martes, 31 de octubre de 2017

Todos los rostros del misterio: Magia, Brujería y Brujas, una vieja forma de asombro.







Hace unos días, Woody Allen se quejó públicamente del “ambiente de cacerías de brujas” que parecía propiciar el escándalo de acoso sexual que rodea al productor Harvey Weinstein. De inmediato, la escritora y feminista Lindy West respondió al comentario “Sí, esto es una cacería de brujas y te estoy cazando”. Lo dijo además, con toda la connotación de antigua y poderosa hermandad que la palabra “bruja” suele traer aparejada. Lo dijo en mitad de un clima político complicado, con un depredador sexual como Presidente de norteamérica y una creciente ola de rechazo hacia la defensa de los derechos civiles y culturales de la mujer. Pero West se llamó “Bruja” y por una razón: la de recordar el poder de la mujer sabia, de la mujer poderosa, de la mujer extraordinaria que por siglos fue aplastada por el anonimato histórico y cultural. Bruja, la palabra que por años se ocultó y se invisibilizó bajo el puño del poder, el prejuicio y la misoginia. Bruja para recordar una herencia antiquísima y poderosa, que sobrevive incluso en la actualidad.

Por supuesto, la figura en la cultura pop ha sufrido todo tipo de transformaciones: Desde la amenaza hasta la terrorífica, a la mujer poderosa siempre se le miró con profunda desconfianza. Aún así, su figura persistió en todo tipo reinvenciones y conceptos en la cultura pop, empeñada analizarla y encumbrarla como epítome del mal y cierta belleza misteriosa. La malvada y espléndida Bruja Blanca de las Crónicas de Narnia del escritor C. S. Lewis, la inquietante figura de piel verde del Mago de Oz, las brujas exquisitas e inquietantes de Roald Dahl. Pero cada una de esas figuras simbólicas proceden de versiones mucho más antiguas: La Baba Yaga que acecha en el bosque y vuela por los aires, para castigar a los niños desobedientes. La Dama muda y temible, que aparece en medio de la oscuridad, para seducir a los incautos. La mujer sabia que aguarda en el centro de bosques milenarios para contar historias, para preservar la memoria de la tribu. La bruja — como expresión femenina, como poderosa visión del bien y del mal — ha sobrevivido a pesar de su transformaciones, la violencia y la distorsión de la metáfora sobre el poder de la mujer, hasta alcanzar una dimensión por completo nueva, desconocida y mucho más poderosa de lo que nunca fue.

Tal vez por ese motivo, durante las últimas décadas, la figura de la bruja ha alcanzado un nuevo e inesperado brillo. La visión moderna sobre la bruja incluye no sólo poder, sino también una expresión de belleza y feminidad directamente emparentado con un poder moral y espiritual muy específico. Y con esa percepción del poder de la mujer, nació toda una nueva connotación sobre el tiempo, el espacio y la forma de experimentar con la percepción sobre la identidad colectiva. De pronto, no hablamos sólo sobre la bruja y su misteriosa capacidad para representar lo desconocido, sino también una fuerza genuina que representa una aspiración cultural sobre la identidad y sus complicaciones. Una forma de contemplar el tiempo y la transformaciones sociales que se manifiesta a través de la mujer misteriosa y enigmática. Por siglos, el sombrero puntiagudo y la escoba representó una amenaza, una clara representación del mal moral y del terror convertido en una forma de comprensión sobre los lugares inexplorados de la naturaleza humana. La bruja es malvada o es incomprendida, la bruja es poderosa y temible. La bruja es una alegoría a cierto tipo de capacidad intelectual y moral que por siglos le fue negada a las mujeres.

El poder de la Mujer: En el Velo de los Misterios.
La Diosa Afrodita (Venus para los Romanos) era una Diosa de cuidado. Quizás la más peligrosa del panteón Olímpico. No sólo era capaz de mover los hilos del amor y las pasiones con toda libertad — lo que provocaba todo tipo de consecuencias — sino que además, tenía el poder de provocar el amor como una noción profunda y compleja sobre la existencia. No es casual que Afrodita protagonizara la mayoría de los enfrentamientos entre dioses, creyentes e incluso, formara parte de la mayoría de gestas semi históricas del mundo Antiguo. Afrodita, imprevisible, portentosa y cruel, era la representación de la emoción humana más incomprensible.

Pero más allá de eso, la magnífica Afrodita representaba un tipo de mujer temible, una feminidad agresiva, devastadora e inevitable que la mayoría de las veces resultaba toda una amenaza para la primitiva visión de Grecia y luego de Roma sobre la mujer. Porque la Diosa, con su libertad sexual, intelectual y corporal, su profundo conocimiento de la naturaleza humana de sus fieles creyentes — la hacían heredera directa de los dones de las Diosas primigenias y nutricias que le precedieron. Afrodita además, tenía diversas encarnaciones para representar el “amor” pero también a la mujer: desde la Victrix a la Anadiomene, la Diosa era el poder de la complejidad absoluta sobre lo femenino. Una representación multidimensional de la mujer que apabullaba a las tímidas representaciones de la divinidad femenina en cualquier otra mitología.
Porque Afrodita amaba — y eran tan apasionada como provocar conflictos estelares — pero también odiaba y era todo lo violenta como se suponía podía ser una deidad de su categoría. No había nada bueno ni malo ese poder ancestral que representaba no sólo con su mera existencia como parte de la noción sobre lo sagrado de los griegos y romanos, sino con el poder de su culto. No había región en el mundo antiguo donde Afrodita no fuera temida y admirada. Donde no se suplicara su intervención. Donde no fuera un poder implacable y maravilloso.

Pienso en la Diosa, mientras recuerdo la conversación con mi amigo y todo lo que me hizo reflexionar. En el tipo de feminidad que encarna y simboliza, tan alejada de la frágil, engañosa y taimada Eva. Porque Afrodita, en todo su poderío, era la metáfora de un tipo de poder femenino que nadie desdeñaba ni se atrevía a menoscabar. Una capacidad para la creación y la destrucción que asombraba y atemorizaba a la vez.
Claro está, hablar sobre la feminidad es resbalar un poco por terreno inestable. El tema está en boga — que bueno — pero no siempre es comprendido de manera concreta — que preocupante -. Igualmente, siempre que se analiza, encuentras que la visión cultural y social al respecto tiene muchos rostros, tal vez uno por cada opinión, visión y perspectiva. Y eso si me parece extraordinario. Hasta hace muy poco, la mujer tenía una única dimensión.

Hace unos días, veía una película de la cual nunca supe el nombre que ponderaba sobre la mujer divina. Dos ancianos, sentados en mitad de un bello campo nevado, conversaban sobre la mujer como ente divino. El “Ánima” y esas ideas de pureza que realmente me producen más angustia que interés. El caso es que de pronto, la película cambió de ritmo y apareció una bella mujer curvilínea que se identificó a sí misma como La Protomujer. Y dijo una frase que me encantó: “De la mujer se habla como divina, jamás como sagrada”.
Un buen pensamiento. Tan bueno, que a esas horas — algo así como a las tres de la mañana — tomé portatil, hoja y papel y comencé a redactar una idea al respecto. Por supuesto, me siento en la obligación de antes de comenzar desarrollar mi visión sobre esa disyuntiva tan sutil pero que me parece tan importante, hacer una pequeña declaración de intenciones de intereses. Y es la siguiente : No voy a hablar de la mujer santa, inaccesible, inalcanzable, impoluta, beatifica. Eso es un concepto monoteísta — patriarcal — sobre la mujer con el que no simpatizo. Algo tan concreto como que me resulta difícil hablar sobre la mujer y lo sagrado, sin que se mezclar una serie de conceptos complejos y la mayoría de las veces innecesario. Como si se necesitara situar a la mujer en lo místico, es el atajo para trascender a lo divino burlando la religión. Pero tampoco esto me interesa ahora. Lo que si me interesa y mucho, es hasta que punto la mujer — lo femenino esencial — se puede considerar sagrado.

Claro está, no hago esta distinción por puro capricho, sino porque no deseo asumir la feminidad — y su cualidad divina — como la concebimos en occidente. Una belleza plácida, flotando en medio de luz. De hecho, lo sagrado en las culturas primitivas, tenía mucho ver que con la violencia, la crueldad de la naturaleza, esa idea desconocida y profunda que parecía surgir de algún lugar inquietante en mitad del miedo y la admiración. Entre lo divino y lo maldito, la mujer siempre se encuentra relegada a ese espacio sin mucho valor que pendula entre lo reprobable — nació pecadora — a un tipo de inocencia muy cercana a la estupidez. Y esa “maldad” tenía una relación directa con una naturaleza trampos intrínseca en la naturaleza femenina. El mal en sí, tal como afirmaban los inquisidores Kramer y Sprenger, autores de “El martillo de las brujas” : “Toda maldad es nada comparada con la maldad de las mujeres”.

De manera que cuando hablo de lo Sagrado, hablo de la tridimensionalidad Femenina. El poder de ser y de estar. De desear, crear, construir, destruir. Porque lo femenino, durante mucho tiempo — demasiado tiempo — fue considerado inmutable, dolorosamente silencioso, sin voz. Es temible, esa idea de la mujer del Medioevo como ideal romántico, o la mujer Victoriana, atrapada en su corsé. Y es que lo divino arranca capas de comprensión, resume, disminuye, debilita. Lo sagrado consagra, embellece, brinda poder. Es un pensamiento hermoso sin duda. Un pensamiento poderoso. Pero más allá de eso, se trata del reconocimiento de la individualidad de la mujer. De su complejidad histórica. De su noción sobre su capacidad para ser un individuo por encima de cualquier prejuicio de género. De hecho, es el poder de ser mutable, diferente, la necesidad de transformación lo que hace a lo Sagrado una parte cultural esencial. Lo sagrado — lo excelso, lo esencial y nuclear — es lo que lo hace perdurable. Tal vez por ese motivo, en griego están hierós y hagios, pero mientras la primera significa sagrado en lo que tiene de referencia a lo divino como fuerza y luz, la segunda, hagios, implica también la acepción de maldito.

Claro está, la brujería y la particular percepción de la mujer como poderosa, no siempre deben coexistir pero por extraño que parezca, siempre lo hacen de una manera y otra. La bruja está viva en las historias que contamos sobre mujeres extraordinarias. La bruja está viva en toda la nueva percepción de lo femenino como portentoso, intelectualmente poderoso y lleno de vida. Por las historias que contamos, por las afirmaciones de “Soy una bruja” que cada día son más frecuentes en libros, películas, series de televisión. La bruja regresó desde el olvido para hacerse más fuerte que nunca, más visible y sobre todo, mucho más simbólica que nunca.

El Sueño que nace en la Tierra.
¿Qué es una bruja? ¿Qué es lo que convierte a la mujer en una? ¿Por qué algunas se llaman a sí mismas de esta manera? La bruja forma parte de la mitología popular, incluso desde antes de que la cultura pudiera recordarlo. Es parte del símbolo de la mujer poderosa o al menos lo fue, hasta que occidente se encargó de convertirla en malvada.

Hoy las brujas parecen mirarnos de todas partes: desde la caricatura de piel verde que cuelga en las vidrieras de las tiendas, esa mujer de nariz retorcida que saltó de los cuentos de hadas directamente a las pesadillas de los niños, y la mujer sabia, la bruja tradicional que actualmente se ha reivindicado gracias a ese renacer de lo femenino como sagrado. Sin embargo, queda mucho por decir sobre la bruja, esa mujer que sonríe, misteriosa, entre el velo de la historia y la leyenda, y que sobrevivió a las llamas de la ignorancia, la que se ocultó en la historia, la que forma parte de esa visión de la mujer poderosa y que estuvo tanto tiempo en reposo.

No hay antecedentes precisos sobre la primera mujer que se calzó el sombrero puntiagudo y las medidas de rayas para llamarse, a sí misma, bruja. Pero sí de que Dios, el eterno y patriarca de los valles celestiales, antes de ser un célebre soltero tuvo una divina consorte. Al menos en eso insiste la investigadora de la Universidad de Exeter, Francesca Stavrakopoulou, quien señala que antiguamente, las potencias religantes que derivaron en las grandes religiones monoteístas contemporáneas adoraban a la diosa Asherah, La Gran Madre. ¿Y quienes eran sus hijas si no la mujer poderosa, la sabia, la curandera, la que era capaz de crear vida?

La bruja nació como reflejo directo de ese remoto matrimonio celestial y su rastro parece extenderse por el Oriente Medio, siguiendo lo que puede leerse como la sinuosa línea de una ancha cadera divina: el arquetipo de Asherah también se consigue bajo el nombre de Astarot, quién es a su vez la Ishtar babilónica y la Astarté griega. Arquetipo del divino femenino: Luna, Tierra Venus. De manera que la bruja fue la imagen esencial de esa mujer creadora, la sagrada, cuyo vientre tenía la misma capacidad para crear vida del Dios misterioso de las alturas. Una idea que asombró a los hombres hasta que tomaron conciencia de su participación en el prodigio de la concepción.

Pero la bruja sobrevivió incluso al patriarcado del sedentarismo, cuando las viejas diosas creadoras fueron arrojadas de altar para ser sustituidas por deidades belicosas. La bruja, terca, sobrevivió al puño de la edad de hierro, a la sangre derramada de la nueva religión de las armas que sustituyó a la de la tierra. Para entonces, ya habían obtenido un nombre, más allá del simple gentilicio de Hija de la Diosa: bruja por derecho propio. Los celtas ya usaban una palabra para brindar estatus y prestigio social a las mujeres de especial importancia y era de conocimiento común que eran “gente buena” y “sabias con conocimiento de la Tierra”.

De la bruja desnuda bailando en el bosque y la risueña doncella corriendo por entre los sembradíos para asegurar prosperidad y fertilidad, hasta las imágenes que tanto horrorizaron a los católicos unos siglos después. El problema con la bruja, la esencial, es que es libre. Un espíritu salvaje que encarnaba la unión de lo divino con lo carnal, lo deseable. Ya era historia vieja su poder, su tentación, su risa contagiosa. Así que la Iglesia, Madre y Señora del pudor, decidió perseguirla y asediarla. Esa mujer sin atadura y sin moral representaba a los paganos salvajes de las tierras que aún no reconocían al Cristo Redentor de ojos amables. La bruja conocía de fuego, de tierra y de sangre, y eso era peligroso para la nueva moral de un mundo que comenzaba a reconstruirse alrededor del Dios hombre, ahora así entronizado en el poder de la Europa joven.

El continente se cubrió de piras de castigo. Las llamas quemaron a brujas y a inocentes, a libres pensadoras, a putas, a sospechosas de crear. La mujer se convirtió en mártir de su género, en una prisionera de una iglesia tan despótica como cruel. Pero la bruja, la verdadera, la que recorrió Europa como carta de Tarot, como escoba detrás de la puerta, como los pequeños ritos del jardín, como las pequeñas costumbres y supersticiones de una época remota, era indomable. Y sobrevivió a pesar de las sentencias. La imagen de la mujer fuerte, por encima de la casta. Durante años, los romances medievales cantaron odas de amor a la mujer misteriosa, velada. Y la bruja, la divina, respondía siempre. Y es que no es tan fácil destruir lo que habita en esa dimensión del espíritu rebelde, la cultura que se opone a todo y se mira a través del poder de renacer.

La bruja regresó de su anonimato histórico para ocupar su lugar cultural, ése que siempre ocupó siendo la curandera, la sabia, la consejera, la madre, la anciana, la poderosa. La bruja, como idea histórica más allá del prejuicio al que estuvo sometida durante siglos.

El conocimiento, la independencia y la fuerza de voluntad siempre han sido considerados peligrosos para el poder establecido de quien insiste en poseer la razón absoluta. Ejemplos sobran: Hipatia de Alejandría asesinada en plena calle mientras defendía la biblioteca que custodiaba; Juana de Arco vistiendo resplandeciente armadura frente a los ejércitos franceses, quemada acusada de brujería por los mismos hombres y mujeres que había defendido espada en mano; o Mary Wollstonecraft, madre de la escritora Mary Shelley, quien había sufrido durante toda su vida el estigma de ser una mujer diferente e inteligente en un mundo que la rechazó por serlo. La raíz del mal, más allá del simple concepto moral, como una visión de esa fina linea que divide lo que se considera normal y lo que no lo es. Bruja, bruja y bruja. La eterna impenitente. Incluso esa antiquísima Lilith, demonizada por la religión hebrea por el simple pecado de reclamar igualdad. Según la tradición, Lilit se rebeló contra su marido Adán y lo abandonó. Y con ello encendió la ira que recogió su mito y la convirtió en una mataniños. Se le llamó “Madre del mal” y, claro está, bruja.

Las brujas han sido el emblema de la desobediencia. Mal mandadas, como la llamaríamos en esta Latinoamérica descreída y festiva. La bruja no obedece, no acepta: la bruja se enfrenta. Y así sobrevivió al martirio y renació, incluso cuando nadie supo cómo. Poco a poco la cultura popular encontró un lugar para recibirla de vuelta, para reír de manera escandalosa, para asumir de nuevo su lugar en la cultura.
Como buena seductora, comenzó de a poco: la bruja no se prodiga. De los libros para niños, donde se escondía en bosques misteriosos, decidió saltar a un nueva dimensión de las cosas y así revivir el asombro que despertó siglos atrás. Se mostró hermosa y terrible en productos culturales de amplia difusión que ahora son referenciales, como la madrastra de Blancanieves. Pero eso no era suficiente: había que sumar a la mujer de piel verde que se enfrentó a una virginal Dorothy de zapatos rojos, y a la dueña del rostro sensual de Kim Novak sosteniendo con poses de vampiresa a su no menos inquietante gato en brazos.

Nadie se extrañó de que la bruja llegara a Hollywood. Celebraron su llegada con aplausos de pie y, en el año 1958, la película Bell, Book and Candle, de Richard Quine fue una de las más taquilleras. La bruja había regresado con su caldero, escoba y risa escandalosa. Y esta vez para quedarse. Porque lo demás, fue imparable: unos años después la inolvidable Samantha se enamoraría de un orejón y simpático publicista, que en la mismísima luna de miel descubre que su bella mujer no era otra cosa que una bruja y el mundo entero se enamoró de ella en Bewitched. La bruja tomó por asalto la cultura pop, que la recibió con los brazos abiertos: Angelica Houston, rodeada de calvas y malvadas compinches en The Witches (1990) basada en la novela de Roald Dahl; las tres bellezas de Cher, Susan Sarandon y Michelle Pfeiffer en torno al primer Jack Nicholson maduro en The Witches of Eastwick (1987), basada en la novela de John Updike publicada en 1984; o una jovencísimo trío de brujas adolescentes que se enfrentaban a las hormonas varita en mano en The Craft e incluso las hermanas Halliwell, ese fenómeno televisivo tan ridículo como imprescindible para contar la historia de la nueva versión espectacular de la bruja.

No hay que olvidar que la idea de la bruja maligna y cruel despertó en pleno nuevo milenio para recordarnos su poder. En el año 1999, aterradas multitudes salieron de los cines declarando que el temor había tomado una nueva forma en esa maldición oculta que ataca de tres jóvenes incautos. Y es que la The Blair Witch proyect recordó incluso al más descreído que no todo eran risas y diversión en el mundo del bosque enigmático de la bruja. El mito, otra vez, como parte de esa visión inquietante de la mujer y su eterna dualidad: la bruja en todas partes, incluso en lugares más imprevisibles. Por ejemplo, en la forma de una niña con varita que combate a un enemigo épico en la saga de la escritora J.K. Rowling, la bruja que sonríe desde las vitrinas de la tiendas, la bruja de trenzas y brazos cargados de flores de la imaginación popular e incluso una más discreta. La que escribe, crea y se sabe poderosa, la que recibe su herencia del nombre y también de esa otra visión de la feminidad. Usted. Yo. Una bruja.

lunes, 30 de octubre de 2017

La nostalgia, el terror y la infancia idílica: Todas las razones por las cuales deberías ver la segunda temporada de “Stranger Things”.





El mundo infantil es un misterio. O al menos, así ha sido analizado a través de la literatura y posteriormente de la televisión. Desde los temores sin forma y extravagantes de la mente infantil, hasta su capacidad ilimitada para la esperanza, la niñez ha sido caldo de cultivo en una forma de comprender el mundo que parece ser una fuente inagotable para historias de todo tipo. Shirley Temple lo descubrió en los dorados años treinta, cuando se convirtió e un icono mundial de la ternura. Sus películas en éxitos inmediatos y elaboraron toda una percepción novedosa sobre el cine protagonizado por un rostro infantil. Se trató quizás, de la primera vez que un niño se convirtió no sólo en parte del mundo cinematográfico sino además, en una nueva forma de entender al cine. Parte de esa noción sobre la inocencia — que evolucionó de década en década y se hizo cada vez más elaborada — es la que a partir de la década setenta y ochenta, creó un subgénero que analizó el punto de vista de la infancia desde una versión novedosa. En 1982, Steven Spielberg creó una percepción sobre la infancia y su visión sobre lo desconocido, la incertidumbre y lo temible con “ET: El extraterrestre”. Para Spielberg, la niñez no sólo es símbolo de pureza, sino también, una idea mucho más elaborada: Esa audacia de la aventura, un riesgo emocional tan extraordinario como espontáneo. Un discurso que se mantiene a pesar del transcurrir del tiempo y el posible desgaste del discurso visual. En otras palabras: Spielberg analiza las nociones sobre los argumentos que sostienen sus ideas, lo que conmueve, lo que emociona. Lo hace desde la perspectiva del asombro, de esa mirada infantil que se plantea desde el descubrimiento. Que lo hace inolvidable y puro.

No se trata de una fórmula nueva: mucho antes de él, Harper Lee dotó a su Scout en “Matar a un Ruiseñor” de la misma mirada desconcertada e inocente, que convirtió a la historia en una delicadísima y dulce reflexión sobre la naturaleza del prejuicio. También lo hizo Roald Dahl, pero desde una óptica muchísimo más maliciosa y traviesa. Por supuesto, las novelas del autor británico estaban dirigidas a un público juvenil, a diferencia de la audiencia adulta de Lee, pero aún así, ambos autores coincidieron en lo mismo: en cómo construir un discurso que pudiera despertar empatía, identificación y sobre todo, mantenerse íntegro a pesar del tiempo y el posible contexto de lector.

Lo mismo ocurrió con Roald Dahl, que escribía para niños y lo hacía desde la óptica de los niños. Irreverente e irritante, el propio escritor solía insistir en que sus libros no estaban dirigidos a adultos sino a los niños tercos y traviesos que vivían aún en algún lugar de su mente. Llegó a decir que la llave de su éxito era “conspirar con los niños contra los adultos”. En una entrevista que fue publicada por el periódico Independent en el año 1990, Dahl admitía que sus libros no estaban dirigidos bajo ningún aspecto y bajo ningún motivo a los adultos. Y que de hecho, el mundo adulto debía tratar de comprender — en la medida en que se lo permitiera su arrogancia — ese otro universo magnifico y desconcertante que había abandonado hacía tanto tiempo. En una de sus habituales frases desconcertantes, insistió que “Puede ser una fórmula simplista, pero funciona. Los padres y los maestros son el enemigo”. Una idea que parece resumir el cariz de su obra y también esa partícularisima capacidad de Dahl para sorprender e incluso desconcertar a través de sus formidables historias.

Dos años más tarde que Spielberg, Stephen King reinventaría la fórmula en el clásico del Terror “It”, en la que una pandilla de niños debe enfrentarse a una criatura sin nombre que usa sus peores temores como un avatar temible del miedo como figura esencial. Con su aparente pátina de inquietante historia de un verano infantil — esa época de gracia en la que todo puede ocurrir — King lleva el terror a dimensión original que transforma la obra en un astuto juego de espejos. Nada es lo que parece en una narración enciclopédica sobre los orígenes de los temores y las argucias de la maldad en estado puro para destruir la ignorancia. A través de su banda de marginados y los estereotipos que encarna (el tartamudo, el niño gordo, el asmático, la niña maltratada) el escritor logra crear una hipótesis sobre lo que sostiene a todas las historias de terror y las hace inolvidables. Personaliza esa noción sobre el misterio de los terrores infantiles y después, le da sorpresivo giro al asumir la existencia de un ente maligno y primigenio que encarna todos los misterios del miedo sin nombre. Es entonces, cuando la novela alcanza su carácter de obra definitiva sobre los espectros invisibles, los que se esconden bajo la cama, los que aguardan en las esquinas tenebrosas. King convierte lo que nos provoca miedo en un reflejo ambiguo de nuestras ambiciones. Una puerta abierta hacia espacios desconocidos en nuestro interior y dota al monstruo de un rostro reconocible e íntimo.

Tal vez por eso todo parece tan familiar en la serie “Stranger Things” del producto televisivo de los hermanos Matt y Ross Duffer y cuya segunda temporada acaba de estrenarse. La primera temporada asombró por su frescura, por su capacidad para combinar la aventura, el terror, el suspenso y la nostalgia en una producto de notable calidad. Convertida en un éxito de crítica y un fenómeno de masas, los Duffer tenían la pesada responsabilidad de no sólo superar su primer experimento argumental, sino además, hacerlo más profundo y expandir un universo complejo sin perder la esencia que convirtió la primera temporada en un impecable construcción narrativa y visual. La segunda temporada no sólo lo logra sino que lleva a un nuevo nivel, esa búsqueda del dúo de productores en asumir la percepción de lo complejo, rico y brillante que puede ser el mundo infantil. En esta ocasión, trata de un inteligente ejercicio de nostalgia (tal y como fue durante la primera temporada) sino además, una brillante concepción sobre la Ciencia Ficción, la fantasía y el terror envuelta en la inofensiva pátina de un clásico inmediato. Con un pulso que asombra por su precisión, los Duffer logran en la segunda temporada “Stranger Things” el perfecto equilibrio entre la referencia básica — esa asombrosa decisión de retrotraer la forma y el fondo con una batería interminable de detalles visuales que convierten a la serie en una colección de imágenes melancólicas — y también, esa concepción del producto que se sustenta sobre su capacidad para innovar. Porque “Stranger Things” — como elemento novísimo de la cultura pop — es algo más que una serie construída para evocar una época y homenajear a una década: en realidad se trata de una celebración a los hijos de una generación nacida entre las bicicletas, walkie Talkies, televisores de tubo, radios, miedos y terrores casi inofensivos. Una generación anterior a la hiper contextualización y comunicación. A la inocencia en estado puro que los Duffer logran recrear con un maravilloso sentido de la oportunidad y el buen gusto.

Por supuesto, la segunda temporada de “Stranger Things” es también un homenaje al imaginario de los mìticos años ’80 y el dúo de directores no disimula su evidente influencia en el cine de Spielberg, Dante, Carpenter o en las narraciones de nítida estructura de un joven Stephen King. Y lo hacen, a través de un método que sorprende por su frescura y buen hacer: “Stranger Things” sortea con habilidad las trampas melancólicas — en estilo y forma- y elabora una propuesta sólida que se sostiene a pesar de las múltiples referencias, de la noción sobre lo visto y añorado. La serie cumple con el requisito de autonomía visual y lo hace, siendo original a pesar de la estructura referencial que lo sostiene. Hay algo nuevo, recién descubierto, que impresiona y conmueve en este producto lleno de significado que avanza con buen pie entre la melancolía evidente y algo más sutil.

La serie no se prodiga con facilidad: No sólo pareciera beber de la moral ambigua de cualquier propuesta serial contemporánea sino que además, juega con todo tipo de símbolos hasta lograr elaborar un discurso complejo a dos bandas. Porque mientras la noción de lo que ocurre — y lo que pueda significar — avanza con solidez, lo que que se adivina es incluso más poderoso, desconcertante y por supuesto, intrigante. Es entonces cuando la serie alcanza su mayor brillo y demuestra — y muestra — su valor como creación actual. La capacidad para innovar y sobre todo, evadir el fácil regodeo en sus fortalezas.
Tal vez por todo lo anterior, sigue resultando inclasificable. Un híbrido de ideas, planteamientos y punto de vista que resulta complicado de analizar si se le toma como una única mirada hacia lo que “Stranger Things” busca mostrar. Pero más allá de cualquier cosa, la serie es un compendio de cultura popular, tan cuidado como asimétrico y sobre todo, reconocible. Y esa es su mayor baza, la expresión más profunda de un género bastardo que parece nacer y construirse a partir de piezas sueltas que de alguna manera — y por obra y gracia de un maravilloso guión — encajan de manera casi perfecta.

Con toda seguridad, la serie “Stranger Things” está llamada a convertirse en objeto de culto inmediato, mucho más ahora que su segunda temporada reafirma los valores de la primera y construye una visión sobre los vínculos entre los personajes mucho más densa, compleja y firme. Con sus personajes bien construidos, una historia intrigante y su espléndida puesta en escena la serie es una pequeña obra de arte construida sobre una perspectiva brillante sobre lo nuevo y lo nostálgico. Pero más allá de eso, es el reflejo de una década, de un punto de vista sobre lo moral y lo espiritual que resulta entrañable sobre todo, una búsqueda de respuestas que abarca cierta inocencia argumental. Y quizás desde esa perspectiva, en ese espacio donde la niñez parece un espacio lleno de conjeturas éticas y de pura belleza imaginada, es que pueda explicarse su éxito. Su capacidad para conmover y deslumbrar y sobre todo, para cautivar. Un triunfo del poder del asombro sincero y quizás, algo tan simple como la mirada inocente sobre la complejidad contemporánea.

La nostalgia y sus pequeñas trampas: El secreto del éxito de una historia muy conocida.
Para su segunda temporada, “Stranger Things” también sostiene su contexto y su argumento, de un robusto ADN cinematográfico y cultural que elaborada una mirada una compleja sobre nuestra identidad social. La serie se ha tomado muy en serio su forma de analizar el contexto como una forma de subtrama: Desde el alias de uno de sus personajes principales — ese notorio Mad Max del ’79 que Maxine Mayfield (interpretada por la actriz Sadie Sink) usa para los juegos de Arcade — hasta los disfraces de los conocidos Cazafantasmas, que el grupo lleva para celebrar Halloween, la producción de “Stranger Things” elabora una interesante visión sobre la época y sus símbolos para añadir tensión a las líneas argumentales. De nuevo, los hermanos Duffer utilizan obvias referencias de “Stand By me” de Rob Reiner (1986), pero en esta ocasión, el espectro de todo tipo de visiones sobre el cine y la cultura de los años ochenta se amplía. Es muy notoria la manera como la segunda temporada de la serie rinde homenaje a la película “Aliens”. Los demagogo — en esta ocasión mucho más numerosos que la en la temporada previa — no sólo carece de rostro como mítico Aliens de la gran pantalla, sino además, también deja a su paso un residuo resinoso y repugnante cuyo origen nadie puede explicar muy bien. Con un buen sentido de la estructura narrativa, los Duffer se toman su tiempo para explicar los métodos y naturaleza de este monstruo apenas entrevisto, pero ya para el capítulo ocho de la serie sabemos lo suficiente como para comprender — y reconocer — su origen visual y conceptual. Además, en esta ocasión, es evidente que los Duffer deciden rendir homenaje a otra entrañable de la década de los ochenta: en la nueva temporada Dustin ( Gaten Matarazzo) protagoniza quizás una escena reconocible para todos los fanáticos de la película “Gremlins” de Joe Dante y la recrea con una maravillosa puesta en escena y una línea argumental que sostiene las peripecias aparentemente inverosímiles del protagonista. El aire de improvisación, alegría espontánea y sobre todo, la entrañable complicidad, crean una atmósfera de puro asombro inocente que sin duda remite a una de los films más famosos de Dante.

Para los Duffer, la experiencia de la segunda temporada de “Stranger Things” es por completo emocional. Lo es desde las primeras escenas de esa persecución rápida, bien dirigida y extraordinaria — un juego magistral de sombras y luces en medio de una asombrosa percepción de la fantasía — hasta su redondo y magnifico cierre, con la silueta del visitante estelar desapareciendo de a poco entre parpadeos de luz, acechando el mundo real desde las tinieblas. Una imagen no sólo para el recuerdo sino también, para la historia de esa noción de cómo contar historias y la manera en que las comprendemos.

Como conjunto, “Stranger Things” es una película de personajes, basada en lo emocional y sobre todo, que conserva una frescura indudable en su planteamiento sobre la profundidad de los sentimientos más sencillos. Para Spielberg, la niñez no sólo es símbolo de pureza, sino también, una idea mucho más elaborada: Esa audacia de la aventura, un riesgo emocional tan extraordinario como espontáneo. Un discurso que se mantiene a pesar del transcurrir del tiempo y el posible desgaste del discurso visual. En otras palabras: los Duffer analizan las nociones sobre los argumentos que sostienen sus ideas, lo que conmueve, lo que emociona. Lo hace desde la perspectiva del asombro, de esa mirada infantil que se plantea desde el descubrimiento. Que lo hace inolvidable y puro.

En el año 1949, el mitógrafo Joseph Campbell analizó el tema sobre la concurrencia de patrones en su libro “El héroe de las mil caras”. En el texto, Campbell analiza el llamado viaje del Héroe o “monomito”, un patrón que se repite con una enorme frecuencia en historias y mitos populares sin autor reconocido. Para el investigador, el hecho de la narración se perpetua hasta crear una noción sobre la historia que se analiza como una única estructura: separación — Iniciación — retorno.

En otras palabras, el mito sustancial de cada historia se crea sobre elementos recurrentes que el lector o espectador no sólo conoce, sino que disfruta y por tanto, asume como una parte de su percepción sobre los juegos de ideas narrativos. Utilizando el término “monomito”, Campbell propone la existencia de un estructura mitológica Universal o lo que es lo mismo, una noción general sobre lo que consideramos atractivo, profundo y evocador. También, se valió del psicoanálisis para analizar el motivo por el cual algunas ideas nos parecen atractivas y otras no. Y encontró que la mitología puede ser percibida como una manifestación de la mente humana, encaminada a representar y resolver dilemas universales, lo que incide directamente con la creación de la historias.

De manera que es probable, que lo que nos parece atractivo y entrañable, sea un eco de una historia que hemos escuchado tantas veces como para memorizarla sin apenas darnos cuenta. Una parte de nuestra psiquis tan profunda como definitiva al momento de construir un conjunto de ideas personales. Y es justo lo ocurre con “Stranger Things”, con su aire tan familiar como aterrador y quizás ese, sea el motivo de su éxito.
¿Que nos espera en la ya anunciada tercera temporada de “Stranger Things”? Con toda seguridad, los Duffer tendrán que analizar el fenómeno que crearon y replantearlo, no sólo para alimentar la nueva historia en ciernes — con “Eleven” dejando finalmente de ser una fugitiva sin explicación y la misteriosa “Kali” demostrando el poder misterioso que las une — sino también, mantener fresco el fenómeno. ¿Lo lograrán? Quizás sea la pregunta más importante que haya que formularse a la espera de una nueva historia en los misterios predio de Hawkings, Indiana.

sábado, 28 de octubre de 2017

La secreta danza del sol y otras historia de brujería.





Tia L. me dedicó una de sus mirada burlonas. Parecía encontrar muy divertido mi incomodidad, mi torpeza. Me encogí de hombros.

- Bueno, ya sabes que soy una gran tímida.
- Lo sé.

Nos encontrábamos en su pequeño taller del alfarería, rodeada de sus pequeñas esculturas. Tia era una artista obsesiva, meticulosa, ritualista. Cada una de sus diminutas creaciones - todas mujeres voluptuosas, con los brazos levantados hacia un cielo imaginario, sin rostro - parecían cantar una canción secreta. O al menos, así me gustaba imaginarlo. Lo cierto era que tia jamás me había dicho realmente por qué le gustaba esculpir sus pequeñas mujeres o si incluso, alguna tenía un verdadero significado. Era como una obsesión silenciosa, inquietante, muy bella. Una especie de poema misterioso que sólo ella conocía.

- A veces me pregunto como puedes ser tan fuerte y tan frágil a la vez - me preguntó. Las mejillas me ardieron de pura vergüenza.
- No soy fuerte.
- Claro que lo eres. A tu manera distraída y un tanto desconcertada, lo eres.

Tia no era en realidad mi pariente. Era la mejor amiga de mi madre y durante mi infancia, me había acostumbrado a llamarla tia, en una especie de costumbre tan vieja en mi vida que no podía recordar cuando había empezado a hacerlo. Pero al crecer, había descubierto que en realidad, era mucho más cercana a mi que algunos miembros de mi familia. Como si nuestra capacidad para comprendernos, para mirarnos con atención, una complicidad lenta y amable, fuera un vinculo más fuerte que cualquier otro. Me intrigaba su mente afilada y profunda, su singular manera de comprender el mundo. Su capacidad para brindar a cada palabra y experiencia una especie de significado misterioso.

- Enamorarse es lo más natural del mundo - continuó - incluso para una bruja malcriada.

Sacudí la cabeza, divertida y sonrojada. Con dieciséis años, me encontraba todo lo enamorada que podía estarlo cualquiera  a mi edad . Ese amor luminoso, radiante, doloroso que tanto recordamos después.  Los primeros besos, el descubrimiento,  los brazos abiertos hacia la nueva experiencia. No obstante, por algún motivo, estaba convencida que sólo tia L. podía comprenderme. Que solo tia podría entender la emoción abrumadora que me sofocaba con tanta fuerza que comenzaba a preocuparme. Tia soltó una carcajada al escucharme.

- Mucha poesía y poca realidad. Estás enamorada de un muchacho, deseosa de experimentar. Y lo harás. Y sufrirás un poco, avanzarás un paso en la vida. Es natural y hermoso. Pero también un riesgo.

La escuché sin saber que decir. Tia caminó por su taller con su acostumbrado paso firme. Su larga falda de tela ondulo a sus pies, calzados en zandalias. Todo en ella tenía un toque salvaje, un poco extravagante. Tia tomó una de sus esculturas y la colocó sobre la mesa de trabajo.

- ¿A que llamas riesgo? - pregunté. Pero claro que sabía a que se refería. Lo había sabido desde los primeros besos, asombrada por la sensación, por la emoción, el deseo. El cabello de él cayéndome sobre las mejillas, sus brazos apretándome con torpeza, su muslo entre los míos, tan imperioso, delicioso. Todo en mi vida parecía haberse vuelto más intenso, más sentido. Pero también más inestable, a punto de derrumbarse. ¿Eso era el amor? me pregunté más de una vez, confusa, desconcertada. Miraba al chico del que me había enamorado entre sorprendida e irritada. Apenas un mes antes había sido un desconocido. Ahora era una sensación cruda, pura piel, el olor de su sudor, el sabor de su saliva. La sensación de su piel contra la mía. Y esta esperanza, venida de ninguna parte, esta sofocante y deliciosa sensación de caída en el desastre, en medio del caos. ¿Esto era el amor?

- Querer siempre te lleva al límite de lo que deseas aceptar y creer, confiar y aspirar - me respondió. Tomó un pequeño trozo de tela y comenzó a pulir la cabeza de la escultura con movimientos rápidos, firmes - enamorarte es algo más frágil, fugaz, inmediato. Lo necesitas, tu cuerpo, tu mente. Necesitas sentir. Necesitas poseer. El beso, las manos abiertas. El sexo. Todo a la vez. Y que confuso resulta, que ambicioso. Al final, sólo era una decepción o un recuerdo. Nada es tan perdurable como eso.

Siguió puliendo la cabeza elegante de la diminuta mujer. Sus palabras me golpearon como bofetadas. Me quedé inmovil, con las manos apretadas en las caderas. ¿Tan predecible resultaba todo? me pregunté un poco inquieta. ¿Tan evidente? A diario, tenía la impresión que descubría espacios nuevos en mi mente y en mi cuerpo. Que ese renacer en piel y espiritu, tenía algo de místico, único. Mío. Pero al parecer no lo era tanto, al parecer era una idea mucho más frágil y común de lo que había supuesto. Sacudí la cabeza, aturdida.

- ¿Es amor esto? - le pregunté. La pregunta que no dejaba de formularme. Los besos desesperados, la sensación de perdida. Y el miedo, siempre el miedo. Esa intimidad, que el sexo hacia parecer floreciente, siempre radiante. Tia suspiró y se detuvo. La muñeca de brazos alzados pareció devolverle la mirada desde su rostro hueco.

- Por supuesto que es amor. Y lo será después, cuando sólo sea un recuerdo, cuando únicamente sea un fragmento de una historia. El sabor de un beso, la lujuria joven. El amor es una idea constante, que nunca se transforma, siempre es inocente.

Con cuidado, continuó puliendo la escultura. El olor de la arcilla pareció confundirse con el de los candentes rayos del sol que entraban por la ventana. El calor flotó a mi alrededor, como una presencia viva y casi incómoda. Pero había algo bello, en esa sensación de vitalidad de las paredes de la pequeña habitación ardiendo, el viento fresco de la montaña entrando por las ventanas abiertas. Vida, la capacidad de crear y comprender nuestra mente, nuestro pequeño mundo. Sentí que el amor que sentía en ese momento se hacia poderoso, muy cercano a la superficie de mi mente.

- Cuando estoy con él...es como si todo comenzara en mi vida. Nunca me había gustado tanto un libro como cuando lo leemos juntos. Nunca sabe mejor la comida. Esa sensación que mi cuerpo es un misterioso por construir, por recorrer - sonreí, sentí que una vitalidad libre y poderosa me subía por los hombros - es...

- Es un ciclo - dijo mi tia. Me miro entre los rizos desordenados que le caían en la frente, húmedos de sudor. Siempre había pensado que había algo salvaje en tia. Una especie de profunda belleza que nacia de esa necesidad suya  de siempre asumirse distinta, poderosa, creativa. Por ese motivo le llamaba bruja, a pesar de que ella solía reírse cada vez que lo hacia. Pero lo era, claro que sí. Una bruja poderosa de nacimiento y por necesidad de su espíritu independiente.

- ¿Un ciclo vital? - pregunté.
- Un ciclo como cualquier otro. Pero este te transforma cada vez - Deslizó la mano sobre las curvas de la escultura que había creado, como si cada pequeña sinuosidad le brindara un significado a sus palabras - el amor es nuestra capacidad creativa al pleno, esa curiosidad incesante del ser humano. No es humano, no es poético. Es crudo, es doloroso. Es vivificante.

"Lo debes saber: en muchisimas religiones paganas, el espiral es un simbolo de poder y de vida. Pero también de amor. También de capacidad creativa, de construcciones de la memoria. De ideas poderosas que atraviesan cambios. Eso es el amor. Ese es el descubrimiento. Ese es el poder de la vida y de la muerte. Del cuerpo que se renueva, del espiritu que nace".

No respondí. Un breve recuerdo amargo. Hacia un par de años, uno de mis amigos más queridos de la infancia había muerto. Cuando visité su tumba por primera vez, dibujé un espiral para despedirme de él. Era desconcertante ahora imaginar el otro extremo de esa idea, de esa poderosa convicción de tiempo y conocimiento que el espiral simbolizaba. Pero tenía sentido, me dije un poco desconcertada. Una cierta correspondencia, una secuencia de valor. ¿No decía la brujería que toda fuerza tenía un exacto contrario? ¿No se trataba la magia de encontrar un equilibrio entre todas las cosas? ¿Y que otra cosa era la magia que nuestra capacidad para crear, construir y soñar? Suspiré. El aire caliente de la tarde me llenó los pulmones.

- Es un poco...duro pensar que el amor terminará - dije entonces. Tia sonrío, con cierta ternura.
- ¿Y que comenzará otra vez con otro rostro no te intriga?

No supe que responder a eso. Recordé mi primera vez, ese despertar del deseo y la lujuria que tanto me habría sorprendido. El placer convirtiendose en algo más que una idea para convertirse en un todo, una sensación confusa, salvaje, fuera de control. Mi cuerpo reaccionando, palpitando, sacudiendose, tan vivo, tan radiante como nunca pensé podía estarlo. El dolor y la belleza. La carne, el deseo, la sensación de redescubrir incluso mi propia identidad. Después, él se había quedado dormido abrazándome y yo me había sentido lejana a todo, incluso a esa dulzura del abrazo, del miedo, de la alegría, de la confusión. Mi mente rota y luego, llena de significado. De poder. Me había levantado en silencio, en medio del calor de la tarde. Desde la ventana de su habitación podía contemplar a Caracas, recién nacida, desconocida y tan mia. Todo era nuevo y bello. Más tarde, había caminado por la calle a solas, sintiendome fuerte y frágil a la vez. Audaz, torpe. Una idea llena de pequeñas grietas, elevándose en todas direcciones a partir de mi.

- No lo sé. Es decir...no sé aún si pueda comprender lo que siento o si incluso, llegaré a hacerlo - respondí - siento que hay una especie de ruptura entre esa necesidad de mirarme y simplemente...ser libre de todo pensamiento. Lo dijiste: no hay poesía, es solo piel. Y es verdad. La sensación es enorme, devastadora. ¿Es real? ¿O solo estoy abrumada por la novedad, por el descubrimiento? ¿Qué ocurrirá después?

Tia soltó una carcajada. Sostuvo la muñeca entre los dedos, la miro. Luego hizo algo muy extraño. Con un gesto grácil de sus dedos largos y elegantes, le rompió la cabeza. El sonido de la arcilla al romperse llenó el mundo, me sobresaltó. Parpadeé, desconcertada, mientras ella sostenía la cabeza de la escultura en la mano abierta.

- Los Celtas estaban convencidos que los espirales eran símbolos de dolor y de placer. De la vida que brota incluso en medio de la aridez - dijo entonces - incluso más allá, el transcurrir del tiempo. Una vez leí que durante sus rituales de cosecha, asesinaban a una victima propiciatoria para alimentar al tiempo, para construir una idea profundamente poderosa sobre lo que consideraban la transición entre la vida y la muerte. La sangre sobre la tierra recién sesgada, los árboles creciendo sobre los muertos bajo la tierra.

La imagen me estremeció. Imaginé la escena con tanta claridad que me estremecí: los bosques llenos de siluetas altas, de cabello rubio y rostros pálidos. La victima mirando al verdugo con los ojos muy abiertos y asombrados, incrédulos sobre su propia vulnerabilidad. El cuchillo cortando la garganta, la sangre salpicando. La tribu entera mirando, cantando quizás. El ciclo de la vida y de la muerte satisfecho. La belleza de lo terrible entre sus manos manchadas de tierra y sangre. Sacudí la cabeza, con un sobresalto.

- Ahora nos parece una idea bárbara desde luego - dijo entonces tia  - pero más allá de eso, la vida y la muerte, el amor y el dolor, todas las ideas que consideramos valiosas, son graduaciones de la misma idea, fragmentos de historias a medio completar. Formas inconclusas de nuestra vida. Ahora mismo el amor te parece todo, desde el resplandor del sol a tu despertar sexual. Pero luego será aprendizaje, asombro. Maravilla. Ternura. Será todas las ideas que crees puedan darle sentido a lo hermoso y a lo feo. A lo doloroso y a lo importante. Serás tu misma.

Un ciclo, pensé. Miré a mi alrededor, las estatuillas de brazos levantados mirando hacia un infinito secreto. Pensé en la sencillez del corazón humano, en la ternura de los labios entreabiertos, en la inocencia como comprendemos el amor, la dureza cruda de la muerte. Todas las ideas que crean la vida y lo que somos. Y sobre todo, quienes aspiramos a ser. Una idea desconcertante, dura de asimilar pero tan real como un anuncio de nuestra propia identidad futura. ¿Quienes somos? ¿Hacia donde caminamos con torpeza? Los brazos extendidos. El temor en todas partes. ¿Quienes somos más allá de lo que creemos real y lo que no lo es?

- Entonces, ¿el amor es sólo un tránsito? ¿Siempre habrá otro tipo de amor? - pregunté con un ligero sobresalto. La tia sonrío con esa malicia suya que la hacia tan hermosa, tan profundamente dura. Se encogió de hombros.

- No lo sé.

Recordaría sus palabras, muchos años después. De pie, frente al espejo. Desnuda, la sensación de libertad en la sangre, en el cabello desordenado, la piel despierta. La respiración exquisita de un hombre de rostro como de niño llenando la habitación. Esa sensación de posibilidades, del ciclo que comienza y termina. De una idea formidable que se crea así misma.

C'est la vie.

viernes, 27 de octubre de 2017

Una recomendación cada viernes: The Sun and Her Flowers de Rupi Kaur.





En nuestra época, la celebridad es un atributo inmediato, poderoso y en ocasiones sin explicación. Y Rupi Kaur lo ha descubierto a través quizás, de la forma más inesperada: logrando un sorpresivo reconocimiento de crítica y público a través de la poesía. Toda una hazaña para un poeta moderno que a menudo debe luchar y enfrentarse a ciertas ideas sobre la noción sobre la poesía como género literario minoritario e incluso, inaccesible a la popularidad de redes y crítica. Pero Kaur no sólo ha logrado el éxito sino que creó toda una nueva corriente por sí misma: una nueva generación de “Instapoetas” — escritores muy jóvenes y casi siempre sin experiencia editorial previa que publican sus versos principalmente en Redes Sociales — y brindarle un sentido ecléctico de la trascendencia. Kaur además, elaboró una percepción sobre la poesía como medio de expresión que tiene algo de cotidiano, doloroso, privado. Kaur escribe sobre el amor, el sexo, las relaciones, el desarraigo, la soledad, las heridas cotidianas y lo hace con poemas que recuerdan pequeños garabatos privados al margen de un libro. Y es esa cualidad privada, poderosa y quizás efímera lo que brinda sentido a su manera de descubrir ideas colectivas y sobre todo, profundamente ideales. Porque Kapur también analiza tema muchos más inquietantes y duros, como el abuso, el racismo y los temores culturales. Su mirada es una expresión de fe y de comprensión casi inocente sobre la fuente del conocimiento moderno — la verbigracia que se manifiesta como una fuente de conocimiento de la cultura pop — y a la vez, una meditada versión sobre la poesía como herramienta de construcción de ideas muy elaboradas sobre la época que le tocó vivir. El resultado es una mezcla de existencialismo y poder espiritual que conmueve por su contundencia.

Por supuesto, Kapur no está a salvo de otro mal moderno, derivado de la fama inmediata: la crítica burlona que denosta su trabajo por el mero hecho de existir — crearse y expresarse — a través de las redes sociales. Su versos libres, a menudo fragmentados en un ritmo inusual y con una mirada ingeniosa sobre el mundo, han despertado todo tipo de escepticismo y sobre todo rechazo en una considerable cantidad de público que asume el hecho de la virtualidad como una fractura en la visión academicista sobre la poesía. Pero Kapur insiste y ha creado no sólo una percepción novedosa sobre el verso como vehículo de expresión sino además como, reflejo de algo más intrincado. Una fórmula infalible que le convirtió en un éxito en el mundo virtual y también, en el literario.

Con su debut literario “Otras maneras de usar la boca” (2017) Kapur se convirtió en un fenómeno que rebasa los límites de la virtualidad y se convierte en una nueva expresión del lenguaje poético. Traducido a casi treinta idiomas y con más de medio millón de ejemplares, el libro se convirtió en un enigmático best sellers que demostró que la poesía está transformándose con rapidez en otra versión de la realidad y que el mundo editorial, lo está mostrando como una comprensión masificada de su valor esencial. Entre ambas cosas Rupi Kaur construye una estructura esencial sobre la poesía como vehículo de búsqueda de la identidad, algo esencial para una generación educada por internet y sobre, todo muy consciente del valor de la individualidad. Para Rupi Kaur, la poesía nace y se extiende como un valor agregado a su forma de comprender el mundo y también, un específico trayecto de un poder personal inalienable. “Empecé a escribirlo pensando en un público de mujeres jóvenes asiáticas o emigradas, como yo. Y al principio funcionó así. Pero a medida que hacía los tours en el resto de Canadá y en Estados Unidos y leía los poemas en festivales vi que cada vez había más mujeres occidentales. Me sorprendió pero luego me di cuenta de que eran cuestiones universales y, pese a las diferencias culturales y sociales, hay muchos puntos en común” contó hace poco en una entrevista al periódico Español “El Mundo”. La poeta, que revolucionó las redes con una imagen suya con la pijama manchada de sangre menstrual, que Instagram censuró por motivos pocos claros, se ha convertido en el símbolo de una generación de escritores obsesionados con los espacios silenciosos de la imaginación, la necesidad imperiosa de elaborar conceptos personales y de luchar contra el anonimato de la masa. Pero Rupi Kaur es mucho más que un fenómeno: es una defensa a ultranza de la poesía como hecho literario personalísimo y una compresión ideal del tiempo personal y la experiencia como lienzo personalísimo. Eso, a pesar que se le acusa de encontrarse muy cerca de la delgada línea entre la accesibilidad y la simplicidad mecánica. No obstante, Rupi Kaur se enfrenta al estereotipo, a la medida limitante y persiste en que la poesía sea un eco de una búsqueda interna incesante. Todo es un ciclo en la poesía y en la noción de Kipur sobre su entorno. Una recreación constante de una belleza simple, arraigada y potente.

Su segundo libro “The Sun and Her Flowers” llega precedido de la polémica: Nayyirah Waheed, otra poeta que también utiliza Instagram y otras redes sociales como vehículo de difusión, acusó a Kaur de utilizar frases enteras de su trabajo e incluso, plagiar directamente frases, cuyo parecido es evidente. No obstante, el pequeño escándalo mediático no logró otra cosa que dejar muy claro que ambas escritoras están mirando a la poesía desde la misma concepción: Una expresión emocional que se resiste a la métrica, que se concentra en la búsqueda de cierto consuelo existencial y una mirada hacia el temor y la fragilidad de la belleza que sorprende por su coherencia, a pesar de su aparente desorden. Tanto Kaur y Waheed, como Warsan Shire, Yrsa Daley-Ward y Amanda Lovelace, son un ejemplo evidente de un nuevo movimiento que combina todas las inquietudes de una generación que utiliza las Redes Sociales como una expresión perenne y rica en elementos literarios, para plasmar la realidad y la conciencia sobre su propia existencia — su dilema existencial remoto, como diría la jovencísima y fallecida Marina Keegan — que convierte a la literatura en una gran explosión espontánea. A pesar de su aparente sencillez, el nuevo género tiene una crudeza lírica heredada de los post de Tumblr — sufrientes y sinceros — y esa sinceridad adolescente que traspasó para la virtualidad para crear algo más. El desafío es inmediato, potente y extraordinario: Las nuevas poetas analizan la feminidad, el mundo, los deseos y dolores desde una perspectiva singular y sensitiva.

En su nuevo libro, Kaur busca una idea mucho más profunda que la mera juventud y tristeza melancólica de su obra: el poder femenino que se manifiesta a través de ideas tan antiguas como la miel, el agua, la anuencia de imágenes sobre la Madre Tierra, el simbolismo del dolor menstrual e incluso, los pequeños silencios de toda una generación de mujeres jóvenes que aún intentan encontrar su voz artística sin lograrlo, en menoscabo de su ideal como grupo o incluso, la eterna disputa generacional. En “The Sun and Her Flowers”, Kapur logra equilibrar la carga elemental entre esa percepción sobre la mujer y el crecimiento, el desvarío, la conciencia, la búsqueda, el entorno constreñido al sufrimiento íntimo. Y de nuevo, crea un movimiento poético que no necesita nexo geográfico, semiótico o incluso simbólico. Está hablando de las mismas ideas de cientos de jóvenes en el mundo, pero llevadas a cierta belleza triste y casi fragmentada que asombra por su perenne fortaleza. Kaur no está escribiendo sólo para mujeres muy jóvenes, continúa haciéndolo para ella misma, para su necesaria percepción sobre los espacios y dolores que desaparecen en medio de las tormentas emocionales. A pesar de las críticas, hay una perenne valentía y una búsqueda de la belleza que se agradece, se basa en una elaborada franqueza y una firme elucubración de la identidad. Todo a través de la poesía, del poder de la evocación, de su capacidad para conmover.

“Instagram hace que mi trabajo sea tan accesible y pude construir un número de lectores”, dijo Kaur hace poco, desconcertada por su propio éxito “Pero siempre siento que dentro del mundo literario hay desventajas, por supuesto, porque tienes esa etiqueta unida a tu trabajo y luego, por alguna razón, eso significa que no eres una fuente literaria creíble”.

Claro está, que sea Instagram el lugar en el que publica, hace que el medio transforme el mensaje en algo más elaborado y extraño. Pero sobre todo, hace que su poesía se transforme con el tiempo. Para Kapur, escribir poesía es una mirada al mundo en que le tocó vivir, a la belleza, al tiempo y a los espacios definitivos y profundos que sostienen cualquier obra literaria. A pesar de la insistencia que la obra de Kaur “no es literatura real”, su trabajo continúa siendo punto de referencia y sobre todo, una mirada profunda e inteligente sobre el quehacer literario en nuestra época. “Los críticos pueden pensar que los lectores de Kaur son jóvenes y mujeres, por lo que su trabajo no puede ser serio, lo que obviamente está mal”, dijo Matthew Hart, profesor de literatura inglesa y comparada de la Universidad de Columbia, cuando se le preguntó sobre la noción de la literatura nacida en Redes Sociales como un fenómeno más allá del mismo acto de creación literario “A pesar del medio, su estilo no parece ingenuo” añadió. Quizás esa noción sobre lo persistente de la poesía como expresión de asombro hacia el mundo y su capacidad para reflejar el poder de los dolores y alegrías universales, lo que emparenta el trabajo de Kaur con la poesía como visión extraordinaria del mundo. Y sin duda, ese es su mayor mérito.

jueves, 26 de octubre de 2017

Un ejercicio de asombro íntimo: Carta a la Aglaia del futuro.



A


No sé quién serás ahora. O si recordarás cuando escribiste esta pequeña ventana al pasado. Te imagino fuerte, con arrugas, el cabello abundante y entrecano. Rodeada de libros: quizás alguno con tu nombre y tus fotografías. Quizás en una ciudad radiante, de que esas que tanto admiras, en un lugar pequeño, acogedor, caótico. No sé cual es tu reflejo en el espejo y quizás eso ahora mismo no importa tanto. Pero sé, que lees estas palabras con una sonrisa. Empiezas a recordar ¿Verdad?

Escribiste esto en Octubre del año 2017, no sé cuantos años atrás. Un año durísimo, de transformaciones y dolores. Un año que aún no sé cómo culminará, pero que ha traído tantos sinsabores que cambió tu vida para siempre. Ah, mi querida Aglaia del futuro, nadie puede sobrevivir a la sacudida de la identidad moral y social sin perder una pieza de su espíritu y de su mente. Quizás de esa idea tan profunda que te define que en ocasiones te lleva esfuerzo comprender. Pues bien, el 2017 te dejó irreconocible: cansada, abrumada, herida. Perdiste la fe en tantas cosas, en las mínimas y las elementales. Derramaste lágrimas de furia y angustia por la Tierra que te vio nacer. Fue el año de la segunda oleada de protestas, que nos dejó sumidos en un luto sin rostro de casi cien víctimas. Fue una época calurosa y triste, de cientos de despedidas. El año de la famosa diáspora Venezolana. Otro más. De levantar la mano y aguantar las ganas de llorar para desearle a todos los que has perdido, una vida mejor de la que podía ofrecerles ese país roto, cada vez más depauperado que fue Venezuela alguna vez. Sentada en silencio, en alguna calle de Caracas, pensaste cientos de veces en cuando sería tu momento de decir adiós, cuando sería el día en que Venezuela te lastimara lo suficiente para tomar la decisión. ¿Fue pronto Aglaia del futuro? ¿O algún aguardaste algunos años? ¿La tomaste al final? ¿Te dolió? ¿sentiste alivio? ¿A donde fuiste con tus cámaras viejas y tus hojas llenas de párrafos a medio escribir? ¿A dónde te llevaron las esperanzas rotas? ¿El sinsabor? ¿Como será tu historia? Ya ansío conocerla, a veces tengo tanta impaciencia que me pregunto si es una forma de consuelo. Aún no sé la respuesta.

Fue el año de las bombas lacrimógenas junto a la ventana, de los dolores y horrores de las noches con el eco de disparos. Fue la noche de ver el fuego en mitad de la calle. Fue el año de los miedos y terrores ocultos. De la escasez inquietante, de la posibilidad de país arrasado por la hambruna. Fue el año del llanto silencioso, de la solidaridad a ciegas. Fue el año del insomnio persistente, asombrado. Fue el año de escribir hasta el dolor y fotografiar sólo por consuelo. Fue el año de tenderme en el suelo para escuchar el silencio tímido de la noche. Fue el año de las pérdidas, las derrotas, el mundo convertido en un extraño reflejo de los dolores íntimos.

Pero, Aglaia del futuro, también sé lo que seguramente tu sabes ahora. Sé que de alguna manera, el dolor, la angustia y la herida profunda del gentilicio roto dejó de doler en algún momento. Lo sé, porque ahora mismo, en el momento más silencioso de mi vida, allí, donde los fragmentos de mis pensamientos y sentimientos no calzan en ningún lado, está comenzando a suceder. De pronto, cuando creí que todo estaba perdido, cuando me asustó la posibilidad del abismo — de mirarlo, de parpadear y perder por un instante su brillo — comencé a tener esperanza. No sé que la despertó, que la hizo brotar de nuevo. Atravesaste momentos durísimos: el miedo a la muerte, la incertidumbre de lo que vendría después de un presente borroso. ¿Qué ocurrió que de pronto, la esperanza reverdeció, alzó desde la tierra fértil de la palabra, de la imagen? ¡Ojalá pudiera decirlo! Lo siento ahora, tan claro y no me lo explico. ¿Como puedo sentir esperanza, Aglaia del futuro? ¿Como puedo de vez en cuando sonreír de nuevo cuando camino por esta Caracas destartalada y rota? ¿Como aún me conmueve hasta las lágrimas la linea verde del Ávila, el amor por este gentilicio confuso, por este país sin nombre que me heredó la indiferencia? Pero la siento. La siento y me sorprende. Me irrita sentirla. Porque me hace pensar que quizás…mucho más adelante, esta Venezuela que se desplomó en tristeza, que perdió la forma en la angustia y la amargura, tiene otro rostro. Allí, al mismo borde de todas las desgracias. ¿Es posible eso Aglaia del futuro? ¿Tu lo viste suceder? ¿Como fue? ¿qué ocurrió para que esta Venezuela rota, árida, volviera a florecer? Me atemoriza preguntarte si ocurrió o si sólo se trata de tu imaginación salvaje, esa que te salvó y te consoló, creando un mundo a su medida. Pero vamos, ¿Por qué no creerlo? ¿Por qué no confiar en esto que se mueve a la distancia?

Empezaron a pasar cosas, no sé si lo recuerdas. Muy pequeñas desde mi distancia. Movimientos telúricos mínimos que comenzaron a mostrar una grieta. Venezuela al borde mismo de su historia y de sus promesas. Al borde mismo de otra ruptura histórica. De pronto, el Venezolano dejó de vociferar y se miró así mismo, se cuestionó. Estaban ocurriendo anuncios de algo más. Pero nadie los mira. Ahora mismo, el país en el que crecimos, ya no existe. No es más que un recuerdo entre cientos de recuerdo sin valor, roto y resquebrajado. Lo intento recordar, mantenerlo vivo, pero no lo logro. ¿Como alguien podría hacerlo? Nos tambaleamos en medio del desastre, de un lado a otro entre extremos de odio. El resentimiento más vivo que nunca. Pero…ocurren cosas. La mirada hacia adelante, los que aún permanecemos aquí. Los que aún nos levantamos cada día para luchar, para oponernos. Aún no me resigno y sé que no lo haré más adelante. Que la furia continuará haciéndome levantar el puño, que la vida continuará teniendo el color de la furia por comprender este país que es mio y que al mismo tiempo no lo es. De lo que aspiro, de lo que sueño, de lo que deseo. De esta Tierra viva, tan vida, que me llena los dedos. A pesar de las lágrimas, del corazón roto. Del espíritu quebrantado. De las noches de mirar el perfil de Caracas con los labios apretados. Pero hay mañana, Aglaia del futuro. Yo lo sé y sé que tú lo descubriste.

Y te imagino, Aglaia del futuro, sonriendo mientras lees esto. Quizás te parecerá lejana, niña, tan cansada. Ambivalente, tan lastimada. Pero sabes que continúo construyendo, a pesar del desastre. Del miedo paralizante, de la angustia que abruma, del terror que golpea el pecho. Estoy asustada Aglaia del futuro. Me muero de miedo por lo que ocurrirá más adelante. Perdí la confianza en el futuro. Y sin embargo, también me hice más fuerte para elaborar otro, para contar mil historias de belleza y de alegría. Para creer que la mujer joven que está ahora mismo debatiéndose en mil dudas, en cientos de pensamientos angustiosos, también se ha hecho más firme en sus convicciones y principios. Que a pesar del sinsabor, de las numerosas caídas, ha sabido levantarse, limpiarse las rodillas, mirar al frente y continuar. A ciegas, con torpeza, después con más firmeza. Siempre con ojos abiertos en la oscuridad.

¿Y quién eres tu Aglaia del Futuro? ¿Como aprendes sobre el mundo que te rodea? ¿Como has crecido en palabra y en voluntad? Porque soy tu semilla, y me estoy esforzando, estoy luchando a diario, cada hora por esa mujer que serás. Te imagino, cada vez más fuerte, convencida que la aspiración a crear es el mejor camino de todos. Te veo escribiendo, furiosamente, con los dedos acalambrados, las manos abiertas de futuro. ¡Cuánto futuro! Las imágenes nos rodean, como pequeñas escenas de un sueño a medio recordar. Y también, te veo sonreír con alegría, sin nada que deber, sin nada que temer. Con aún tanto presente por andar, con este pasado insólito que de dió un rostro y un lugar bajo el sol.

Ah, mi Aglaia del futuro, sé que ahora mismo, recuerdas estos días de dolor y quizás suspiras. ¡Como te llevó esfuerzo enfrentarte a ti misma! ¡Como costó empujar lentamente tu vida hasta donde soñabas podía elevarse! Pero lograste, no tengo dudas. Y sé, que donde sea que ahora te lleguen mis palabras, cual sea el paisaje que te sirva de inspiración, será obra del ahora, del sueño que se construye, de la esperanza que se sueña, del Fervor de quien seré y de la aspiración — furiosa, violenta — de la mujer que ahora mismo construyo. Pieza a pieza. Dolor a dolor. Herida tras herida. Pero también, lección tras lección.

¿Lo sabes verdad Aglaia del Futuro? Aún eres mi mejor obra de arte, el sueño por cumplirse, el camino por recorrer.

Espérame entonces, mientras me levanto de nuevo, con los labios apretados de furia, para recorrer el camino que me llevará a ti.

Somos, una palabra que aún no se pronuncia. La historia que aún no termino de escribir.

Desde la esperanza.

Tu misma.

miércoles, 25 de octubre de 2017

En medio del silencio y el miedo: Todo lo que debes saber y nadie te ha contado sobre sufrir un trastorno de pánico o ansiedad.




En medio de la calle, de pronto la multitud de transeúntes, el sonido del tráfico, la temperatura y el miedo, ese que me acompaña a todas partes, me sofoca. Siento como los brazos y la espalda se me tensan en una especie de movimiento misterioso, que me deja paralizada y dolorida. Me contengo, con los dientes apretados, los ojos llenos de lágrimas. Y de pronto, solo logro tomar una bocanada de aire, los pulmones aplastados por el miedo, por una sensación de profunda angustia. Tengo la impresión que el mundo a mi alrededor se sacude, se hace borroso. El miedo se hace insoportable. También mi dolor.

La primera vez que sufrí una crisis de ansiedad, no supe que me ocurría. Perpleja y abrumada, creí que enloquecía, un paroxismo de pura emoción que no supe ni pude controlar. Me avergoncé, me sentí profundamente culpable. ¿De qué me responsabilizaba? De mi “dramatismo”, “exageración” e “Hipersensibilidad”. O al menos, así asumí el golpe de sentirme tan vulnerable y frágil. No se lo conté a nadie — a pesar que la sensación que me derrumbaba físicamente me aterrorizó — y preferí creer que había sufrido una “vulgar” crisis de nervios. Ese tipo de cosas locas que suelen ocurrir a la quienes carecen de autocontrol.

Tenía dieciséis años cuando sucedió. Era la Universitaria más joven de mi salón de clase y también la más confusa. Todavía no estaba segura si había tomado la decisión correcta al comenzar una licenciatura en derecho y esa vaga sensación de incertidumbre se convirtió en otra cosa: una punzante angustia con la que debía lidiar con frecuencia. Diariamente, despertaba con una sensación de tensión que me costaba un esfuerzo considerable superar. Levantarme de la cama también era complicado: todos los días tenía que convencerme que podía hacerlo, que tenía al menos que intentarlo. Y a pesar de toda esa incomodidad, de los dolores estomacales, de las migrañas súbitas y la progresiva sensación de perdida de control, continúe pensando durante un buen tiempo que simplemente se trataba de “exageraciones” mías. Después de todo, nadie parecía enloquecer por tener que subir al Metro o enfrentarse a un temor insuperable por llevar a cabo el examen de alguna asignatura. Por tanto, lo que sufría debía ser una anormalidad, una idea exagerada de la realidad.

Sobrellevé con mucho esfuerzo mi trastorno de pánico durante los años Universitarios. Ya por entonces, sabía que sufría de algún tipo de padecimiento mental, pero la mayoría de las veces, me parecía más fácil disminuirlo o menospreciarlo que enfrentarme a él. Después de todo, era una estudiante exitosa, una becaria con un futuro prometedor y además, una mujer joven que se sentía relativamente feliz con su vida. Pero de vez en cuando, la sensación que una angustia insuperable me desbordaba, volvía para recordarme que algo estaba pasando, que realmente estaba sufriendo un tipo de transtorno que no podía controlar. Además, esa necesidad de ocultar lo que me ocurría se mezclo con esa especie de vergüenza diaria de “estar loca”.

Porque así se resume, en nuestra sociedad tan profundamente árida en ocasiones y sobre todo, que poco comprende el valor de la salud mental, esas dolencias invisibles, inexplicables en ocasiones, pero tan dolorosas como cualquier otra. Continué insistiendo — intentando convencerme, quizás — que lo que me ocurría era un síntoma de mi naturaleza dramática, de mi personalidad ansiosa y por último, una muestra de malcriadez. Incluso cuando el trastorno empeoró y me sentía constantemente profundamente agotada por el solo hecho de contener mi miedo y mi pánico, continué pensando que no se trataba de un padecimiento mental, sino de un rasgo de carácter. Algo que debía ocultar lo mejor que pudiera, que debía disimular.
Muchos años después, sabría que muchas veces, la ansiedad no se diagnostica de inmediato y de manera directa, sino a través de un segundo padecimiento. Como me ocurrió a mi: A los veintiún años padecí un grave trastorno alimenticio que me llevó al consultorio de un psiquiatra. Fue entonces cuando descubrí — admití, más bien — que esa abrumadora y constante sensación de miedo y estrés, era parte de un problema físico y bastante serio, por cierto. Escuché a mi psiquiatra sin creérmelo, como si su punto de vista me permitiera mirar mi trastorno de una manera totalmente distintiva me aliviara. Como si sus palabras hicieran visible mi dolorosa relación con mi vida y mi manera de comprenderla.

- Un trastorno de ansiedad es un padecimiento que puede empeorar y aumentar si no recibe tratamiento. O propiciar otras conductas más graves — me explicó — y no se trata de tu malcriadez, tu educación o tu autocontrol. Se trata de una enfermedad y como tal debes asumirla. Y brindarte la oportunidad de comprender que te ocurre para que puedas mejorar. No hay vergonzoso en lo que sientes y mucho menos, es tu culpa.

Fue una revelación que me desconcertó. Por años me había convencido que lo que sufría era una consecuencia de mi mal carácter, mi incapacidad para manejar situaciones estresantes o incluso, mi cobardía. Entender que el trastorno de ansiedad era una enfermedad me sacudió, me hizo reconstruir varias opiniones y conceptos sobre mi misma pero aún más, me hizo asumir la responsabilidad — ahora sí, la real — sobre lo que podía o no hacer para mejorar. Fue un proceso lento y gradual, pero que me brindó la oportunidad de mejorar en la medida que el padecimiento fue una idea real que debía comprender y no una visión distorsionada sobre mi misma. Una nueva perspectiva incluso sobre mi salud mental y lo que fue aún más revelador y satisfactorio, mi propia identidad.

Sobre la ansiedad y otros demonios: Nuestra mente en medio del caos.
Luego de varios año en terapia, fui diagnosticada formalmente con un paciente de TAG (trastorno de ansiedad generalizada), un padecimiento que dificulta el control sobre las emociones y sobre todo, mi capacidad para sobrellevar situaciones muy estresantes. Y es en algún punto, perdí el control de como asumo y construyo mis decisiones, mi ideas y más aún, mi interpretación sobre el mundo. Un paciente de TAG puede verse superado y aplastado por preocupaciones muy sencillas y con frecuencia, les lleva mucho esfuerzo diferenciar sus temores y la realidad.

- La ansiedad puede provocar que simplemente no puedas lidiar con las actividades diarias — me explicó en una ocasión mi psiquiatra — como si tu mente fuera incapaz de discernir entre los temores reales y tu percepción sobre ellos. La ansiedad aumenta, el temor a lo que pueda ocurrir te sofoca y finalmente, se convierte en un síntoma físico que no puedes comprender en realidad. Es esa confusión sobre lo que te ocurre lo que dificulta el diagnóstico y peor aún, complica un posible tratamiento y solución.

Durante los momentos más duros de mis crisis de angustia, solía preguntarme si a todo el mundo le afectaba de la misma forma que a mi la ansiedad y la angustia. Me tomó unos cuantos años entender que el trastorno de ansiedad, los ataques de pánico y otros padecimientos relacionados con la salud mental, pocas veces son tomados en serio y sobre todo, asumidos como un cuadro clínico real. Como me ocurrió a mi, muchísimos pacientes están convencidos que la angustia, el miedo, la ansiedad y el dolor pueden ser controlables por un mero esfuerzo de voluntad. Y si bien en cierto que todos nos preocupamos en menor medida por problemas comunes como la salud, el dinero y dilemas domésticos, la manera como nos afecta es de hecho una reacción por completo personal y distinta en cada uno de nosotros. Mucho más, si esa preocupación constante se convierte en invalidante, como le ocurre a los que sufrimos un trastorno de ansiedad crónico.
- El trastorno de ansiedad generalizada es un cuadro médico absolutamente real — me explicó el doctor Vicente Rojas, a quien consulté sobre la forma como se interpreta un padecimiento de ansiedad — hay una idea muy común y abstracta que la ansiedad es una problema de carácter. Se habla de autocontrol, de intentar “tranquilizarse”, y esa percepción minimiza lo que asumimos como enfermedad mental.

El doctor Rojas atiende a unos 10 pacientes mensuales con trastornos de pánico y ataques de pánico, que nunca habían sido diagnosticados. Me explica que la gran mayoría confunde lo que sufre con algún tipo de cuadro médico cardíaco y es que usualmente, los síntomas pueden ser muy parecidos: el paciente puede sentir calor o frío extremo sin razón aparente, hormigueo en las manos o perder la sensibilidad en algunos dedos y en casos muy agudos, sentir náuseas, dolor en el pecho, o sensaciones asfixiantes. Además, los ataques de pánico usualmente provocan una sensación de irrealidad, miedo a una fatalidad inminente, o miedo de perder el control. Todo lo anterior, crea una reacción inmediata y violenta de temor y profunda angustia.

- Muchos pacientes con trastorno de pánico o ansiedad visitan todo tipo de médicos de diversas especialidades hasta que finalmente comprueban o asumen, que es lo mismo, que lo que les ocurre es mental — me explica — e incluso en ese momento, luchan contra la idea de estar “locos”. Porque en Venezuela, la salud mental se define en ideas muy concretas y rudimentarias. Y “la locura” parece abarcar toda una serie de padecimiento que van desde verdaderos problemas de comportamiento a cuadros ansiosos, todos comprendidos de la misma manera y desde el mismo punto de vista impreciso.

Según cifras recientes, un 35% de los adultos Venezolanos, padeció o padecerá de un ataque de pánico durante su vida. Una cifra que por supuesto, no incluye a todo ese Universo de pacientes que que sufren de diagnósticos errados y que la mayoría de las veces, nunca sabrán que todos sus sintomas son partes de un cuadro médico del cual desconocen incluso su existencia. Una idea que al Doctor Rojas le parece muy preocupante.

- Vivimos en un país sometido a un tipo de presión psicologica y emocional constante. Esa visión de la ansiedad y el pánico como “problemas de conducta” hace que sea mucho más dificil su diagnóstico y lo que es peor, su tratamiento, lo que puede desembocar en casos agudos — me dice. Durante la tarde, ha recibido una docena de llamadas de pacientes que remitidos por otros especialistas. Me explica que debido a la critica situación política y económica del país, la mayoría de sus pacientes solo acuden al consultorio como último recurso, lo cual me insiste, hace mucho más complejo encontrar una solución viable — constantemente el paciente de pánico en Venezuela cree que la solución es “tomarse unas vacaciones” o incluso “no tomarse las cosas tan a pecho”. Si el trastorno no es muy agudo, puede funcionar algunos meses. Pero si es grave, eso sólo agravará las cosas.

Los síntomas físicos de un ataque de pánico son impredecibles y tampoco, los mejora la medicina tradicional. Eso produce un trastorno dentro de un trastorno: el terror a cuando ocurrirá el siguiente ataque de pánico. Y es que un ataque de pánico, puede llevar al que lo sufre a la certeza que está sufriendo un infarto, enloqueciendo o al borde de la muerte. El cuerpo parece sucumbir a una presión psicológica insoportable y lo que es peor, a un verdadero sacudón emocional de origen misterioso.

Con frecuencia, los ataques de pánico ocurren en cualquier momento y lugar, sin que haya un condicionante inmediato ni tampoco un detonante reconocible. Incluso ocurren al dormir. Por lo general, un ataque de pánico tiene una duración relativamente corta — alcanza su máxima intensidad durante los primeros diez minutos — pero algunos síntomas pueden perdurar más tiempo, lo que hace el cuadro sea más confuso aún.
- Lo más preocupante de los trastornos de pánico o ansiedad, es que la sociedad y la cultura tiene una imagen sobre quienes lo sufren muy estereotipada — me explica el doctor Rojas — la mayoría de las personas jamás admitirán lo sufren por el mero hecho de considerarse “sanas y cuerdas”, algo que presiona aún más esa visión sobre la ansiedad como parte de un problema físico. De esa manera el trastorno aumenta en gravedad, en frecuencia y finalmente afecta la vida diaria del paciente.

Y es que es difícil explicar a quien no lo ha sufrido, lo que significa perder el control por completo, esa línea entre un terror abstracto y destructor y lo que puede haber más allá. En los peores momentos de mi trastorno, muchas veces tuve la clara sensación que había perdido el poder de tomar decisiones sobre mi vida y que mi ansiedad era un elemento indivisible de mi personalidad. No hay nada más difícil que admitir en voz alta que tus emociones e incluso tu percepción sobre el mundo, son tan confusas que no puedes comprenderlas a cabalidad. Tal vez por ese motivo, la mayoría de las personas que sufren ansiedad son reservados, tensos y distantes: una manera de obtener un mínimo control sobre lo que se muestra y lo que se construye más allá de nosotros mismos, ese reflejo un poco distorsionado de nuestra visión de quienes somos y como nos percibe alguien más.

Un paso a la vez, pienso mientras camino por la calle repleta de paseantes. Aún siento la ligera ansiedad que me golpea las sienes, como si se tratara de un leve recordatorio del pánico que otras veces me ha dejado paralizada, golpeada. Pero en esta ocasión, puedo sonreír. Puedo avanzar y de pronto, el mundo no es un lugar inhóspito y aterrorizante, sino un momento de la realidad. Una manera de mirarme a mi misma, quizás.

martes, 24 de octubre de 2017

El temor, la duda y lo imponderable: ¿Qué es el perdón en nuestra época? Del nihilismo al sufrimiento emocional.


Fotografías sobre la reconciliación como Política de Estado en Ruanda, de Pieter Hugo.




Durante años, fui muy rencorosa. Por supuesto, yo no le llamaba así, sino que insistía se trataba de algo parecido a un “firme criterio”. Si alguien me había herido, ofendido o agredido de cualquier manera, la forma de evitar volviera a ocurrir era teniendo bastante claro qué había hecho y en cual circunstancia. Y recordarlo con frecuencia. Pensar en lo terrible de lo que había ocurrido y como me había afectado. Lo llevaba a toda parte y le llamaba “lecciones”, aunque en realidad, había aprendido muy poco sobre nada gracias a esa necesidad mía de tener muy presente los momentos dolorosos en mi vida. Pero yo insistía en que sí. Me parecía sin sentido “olvidar”, mucho menos intentar comprender conductas que de alguna u otra manera me habían afectado. Lo real, lo importante, era el dolor que me habían provocado y mi intención de nunca olvidar la “culpa” de alguien más. ¿La mía? eso estaba fuera de toda discusión: era la ofendida, la que había sufrido. ¿Qué culpa podía tener yo con respecto al comportamiento ajeno?

Mi amiga Alba (es su nombre real) solía juzgar mi hábito por el rencor como “Un arma contra mi propia cordura”. Siempre que me escuchaba enfurecerme o estallar de ira al recordar algún suceso doloroso, me preguntaba si esa insistencia mía en llevar un detallado registro de todo lo que provocaba dolor, me parecía sano. Cuando le respondía que más me valía recordar — y bien — el comportamiento ajeno para evitar me hicieran daño de nuevo, insistía en que eso era una visión poco menos que perniciosa sobre el dolor y la experiencia cotidiana. Una forma de construir un andamiaje de cólera insustancial que llevaba a todas partes, tan pesado y aplastante, que consumía parte de mi necesidad de comprender el mundo de una manera sana. Solía reírme de su interpretación de las cosas, de lo que insistía en llamar, su inocencia.
- Es la única manera segura de evitar vivir de nuevo lo que sea te haya herido — le expliqué en una oportunidad — No necesito reabrir mis heridas, pero tampoco infligirme nuevas por no recordar como me lastimé en primer lugar.

- Estas juzgando constantemente — me respondió Alba. Mi amiga tenía una inquebrantable fe en la humanidad, pero sobre todos las cosas, estaba convencida que el cambio espiritual no es algo tan abstracto ni tan idílico como podría imaginarse. Había algo utilitario y hasta pragmático en sus reflexiones: El único camino a donde te conduce el rencor es hacia tus propias cicatrices emocionales, hacia esa versión de ti misma disminuida por la angustia y el temor — Juzgas el comportamiento de los demás, y te victimizas en consecuencias. Juzgas lo que ocurre a tu alrededor desde una mirada tan limitada que no miras el contexto, la versión que une y construye las historias a tu alrededor. El odio es un sentimiento de frustración, el no encontrar la manera de justificar, tampoco comprender la conducta ajena. Y esa incapacidad te deja a ciegas, abrumado y debilitado por el hecho de lidiar con una situación que te desborda.

Poesía, pensé con cierto cinismo. O mejor dicho, esa mirada el mundo como un gran planteamiento filosófico. No obstante, lo que decía Alba parecía coincidir con algo en lo que solía insistir mi abuela: El odio solo es un ciclo incompleto de miedo. Mi abuela era una mujer liberal, flexible y optimista. Estaba convencida que todo tenía un sentido y una razón. Piezas en un entramado amplísimo sobre la realidad que parecían construir un paisaje intimo sobre quienes somos y como nos comprendemos. Me pregunté si Alba analizaba las cosas bajo ese mismo supuesto de la justificación necesaria, o mejor dicho, si asumía esa idea de la responsabilidad como una forma de sostener esa necesidad suya del perdón. ¿En que consiste el perdón, después de todo? ¿Un olvido selectivo y probablemente conveniente de un hecho que analizado por separado tiene un valor destructor? ¿Quién o que te brinda el poder de justificar de limpiar las culpas o mejor dicho, construir una idea sobre la actuación ajena? Pensé que la religión era una manera muy sencilla de asumirse como superior moral y perdonar. El Dios cristiano, omnipresente y bondadoso, perdonaba por naturaleza. Cada religión tenía un entramado de ideas sobre la absolución y la admisión de culpa sutilmente complejo, pero todos conducían a la misma conclusión: se perdona por una naturaleza intrínsecamente bondadosa. Un don Divino. Pero para Alba la idea no era tan sencilla.

- No hablamos de religión, tampoco de dogma religioso. Perdonas porque llegas a la conclusión que estás brindando significado, peso y un lugar en tu vida a un tipo de dolor que ya no puedes remediar — dijo — cuando llegas a ese convencimiento, perdonar es sencillo.

Pues, para mi no lo era. Aunque no tenía muy claro que evitaba que pudiera comprender la idea en toda su amplitud, seguía bastante convencida que ese “perdón” superficial, elemental y sobre todo, abierto a cualquier interpretación, era parte de esa consciencia contemporánea sobre la banalidad de la responsabilidad del otro, sobre las acciones y nuestra capacidad para mirar a la sociedad como un mero ejercicio de convivencia. Pero la idea continuó preocupandome. No solo porque “perdonar” no me parecía una forma de paz sino porque además, no incluía, necesariamente lo que interpretaba como necesario para encontrar ese equilibrio espiritual entre lo que deseamos y quienes somos. Y es que después de todo, es desconcertante asumir que el perdón puede reinventar una historia, construir una nueva perspectiva sobre lo que asumimos real y lo que no lo es. ¿Qué ocurre con el dolor? ¿Y las consecuencias de un hecho eminentemente hiriente? Y si vamos más allá ¿Que sugiere el perdón con respecto al dolor de un asesinato, de una pérdida irreparable? Eran ideas que me atormentaban con frecuencia, que me dejaban abrumada por una sensación de inevitabilidad. El rencor existe y también el sufrimiento que produce. ¿Que hay más allá de eso?

Me alejé de explicaciones teológicas, muchos menos los teoremas espirituales que insistían en el perdón como una formula simplista. Me hice preguntas éticas, morales. En una oportunidad, tuve una dura conversación al respecto con uno de mis profesores Universitarios, que miraba el perdón como una estructura de pensamiento que requería niveles de aceptación de la falibilidad humana. Para L., criminologo y también, psiquiatra, el tema del perdón desbordaba la simple idea sobre la conducta humana, su capacidad para generar terror y su posterior redención. O lo que se suponía podía serlo.

- Perdonas porque alguna vez fuiste perdonado — me explicó — en Occidente la culpa no se asume como necesaria para el perdón. El hecho existe, desde luego. Y la responsabilidad, que es el motivo por el cual se cometió cual hecho, también. Pero el perdón es una mirada individual sobre las consecuencias. Como las asumes y las ordenas con respecto a tu percepción sobre lo que ocurrió.

- ¿No es muy arrogante eso de perdonar, incluso a quien no quiere ser perdonado? — le pregunté. Por meses, había leído artículos sobre las extrañas y durísimas escenas que se llevaban a cabo frente a los pabellones de la muerte Norteamericanos antes de ejecuciones de asesinos. La familia de la victima solía estar presente y más de una vez, el acusado solía implorar el perdón. O algún pariente, lo brindaba, como una forma de expiar el hecho de violencia que culminaría un largo proceso de sufrimiento. ¿Que significaba esa última exoneración? ¿Tenía verdadero sentido? Había leído sobre criminales que jamás expresaron culpa y arrepentimiento ante crímenes horribles. ¿Cómo podían los parientes y dolientes de las victimas brindar perdón? Mi profesor me escuchó con una sonrisa cansada.

- Lo estás interpretando desde la óptica idealizada que muchas culturas otorgan al perdón. Se le considera divino, extraordinario. Un don de Dioses. Capaz de brindar consuelo a las heridas más profundas, de iniciar el proceso hacia la paz. En realidad el perdón es también una manera de asumir no tienes control sobre lo que ocurrió pero si como reaccionas a lo que sufres debido a eso. Y es esa combinación de valores y acciones lo que brinda un sentido único — realista quizás — a perdonar. Es una manera de reconstruir su visión de las cosas. De asumir el poder que un hecho doloroso o violento te arrebató.
La idea me desconcertó. El perdón tenía entonces otro sentido. No buscaba la expiación, mucho menos la reivindicación, sino que intentaba el consuelo personal. Tenía mucho más sentido, pero continuaba pareciendo incompleto, incluso un poco sin sentido. El perdón como un vehículo de curación espiritual, una desconcertante visión de quienes somos o a dónde avanzamos. Una puerta abierta a un olvido piadoso, quizás.

- Nada es tan sencillo, pero en esencia, el poder del perdón es reconstructor — me dijo el padre E. cuando se lo pregunté. Jesuita, pragmático, intelectual y sobre todo, profundamente cínico, me escuchó insistir sobre el dolor y la culpa con una media sonrisa. Parecía familiarizado con ese tipo de diatribas éticas y así me lo dejó claro — todos nos preguntamos hasta donde es lícito perdonar o los motivos por los cuales lo hacemos. Ahora bien, el perdón es una forma de mirar tu pasado desde otro punto de vista. Un hecho que te hiere continuará haciéndolo tantas veces como lo recuerdes. Es una visión casi psiquiátrica sobre nuestra capacidad para hacernos daño. Para abrir nuestras propias heridas y construir nuestros limites entonces.
- Hablamos entonces de una especie de visión del perdón como una decisión personal: perdono para lograr comenzar un nuevo camino. Es decir, no es un acto altruista. Es una necesidad emocional casi egocéntrica.
- No todo es tan sencillo — me respondió — puede serlo, pero en realidad perdonar te libera. Te brinda el poder de construir nuevas ideas al respecto. El rencor es un ciclo exacto y delimitado. El perdón lo rompe y te permite seguir.

Una idea sugerente. Investigando, encontré que de hecho, era la idea esencial de muchas de las reflexiones sobre el poder del perdón y la asimilación del remordimiento como una forma de reconstrucción social. En Ruanda, por ejemplo, el perdón se había convertido en una política nacional imprescindible. Luego de sufrir uno de los peores genocidios registrados por la historia durante el año 1994, el país intenta reconciliarse — perdonarse — con esfuerzo. Una de las primeras actividades auspiciadas por el gobierno elegido inmediatamente después, fue llevar a cabo ceremonias y establecer días para recordar lo ocurrido y la reconciliación. Las victimas — cuyos cuerpos aún llenaban calles y avenidas de país — fueron enterrados por grupos del “perdón” en fosas comunes en diferentes regiones. También, se construyeron casi dos centenares de cementerios pequeños, con la intención de brindar cierta dignidad a las multitud de victimas anónimas que aún continuaban encontrándose en la calma frágil de un país en recuperación. En esos pequeños espacios neutros, silenciosos y casi escalofriantes, el gobierno realiza anualmente “los días del recuerdo y la reconciliación” en memoria de los asesinados en el país durante los cruentos días del genocidio. Y es que ninguna familia ruandesa escapó a la violencia: todo sobreviviente en Ruanda perdió al menos un familiar. El perdón, es por tanto necesario para la reconstrucción del país. Un punto y aparte que permita levantar una visión nacional conjunta y viable. El perdón como exigencia e incluso como obligación.
Las ceremonias del perdón ruandesas, por tanto, carecen de verdadero sentido emocional e incluso ideal. Son una manera de aceptar la responsabilidad y sobre todo, concluir que Ruanda, como país, necesita de ese profundo reconocimiento de la existencia del otro para sobrevivir a su tragedia. La ceremonia de hecho, intentan desarrollar en cada ciudadano ruandés una identidad general, que impida mirarse como los extremos en disputa y esa visión étnica que desencadenó la violencia. La insistencia de perdón como herramienta de reconstrucción.

- Ruanda necesita el perdón para mirarse como sociedad, de otra manera resultaría inviable e insostenible — me explica L. historiador chileno a quien conocí mientras intentaba comprender el valor histórico del perdón en el país africano. Le escribí cuando encontré su dirección de correo electrónico en una ponencia sobre la paz y las ideas nacionalistas hace dos años y desde entonces conversamos con frecuencia. Durante años, ha intentado comprender el perdón como parte de una forma de cultura: como ciudadano chileno, conoce la insistente necesidad de concebir un país único en medio de las peligrosa divisiones sociales. Cuando le pregunto sobre la necesidad del perdón, como concepto de arraigo y expiaciación, sacude la cabeza. Su imagen se desdibuja en la pequeña pantalla del Skype.

- ¿Crees que es posible? — insisto — ¿La paz ciudadana basada en el perdón como elemento casi obligatorio?

- Posible, lo es. Una expresión continuada en la historia, no — me dice — Ya lo ves en Ruanda. El perdón existe, la reconciliación es casi obligatoria. Pero el país parece moverse en un equilibrio precario. Nadie sabe muy bien hasta que punto la política del gobierno de Kagame sea viable a largo plazo. Pero por ahora, está rindiendo frutos. Ningún país puede prosperar dividido y entre dispustas.
Pienso en Venezuela, en como nos hemos convertido en un campo de batalla dialéctico. Pienso en el escenario político, en el enfrentamiento constante y evidente entre dos extremos de la realidad encontrados y aparentemente irreconciliables. El país que es tragedia. El país al borde la violencia. L. suspira cuando lo comento.

- Venezuela necesita el perdón para reconocerse — insiste — pero es un ejercicio tan personal, tan intimo, que dudo que un país tan dividido lo entienda. No por ahora.

Yo también pienso de la misma manera. Lo medito, a solas, tratando de comprenderme a través de este país elemental, duro y agresivo. Mi proceso personal ha sido semejante al país: poco a poco, el rencor a dejado de tener peso en mi vida. Con una lentitud casi desconcertante, he atravesado una cierta visión de mi misma hasta llegar a un cuestionamiento esencial. ¿Que es el rencor? Es como una vuelta de hoja de mi necesidad de mirarme, de comprender el motivo por el cual durante tanto tiempo me importó tanto recordar y jamás justificar el dolor que alguien pudo infringir. ¿Cuando comenzó el proceso? Pienso en la primera vez que pensé en el perdón no como una idea que trascendiera a mi misma, sino como un análisis del tiempo que vivo, de mi identidad y más allá, mi percepción del futuro.

- Lee esto — me insistió Alba. Me puso el libro entre las manos. Leí el titulo “Mirame volar” de Myrlie Evers. Recordé el nombre de la autora: era la esposa del luchador de los derechos Civiles norteamericano, Medgar Evers, asesinado en el ’63 por un supremacista Blanco — te hará bien analizar un poco sobre el odio y el rencor desde la perspectiva de alguien que lo sufrió — cuando lo hagas, conversamos.
Estaba atravesando una etapa muy complicada en mi vida. La grave situación política de Venezuela había terminado por afectarme emocionalmente: había una sensación de frustración y furia tan fuerte contra el “otro”, el contrincante ideológico, que me volví, sin saber muy bien como, radical en mi apreciación sobre el discurso y la necesidad de la disidencia. Un enfrentamiento constante contra la diferencia y sobre todo, una visión muy limitada del país como una forma de herencia histórica. Durante meses, sentí que Venezuela era un caldo de cultivo ideal para un tipo de prejuicio elemental. El continúo enfrentamiento político me llenó de un rencor irremediable, tan doloroso que me abrumó. Cuando sostuve el libro, me pregunté que podría encontrar en él. Si habría algún tipo de idea filósifica que pudiese consolarme.

La encontré por supuesto. Porque lejos de intentar disminuir o menospreciar el dolor en beneficio de una redención basada en el dolor, Myrlie Evers pareció encontrar justamente una visión de la responsabilidad y la culpa mucho más concisa y profundamente sentida. Para Evers, quien por años sufrió en silencio el dolor de haber visto morir a su esposo asesinado el perdón no era una opción facilista. Era una manera de sobreponerte a ti misma, a las heridas y grietas que el sufrimiento ocasiona en tu punto de vista sobre el mundo. Con una serenidad que me desconcertó, Evers cuenta su largo proceso desde el odio insistente hacia el asesino de su esposo, hasta el día en que se liberó por completo del rencor. Y renació.

“El día en que comprendí que el rencor es un veneno que tomas esperando que dañe a otro, miré el perdón como el antidoto a la angustia, no una disculpa”. Dice la autora. Y añade “Sin embargo, comprenderlo no hizo que abandonara mis pequeños habitos de odio. Lo hizo asumir que el asesino de mi esposo tenía poder sobre mi, uno muy fuerte. Podía hacerme sufrir, incluso cuando ni siquiera recordaba mi nombre. Porque yo se lo permitía. Nunca renunciaría a mi búsqueda de justicia. De lo que me liberé fue de las lineas que me unían a esa parte terrible de mi pasado”.

Los ojos se me llenaron de lágrimas al leer el párrafo. Esencialmente, admití mi propia incapacidad para olvidar mi dolor y miedo sobre lo que ocurría en el país. Pero sobre todo, la manera como miraba mi vida. Una superposición de ideas sobre la culpa, la responsabilidad y la angustia que la mayoría de las veces me hería por el mero hecho de insistir sobre viejos dolores. Por supuesto, no se trató de una revelación inmediata. Transcurrieron largos meses de batalla interna, hasta que finalmente, comencé a encontrar en el perdón algo semejante a la tranquilidad. De pronto, pude comprender que el odio solo conduce a la raíz misma de cualquier angustia. De todo pensamiento destructor e invalidante.

Lo pensé, el día en que pude sentarme en silencio a escuchar a un adversario político sin sentir la necesidad de rebatirle, menospreciar sus ideas. Lo celebre, cuando comencé a mirar a mi país, más allá de una colección de recuerdos tristes y dolorosos, una idea de convivencia destruida por años de desgaste. Lo supe cuando finalmente, pude recordar algunos hechos muy dolorosos de mi pasado y asumir mi responsabilidad sobre mi necesidad de reconstruir aspectos de mi vida que por mucho tiempo carecieron de forma. Y es que el perdón no representó una expiación espiritual, ni mucho menos una salida fácil a un intricando laberinto de ideas. Sino a una pequeña transformación interior. Una muy valiosa y perecedera.

- Así que yo tenía razón — dice Alba, levantando en celebración su taza de café. Sonrío y me encojo de hombros.
- Pues sí. Pero nunca lo reconoceré de nuevo.
- No importa — dice Alba y me devuelve la sonrisa — lo importante es que encontrar esa necesidad de asumir que todos necesitamos un momento de paz.
Lo pienso, caminando por las calles de mi ciudad, bajo este sol radiante de Mayo. Pienso en la libertad de escoger como continuar con tu vida, como construir un valor mucho más profundo que el miedo para tu futuro. Y aun cuando continuó de vez en cuando debatiéndome entre la frustración y el desconcierto, también hay un momento de silencio donde puedo permitirme comprender, que soy el fruto de mis propias decisiones. De mi derecho a creer y crecer.
C’est la vie.