamental en el seno de mi familia.
- Se llaman brujas porque saben cosas - dije por último - porque las aprenden todos los días y porque les gusta enseñarlas. Porque para una bruja, aprender es algo muy importante. Es tu manera de crecer, de mirar al cielo...y saber que guarda muchos secretos para ti.
Flor parpadeó confusa. Era una niña despierta, práctica y muy inquieta y supongo que toda aquella palabrería tuvo que haberle parecido la mar de aburrida. Pero ¿Qué otra cosa podía decirle? Continuamos caminando por el patio del colegio. El resto de las niñas nos dedicaban miradas curiosas. Ya por entonces, Gloria - la niña más popular de la escuela - me había puesto el remoquete de "loca de las escobas" y la mayoría tenía una idea más o menos clara que había algo curioso conmigo. Algo lo suficientemente peculiar como para que yo insistiera en mantener una distancia prudencial de todas ellas. En un ocasión, Gloria me había intentado arrebatar el pentáculo que llevaba colgado al cuello y cuando me resistí, me señaló con el dedo entre risas.
- La niña chiquita defiende su estrellita - se burló - ¡Eres una estupida! ¡Es una estrella de metal nada más!
- ¡Es un pentáculo! ¡Símbolo de las brujas! - grité sin pensarlo demasiado. Gloria parpadeó y esbozo una maliciosa sonrisa.
- ¿Símbolo de las brujas? - repitió lo suficientemente alto como para que todas las niñas del patio se dieran la vuelta a mirar - ¿Por qué dices algo tan feo?
No supe que responder a eso. Sabía que para la mayoría de la gente, la palabra "bruja" describía a una mujer malvada, cruel y la mayoría de las veces, capaz de las peores fechorías. Lo había leído en mis cuentos favoritos, lo había visto en las películas. ¿Cómo explicar al coro de niñas que me miraban desconcertadas que una bruja era algo por completo distinto? ¿Como hablarle de mi abuela con los brazos llenos de flores, de mis tías que cantaban bajo la Luna Llena? ¿Cómo hablarle de los libros de las Sombras, que guardaban la sabiduría de generaciones de mujeres que sonrían al pensar en el futuro? ¿Como hablarle de lo que me hacia sentir levantar los brazos a la noche e invocar junto a mi familia el poder del viento? ¿Por qué había algo mal en eso? Me mordí los labios, con el corazón latiendo muy rápido y apretando el pentáculo entre los dedos empapados de sudor nervioso.
- Las brujas no son algo feo.
- ¡Son mujeres horribles! - chilló Gloria, fingiendo miedo - ¡Y tú eres la loca de las escobas! ¡Tú eres la loca de las brujas!
Hubo risas burlonas, carcajadas ofensivas, pero también miradas sobresaltadas. Me sentí más avergonzada que nunca en mi vida y me prometí nunca, nunca volver a decir en voz alta nada sobre las brujas. Cuando le conté lo ocurrido a mi tia P. me miró escandalizada y entristecida.
- Ser bruja es parte de tu vida. ¿Cómo lo vas a ocultar?
- No sé. Me esconderé.
Me llevé la mano al pecho. Bajo la camiseta sentí el peso frío del pentáculo contra la piel. Me pregunté si sería tan sencillo como esconder entre las ropas mi estrellas. Si en adelante, me cuidaría muy bien de todo lo que diría o de todo lo que hacia, para evitar que nadie supiera la forma como mi familia miraba al mundo. Sacudí la cabeza, incómoda.
- No quiero que nadie se burle de mi - dije bajito - no quiero que nadie más vuelta a...
Recordé lo mucho que me había dolido las burlas que me acompañaron por semanas en los pasillos de la escuela. Las risitas disimuladas que dejaban escapar las niñas cuando me veían pasar. Y sobre todo, la forma como Gloria se regodeaba en cada oportunidad posible, llamándome a gritos "Loca de las Escobas". ¿Será que yo no era tan valiente como el resto de las mujeres de mi familia? Tragué saliva, abrumada por la idea. Tia me tomó de la mano con ternura.
- Toda bruja alguna vez se tendrá que enfrentar a la desconfianza del resto de la gente - dijo en voz amable y franca - una bruja contradice todo, siempre señala, siempre se opone, siempre mira las cosas de manera distinta. Una bruja recorre el camino más difícil, el menos transitado, el que está lleno de dificultades y de peligros. Y lo hace porque es su manera de demostrar que el valor consiste en enfrentarte al miedo pequeño, al de todos los días.
"Las brujas en ocasiones temen decir que lo son, pero sin embargo, esa magia y poder interior les hace hacerlo. Es inevitable. Lo hacen a pesar de los prejuicios, de los temores que despierta la palabra bruja. Lo hacen a pesar de la incomodidad, de las miradas irritadas y de lo escandaloso que pueda resultar que una mujer se declare a sí misma libre de toda atadura y de todo estigma. Porque una bruja es poderosa en la medida que asume su independencia mental. Su capacidad creadora. Su visión sobre todo lo que hace, todo lo que espera, todo lo que sueña. Una bruja es pura fuerza de voluntad, es pura mirada hacia lo que es y lo que desea crear. Una bruja jamás se detiene, una bruja siempre avanza, siempre mira a la distancia. Una bruja se arroja al vacío con los brazos abiertos, se aterroriza, se emociona por el poder de la osadía. Tal vez no te llames bruja, pero lo serás. Y actuarás en consecuencia".
Me quedé en silencio, maravillada por la forma como mi tía describía el valor y el coraje. Y de pronto, me sentí muy tonta de intentar ocultar quizás lo más poderoso que había en mi espíritu, esa fuerza invisible que me hacía siempre hacer algo nuevo, intentar lo que en ocasiones me provocaba miedo. Sonreí más animada.
- ¿Y tu crees que está bien decirle a todo el mundo que soy bruja?
- Esta bien jamás ocultar quien eres por ningún motivo - respondió mi tía - y sobre todo, está bien siempre volar por encima del miedo y lo que te hace sentir insegura. Inténtalo y verás.
Gloria me miró sorprendida unos días después cuando volví a pasearme por el patio del colegio con el pentáculo bien a la vista. Me señaló otra vez con el dedo y se burló como solía hacerlo...solo que en esta ocasión, no me di por aludida. Le dediqué una larga mirada aburrida - aunque el miedo y la vergüenza me quemaban las mejillas - y seguí leyendo sentada en uno de los bancos de piedra del patio del colegio. Ella pareció sorprendida pero claro está, no se dio por vencida. Luego de varios intentos fallidos se acercó a donde me encontraba, con los brazos en jarra y los ojos ardiendo de furia impaciente.
- ¿Ahora te la das de importantísima? - me dijo casi a los gritos - ¡Eres una loca y tu familia también lo es!
Seguí sin responder. Sentí que algo amargo y duro me cerraba la garganta y que la cólera me hacia temblar los dedos, pero perseveré en no mirarla, en seguir concentrada en lo que leía y sobre todo, conteniendo el impulso de esconder mi pentáculo debajo de la ropa. Gloria soltó una risotada burlona.
- Todas las brujas son mujeres terribles. Eso es lo que son.
- Bueno, aquí yo soy la bruja y eres tu la que estás insultándome - dije entonces. Lo dije con una voz seca, dolorida. Apreté aún más el libro entre las manos y sentí el cartón de la portada crujir por el maltrato - ¿Quién es la terrible aquí?
Gloria parpadeó. Varias de las niñas a nuestro alrededor le dedicaron miradas inquisitivas. La vi morderse el labio como siempre hacia cuando estaba realmente furiosa. Por último, se encogió de hombros y volvió a reír. Pero ya no se le veía muy segura.
- ¡Eres una estupida y una loca! - me acusó - ¡Eso es lo que eres!
Esta vez no dije nada. Ella pateó el suelo con fuerza, enfurecida y corrió a reunirse con su grupo de amigas, que me dedicaban miradas torvas. Tomé una bocanada de aire cuando todas decidieron darme la espalda ysseguir jugando sin mirarme otra vez. El alivio me invadió como una ráfaga. Me gustó lo que me hizo sentir dejar de sentir miedo, ser libre para decir lo que sea que pensaba y quería expresar en voz alta. Ese mismo día, invité a Flor a mi casa.
- Bueno ya, no me expliques más cosas - su voz de pito me hizo volver al presente. Seguía de pie a unos pasos de donde me encontraba, con los ojos muy abiertos y brillantes de emoción - claro que quiero ir a tu casa. Y quiero ver a todas las brujas. Quiero aprender.
Su entusiasmo me hizo sonreír. Pero también me hizo preguntarme porque no me temía o pensaba cosas feas sobre las brujas. Flor se limitó a encogerse de hombro, con un gesto de mujer adulta que la hizo parecer incluso más pequeña y desgarbada de lo que era.
- Si, también me las sé ¡Pero a quién le importa eso! - puso los ojos en blanco - ¡Oye! ¡Yo quiero que las brujas me cuenten su historia!
Muchos años después, recordaría esa frase. Y cuando lo hice, me pregunté si no sería un anuncio de mi pasión por contar historias de brujas - las mías, las de todas las que conocía - a la que dedicaría mi vida. Un ciclo radiante de conocimiento, tal vez.
***
Como es natural, Flor se sorprendió por las estatuillas de Diosas y Dioses que había en todas partes de la casa, el calderito de mi abuela - de hierro forjado y curado, un caldero de bruja de verdad - y el pentáculo de madera pegado a la pared. Cuando me preguntó de qué iba todo aquello, le respondí con toda la naturalidad del mundo que como todas las mujeres de mi familia éramos brujas, practicábamos la brujería. Mi abuela, que nos escuchaba desde el salón, sonrío con su acostumbrada malicia. Flor me miró con los ojos muy abiertos, desconcertada y luego de un largo minuto de silencio, soltó la pregunta que pareció le atormentaba luego de la, para ella, asombrosa revelación.
- ¿Vuelan en escobas?
No supe que decir. Miré a mi abuela, que se levantó del sillón donde estaba sentada y vino junto a nosotras. Sonreía con benevolencia.
- No, barremos con las escobas.
- ¿Se les pone la piel verde en luna llena? - insistió Flor. Mi abuela intentó contener la carcajada, de verdad lo intentó, pero yo noté que la risa estaba allí, muy cerca de su boca.
- No. Tampoco comemos niños y ni tenemos verrugas - respondió mi abuela. Flor escuchó todo aquello con la boca muy abierta.
- Pero son brujas.
- Sí, de las de verdad.
- Ya.
Un par de horas después, Flor no recordaba su curiosidad y comía las famosas galletas de jengibre y pasitas de mi abuela pero a mi, sus preguntas me siguieron intrigando, a pesar que las había escuchado mil veces. Supongo que es muy distinto leer cosas semejantes en libros y verlas en televisión a escucharla de tu amiga más querida. Miré a Flor curiosa, mientras recorría la casa, tocando y señalando con el dedo todo lo que le llamaba la atención. Mi abuela respondió cada una de sus preguntas, lanzándome miradas curiosas porque yo permanecía a cierta distancia, sólo observando. En más de una ocasión, le noté preocupada. Pero no dijo nada.
- ¡Tu casa es de fábula! - gritó Flor después, cuando se subió al automóvil de su madre - ¡Invitame otra vez!
Su madre sonrío y sacudió la cabeza, un poco avergonzada. Mi abuela, a mi lado soltó finalmente la carcajada.
- Siempre estás invitada. Siempre puedes venir. Mi casa tiene las puertas abiertas a todo el que desea visitarla.
Eso sonaba muy distinto a lo que solía decirse sobre las brujas. Fue un pensamiento lento y pesaroso. Una idea muy concreta. Miré el coche de la mamá de Flor alejarse, preguntándome por qué se decía tantas cosas extrañas sobre las brujas, por qué de pronto me parecía tan importante eso. Recordé la mirada de Gloria al ver mi pentáculo, su grito de furia cuando me acusó de "cosas horribles". Me pregunté que había tan mal en lo que éramos para provocar algo semejante. Cuando nos quedamos solas, le pregunté a mi abuela de donde salían aquellas ideas extravagantes sobre las brujas. Mi abuela me miró largo rato y ahora pienso, que probablemente intentaba resumir en una explicación que pudiera entender una niña de diez años, siglos de supersticiones. No lo logró, de manera que me abrazó con esa calidez suya que todavía extraño.
- La gente cree lo que quiere y siempre ha sido así. Lo diferente asusta y preocupa, pero para saber porque, hay que vivir. Cuando seas más grande, encontrarás la respuesta a eso.
Cuando sea más grande, pensé un poco fastidiada por esas palabras que siempre me habían impacientando. Pero resultó que al menos en ese respecto, si necesitaba ser más grande para comprender. Y me ha llevado buena parte de mi vida hacerlo.
Porque crecí escuchando que mis creencias eran "malas", que las brujas "eran del diablo", que mi sentido de la fe eran supercherías. Seguirían ocurriendo cosas como las burlas de Gloria y a veces, mucho más graves. A los doce, una monja intentó obligarme me quitara el pentáculo que desde que recuerdo llevo al cuello, porque era "símbolo del demonio". A los quince, la madre de una amiga me pidió nunca más fuera a su casa porque era parte de una secta. En la Universidad, un profesor me insultó a su manera sutil, llamándome "primitiva e ignorante". Ha sido un camino largo, extraño, singular, duro y bello a la vez. Porque desde el momento en que decidí en que llevaría mis creencias como una banda de honor, bien visible, que sonreiría al decir la palabra bruja, que no tenía que ocultar mi manera de creer y confiar, ha sido una lucha discreta, diaria y sincera, por demostrar que lo diferente es tanto hermoso como duradero y que el poder de la fe no tiene rostro ni tampoco, discrimina.
Pero también hubo grandes momentos, como la ocasión en que varias de mis amigas más queridas de la Universidad celebraron mi cumpleaños alrededor del fuego de Equinoccio, maravilladas con la oportunidad de celebrar un viejo ritual. O como esa otra, en que una anciana desconocida me abrazó con enorme afecto al ver mi pentáculo sobre la ropa. O cuando recibí un largo correo donde una mujer me contaba como mis pequeñas reflexiones sobre la brujería, le habían permitido asumir que había una parte de sí misma definitivamente mágica. Una y otra vez, hubo momentos en que la palabra bruja - su poder y su recuerdo - se enfrentó al temor y creo algo nuevo. Una mirada profunda sobre la identidad de todas las mujeres que llevamos el nombre y la tradición como parte de nuestra vida y sobre todo, esa necesidad de comprender el poder de la esperanza, de la sabiduría íntima. De las manos abiertas hacia el infinito.
No ha sido sencillo por supuesto. Tampoco esperé que lo fuera. Porque a pesar que mi país es bastante ecléctico en lo que a creencias religiosas se refiere, es también y de una manera bastante contradictoria, muy conservador. Hay una cierta desconfianza hacia lo que no es común, hacía lo que no se entiende, y sobre todo, a eso que no podemos clasificar a primera vista. Pero cada vez que llevo el pentáculo al cuello, cada vez que realizo un ritual, cada vez que respondo "soy bruja" cuando me preguntan en qué creo, doy un paso hacia adelante para abandonar esa región de lo marginal, lo prejuiciado, lo que se discrimina. Cada vez que me atrevo a copiar un ritual y publicarlo, a hablar con total libertad de mis creencias, encuentro una manera de crear, de construir un camino propio que seguir. Y quizá, sea esa necesidad de creer y confiar, lo que sea la verdadera magia, la esencia real de esa fe que de alguna manera me define y que durante toda mi vida adulta, le ha dado un lugar y una identidad a mi manera de ver el mundo.
A veces, todavía recuerdo esa primera tarde con Flor , comiendo galletas de jengibre, mientras mi abuela quemaba albahaca en su caldero de hierro - que heredé - y tejía un tapiz para envolver sus cartas de Tarot. Y siento un amor enorme, radiante, por esa linea de conocimiento que heredé, por esa visión de las cosas que llevo a todas partes y en todo lo que hago con profunda convicción. Y es que tal vez la bruja que soy - la niña que fui, la adulta en que convertí - es parte de ese juego de espejos que con tanta ingenuidad, llamamos madurez.
C'est la vie.
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