miércoles, 6 de septiembre de 2017
Los pequeños mecanismos del corazón humano: Todo lo que deberías saber sobre la obra de Antón Chéjov.
En una ocasión, un paciente llegó a la puerta de un joven médico ruso con las manos cubiertas de ampollas por la nieve. Abrumado por el dolor y la verguenza, no encontró otra manera de hacerse notar, que golpear la cabeza contra la madera hasta que un jovencísimo Chéjov abrió y le encontró allí, con una considerable herida en el cuero cabelludo y las manos hinchadas. Cuando el médico se inclinó hacia el hombre y le preguntó que le había ocurrido, se sorprendió por su mirada serena y triste. “Una herida es natural y la otra es de pura impaciencia” dijo. Mucho después, Chéjov diría que esa poesía insustancial e involuntaria le había cautivado lo suficiente como para creer en la posibilidad de la literatura como una “expresión invisible” de la naturaleza humana.
Por supuesto que Chéjov, médico y escritor supo comprender el espíritu del hombre desde su falibilidad. Lo hizo, con esa mirada escrutadora de quien asume el dolor como real y quien aspira a consolarlo. De quien conoce perfectamente lo esencial sobre el sufrimiento y la alegría y sabe cómo funciona el extraño mecanismo de la naturaleza humana. Chéjov, cuentista pero sobre todo, amante apasionado de la palabra como reflejo del hombre, supo construir un paisaje conmovedor sobre la identidad de la soledad, sobre los traspiés de la tristeza y algo incluso mucho más importante, la sutileza de lo intangible. Esa cualidad misteriosa de la identidad de lo emocional que brinda a su obra, una noción profunda y hermosa sobre la ternura y la fragilidad.
Porque Chéjov, intentó encontrar ese punto de equilibrio imprescindible entre lo que se cuenta y lo que se asume real, de lo que construye una visión elemental sobre quienes somos y hacia donde nos comprendemos a través del cuento. Como si cada relato simbolizara una pieza imprescindible en una visión muy amplia sobre la individualidad. Palabra a palabra, Chéjov logró no sólo analizar la multiplicidad de dimensiones del corazón humano, sino los pequeños engranajes que le hacen funcionar, que crean esa íntima visión sobre lo que lo emocional puede ser. Para Chéjov, el existencialismo era algo más que un devenir sin sentido de ideas y tiempo, sino una búsqueda quizás destinada a la resignación, del significado personal. Una huida de la condena a la muerte inevitable y que nos hace inocentes en nuestra búsqueda de rostro y sentido.
¿Quienes somos? se pregunta Chéjov, a través de sus personajes, todos profundamente frágiles, derrotados, exquisitos, reconocibles. ¿Hacia dónde avanzamos en medio de la muchedumbre? ¿De esta soledad compartida? ¿De este dolor a fragmentos que parece ser la herencia de una humanidad anónima? ¿Quienes somos, mientras avanzamos en el trayecto de nuestra vida cuestionándonos? ¿Cual es nuestro rostro más allá de la crueldad, de la angustia, de la angustia? Chéjov analiza todas estas preguntas y lo hace, con esa solidez eventual del pensador concienzudo. Del que busca una forma de comprenderse así mismo para hacerlo también con quienes le rodea.
Se ha dicho que quizás la mirada atenta del Chéjov escritor, se la debe al Chéjov Médico. Un hombre paciente y esforzado que no sólo era famoso en su natal Taganrog por su compasión, sino por ser un hombre que no sólo podía comprender los dolores del cuerpo sino también, los del alma. Esas dolencias invisibles, infinitas y tan dolorosas como las cicatrices visibles que el cuerpo muestra. Es muy probable que esa dualidad — del hombre arte y el hombre científico — le impulsara a escribir para asumir el trayecto personal desde el método de la palabra y también, desde el poder de la imaginación. No resulta casual, que Chéjov publicara su primer cuento a los veinte años, casi al mismo tiempo en que comenzó a atender a sus primeros pacientes. Y es que el escritor escribía con una pasión abrumadora, con un deseo irreprimible de contar y de desmenuzar la vida en palabras que le mantuvo creando hasta su muerte por tuberculosis en 1904. Escribía casi por compulsión: desde cuentos hasta piezas de teatro, nada humano parecía serle ajeno a este obsesivo de la narración, a este médico que buscaba la cura de la melancolía y el dolor frágil del corazón en lo que podía contar, en el método de creación.
Pero Chéjov, como escritor, pasó por la angustia de las dudas. Quizás por ese motivo, buena parte de sus cuentos fueron firmados por seudónimo y sólo en 1884 publica su primer libro: Cuentos de Melpómene, y abandona finalmente el anonimato para reconocer, en público y en privado, que la escritura era tan imprescindible en su vida como la medicina. Ese arte de sanación misterioso capaz de curar y reconciliar ideas dispares. Chéjov, hombre consumido por la necesidad de narrar, encuentra en su vida esa plenitud de quien construye ideas, de quien elabora pensamientos para la trascendencia. Por eso, Chéjov solía decir que puesto que no tenía “una visión de la vida”, tenía que conformarse con describir la forma en que sus personajes “aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan”. Eso fue lo que hizo. Y lo hizo bien, a la manera implacable de los que necesitan mostrar la vida a través de la expresión, de los que construyen la vida a través del arte y el acto creativo.
Como unidad artística, los cuentos de Chéjov son la mejor forma de comprender el tránsito de su autor por esa noción sobre la escritura como una forma de redención. Un pionero en la búsqueda del drama sutil, de la invención de un espacio en palabras que pudiera contener el mundo entero. Chéjov, como creador, se comprendió así mismo desde la óptica de la pasión, desde esa perspectiva de construir una identidad como autor desde la pasión. Nunca dejó de ejercer la medicina, nunca dejó de considerarla su prioridad. Pero tampoco pudo abandonar esa otra dimensión suya del poderoso constructor de ideas, del que profundiza, busca y avanza hacia la razón misma de lo que se mira a través del espíritu.
Actualmente, a muchos lectores le sorprende la brevedad y la cohesión casi perfecta en los relatos del escritor. Han corrido ríos de tinta para explicar el motivo por el cual Chéjov insistió en contar y construir historias mínimas. Pero más allá de lo académico, el motivo es puramente circunstancial: Chéjov fue un escritor de una Rusia represiva y debió luchar contra la censura. Y lo hizo, con su brevedad, con su capacidad para la conclusión rápida y certera y sobre todo, ese toque de humor que siempre parece sostener sus relatos en algún punto. Por eso, una gran parte de los textos de sus primeros años tienen un aire juguetón y bromista, como si la juventud creativa fuera también un reflejo de ese ejercicio sorpresivo de una búsqueda de estilo personal. Más allá, Chéjov se hace cada vez más ambicioso pero también, firme y crea toda una nueva percepción sobre lo real sin abandonar su sencillez y su capacidad para la abstracción consistente. Y continúa aferrado al cuento, a esa expresión de valor y de sentido tan original y personal. Avanza, con esa nostalgia de los primeros días y sobre todo, con esa visión tan clara sobre lo que crea y lo que añora, hasta alcanzar un sentido profundo y consistente sobre quienes somos y hacia donde nos dirigimos. Un mecanismo sutil, delicado pero siempre sólido que el Chéjov escritor supo sostener, con la grácil delicadeza del cirujano, sobre esa visión de la literatura que crea y se sostiene sobre su conmovedora capacidad para comprender el corazón humano.
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