jueves, 30 de noviembre de 2017
Todos los sueños olvidados, perdidos y recuperados: Vivir para escribir y escribir para vivir.
El día que cumplí trece años, recibí por obsequio un pequeño escritorio de madera con gavetas amplias. Nunca había visto algo más bello — aunque en realidad, era viejo y destartalado, heredado de algún pariente desconocido — pero era mío. Llené las gavetas de lápices y bolígrafos, la amplia mesa de hojas y cuadernos abiertos y cerrados. La pequeña biblioteca adosada encima de mis libros favoritos. Un pequeño reino que me pertenecía por entero. Un pequeño espacio mío y sólo mío que podía utilizar a mi provecho. Mi mamá lo colocó junto al ventanal del estudio. Abajo — a diez pisos de distancia — la calle era un cruce serpenteante de vida y color.
Pasé tardes y noches entera sentada frente a él. Escribiendo, claro. Pero también leyendo, analizando página por página de mis historias favoritas. Y por supuesto, leyendo otra vez “Una habitación propia”. Esta vez, Virginia me recordó que un Octubre de 1928 estaba escribiendo un ensayo sobre mujeres y la literatura cuando miró por su ventana. Una mujer y un hombre jóvenes caminaban juntos hacia un taxi. Tomados de la mano, riendo entre sí. Me contó Virginia que esa escena la hizo feliz aunque no entendiera el motivo. Que la hizo volver a su escritorio y comenzar a escribir sobre la belleza de la realidad, sobre su dulzura y trascendencia. Como la literatura parece instigada por esa sucesión de momentos íntimos y preciados que llenan el mundo. Ver la realidad tal como es. En todo su esplendor cálido y errático. Sin nada que lo oculte.
Escribí mucho en esa época. Ensayos incompletos y torpes sobre temas que me obsesionaban. Sobre países extraordinarios que me subyugaban sólo por existir. De sueños y deseos que se entremezclaban con los temores. Sentada en mi escritorio, con la puerta cerrada y la ventana abierta, escribí sobre una exposición de la que había leído pero de la que nunca había visto una sola fotografía. Se trataba de una colección del Metropolitan de pinturas de ventanas llamada “Rooms with a View”. Había leído sobre ella en una revista y me había obsesionado las imágenes que describía el curador que la reseñaba. Habitaciones austeras y deshabitadas, habitaciones repletas de luz natural. Habitaciones con ventanales descomunales que miraban hacia paisajes infinitos. Escribí sobre cada una de ellas sin verlas, pensando en Virginia. Escribí sobre los personajes atrapados en espacios interiores, sobre el poder de las puertas cerradas y abiertas. Sobre la capacidad de la escritura para mirarlas todas. Sobre la belleza silente de las paredes despojadas pero acogedoras. Sobre el poder de crear y construir sobre lo evidente.
Y escribiendo sobre ventanas abiertas y cerradas, sobre habitaciones silenciosas pensé en que escribir era algo parecido a cualquiera de ellas. Que era un salón con pestillos cerrados en donde guardar la memoria. Que era el único lugar privado que había tenido nunca, antes o después. Que era un espacio sagrado y volátil, reconstruido para la privacidad intelectual y concebido como una frontera con todo lo vulgar y cotidiano. Había algo de sacrílego y poderoso en las palabras. Ese existir y no existir del asombro absoluto. Puedes crear, te dice la escritura. Puedes elaborar ideas y algo más trascendental. No es solamente física la habitación que propone Virginia. La escritura es una habitación emocional. Una identidad creada a partir de los terrores y presunciones. De la necesidad paralizante de construir y seguir hablando a la imaginando. Escribiendo por puro olor y maravilla.
Sin la posibilidad de echar la llave y sin la garantía de unos ingresos regulares la habitación para escribir sería inútil, insiste Virginia Woolf con una lapidaria fortaleza. Porque Virginia sabía que escribir es un oficio que pasa por la privacidad del dolor y de las lágrimas. De los espacios cerrados y tumulares. De los cofradías intelectuales sumidas en el anonimato. Escribir te salva la vida, pero también terminas debiendo tributo a ese placer inaudito, de dedos y labios secretos quemados por la palabra. Y mientras escribía — aprendía, me esforzaba, persistía — miraba por la ventana y mi pequeño espacio privado. Me pregunté cuántas de las mujeres que habían emprendido la aventura de escribir tenían también ese lugar insular y peregrino al cual dedicar la pasión, el tesón, la angustia existencial. ¿Lo tenían Jane Austen o las hermanas Brontë? Virginia decía que debían escribir en medio del escándalo doméstico. De los sirvientes que barrían, de los hermanos que gritaban, de la leña que crepitaba al fuego. Cuenta Virginia que Jane Austen se escondía debajo de la labor que tenía lo que escribía. Qué Charlotte Brontë se ocultaba debajo de la cama para escribir de noche, en medio del frío de la casa de piedra de su padre y a pesar de su mala salud. Que su hermana Emily lo hacía también, pero aferrada a los hilos de su salud y su lucidez. Escribir para hacer retroceder el caos. Escribir para el asombro, para constatar el prodigio de vivir en lugar de sólo existir.
De adulta, alguien me obsequió el catálogo de la exposición del Metropolitan que tanto me obsesionó sin verla jamás. Me asombró lo pequeño de las habitaciones, pero reconocí los cuadros colgados en ellas. Las ventanas grandes, con hojas de cristal abiertas hacia el infinito. La tranquilidad pastoral delicadísima en medio de muebles anónimos y paisajes domésticos. La luz cegadora lanzando destellos en las porcelanas y en los fuegos imaginarios. Y me hizo sonreír la claridad con que lo imaginé, el significado que le atribuí sin saberlo. El amor extraordinario que me despertó esa colección de momentos sin nombre. Esa soledad que aspiré desde niña para escribir, para remontar el miedo a sólo leer sin crear a través de las palabras. Para escribir con calma y sin distracciones. O enfurecida y llena de estadios de silencio. Para escribir a lo largo de décadas palabras que me acompañaron durante toda la vida. Una habitación que me regaló un lugar en el mundo. Una habitación que me brindó una forma de construir mi mundo privado.
***
La voz narradora de “Una habitación propia” es Mary Beton, un evidente alter ego de Virginia. La autora no lo disimula y dota al personaje — o mejor dicho, la reflejo de sí misma — de innumerables similitudes consigo misma. Mary es una inglesa de clase media alta, como también lo era Virginia. Beton además, parece ser el símbolo de lo que toda mujer desea y analiza desde el mundo e las palabras. O lo que desea obtener de él.
De Mary Beton nace la inspiración del cuarto propio, luego de una visita al recinto de Oxbridge, construcción mental que combina los nombres de las importantes Universidades inglesas Oxford y Cambridge. A través de las vivencias de Beton en la Universidad imaginaria, Virginia Woolf analiza la exclusión de las mujeres de la educación Universitaria y lo que es aún peor, de la vida intelectual de su época. Vedadas, golpeadas por la realidad. Las puertas de las habitaciones de creación cerradas por mero prejuicio. Pero a la vez, buscando un lugar propio donde expresarse. Llamar suyo. Un país intelectual con fronteras visibles en las que el mundo — y sus dolores — sólo entrarían si el silencio se lo permitía.
Recuerdo todo lo anterior, el primer día en que viví en mi apartamento de soltera. Mi abuela me lo había heredado al morir y de pronto, mi habitación privada se había transformado en algo más. Una especie de paraje de sombras abiertas y cerradas que me pertenecía por completo. Me invade una profunda sensación de realidad con llaves entre las manos. De pie en la puerta abierta. Es un poco inquietante, la manera como se atesoran ciertas imágenes. Recuerdo el olor dulzón y amargo de la pintura recién aplicada sobre la puerta principal, el leve dejo a humedad que impregnaba todo debido a que nadie había estado en ese lugar durantes meses, casi un año. Pero sobre todo, recuerdo con gran claridad el momento en que encendí la luz del salón y todos los objetos brillaron solitarios bajo la luz, opacos por una fina capa de polvo.
Abandonados, tal vez, como yo. Sentí asombro, un poco de miedo, curiosidad, expectativa, la inexpresable tristeza. Emoción, un incontrolable deseo de llorar y reír, la profunda desazón de encontrarme comenzando un nuevo ciclo de mi vida, inesperado y tan íntimo, que los límites entre mis aspiraciones y la realidad parecían confundirse. Un suspiro, la mano aun apoyada en el picaporte de bronce. Temblando un poco, la ciudad extendiéndose más allá de los ventanales. Una profunda sensación de soledad. Una abrumadora expectativa sobre el futuro. Tomo una bocanada de aire y me siento de cualquier modo en el suelo, a un lado de la antigua puerta de la entrada. Acurrucada, abrazándome las rodillas, atormentada por la sensación de irrealidad que me presionaba las sienes y la conciencia venial. Hundo la cabeza entre mis brazos y trato de pensar.
Las transformaciones nunca son sencillas y eso bien lo sabía Virginia Woolf. Como su imaginaria Judith, escribir puede ser un acto de una fragilidad asombrosa, que puede morir de inmediato, sólo para volver a nacer. La marginación de quienes escriben es algo más que un anonimato forzoso. Es un dolor no resuelto, una ventana cerrada. Una visión sobre lo que se escribe — y los motivos por los cuales se hace — tan doloroso como personal. Y la transformación de la escritura — en quien te convierte, en quien aspiras ser — es también parte de ese Universo contenido en una habitación. En la física, mental e intelectual donde habita lo propio, lo personal, lo que puede definirnos.
Al departamento que me heredó mi abuela llegué con mis cosas guardadas en dos cajas cerradas. Así estuvieron por semanas enteras, escenificando mi propio estado de desorden. Como eterna nómada, todas mis pertenencias carecían de un lugar que pudieran llamar propio, hasta ese momento. En ocasiones, pasaba la noche en el salón vacío, mirando mis fotografías o leyendo mis libros favoritos, que volvía a guardar ordenadamente al amanecer. Quizá pensaba que si comenzaba a tomar posesión de las paredes y habitaciones vacías, la sensación de desconcierto podría hacerse más real, más evidente, más aterradora. Deambulaba por la oscuridad, abriendo y cerrando las puertas con cuidado, utilizando el baño con gran cuidado de mantener el milimétrico orden con que lo había encontrado. La cocina continuaba cerrada, la nevera vacía — comía fuera de casa todas las veces que podía. Un límite fronterizo entre lo real y lo ideal, parecía ondular en medio de las sombras, en medio de los objetos que aún no sentía míos, esquivos y ambivalentes, amenazantes y hasta un poco hirientes. Continuaba sentandome en el salón, mirando a mi alrededor con cierta inocente consternación. ¿Que hago aqui? ¿Quién soy? ¿Por qué no me voy? ¿Por qué prefiero quedarme? ¿Que estoy esperando? Las respuestas flotaban en algún lugar de mi memoria que no podía alcanzar.
Entonces me atreví a escribir. No aún en la habitación que soñaba podría crear también en este nuevo lugar — mundo — que ahora me pertenecía. Acurrucada en una de las esquinas, con el cuaderno apoyado en las rodillas. Escribiendo durante la noche, cabeceando de sueño y puro cansancio. Escribiendo mientras tomaba decisiones secretas y misteriosas sobre mi vida. Describiendo la primera vez que me atreví a comprar algunos alimentos y colocarlos en el refrigerador. Fue una sensación de singular emoción, comer por primera vez en la iluminada e inmaculada cocina de la casa que ahora comenzaba a ser mia. Las ventanas abiertas, el olor del viento nocturno deslizándose por entre los cristales entreabiertos. La voz de María Callas danzando en medio de la pulposa oscuridad casi luminosa, bautizando cada espacio con mi deseo y mi profunda emoción. Escribiendo, con los dedos doloridos, el cuello torcido por las noches en velas. Ese despertar sobresaltado, mirando por la ventana de mi nueva habitación. ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿A donde voy? Mis libros abandonaron su confinamiento y comenzaron a habitar sus nuevos reinos. Horas enteras colocando cuidadosamente a Dickens, Coetzee, Sontag, Woolf, Wilde entre los anaqueles de los muebles donde parecían encajar tan bien. Escribiendo para recordarme quien era, para contar las ideas que se entremezclan unas con otras. Las pequeñas esculturas de ángeles y Diosas multiplicándose en el silencio, adornando cada lágrima y cada sonrisa silenciosa, las hojas de papel — inevitables compañeros de mis diminutas proezas en medio del dolor — llenando mesas y escritorios. Riendo, bailando en medio de este rutilante resplandor de pertenencia, la magnífica sensación de encontrarme en mi mundo, en la conquista de mis sueños más simples y lozanos, puros en su prístina benevolencia. Levantando los brazos, la voz de María cada vez más intensa, más insoportable, más hermosa. Girando, girando con la cabeza levantada hacia la luz, los ojos cerrados, las lagrimas brotando espontáneamente. El vértigo, cada vez más poderoso. Bendita, bendita, esta felicidad desconocida, esta sensación de mil tiempos entre mis dedos. La risa brotando, mientras la última nota de la canción se hincha y se retuerce en la oscuridad.
Escribir porque todo es posible. Porque todo nace de la palabra. Porque todo génesis comienza por un espacio propio, un lugar refugio. Una puerta abierta a la belleza. Una noción persistente de la identidad. De todas las cosas que soy y necesito ser.
Y de nuevo regreso a Virginia, porque no podía ser de otra forma. El libro en las rodillas, en medio de ese enorme paisaje de las habitaciones que son mías. Leo en voz alta, a gritos, en medio de la música: “Una interrupción un poco abrupta, pensé. Es penoso tropezar de pronto con Grace Poole. Perturba la continuidad. Se diría, proseguí, posando el libro junto a Orgullo y prejuicio, que la mujer que escribió estas páginas era más genial que Jane Austen, pero si uno las lee con cuidado, observando estas sacudidas, esta indignación, comprende que el genio de esta mujer nunca logrará manifestarse completo e intacto. En sus libros habrá deformaciones, desviaciones. Escribirá con furia en lugar de escribir con calma. Escribirá alocadamente en lugar de escribir con sensatez. Hablará de sí misma en lugar de hablar de sus personajes. Está en guerra contra su suerte. ¿Cómo hubiera podido evitar morir joven, frustrada y contrariada?”
Recuerdo a Judith la imaginaria. A la Virginia que construí en mi imaginación para el consuelo. A la Virginia que escribía como un ser humano, más que un hombre o una mujer. Una Virginia que trasciende el género. Escribir porque es lo único que puede definir los lugares misteriosos de tu mente. Escribir por la belleza, por la pasión, por la fealdad. Por la realidad más allá de la ventana. Escribir para todos los momentos rotos y esquivos. Escribir para vivir. O mejor dicho, escribir para sobrevivir.
***
Miro por la ventana de mi estudio. Caracas, la hostil y violenta tiene un aspecto bello bajo la lluvia. Y pienso en la ternura de la tormenta de este Invierno tropical que avanza en silencio, que lo colorea todo en gris y plata. La mano tensa sobre la hoja repleta de palabras. El deseo a punto de construir. No hay otra cosa que belleza en esta noción de esperanza.
Una forma de vida. Una aspiración a persistir.
miércoles, 29 de noviembre de 2017
Sexo, drogas y poesía: Todas las buenas razones por las que debes leer a Charles Bukowski si aún no lo haces.
“Encuentra lo que amas y deja que te mate”
Charles Bukowski
Violento, cruel, descarnado. Grosero, con una capacidad para la provocación y el escándalo que transformaron sus poemas en alegorías a la belleza de la oscuridad interior. Bukowski se enfrentó al estereotipo del poeta atormentado por las mieles de la belleza y transgredió todos los lugares comunes para crear algo más doloroso pero de tan profundo significado, que permanece en la memoria colectiva a pesar de la interpretación superficial posterior de su obra. A décadas de su muerte, Bukowski — la figura y su ejercicio creativo — sigue asombrando por su capacidad para expresar el dolor a través de una sensibilidad brutal y que muchas veces se ha llamado vulgar, sin serlo. Bukowski creó una noción conmovedora sobre lo corriente y lo grotesco: Como pocos autores, retrató el sufrimiento de los perdedores, los marginados y los destrozados por los rigores de la angustia existencialista desde una perspectiva durísima y profundamente modulada en el arte. Catártico y poderoso, Bukowski reflexionó sobre la oscuridad de la vida moderna desde la borracheras, la promiscuidad y el padecimiento llano y realista, un experimento creativo que sorprendió al público y a la crítica pero además, meditó desde un punto de vista por completo nuevo sobre la naturaleza humana.
Charles Bukowski es la antítesis del poeta romántico y no hay mejor forma de describirlo que como héroe de su propio dolor. Alcohólico, misógino, a menudo soez es quizás la imagen más fidedigna del llamado “escritor maldito”. Alemán de nacimiento y ciudadano del mundo por obsesión, la relación de Bukowski con la literatura siempre fue ambigua y transgresora. Porque su poesía no es solo una muestra de la expresión del yo, sino una furiosa idea del tiempo, la realidad y la tragedia humana. Y es que con el poeta, nada es sencillo: todo lo que se le relaciona parece estar envuelto en el fino velo del caos, el desastre y la provocación. Una idea que quizás fomentó con toda intención pero que sin duda tiene mucha más relación con su inocultable y dolorosa visión de la realidad.
Bukowski era un tipo vulgar, grosero insoportable. Se llamaba así mismo “un sujeto de cuidado”, pero también, un desesperado amante de la palabra. Pero ese mismo hombre peligroso, fue el que siempre insistió que la escritura es primero que cualquier otra cosa cosa, que siempre es inevitable, que siempre te dolerá, que cada día que escribas es un día en que luchas contra la nada fugitiva que te abruma, esa oscuridad angustiosa del abismo del no ser. Que escribir es la manera más bella de crear, pero también la que más te herirá, la que te destruirá apenas pueda. Que escribir es un vicio, es una pasión, es un tormento, es un dolor, una condena, un enigma, un estigma. Que escribir son cien latigazos de pura angustia, la piel abriéndose como un pétalo para mostrar lo que te hace vulnerable, lo escondido, lo inocente, lo cruel y lo niño. Todo eso lo enseñó Bukowski, escribiendo a toda hora, escribiendo borracho y en bolsas de papel, escribiendo desde la calle, escribiendo a todas horas, escribiendo en agonía, en llanto, en furia. Prodigando palabras a la oscuridad.
Más de una vez se ha dicho que Bukowski es el poeta del desencanto. Un hombre que se atrevió a trasponer el límite de lo que hasta entonces era considerado poesía para elaborar algo por completo nuevo. Antes que su célebre decadencia se convirtiera en un aburrido estilo venial, habló con crudeza sobre el dolor del hombre y de la naturaleza humana. Pero no el idealizado, sino el real. Habló con crudeza, descarnado, entre groserías. No disimuló ni adulcoró la realidad para encajarla en la poesía, sino que deslumbró con su capacidad para convertir la vulgaridad en algo tan extraordinario como meritorio. En una época donde la imagen del poeta maldito parecía al borde de la destrucción, Bukowski creó una reinvención del mito, una perspectiva por completo original — y sin duda irrepetible — del sufrimiento, la plenitud y la decadencia. Un hombre que meditó sobre el hombre con una profundidad de pesadilla, en medio de todo tipo de elaboradas y brutales visiones sobre la angustia y el terror.
Pero Bukowski era Bukowski y mientras otros escritores y poetas debatian sobre el dolor y la belleza al margen de la osadía, él lo hacia a través de la degradación. Borracho, violento y promiscuo, escribía en hojas de papel que luego perdía. La leyenda del horror y la desesperación reinventada para una noción profunda sobre lo que crea el arte, sobre la herida abierta de lo que se construye y se crea. No obstante, el Bukowski mito, era algo más poderoso que la simple idea elemental del poeta que se nutre de su decadencia. Su poesía tiene una enorme frescura e inmediatez, un realismo sucio y desasosegante que tiene un efecto implacable sobre esa noción del lector como vehículo de belleza. Bukowski, como Rimbaud, pasó mucho tiempo al borde del abismo, escribiendo desde la periferia. Pero allí donde Rimbaud falló — y quizás se disgregó en un dolor volátil que le destrozó — Bukowski logró encontrar la grieta ideal para crear y construir una forma de asumir la poesía tan poderosa como esencial. Como poeta, logró evitar ese peligroso juicio de valor y asumir la imperfección de la realidad como base de su obra, bordear el encanto, la dulzura y el terror como una forma de expresión durísima. No hay nada en la poesía de Bukowski que no enuncie la belleza de lo real, de lo fracturado, lo roto y lo doloroso. Una y otra vez, se asume como parte de una idea irracional y pendenciera que cultiva desde la percepción de lo que desea y sobre todo, de lo que necesita crear como obra literaria. Una visión exponencial sobre la capacidad creativa y sobre todo, la expresión de la realidad en todo su peso y valor como elemento esencial en lo que se asume como obra literaria.
Bukowski era un escritor underground, tan cercano al tópico y al mito, del que sólo se aleja por su magnífica capacidad para reproducir la realidad sin ambages. Explora los rincones más sucios de la existencia, los retrotrae para asumir el peso del tiempo y también, de algo más implacable. Una idea esencial que se crea a dos bandas, que subsiste entre la literatura esencial y algo más elemental y sustancioso. El poeta que escribe como vive — y vive en el desastre, en la expiación del alcohol, en la periferia de lo que se considera habitual — pero que también asume que la escritura es un exorcismo craso de ese dolor que reverbera en los límites de la cordura. Tal vez por ese motivo, Bukowski dijo en más de una ocasión que escribía “a carne viva”, que lo hacía para escapar de si mismo y que sin duda, lo hacía por necesidad, por prepotencia y por angustia existencial. “¿Cómo puede una persona que no está interesada en casi nada escribir sobre algo”, se pregunta en varias de sus obras “Bueno, yo lo hago. Escribo y escribo sobre todo el resto: un perro perdido caminando calle abajo, una mujer que asesina a su marido, los pensamientos y sentimientos de un violador mientras le pega un bocado a una hamburguesa; la vida en la fábrica, la vida en las calles y las habitaciones de los pobres y los mutilados y los locos, mierda como ésta, escribo mucha mierda como ésta…”.
Redentor espiritual y guía casi mesiánico de una generación de narradores, poetas y otros literarios norteamericanos, Bukowski parece partir de la idea básica que toda comprensión sobre la palabra, atraviesa por necesidad la vida cotidiana. Obsesionado con el vivir para escribir, Bukowski rebasó los limites y las ideas que construyen la búsqueda de algo definitivo, elemental y sobre todo, constructivo sobre lo que se escribe. Pero más allá de eso y casi de manera engañosa, Bukowski también se burla de esa absoluta percepción del dolor como camino a la creación. Zafio, el renegado original, marginado por derecho propio, Bukowski demostró que escribir — y sobre todo, desde la poesía — es un ejercicio de lucha residual contra los dolores y presiones de la vida común, pero también un enfrentamiento constante contra el ego que los asume implacables. Borracho irredento y obseso sexual, Bukowski fue el primero en destruir su mito y haciéndolo, tal vez creó otro, asumió la carga azarosa de una nueva idea sobre la literatura basada en la impudicia, en la intimidad de la angustia existencial en estado puro y en esa extraordinaria lucidez suya basada en la idea del escapismo a través de lo que se crea. El último rebelde del dolor.
“Yo creo en el alcohol, pero hay que estar en buena forma para poder beber. Tomo buenos vinos, me gusta ser bueno con mi estómago; si soy bueno con él, él es bueno con mi mente, mi mente es buena con mi espíritu y mi máquina de escribir es buena conmigo”, explicaba Bukowski con frecuencia. Y luego añadía, como una celebración al desastre “Mi estado de lucidez lo consigo con el alcohol”. Tal vez por ese motivo, Bukowski fue asociado durante mucho tiempo con la generación Beat, una consecuencia directa sus similitudes de estilo y forma creativa. No obstante, la escritura de Bukowski tiene poco que ver con corriente literaria alguna y si mucho con la atmósfera malsana y casi grotesca en que transcurrió la mayor parte de su vida. Tuvo una infancia difícil, padeció los embates de adicciones y un tipo de dolor intelectual difícilmente comprensible. Fue una victima trágica de su propia cólera,. Y en el trayecto de esta espiral de locura y destrucción de su propia identidad, el autor nunca dejó de crear sus propios demonios con la única arma que siempre empuñó con mayor libertad: la palabra: Escribió más de cincuenta libros, incontables relatos cortos y multitud de poemas. Se creó asi mismo, como mito y como pequeña celebridad del desastre y muy probablemente, como símbolo de su propio dolor.
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lunes, 27 de noviembre de 2017
Superpoderes, asombro y adolescencia: todas las razones por las cual debes ver “The Runaways” de Marvel si aún no lo haces.
El temor a la diferencia suele ser un tema recurrente en medio de las tradicionales narraciones de cómic y el tema básico sobre la percepción colectiva sobre el dolor y el temor que nace del heroísmo. Durante buena parte de su historia, Marvel ha dedicado una especial atención al poder como atributo. No sólo como una percepción de la individualidad del hombre — esa noción sobre la identidad que el superhéroe representa como símbolo alegórico — sino también, acerca de cómo lo extraordinario puede expresar ideas muy concretas sobre el género humano. Tal vez por ese motivo, la casa editorial ha dedicado especial atención al miedo, la vulnerabilidad y la angustia existencial para construir percepciones sobre la heroicidad de enormes matices emocionales. Un punto de vista que crea un híbrido estimulante y extrañamente original que con frecuencia, basa su efectividad en la capacidad de mostrar Universos privados a la luz de la diferencia y una extraña singularidad. Desde Spiderman (que llegó a los estanquillos de todo el mundo en el año 1962) hasta The Gifted (quizás la serie que mejor explota el terror colectivo como reflejo del poder ) el dolor íntimo e incluso, la vulnerabilidad adolescente creó toda una nueva noción sobre el poder como expresión personalísima. Y es esa versión del individuo como reflejo del sufrimiento moral, la que brinda a “The Runaways” (basada en el cómic homónimo publicado por primera vez en el 2003) su original propuesta y su fresca comprensión sobre el héroe invisible y sus padecimientos. Una concepción sobre la capacidad para crear que lleva a un nuevo nivel la propuesta tradicional marvelita.
Para “Marvel’s Runaways”, Marvel apuesta por una fórmula semejante a la de “The Gifted” (el aislamiento y el desarraigo pernicioso entre una sociedad de iguales) sólo que en esta ocasión, la trama parece más interesada en cierta vuelta de tuerca hacia un misterio inquietante que en percepciones más intimistas. Con una puesta en escena inteligente y un ágil guión “The Runaways” medita sobre los misterioso desde un punto de vista casi irracional, en medio de la inquietud adolescente y los dolores del tránsito hacia una inmediata adultez. Como si se tratara de una nueva generación de super héroes nacidos al calor de una comprensión sobre la juventud — mezcla de cierto nihilismo intelectual y el cinismo propio de nuestra época — la serie asume el riesgo de hacerse preguntas levemente superficiales sobre lo que nos hace distintos en medio de un estandar social y cultural opresivo. Un conjunto de reflexiones sobre los dolores de la juventud, el miedo y la permanencia de la memoria individual que sorprende por su buen hacer y disimulado optimismo.
Pero también se trata de una serie de adolescentes para adolescentes — o esa parece ser su intención primaria — por lo que “The Runaways” adecua su lenguaje y su análisis sobre la personalidad y los espacios personales desde una óptica sencilla y casi humorística. Bajo la producción de Josh Schwartz y Stephanie Savage — creadores de “The OC” y “Gossip Girl” — la serie se asume desde una perspectiva ambigua que se beneficia desde una doble lectura obvia: La serie — con su cuidado entramado de humor, enigma y lo que parece ser una combinación afortunada de Ciencia Ficción y aventura — logra crear un argumento lo suficientemente flexible como para asumir el riesgo de diversificar su propuesta en dos ámbitos casi opuestos. Por un lado, “The Runaways” resulta tan atractivo para los padres como para los hijos y por el otro, toma riesgos calculados para crear interconectar líneas narrativas que analicen la realidad a partir de dos dimensiones distintas. El mundo adulto se refleja en el juvenil y entre ambas cosas, el show brilla por su efectividad como metáfora de una joven desesperación y un cuestionamiento adulto sobre lo moral.
Para el dúo Schwartz-Savage se trata una reinvención del mundo de los superhéroes y los dotados de capacidades especiales, que tiene como escenario — de nuevo — los soleados y lujosos alrededores de la playa adyacente a Los Ángeles. La serie además, toma el riesgo de innovar sobre escenarios y propuestas, lo que le permite avanzar desde el tradicional “misterio” que anuda la trama a todas sus implicaciones y la tradicional concepción de Marvel sobre los superpoderes. Además, “The Runaways” goza de una puesta en escena limpia y bien planteada, repleta de referentes al buen cine de Ciencia Ficción e incluso, depurados análisis sobre lo que dota al hombre de humanidad. Entre teoremas sobre bioingeniería, una secta religiosa extrema y extrañas aseveraciones sobre el futuro y la preeminencia de las especies, “The Runaways” crea una Universo rico en matices y versiones sobre la realidad que sin duda, refresca el género del superhéroe al uso.
Claro está, una combinación tan variopinta puede no ser lo suficientemente compacta, pero los previsibles altibajos se compensan con una rara dosis de humor que funciona gracias a su inteligencia y una valoración sobre la comicidad más allá de lo obvio. Los elementos súper heroicos y la Ciencia Ficción construyen un entramado con poderosas reminiscencias al Universo Cinematográfico que Marvel ha elaborado con tanto cuidado como buen tino, pero más allá de eso, Schwartz y Savage experimentan con una trama que reflexiona sobre la salvedad de lo heróico en lo cotidiano con apreciable inteligencia. En la serie, el superhéroe debe lidiar no sólo con el asombro- en ocasiones terror — que despiertan sus capacidades, sino también, con lo simplicidad de lo cotidiano. Una batalla esencial que los productores asumen como una sucesión de reflexiones sobre lo moral, lo ético, lo real y lo profundamente espiritual. Para la serie, el poder es un anuncio de algo más singular y angustioso, una versión retorcida de la realidad.
A pesar de su buen ritmo, los primeros capítulos de “The Runaways” parecen apresurados y hasta en ocasiones confusos, consecuencia de la necesidad del guion de presentar a la casi dos docenas de personajes, entre niños y padres convertidos en una especie de mezcla asombrosa de tipologías y estereotipos. Por momentos, la frenética sucesión de rostros e historias parece torpe y poco trabajada, pero de algún modo — en parte gracias a sus líneas argumentales bien definidas y también, a la química y carisma de su elenco — la serie logra remontar sus momentos más bajos y analizar el tapiz de narraciones desde cierto dinamismo argumental de enorme interés emocional. El universo adolescente está plasmado en todos los rudimentos del canon tradicional pero además, hay un desenfado fresco y gracioso que avanza a través de la serie como una mirada renovadora en un género en el que parece que todo está dicho. A pesar de su — en apariencia — enrevesada premisa, “The Runaways” tiene el suficiente atractivo para convertirse en un pequeño referente televisivo, mucho más de lo que mayoría de los productos similares recién estrenado, puede aspirar.
viernes, 24 de noviembre de 2017
Una recomendación cada viernes: “El Alienista” de Caleb Carr.
El término asesino en serie entró en la cultura popular en la década de los ’70, a raíz de la cobertura mediática de los asesinatos cometidos por Ted Bundy y David Berkowitz. Para buena parte de la cultura norteamericana, los crímenes cometidos por ambos hombres mostraron otro rostro del norteamericano pero sobre todo, el terror ciego y la mayoría de las veces invisible que se esconde en lo cotidiano. Para los criminalistas y criminólogos estadounidenses, ambos asesinos demostraban la hasta entonces abstracta teoría del asesinato con método: Una obsesión psicópata que convertía cada muerte en una declaración de intenciones. De pronto, la sociedad norteamericana se encontró al borde de una visión sobre la violencia totalmente insólita que condicionó su comprensión sobre el miedo colectivo. La denominación parecía no sólo mostrar un nuevo rostro — temible e inquietante — de la sociedad sino también, de sus terrores y dolores.
No obstante, para comprender en toda su amplitud las connotaciones del asesino en serie, hay que analizar su origen histórico. Porque más allá del rostro sonriente de Bundy en las portadas de los periódicos o los rumores sobre los horrores perpetrados por Berkowitz, hay un antecedente histórico que crea la percepción más exacta sobre el horror y el miedo que un tipo de violencia medular y secreta puede provocar. A finales del siglo XIX, un hombre medró en las calles de Londres y redefinió los límites de la cultura de la violencia. Se trata del asesino más notorio de la historia de la criminología y cuya identidad continúa siendo un misterio: Los asesinatos de “Jack, El Destripador” cambiaron la forma como nuestra cultura percibe el crimen y sobre todos sus alcances. Con los asesinatos perpetrados por el Destripador, la cultura del miedo adquirió un nuevo matiz y fuerza, para convertirse en una expresión de la oscuridad de la conciencia colectiva. El mismo asesino pareció imaginar el alcance que en el futuro tendrían sus asesinatos. En una de últimas cartas a la policía, afirmó que sus crímenes “parirían el siglo XX”, una frase que se atribuye a la leyenda alrededor de su figura pero que describe mejor que cualquier otra la conmoción cultural y social que Jack el Destripador — sus crímenes, la incapacidad de la polícia de su época y la década anteriores por descubrir su identidad — provocó en la Londres de finales del siglo XIX. Una estela que aún es perceptible y poderosa en la actualidad.
Tal vez por ese motivo, El libro “El Alienista” de Caleb Carr hace alusión en varias oportunidades a los crímenes del Destripador. Lo hace además, en un tono de asombro y reverencia que brinda un tono inquietante a la narración. Porque la novela de Carr está ambientada en una ciudad sumida en la decadencia (La Nueva York empobrecida y violenta de finales del siglo XIX) y sus personajes, también deben meditar sobre la violencia a través de la figura temible de un asesino salvaje. Pero además de eso, Carr parece asumir el hecho del asesino — el asesinato, el poder del miedo — como algo más que un símbolo. Para el escritor, los crímenes violentos que sacuden la ciudad, tienen una evidente y profunda relación con el terror que se esconde en cierta comprensión superficial sobre la realidad. La percepción sobre el tiempo, las calles convertidas en reducto de terroríficas posibilidades, convierten el libro de Carr en una meditada reflexión sobre el miedo como producto sociológico y ese quizás, es su punto más fuerte.
Carr crea toda una estructura de visiones y análisis sobre la naturaleza humana basada en la violencia, a través de la figura del psiquiatra — para la época llamados “Alienistas” — y lo convierte en un fantasía de sorprendente verosimilitud sobre lo aciago y el terror de lo inmutable, todo en medio de un opulento escenario y un uso de la ambientación histórica que sorprende por su efectividad. El Doctor Lazlo Kreizler de Carr, es un genio de la observación, un reducto de positivismo y un reflejo del mecanicismo de la época. Una expresión formal del bien y del mal que Carr elabora como evidencia del asesinato como un hecho dentro del orden de lo natural — para el personaje, el asesino es un depredador con apariencia humana, pero que se rige por las mismas características y límites que su par en el mundo animal — y lo recrea a través de una percepción durísima sobre la conciencia, la percepción del hombre como falible y los dolores del espíritu humano transmutados en una comprensión profunda sobre el asesinato. Más allá de toda reflexión moral, Carr parece más interesado en crear una percepción sobre lo moral que se expresa como un reflejo de lo social. Un misterio dentro de un misterio.
Por supuesto, Carr asume la noción sobre el asesinato usando la historia de Jack el Destripador como modelo: su novela transcurre en el año 1986 y también, utiliza el escenario urbano para retratar la crueldad de los crímenes. Las víctimas de su asesino también son prostitutas cruelmente descuartizadas y además, arrojadas a las calles de la ciudad, un antecedente histórico que Carr no disimula y que de hecho, utiliza como hilo conductor de su relato. No es casual que el narrador de la historia sea un periodista, que parece sostener toda la narración a través de la comprensión de los espacios de la mente humana. Pero también se trata de un juego de poderes intelectuales y morales, que convierten a la novela en la búsqueda de significado sobre la identidad del hombre a través de sus peores vicios y una percepción durísima sobre su capacidad para el miedo. De la misma forma que sus pares reales en la Londres azotada por Jack el Destripador, Kreizler arma un perfil psicológico del asesino basado en los rasgos más evidentes de sus crímenes — ¿Por qué está asesinando solo a jóvenes prostitutas? ¿Por qué se arranca los ojos? ¿Por qué las víctimas son exclusivamente de origen inmigrante? — y a partir de entonces, la novela asume su condición como reflejo del terror invisible de una época hermosa e inquietante.
Carr sin duda es un buen narrador que logra crear una tensión específica sobre lo que cuenta y ese quizás, es el motivo por el cual permite que sus líneas argumentales sean del todo creíbles, pero sobre todo, profundamente meditadas, una eclosión de diversas posturas sobre la mente humana, la maldad y la bondad, pero sobre todo, el análisis de la agresión y el asesinato como síntomas psiquiátricos. En la historia, la psicología criminal evoluciona lentamente y con una nota verídica que resulta convincente y por momento, claustrofóbica. Y Carr, hace un uso impecable de la referencia histórica para crear un contexto lo suficientemente poderoso como para usar las particularidades de la época en favor de la narración. Desde la forma de definir los trastornos psiquiátricos — desde las menciones a enfermedades específicas como la esquizofrenia por el nombre de “demencia praecox” hasta el hecho de la percepción de lo mental como “males del alma — hasta el uso de la tecnología en la investigación criminal, Carr logra crear una mezcla inteligente de la comprensión de lo referencial y la ciencia como punto de partida a su percepción acerca de lo criminal. Incluso, Carr se toma el magnífico atrevimiento de retrotraer sus conocimientos sobre el crimen a obras contemporáneas como “El silencio de los Corderos” de Thomas Harris. Varias de las escenas, rinden un extraño tributo a temas analizados por Harris a lo largo de su obra y sobre todo, a su percepción del temor como elemento inquietante del estrato más evidente de lo criminal. El resultado es una impecable visión de la agresión basada en lo humano de una considerable calidad narrativa.
La novela “El Alienista” es mucho más que un thriller ingenioso. Carr aporta buen gusto, delicadeza y elegancia a su descripción de la Nueva York decadente de finales del siglo XIX, pero también una enorme personalidad al hecho urbano que sustenta la novela entera. Tenebrosa, inquietante, pero sobre todo, dolorosamente humana “El Alienista” es una puerta abierta a un análisis más profundo y oscuro sobre la naturaleza del crimen, la violencia como reflejo de los misterios de la desviación psicológica y la noción del mal como límite de la incertidumbre. Inteligente, inquietante y sólida, “El Alienista” compone un nuevo discurso sobre el terror psicológico y espiritual. Y lo hace desde las fronteras de lo inhumano y lo oscuro, quizás su mayor logro.
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jueves, 23 de noviembre de 2017
De la ilusión existencialista a la rebeldía emocional: Todas las buenas razones por las que deberías leer “Juliano, el apóstata” de Gore Vidal.
Truman Capote solía insistir que escribir podía tanto transformar el dolor en un monstruo “previsible” o arrojarte a un abismo sin regreso. A lo largo de su vida Gore Vidal pareció encarnar esa visión sobre el quehacer de la escritura: Gore Vidal fue acusado de casi todo: de Blasfemo — idea que le encantaba -, de provocador — que siempre insistió era su rasgo personal más resaltante -, pero sobre todo, de profundamente contradictorio, algo que jamás negó y que asumió como un elemento imprescindible de su carácter. Y es que Vidal, altanero, arrogante pero sobre todo, un escritor talentoso, supo construir su propio mito personal a medida que avanzó en ese camino endeble y ambiguo de la fama. Se construyó un personaje a su medida, que alimentó con escándalos y después, con una vida personal estrafalaria que asombró a la gran mayoría de sus contemporáneos. Pero también, supo construir un legado literario consistente y meritorio, una visión sobre lo que se escribe como obra trascendente que sobrevivió incluso a la decandencia de su autor. Porque Gore Vidal se miró así mismo en el espejo de la popularidad y lo disfruto de manera considerable, pero también fue un atento observador de la cualidad de lo que se escribe y cómo se escribe. Una perspectiva que hizo de su obra una interpretación coherente de su opinión sobre el mundo que le tocó vivir y su historia.
En el año 2009, el que después se convertiría en autor de una sustanciosa biografía de Vidal, el periodista Tim Teeman, le preguntó al autor si era feliz en su vida y sobre todo, con su obra hasta entonces. El lento declive al desastre y la locura de Vidal había comenzado y corrían ríos de tinta sobre su vida desordenada, sus escándalos y sobre todo, su frustración personal. De modo, que se trató de una pregunta peligrosa. “¡Vaya pregunta!” respondió y a continuación añadió “Te contestaré con una frase de Aeschylus: ‘No llames feliz a ningún hombre hasta que muera’”. Una frase que de hecho, parece resumir esa idea de Vidal de trascender así mismo, de construir una aspiración sobre quien mira el mundo quizás desde un dolor privado y asume su interpretación a partir de él. De lo que sobrevive al espacio y al tiempo, de lo que se crea justo después.
Tal vez por ese motivo, no sorprenda a nadie que uno de los libros más conocidos del escritor sea sobre un un rebelde, un hombre que lucho contra la corriente y que murió en plena batalla de las ideas pero que aún así, se le recuerda por la batalla que planteó, por la oposición que sostuvo contra la barbarie, la ignorancia. La soledad del intelectual. Porque sin duda “Juliano, el apóstata” es más allá de la narración de un hombre y su circunstancia, una idea elemental sobre quien se asume como defensa de las ideas esa contradicción cierta al hecho que vive. De hecho, varios de los críticos de la obra de Vidal, han sugerido que para el escritor, Juliano fue un reflejo histórico, un simbolo de todas las creencias que sostuvieron su vida personal y obra artística por décadas. Una interpretación ambigua que no obstante, brinda cierta solidez a ese planteamiento de Vidal sobre el héroe histórico creado a base de la lucha por los ideales difusos y más allá, por esa abstracción sobre lo que se considera real, histórico y comprensible.Juliano, a la manera de Vidal, es un antihéroe pero también es un mártir de sus principios. Una figura de estatura trágica que se observa así mismo a la distancia y que también, analiza la época convulsa que le tocó vivir desde una percepción conceptual durísima y concreta.
Con frecuencia se compara al “Juliano” de Vidal con el “Claudio” de Robert Graves, lo cual no resulta sorprendente, siendo que las semejanzas entre ambas aproximaciones históricas es más que notoria. Vidal hace referencia a ese semejanza, pero a diferencia de Graves, que reconstruye meticulosamente la vida y obra del personaje desde una cierta distancia emocional y conceptual, Vidal asume la vida de Juliano desde una óptica dura, cercana y la mayoría de las veces, dolorosa. Porque allí, donde el Claudio de Graves se asemeja más a una metáfora de la evidencia histórica de la época que representa, el falible y desesperado Juliano de Vidal, no sólo la representa, sino que también la dota de una vitalidad y humanidad inesperada. Para Vidal, Juliano no sólo se enfrenta al cristianismo, a la destrucción del mundo como lo conoce sino a la muerte de su propia historia personal. Y esa combinación entre lo Universal y lo personal, el futuro y la idea del presente, lo que le brinda un mayor valor anecdótico a “Juliano, el apóstata”, más allá de la novela de Graves e incluso otras que tocan, con mayor o menor propiedad el tema.
Una y otra vez, Vidal reconstruye el personaje histórico para crear un planteamiento rico en matices, una idea que desborda a la visión Universal que se tiene sobre el Juliano real. Vidal, con una prosa impecable, amena y sobre todo, vitalista, recrea a grandes rasgos una época convulsa, de ruptura. Y lo hace, sin lamentaciones, sin recurrir al recurso fácil de la añoranza o mucho menos la melancolía. El escritor avanza en una narración que el lector adivina, cuyo final conoce pero que aún así emociona. Una poderosa combinación de elementos literarios, históricos y de ficción que brindan a la idea general sobre lo que se cuenta una profunda verosimilitud.
Vidal crea un personaje entrañable, a pesar del rigor histórico que brinda a su retrato formal. O quizás, precisamente gracias a esa exactitud histórica que en manos menos hábiles podría aplastar la agilidad de la narración, es que el escritor encuentra la formula exacta para brindar a su Juliano una condición tridimensional que asombra por su fidelidad. A medida que la historia avanza, el lector se encuentra en medio de una visión elemental sobre la figura que pudo ser — y que quizás fue — pero sobre todo, de la condición histórica que le salvó del anónimato Universal y el olvido de la historia oficial. Vidal, con un sentido de lo humano y lo falible profundamente asimilada crea un personaje creíble, de un peso literario que sorprende y que más allá, parece construir un mundo propio a su medida. Una y otra vez, el personaje parece abandonar los ámbitos de la simple historia a la que pertenece para englobar esa insistente batalla humana por lo que somos, lo que creemos posible y lo que asumimos real. Esa historia de trasfondo, esa periferia de lo que eventualmente creemos como parte de la historia que compartimos y que Vidal analiza desde una idea esencial: somos lo más cercano al ideal que sobrevive a nuestra muerte física.
Asombra la manera como Vidal avanza sobre la caída del Imperio Romano ante la llegada del cristianismo: lo hace desde una dimensión trágica de la muerte de la historia que le precedió, un canibalismo histórico y religioso que destrozó desde sus cimientos miles de años de valor cultural y que construyó a partir del desastre, una nueva percepción del mundo. Con ese refinado punto del vista del que puede interpretar la historia a la distancia, Vidal hace de su Juliano un testigo de excepción de la caída simple y definitiva de un orden histórico que condujo el mundo a un nueva percepción sobre si mismo. La caída definitiva de la razón romana ante la violencia de un sistema de valores a punto de nacer.
Juliano, desde su rebeldía insólita y crepuscular, no sólo representa a los últimos rescoldos del Romano que sobrevive, sino la belleza inédita de ese mundo antes que el férreo puño de las religiones monoteístas le brindaran sentido único a la moral y a la idea intelectual. Un apóstata que se creó así mismo, que se enfrentó a lo impensable y que por último, creó su propia historia. Como Vidal, tantos siglos después. Como el escritor que soñó con la apostasía de un Emperador que soñó con ser escritor. Una combinación de hechos y paradojas que transforman a la novela “Juliano, el Apóstata” en una experiencia difícil de olvidar.
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miércoles, 22 de noviembre de 2017
Las pequeñas maravillas invisibles: Todas las buenas razones para leer a Roberto Bolaño si aún no lo haces.
Escribir es el oficio del sufrimiento discreto, dijo una vez Borges, una precisión que parece resumir el universo íntimo y silencioso que acompaña a cualquier editor. A Roberto Bolaño se le llamó con frecuencia “Un genio discreto”, término que parece describir la celebridad sutil de la que disfrutó durante su vida, esa visión suya de la literatura que rozaba un cierto anonimato humilde que en esta época donde la búsqueda de la notoriedad es esencial, resulta incomprensible. Porque para Bolaño, la literatura no se trataba sólo de su capacidad para mirar el mundo a través de la palabra — y la manera como el mundo asimilaba su obra — sino también, de la profunda y pesarosa relación que se establece con la página escrita, esa lucha del escritor con su propia visión crítica. Probablemente debido a esa rebeldía, esa inocencia al límite, nunca llegó a disfrutar del éxito, de ese enorme que se anunció para él desde sus primeros libros. Murió a los 50 años, con algunos libros de culto a cuestas y rozando la celebridad mundial, esa que se insistió esperaba por él desde que el autor comenzó su andadura por el mundo de la literatura. Tal vez por ese motivo, resulte mucho más real esa imagen del escritor silencioso, del amante de la palabra en estado puro, del creador por vocación que Bolaño cosechó con esfuerzo.
Pero el éxito llegó para Bolaño, como destino inevitable y a pesar de su muerte. Tal pareciera que ese universo lector que logró cautivar a medias, le rinde un homenaje póstumo: El nombre de Bolaño cobra importancia y poder, enaltecido por una celebridad impensable para un hombre cuyo dedicación a la hoja y a la palabra, superaba con creces la verdadera ambición del escritor consagrado. Porque para Bolaño, la escritura era un ejercicio en solitario, una mirada profunda y desgarradora sobre la naturaleza humana, sobre el mundo construido a base de la opinión y la observación sensible. Y quizás, la mayor diferencia entre el Bolaño real — el escritor misterioso que sorprendía por su minuciosa visión del hombre y su circunstancia — y el Bolaño recién descubierto sea la intención, la visión elemental sobre lo que constituye en esencia, la interpretación del escritor sobre el mundo que reconstruye a párrafos. Actualmente, la obra de Bolaño disfruta de reediciones, revistas y periódicos celebran su talento con artículos y ensayos, se adaptan sus novelas para el teatro y posibles guiones de cine. El éxito clásico, el que se presume objetivo de todo el que crea para brindar sentido al caos existencial. Y aún así, en una fidelidad sorda y casi sorprendente así mismo, Bolaño no disfrutó de la esta súbita trascendencia. Para el escritor, el éxito fue un anuncio y el deseo de expresión, la verdadera necesidad insatisfecha.
No obstante, no hay nada que lamentar en la ausencia de Bolaño en la celebración y triunfo de su obra. Lo saboreó antes de morir, en esa celebridad diminuta, que alcanzó a desgarros y con la intuición firme de quien escribe por deseo insuperable, por devoción perpetua a la palabra. Para Bolaño, la escritura era un enigma a medio descubrir, una idea apenas esbozada que se construía a medida que el escritor avanzaba en su andadura por la construcción de su propio lenguaje. Y es que ese anonimato a dos voces del Bolaño escritor y el Bolaño célebre, no parece incluir ese matiz indudable del genio que elaboró un mensaje trascendental en su obra. Quizás el ejemplo más claro de esa dicotomía, sea su novela “Los detectives salvajes”, vitalista, extraña e inquietante, un reflejo de las experiencias juveniles en México. La novela fue considerada como parte de las obras imprescindibles: ganadora de los premios Herralde y el Rómulo Gallegos, fue la primera obra del autor en trascender al gran público. Pero sin embargo, la que le abrió las puertas de la celebridad literaria, su definitiva consagración como uno de los mejores escritores de su generación sería con la edición norteamericana de su obra póstuma “2666”: Compleja, monumental y ambiciosa, cimentó el mito Bolaño y reveló al mundo el talento de un escritor que hasta entonces, había sido parte de esa pléyade discreta del talento latinoamericano.
Asombra, sobre todo, la súbita repercusión que el nombre de Bolaño cosechó una vez que su obra remontó ese límite imaginario del escritor del culto y se convirtió en una curiosa celebridad sin rostro: Natasha Wimmer, su traductora, celebra la manera como Bolaño se transformó de una autor local en un representante de la nueva narrativa Latinoamericana. Una idea desconcertante, si tomamos en cuenta que Bolaño tuvo una enorme repercusión en las letras latinoamericanas — especialmente las Chilenas — mucho antes que su obra alcanzara el reconocimiento que obtuvo luego de su muerte. Aún así, esta fama imprevisible parece abarcarlo todo: La novela “2666” fue escogida Novela del año por el New York Times y considerada el mejor libro de ficción por el prestigioso Círculo Nacional de Críticos Literarios de Estados Unidos. Convertido en imprevisible mito Pop, incluso su muerte prematura elabora una idea del escritor como fenómeno literario. Y aún así, el Bolaño real subsiste, como observador esencial de la Latinoamerica interpretada a través de sus palabras y más allá, su capacidad literaria para reinventarse a través de sus propios simbolos.
Y sin embargo, la duda persiste: Bolaño — el hombre — fue un personaje dificil y complejo, tanto como sus magnifica obra. Rebelde y contracultura, creció en una generación deslumbrada por al revolución Cubana y que apoyó la idea de liberación social propuesta por Salvador Allende. Idealista, recorrió América mochila al hombro e intentó comprender el continente que le vio nacer desde sus anécdotas, una conclusión a su propia historia y a la sociedad que se construye a partir de una cultura profundamente herida por sus propias vicisitudes. Porque Bolaño, el hombre, era también una mezcla imprevisible de ideas y visiones sobre el poder de la palabra y su necesidad de construir opiniones: por ese motivo, el infrarrealismo, ese experimento de rebeldía literaria creación suya, se oponía frontalmente a los que llamaba “santones del régimen”. La transgresión como una forma de creación, la subversión cultural a partir de la obra que se asume como identidad.
Aún así, el mito Bolaño subsiste, amparado en esa interpretación de la celebridad que intenta ocultar como puede al hombre real, al irreverente escritor que construyó ideas y cuya mayor ambición fue construir su propio visión del bien y el mal. No obstante, no queda sino imaginar que opinión podría tener Bolaño, descreído y visceral, sobre esta Celebridad suya post Mortem, esta gran celebración de su obra con un gran ausente: la visión más descarnada y verídica del escritor.
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martes, 21 de noviembre de 2017
Crónicas de la Nerd entusiasta: Todo lo que debes saber sobre la película “Asesinato en el Orient Express” de Kenneth Branagh.
La ficción detectivesca es por lo general una combinación de ingenio y algo más tenebroso. En una ocasión, Agatha Christie comentó que pasaba la mayor parte del tiempo imaginando los crímenes más singulares y desconcertantes posibles, en medio de una especie de compulsión extrañamente helada sobre la naturaleza humana. “Todos pensamos en grandes y pequeños terrores. El asesinato es una obsesión más común de lo que creemos” llegó a decir la escritora hacia el final de su vida, consagrada como una de las autoras más leídas de su época y aún, lúcida y perversa. Por supuesto que Christie jamás tuvo una visión corriente sobre el mundo, a pesar que intentó disimular su singular capacidad para el asombro maligno bajo su aspecto plácido y amable. Pero Christie siempre reflexionó sobre la naturaleza humana - su perfectibilidad y sobre todo, sus dolores y penurias — desde el el punto de vista de cierta noción en apariencia cínica sobre la moral, todo envuelto en una visión sobre lo temible construída a partir de una perspectiva obsesiva y pulcra sobre el bien y el mal. En las novelas de Christie, nada era casualidad: Cada pieza del argumento encaja en un siniestro mecanismo que parece luchar contra el duro relativismo de la época que le tocó vivir. La escritora estaba convencida que el mundo era comprensible, una estructura predecible en pequeñas pautas enigmáticas. Y quizás es esa obsesión por la búsqueda de la verdad absoluta — lo bueno y lo malo, bajo la línea de lo desconcertante — una de las características más evidentes de su obra.
Algo de esa lucidez maligna, impregna la más reciente adaptación del que quizás es el libro más famoso de la escritora: la película “Asesinato en el Oriente express” llega precedida del asombro por su talento repleto de estrellas hollywoodenses, pero también de la especial atención que su director — un Kenneth Branagh que como suele suceder, también actúa en el film — prestó no sólo a la historia sino a esa atmósfera levemente retorcida que quizás el elemento más reconocible de la obra literaria homónima. La nueva versión sobre una de las mejores narraciones detectivescas jamás escritas, intenta no sólo asimilar esa noción de la sospecha delictiva que Christie supo crear como contexto, sino también la percepción sobre la ambigüedad de la naturaleza. La película además, apuesta alto: Desde la primera escena, es evidente que el director intenta recrear el juego de espejos que la escritora creó en el libro, con cierta sutileza visual que convierte la película entera en un acertijo a medio descubrir. Con su ramillete de estrellas hollywoodenses llenando cada escena de una elegante percepción sobre lo perverso y lo cruel, el film tiene el burlón tono de una búsqueda esencial sobre lo que hace falible al hombre o en todo caso, su comportamiento como reflejo de lo que somos. Toda una visión filosófica que sin embargo, Brannagh no logra sostener siempre con la misma habilidad.
Quizás ese sea el real problema en una película que tiene algo de colosal y teatral, en una extraña mezcla de cierta malicia burlona. En la novela, Christie convirtió a su Poirot en hilo argumental de un lienzo multidimensional en el que el crimen parece ser la excusa para analizar las esquivas motivaciones que mueven la maldad humanizada. En su nueva versión cinematográfica, Kenneth Branagh decidió reinventar la visión de Christie bajo el riesgo de modificar lo esencial de la historia, en favor de otorgarle un aire moderno y atrayente. Lo logra, aunque Brannagh se toma el atrevimiento de modificar y en ocasiones, reconstruir por completo, líneas argumentales y aspectos específicos de la trama. El resultado es una especie de resumen pormenorizado de una historia más compleja, más extraña y más dura de concebir. “Siempre está el tema espinoso de quienes conocen la trama y cómo puedes confundirlos” confesó hace poco Branagh en una entrevista telefónica para el periódico The New York Times. “Sabía que teníamos que mantener la atención de la gente con un personaje de Poirot recalibrado”, añadió en lo que sin duda es toda una declaración de intenciones del director de cómo elaborar una nueva percepción sobre una historia familiar para el gran público. Justo, el gran reto del director fue justo ese: el de encontrar una nueva manera de contar un relato que la mayoría del público idolatra y conoce hasta en el menor de los detalles.
¿Lo logra? No del todo. A pesar que Branagh y su guionista Michael Green intentan recrear la acción de la novela desde una perspectiva en apariencia fresca, el guion debe enfrentarse al hecho que los hilos argumentales del material original funcionan como un perfecto ensamblaje. Para Christie la noción del asesinato no sólo tenía relación con la posibilidad de la vanidad del asesino y el hecho mismo de la violencia, sino los pequeños detalles que sustentan el contexto que rodea a la circunstancia. De manera que sus historias no soporta bien cambios sin mayor motivo que el estético o la necesidad narrativa de resumir una historia compleja. La versión de Branagh resulta apresurada y por momentos atropellada, como si la intención del director de reformular los extremos de la aventura exótica, carecieran de contexto y también, de uniformidad temática. Hay una definitiva influencia en la mayoría del género de acción moderno en esta nueva mirada a un Universo compacto e inteligente.
Y quizás sea esa nueva percepción — superficial y casi sencilla — sobre el intrincado entramado argumental ideado por Christie, el problema más evidente de la película que intenta emularla.
Para Branagh y Green parece ser de enorme importancia, crear una mixtura entre lo dramático, escenas de genuina acción con una clara referencia a la franquicia Bond y algo más elemental, que no termina de encajar en lo esencial de la narración. Branagh se toma excesivas libertades y crea una confusa visión sobre el argumento, que avanza con cierta torpeza en los momentos más álgidos y que carece de verdadero brillo en los peores. Como estructura, la película decae por la insistencia de Branagh de encontrar una justificación a los pequeños deslices de un guión tramposo. La ficción detectivesca se convierte entonces en una especie de combinación torpe entre una lírica puesta en escena (hay secuencias enteras en las que es evidente el origen shakespeariano del director) y algo teatral, sin mayor resolución.
Con todo, es evidente el entusiasmo de Branagh por el proyecto. Hay un mimo al detalle que resulta evidente y la apuesta en escena es fastuosa “El material en bruto era enorme y la oportunidad de meterse de lleno tenía un atractivo tremendo, para intentar dilucidar qué pensaba Agatha Christie de él”, confesó Branagh para The New York Times. En palabras del director, “admiraba su compasión y su amabilidad, su capacidad para entender la fragilidad humana, y eso es lo que volví algo céntrico para este Poirot”. Branagh dota a su película de un clima venenoso, por momento engañosamente melancólico, pero el truco no logra sostenerse con la suficiente habilidad. Al final, “Asesinato en el Orient Express” tiene el brillo de una imagen maravillosa pero en exceso frágil para sostenerse más allá del asombro inicial.
lunes, 20 de noviembre de 2017
El temor y la posibilidad del Antihéroe: Lo bueno, lo malo y feo de la serie“The Punisher”.
La violencia es un tema que se debate de manera poco clara en la actualidad. Entre cierta moralidad expeditiva y una noción confusa sobre lo ético, la mayoría de los análisis cinematográficos y televisivos sobre lo que nos hace violentos — y por qué resulta tan temible esa idea — resultan incompletos, cuando no directamente innecesario. Por esa razón, la serie “The Punisher” llega precedida por el escándalo y no exactamente por su historia — la de un sanguinario vigilante que bajo las mismas líneas del cómic, es una combinación de ultraviolencia y búsqueda de cierta equilibrio moral — sino por el momento histórico en que llega a la pantalla chica. Durante el año 2017, Estados Unidos se ha enfrentado a dos de los peores tiroteos de su historia, perpetrados además por hombres norteamericanos de raza blanca y al menos, uno con ideas ultranacionalistas y un pasado militar. Las similitudes son excesivas como para que “The Punisher” pudiera ser estrenada y de hecho, al menos en una oportunidad, su estreno fue pospuesto, en espera que las comparaciones no sugirieran directamente una provocación o lo que suele ser más temible en estos tiempo de corrección política, un aparente irrespeto a la memoria de las víctimas. Cualquiera sea el caso, es evidente que “The Punisher” atravesó su propia visión sobre el bien y el mal como percepción moral, incluso antes de su estreno formal.
Claro está, no se trata de una sorpresa. Desde su primera aparición en el número 129 de “The Amazing Spider-Man” (febrero de 1974) como antagonista de Spider-Man, la figura del antihéroe marvelita ha resultado controvertida y sobre todo, sujeta a elementales transformaciones a medida que su visión sobre la venganza y la justicia — conceptos que suelen mezclarse de manera confusa en la percepción del personaje sobre la búsqueda de un bien colectivo — se ha hecho más violenta y dura. Creado en 1974 por el Guionista Gerry Conway y los ilustradores John Romita Sr. y Ross Andru, Punisher es un justiciero salvaje y despiadado, mucho más cercano a la idea del vengador anónimo solitario — tan en boga en la década de los sesenta y setenta en el cine norteamericano y encarnado la mayoría de las veces por el actor Charles Bronson — que a la del héroe. Punisher no sólo carece de los habituales límites morales de los personajes de la casa editorial, sino que se comprende a sí mismo como una visión del “horror y del miedo, en manos de la justicia” frase que suele resumir el comportamiento irregular e incontrolable del personaje. Como antihéroe, Romita y Andru renunciaron a la mayoría de las convenciones de la casa editorial y dotaron a su personaje de una personalidad ambigua y casi siempre, al borde de cierta furia redentora y extrañamente cercana a la locura. Punisher es capaz de secuestrar, extorsionar, amenazar e incluso matar en su lucha contra el crimen, lo que coloca su escala moral — y su comportamiento como símbolo de cierta impenitente percepción de la bondad y la maldad — en una región sombría que Marvel pocas veces se ha atrevido a tocar. Por supuesto, el personaje siempre se encuentra bajo cierto parámetros éticos que le definen y que intentan mantenerlo en la percepción del antihéroe: Punisher utiliza sus métodos cuestionables sólo contra criminales. O en eso insiste, en lo que parece una versión más profunda y compleja de los parámetros morales de Batman de DC y su lucha contra el crimen. De la misma manera que el héroe de la capa — símbolo del terror justiciero de la casa editorial — Punisher nace a través de la tragedia: Frank Castle sobrevive al asesinato de su familia a través de una percepción de la venganza transmutada en justicia individual. Una guerra personal contra los criminales, que emprende con toda clase de tácticas y armamentos militares. Con su contexto como veterano de guerra, Frank no es sólo un soldado entrenado para el combate estratégico, sino también es un experto en artes marciales, combate cuerpo a cuerpo y todo tipo de conocimientos que le convierten en un arma mortal. Por supuesto, se trata de un personaje fruto de tiempo, nacido de los terrores de la cercana Guerra de Vietnam y sus cuestionamientos morales. No obstante, con el correr de las décadas, Castle se ha convertido también en una alegoría al miedo y a los terrores colectivos. En una visión sobre la violencia como elemento moral que sorprende por su eficacia.
Como era de esperarse, su transición a la pantalla llevó la noción del antihéroe agresivo y de moral cuestionable al extremo que nunca pudo alcanzar el cómic. La serie de Netflix apuesta a la ultraviolencia y lo hace desde la percepción del miedo como un enemigo real a combatir pero sobre todo, coloca a Castle frente al cuestionamiento de la venganza como una utópica búsqueda de sentido a su propia moralidad. El resultado es una extraña mezcla de percepción sobre los límites del horror cotidiano que el cómic apenas sugiere — lejos de las reglas más restrictivas que rigen las adaptaciones del cómic — y convertido en una especie de mártir de sus principios que no resulta del todo convincente. La serie no logra captar el núcleo argumental de la historia ilustrada y transforma el impulso vengador del personaje en una brutalidad aburrida, a menudo desagradable y forzosamente gore, que no llega a cubrir la percepción sobre lo terrorífico de lo cotidiano — y la violencia que engendra — que siempre ha sido el elemento más notorio de la línea narrativa de la versión ilustrada. La violencia en la versión serial carece del ingrediente moral, de la inquietud espiritual y sobre todo, de la angustia esencialmente moral privada que anima al Frank Castle del cómic. Al contraste su versión televisiva tiene poco de profundidad argumental y mucho de espectacularidad visual, una combinación que transforma la historia en una colección de lugares comunes de poca profundidad narrativa.
Resulta lamentable que una de las creaciones más extrañas del Universo Marvel, deba sufrir una especie de reinvención emotiva que no añade profundidad a la historia y que escamotea los debates de conciencia que el personaje enfrenta con cierta frecuencia. De los tres intentos de adaptación que el personaje ha sufrido durante las últimas dos décadas — con un fallido intento de la propia Marvel estrenado en el 2008 y que llevó por titulo “Punisher: War Zone” bajo la dirección de Lexi Alexander — la de Netflix es quizás la que intenta ahondar con mayor seriedad en la compleja personalidad de Castle, lo que hace que su incapacidad para hacerlo resulte más notoria. Convertido en parte del Universo cinematográfico y seriéfilo de Marvel casi por accidente, “The Punisher” debe su serie al buen resultado en la segunda temporada de Daredevil. La breve actuación de Jon Bernthal sorprendió a crítico y a público, lo que le brindó la inmediata posibilidad de protagonizar su propia serie. No obstante, el resultado de la historia alargada hasta lo imposible en trece innecesarios capítulos parece incapaz de estructurar la visión de la violencia como algo más que un añadido fastuoso y visualmente espectacular. Una y otra vez, la serie parece atravesar por baches narrativos que sabotean la unidad de los elementos dispersos que intenta cohesionar en un único discurso: Castle a ratos sufre la paradoja del mártil presionado por las circunstancias y el justiciero violento que intenta expiar sus demonios invisibles a través de la violencia. Pero el guión no logra crear una versión creíble sobre el sufrimiento invisible de Castle y termina creando una percepción de su angustia existencial más cercana a justificación que a otra cosa, quizás el error más notorio en un argumento por momentos demasiado lineal y otros directamente insustancial.
Mucho más conectada al mundo militar y política que a la lucha callejera, “The Punisher” atraviesa un espacio poco definido sobre la conciencia colectiva y lo moralmente aceptable, basado en el sufrimiento que el personaje que cualquier especulación sobre sus motivos como posible antihéroe en plena batalla contra los criminales de la ciudad. La serie comienza con las imágenes de Castle asesinandose de todos los culpables de los asesinatos de su familia y tal vez, ese prólogo que conecta a “DareDevil” con la serie sea toda una declaración de intenciones. La siguiente escena nos conduce hacia el Frank Castle, anónimo y destrozado por la furia y el sufrimiento, escondido bajo el anonimato de un trabajador cualquiera. Tal parece que la intención de los productores es recrear esa percepción del duelo que brinda consistencia moral a la lucha de las armas y la violencia, pero a pesar de la impecable actuación de Bernthal, no lo logra del todo. El Castle de Netflix flota en un limbo desconcertante entre el temor y la confusión de su concepto del bien relacionado con su habilidad para matar y la serie no logra construir un punto de vista que resulte creíble. En medio del despliegue de habilidades y la evidente concepción del héroe roto que sustenta a Castle, al final su personaje parece debatirse en medio de cuestionamientos abstractos no demasiado claros y mucho menos, comprensibles.
Para Marvel por supuesto, se trata de una apuesta arriesgada: En un mundo de Dioses nórdicos y criaturas descomunales como Hulk, la ferocidad urbana y elemental de Castle resulta poco menos que un terreno difícil de explorar. Tal vez por eso, el personaje se distancia pronto de cualquier relación con el Universo general de la marca y se centra en la versión de Castle sobre su búsqueda de una redención a través de la justicia personal. Lo logra con esfuerzo y no en todas las oportunidades y es esa irregularidad quizás el mayor punto débil que aún así, supera a la torpeza de “Iron First” y medita desde cierta óptica adulta sobre las raíces del heroísmo tal y como lo concebimos en la actualidad, lo cual es de agradecer.
Sin embargo, “The Punisher” peca de autoreferencial, predecible y derivada y son estos tres elementos lo que llevan la historia a enfrentarse a un inevitable tedio argumental del que no logra librarse del todo, incluso en sus capítulos más entretenidos. La historia de corrupción carece de solidez y la política, tiene un regusto artificial que no encaja en la compleja geopolítica actual. El resultado es una maraña de preguntas sin respuestas, hilos argumentales poco lógicos y una noción casi absurda sobre la historia que contextualiza la serie entera. Desde el primer capítulo — independiente al resto de la serie — hasta la insistencia en el pasado militar de Frank, “The Punisher” batalla con su versión de la realidad con pocas herramientas y una apreciable torpeza.
Pero a pesar de todos sus fallos, la serie tiene un especial interés en la calidad del producto en común y la intención en notoria en la originalidad del uso de algunos recursos argumentales, que utiliza con buen gusto y mano firme. Sobre todo el elenco coral sorprende por su buen hacer y mejor desempeño como un ejemplo de un grupo de personajes hostiles, que deben trabajar juntos por un objetivo común. Bernthal sigue siendo extraordinario en el papel principal, Jason R. Moore con su fantástico “Curtis” y el carismático “Russo” de Ben Barnes crean una noción sobre el poder de la violencia de enorme inteligencia, a la vez que el sórdido “Rawlins” brinda un aire sombrío y tenebroso a la historia. Aún así, el esfuerzo del equipo no es suficiente para sostener sus errores y es entonces, cuando “The Punisher” parece avanzar en medio de un extraño estadio entre la violencia gratuita, la inspirada percepción de la moral hipócrita de finales del siglo XX y algo más confuso que no logra expresar en realidad. Al final Frank Castle no es otra cosa que una víctima, pero la serie — que anuncia ese extraño giro del antihéroe marvelita — no logra mostrar en realidad las herida que le aquejan. Una notoria torpeza que la serie — como conjunto — al final, no logra remontar y que se convierte en su principal debilidad.
viernes, 17 de noviembre de 2017
Una recomendación cada viernes: “The World Goes On” de Laszlo Krasznahorkai.
En una ocasión, Coetzee — llamado el mejor escritor vivo de la actualidad — dijo que aborrecía la fama por todas las razones que parecen hacerla tan atractiva a la gran mayoría de los escritores. “La fama deforma la percepción de la identidad, la engrandece y sublima de manera falsa y triste” llegó a puntualizar en una reciente entrevista. La frase, parece describir con enorme precisión la extraña relación que durante toda su vida mantuvo el novelista húngaro Laszlo Krasznahorkai no sólo con el público lector, sino incluso con la crítica y el mundillo literario de su país. Desconocido en buena parte del mundo, el escritor llegó insistir que escribía “por el impulso de llevar a cabo la palabra como hogar” y lo hacía “desde la privacidad”. Tal vez por ese motivo, su obra a las librerías del resto del mundo con un notable retraso. Y sin embargo, aún así continúa sorprendiendo. Se trata de una obra asombrosa, que concentra su mirada en la oscuridad, la amenaza del hombre hacia el hombre y la entropía como un temor violento de la naturaleza humana. En medio de paisajes aterradores, amplios y temibles la obra de Laszlo Krasznahorkai se alza como una propuesta durísima sobre la soledad del espíritu del hombre moderno, pero sobre todo la percepción del miedo y la inquietud moral como terrores monstruosos al borde mismo de la conciencia. Para Krasznahorkai los monstruos habitan en el corazón de nuestra cultura y se esfuerza — con una prosa limpia y de asombroso poder — por demostrarlo.
Claro está, una obra de semejantes implicaciones no es del todo desconocida, a pesar de los esfuerzos de su autor porque lo fuera. Ya hace más de tres décadas, Susan Sontag se refería a sus extrañisimas narraciones disruptivas como “imprescindibles para comprender el mal” y llamaba al propio Laszlo Krasznahorkai un “maestro del apocalipsis”. De hecho, lo es: En su primera novela “Satantango” (publicada en 1985 y llevada al cine por el director Béla Tarr en una extraordinaria adaptación en el año 1994) sorprende por su dureza pero sobre todo, por la sensibilidad de Krasznahorkai para analizar el hecho humano como parte de la tragedia y los horrores que le rodean con mano firme y curiosamente severa. No obstante, Krasznahorkai no cae en la tentación del sermón ni mucho menos la crítica a través de pequeñas visiones de sobre la violencia humana, sino que más bien, asume la perspectiva del relato neutro, a cierta distancia moral, bajo la presunción del dolor sin nombre.
Quizás la mayor cualidad de autor sea justo esa: la connotación del poder real y el poder alegórico que analiza la identidad humana. Una meditada comprensión sobre el tiempo y sus vicisitudes: En “Satantango” la vida de una granja colectiva -la mítica comuna de la década de los sesenta — se transforma por la malevolencia de dos estafadores, tan humanos, afligidos y crueles como pequeñas pesadillas Freudianas. En su siguiente novela “War & War” (publicada en 1999) Krasznahorkai regresa sobre el terror y las tragedias, al describir el miedo paulatino de un viejo archivista que debe traducir un texto arcano y que es acosado por presencias invisibles y hostiles que intentan evitarlo. La narración, extravagante, por momentos claustrofóbica pero siempre apasionante, se mueve de un lugar a otro de Hungría pero también, de la mente del angustiado personaje principal, que encarna la paranoia moderna y la percepción del miedo desde un brillante matiz de puro miedo. Porque Krasznahorkai escribe para describir los terrores invisibles pero también, los analiza desde la capacidad inquietante del contexto para crear un horror que se desarrolla con lentitud, en una progresiva belleza. Krasznahorkai encuentra en el misterio que nunca se revela y que se muestra como una comprensión esencial y poderosa de la sociedad opresora y el individuo rehén. Para el autor — que creció durante la época de la cortina de hierro y lucha contra los miedos silenciosos que agobian a toda una generación — el verdadero terror subsiste desde un poder omnipresente que lo arrasa todo, que lo sostiene desde la periferia y construye una noción sobre el bien y el mal que no admite una explicación sencilla. Angustiosa y selectiva, su percepción sobre lo temible desaparece en medio de una densa abstracción sublime. Y ese quizás, es su mayor logro.
En su nueva obra traducida The World Goes On el escritor repite la fantasía del horror basado en la futilidad como una proeza de la imaginación. Hace tres años, Krasznahorkai — y su traductor George Szirtes — ganaron el premio Man Booker gracias a la obra: los jueces alabaron la prosa desconcertante y el enrevesado sentido de la vida que Krasznahorkai sueña para sus personajes. La obra, que ahora llega al gran público, es una colección de relatos que desconcierta por su poder para conmover y aterrorizar, desde un pesimismo abrumador y certero que resulta casi agobiante. La atmósfera de todos los cuentos, asombra por su cualidad onírica y parece envolver cada historia en una extraña visión sobre el tiempo trastocado que desconcierta por su depurada belleza. En uno de los relatos, un niño dedica horas y días enteros a meditar sobre la melancolía mientras contempla el nado irregular y angustiado de una ballena confinada a una caja de metal. La mera imagen resulta una alegoría dolorosa sobre la inutilidad y el sufrimiento fútil, pero Krasznahorkai lo lleva más allá: cada escena es un prodigio de ternura y profundo detalle que convierte el sentido entero del relato en una pieza artística literaria. En otro de los cuentos, un hombre obsesionado por las cascadas, se asombra ante el abismo del miedo existencialista mientras recorre Shanghai en medio de una borrachera. Y en el que quizás es el relato más doloroso de todos, el escritor crea una visión asombrosa, dolorosa y desconocida sobre los eventos del 11 de Septiembre. Con una crueldad temible, el escritor analiza y comprende los terrores que acechan desde la violencia “invisible y perenne”. Para Krasznahorkai el miedo es un anuncio del vacío, un impacto desgarrador sobre la moralidad rota, el sentido del poder derrotado por lo inmediato y el tiempo como enemigo ciego. Esta colección de relatos, muestra no sólo el poder de Krasznahorkai para asumir el miedo como una abstracción extravagante de la conducta humana sino también, una forma de pleno desconcierto. Los personajes, las larguísimas oraciones de Krasznahorkai, su persistencia en demostrar lo absurdo de la vida se convierten entonces no sólo en un manifiesto de identidad, sino en una versión de la identidad colectiva sutil y mortal. Profundamente dolorosa. Por completo insólita.
Por supuesto, es evidente que Krasznahorkai está obsesionado con la búsqueda de un significado único a través de la palabra. “Siempre quise hacer algo absolutamente original” comentó hace poco en una entrevista “Quería ser libre de alejarme mucho de mis antepasados literarios, y no hacer una nueva versión de Kafka, de Dostoievski o de Faulkner”. Para Krasznahorkai la noción de la palabra radica en la belleza y en el tiempo que desaparece entre la percepción de la realidad como un método para comprender la identidad. El escritor asume en cada uno de sus relatos, el hecho de lo individual como un punto de vista sobre lo que se asume como persistente y humano. No hay nada casual ni mucho menos independiente en medio de las cuidadas estructuras de palabras que Krasznahorkai para describir un tipo de tragedia mínima, insistente y persistente en la memoria de sus personajes. De manera que cada una de sus obras es un símbolo profundo y elemental sobre el significado de la existencia o intenta serlo.
Para Krasznahorkai, la experiencia norteamericana ha sido todo un descubrimiento que le obligó asumir el hecho que es un escritor de cierto renombre en una época hipercomunicada y tecnificada. A pesar de eso, todas sus novelas ocurren en la Hungría rural: una especie de visión del tiempo la angustia existencial signada por el desamparo y el horror. “Su mente es misteriosa y divertida: se lanza, se mueve, se mueve y se eleva”, dijo hace poco el escritor Colm Toibin, quizás el único amigo del esquivo y extraño Krasznahorkai “Tiene un estilo hipnótico e impresionante, un estilo que te atrapa, te mantiene y te mantiene, de modo que de una forma u otra, no puedes resistir el ritmo que capte, que siempre tiene una especie de melodía”.
Por supuesto, Krasznahorkai no es sencillo de leer. De hecho, sus obras son monumentales, intrincadas y casi imposibles de leer. La recopilación de The World Goes On no es la excepción. Sus conocidas frases incómodas, largas y temibles pueden continuar páginas tras página, como un ritual iniciático de raras consecuencias literarias. Ninguna de sus historias tienen un sentido abierto, real sino que se entremezclan con ensoñaciones temibles y perpetuamente desconcertantes. “Cuando comienzas a desglosar algunas de sus descripciones más sombrías, es muy gracioso, casi una autocaricatura”, dijo sobre la obra del escritor el poeta anglo húngaro George Szirtes, quien tradujo la mayoría de sus obras al inglés “Ciertamente no está exento de ironía”, una característica persistente que le he valido al escritor comparaciones con Beckett y especialmente con Kafka. Pero la obra es mucho más que sus insólitos giros argumentales y de lenguaje: claustrofóbica y abrumadora, la obra de Krasznahorkai es una alegoría temible sobre lo terrorífico del control y la alineación intelectual, por lo que muchas veces, se le ha confundido con una crítica política. Pero el autor lo ha negado enfáticamente “Mi resistencia contra el régimen comunista no fue política. Fue contra una sociedad” insistió en una entrevista a un periódico de su país “mis temores se manifiestan hacia la oscuridad del hombre, no sus consecuencias”.
“Imagínense a Philip Roth y Don DeLillo viviendo y trabajando en los Estados Unidos y siendo ignorados”, dijo Jakab Orsos, director del PEN World Voices Festival y compatriota de Krasznahorkai. “El enfoque de Laszlo sobre la vida y el arte es tan diferente de los sentimientos políticos generales que automáticamente se convierte en una declaración política”. Pero el escritor insiste en que sus libros — y sobre todo su durísima crítica sobre el tiempo, las vicisitudes humanas y el terror — es mucho más que que la noción sobre el acto de valor ideológico. “Somos algo más que lo evidente sobre nuestra postura sobre el mundo” escribe Krasznahorkai en The World Goes On “Sólo somos miedo”. Y quizás, a la vista de sus diatribas argumentales de insólita fuerza, tenga razón.
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jueves, 16 de noviembre de 2017
Sexo, asombro y pornografía: Todas las razones por las que deberías ver “Devil in Miss Jones” de Gerard Damiano si aún no lo haces.
Unos años después que Cristóbal Colón descubriera América nació un anatomista con quien compartía apellido (y quizás curiosidad) había hecho un descubrimiento en la geografía anatómica que también estaba destinado a reescribir la historia sobre el placer: Mateo Realdo Colombo, ese anatomista del Renacimiento, había dado con el clítoris en el cuerpo de Doña Inés de Torremolinos, su mecenas.
Hasta entonces, el placer de la mujer era un misterio y sus genitales, fuente de temor y desconfianza. Como culpable del pecado original, lo femenino se consideraba lo suficientemente amenazante como para que la ciencia médica lo analizara con enorme reticencia. No sorprende, por tanto, que Colombo enfrentara un juicio inquisitorial por tal descubrimiento y sus implicaciones. ¿Un órgano sexual análogo al pene, todo placer, pero exclusivamente femenino? ¿Podía la mujer disfrutar del éxtasis, a pesar de su pecado original? Por extraño que parezca, las largas deliberaciones en el juicio a Mateo Colombo dejaron claro que lo inadmisible de su descubrimiento era la existencia de un órgano cuyo único objetivo era el placer.
Logró salvar la vida y la reputación a pesar del juicio. Intentó llamar a su descubrimiento anatómico “Dulzura de Venus” (otras versiones lo traducen como “Placer de Venus”), e insistió en que esa región era el “corazón” del éxtasis de la hembra humana. Además, intentó definir el placer de la mujer y comprenderlo no sólo desde la óptica masculina, sino además como atributo individual, tal como señala Yidy Páez Casadiego en Ethos-Episteme-Psyche: ensayos critico-hermenéuticos. Nunca lo logró: su hallazgo no sólo fue escamoteado, criticado y ocultado, sino que además pasó a la historia como una rareza médica, un dato sin mayor importancia. Perseguido y acosado por su propia curiosidad médica, se convirtió en un paria, un desconocido cuyo recuerdo quedó asociado al pecado y no a la ciencia.
De manera que la sexualidad femenina — o el hecho mismo de una mujer que goce del sexo — sigue siendo considerado toda una rareza e incluso, una idea digna de preocupación. Tal vez por ese motivo, en más de una ocasión, se ha calificado a la película “Devil in Miss Jones” de Gerard Damiano como pornografía dura y pura, lo cual no deja de ser una descalificación muy lamentable para un experimento visual que reformuló el género erótico para la gran Pantalla grande. Y es que hasta entonces, el sexo cinematográfico parecía limitado al cine de consumo adulto, un término que delimitada la moralidad visual de una manera poco menos que retrógrada. Pero el director Gerard Damiano, visionario y contestatario, decidió construir un lenguaje propio donde lo erótico pudiera confundirse con cine de autor, donde la propuesta sexual sostuviera una conclusión narrativa con sustancia propia. Y lo logró: No solo brindó a las películas de contenido adulto una nueva dimensión y una elegancia visual inédita, sino que además, basó su propuesta en esa novedosa visión del sexo como forma de arte.
No lo olvidemos: la sociedad Norteamericana es bastante conservadora. Aún más en los primeros años de la década de los setenta, cuando aún se recuperaba del sismo cultural que simbolizó la década anterior y sobre todo, luchaba por definir su mirada social intentando sostenerla sobre una visión intimista de la cultura. Muy probablemente por ese motivo, fue el momento ideal para que Gerard Damiano, que ya había probado las mieles del escándalo con la célebre “Deep Throat” (Garganta Profunda, 1972), su debut cinematográfico, mostrara su propuesta más desconcertante. Porque “Devil in Miss Jones” es sin duda una película controversial, no solo por su temática sexual sino por su propuesta: esa revisión de la sexualidad femenina que sorprendió a toda una generación de espectadores. Con la audacia del que experimenta sobre terreno desconocido, Damiano confeccionó un escándalo a su medida, una revisión concreta del género erótico que abandonó los clichés de anteriores propuestas para construir algo totalmente novedoso. Y es que no en exagerado decir que con Damiano, el porno salió a la luz, se hizo aceptable. O mejor dicho, se hizo parte de la cultura popular por derecho propio. Y el cambio fue notorio e inmediato: Los críticos de la época se atrevieron a comentar sobre una película porno sin temor al desprestigio y los periodistas, a mirarla como una pieza curiosa dentro de la revisión de la cultura de la década recién nacida. Todo un descubrimiento para el cine formal y más allá, para la expresión más concreta del arte visual como consumo popular.
Para Damiano, significó además una vuelta de tuerca: La rentable y conocidísima “Deep Throat” le trajo problemas legales y un turbio incidente con el crimen organizado americano, que pareció desmerecer el experimento visual y de planteamiento que significó la película. No obstante con “Devil in Miss Jones” no solo se reinvidicó como creador visual sino que creó un clásico a su medida: sofisticada, inquietante, con un guión impecable y por supuesto, sexo muy explicito, la película asombró a críticos y al público en general, que la catalogaron, con bastante acierto como “pornografía intelectual”. Con una elaborada puesta en escena, una visión juguetona y casi cínica del erotismo y sobre todo, esa provocación incesante que Damiano aprendió bien pronto como director minoritario, la película no solo consiguió construir un nuevo código de lo sexualmente aceptable: le brindó sentido al sexo como expresión visual. Atrás quedaron las encendidas polémicas sobre la sexualidad cinematográfica y la brecha entre lo aceptable y lo censurable, pareció hacerse levemente brumoso ante la osadia de Damiano, quien utilizó todos los recursos a su alcance para provocar. Desde el metamensaje de una sociedad reprimida y abrumada por la moralidad, hasta esa liberación, en símbolos y pareceres, que la película muestra a través de su peculiar y ambigua puesta en escena.
Indudablemente, el directo tomó arriesgadas decisiones visuales: La película rompe la barrera de lo códigos eróticos tácitos del cine contemporáneo para construir algo más sustancioso, profundo y perturbador. Quizás por ese motivo, la película no solo seduce sino que incomoda. Desde la extraña primera escena, donde el maduro personaje principal muere luego de cortarse las venas hasta la manera como el guión se desarrolla, entre pequeños saltos argumentales y espirales simbólicos que sorprenden al espectador más curtido. Porque para Damiano, el sexo es una jugarreta, un juego de espejos que sostiene el argumento con una sutileza que asombra e incluso conmueve. Y es que el director, construye un lenguaje visual donde la lujuria es una visión amplia sobre la naturaleza humana, sobre sus temores, sus virtudes y debilidades. Un mosaico intrincado de matices infinitos donde el deseo, la transgresión y la avidez sexual tienen un valor casi sacramental.
Sin duda, lo que más sorprende en “Devil in Miss Jones” es su contradicción a las fisuras del género erótico. Se niega, casi con una sutileza elegante, a seguir los términos elementales construye elementos de ruptura con un género autocomplaciente. La interpretación de la vulnerabilidad del espíritu humano y esa sutil mezcla entre la vida y la muerte a través del sexo, crean una tensión casi insostenible dentro de un relato visual casi existencialista. Tal vez por ese motivo no sorprende la declaración de su Director que el argumento está basado mayormente en la pieza teatral “A puerta cerrada” de Jean Paul Sastre. En esta obra, mínima y árida los tres personajes condenados al Infierno, se debaten en un dilema mínimo en intrincado: de inmediato descubren que su castigo eterno será permanecer juntos en la mismo lugar, soportándose mutuamente por siempre. De allí, el origen de la extraña frase que en ocasiones sostiene las escenas más duras de la película “el infierno son los otros”, sus miradas y nuestra necesidad de aceptación.
Merito aparte lo merece la impecable actuación de la actriz Georgina Spelvin, seudónimo para el Otro Hollywood de la actriz Michelle Graham. Rolliza, carnal y provocativa, la actriz logró superar el escollo de la visión limitante e idealizada del porno sobre la mujer sexual. Quizás se debió a las especialisimas condiciones en que fue contratada: El director la escogió entre una multitud de postulantes no solo por su edad, sino por su imagen de madurez exquisita, de esa redondez del cuerpo femenino que parece trascender la mera idea sexual y genital. Graham no defraudó. No solo construyó un personaje sólido sino que además, dotó a las escenas eróticas de una humanidad espléndida, de una delicadeza impensable. Todo esto, quizás reflejo de su caótica situación personal, de ese equilibrio perenne entre el desastre y la pura angustia espiritual que la actriz tuvo que afrontar buena parte de su vida: A pesar de poseer formación actoral, debutó en producciones eróticas empujada por el desempleo. Y extrañamente, fue su capacidad para brindar una rara sensibilidad a sus personajes lo que la llevó a ser — por algún tiempo — una de las mujeres más reconocidas de ese extraño mundo del cine adulto norteamericano.
Muy probablemente, “The Devil in Miss Jones” continuará siendo considerada como parte de ese cine minoritario y vulgar que el Mundo cinematográfico intenta denigrar e ignorar. Pero aún así, brilla con luz propia, con una tenacidad que probablemente tenga mucho que ver con esa lujuria provocadora, visceral y sin embargo tan dolorosa que exhibe, esa visión del espíritu racional torturado por la culpa y el deseo y más allá, la simple visión de la naturaleza humana.
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