miércoles, 1 de noviembre de 2017
De personales delirios: La Telefonophobia o las angustias que Graham Bell nunca imaginó.
Hace poco leí que la mayoría de los mal llamados “Millennials” han desarrollado “una absurda fobia telefónica” — ese es el término exacto que utilizó el artículo que leí — debido a “causas poco claras y la mayoría de las veces ridículas”. El artículo además, se extendía en detallar y explicar porque la incapacidad para responder una llamada telefónica podría clasificarse como una “notoria falta de madurez” entre las generaciones educadas durante las últimas décadas del milenio y las primeras del nuevo siglo. Que además, demostraba que los nuevos medios sólo “idiotizan a la población” y convierten sin duda, a buena parte de los adultos jóvenes del mundo en “zombis tecnológicos”. Leí aquella densa parrafada con una extraña mezcla de furia, angustia y tristeza, porque durante toda mi vida me he enfrentado a lo que suelo llamar una “batalla a ciegas” contra el teléfono y la conversación telefónica. ¿El motivo? no podría señalar uno específico pero es bastante evidente que se trata de algo más que una reacción “sin sentido” debido a la influencia de las redes sociales y el mundo virtual en mi vida. Una percepción sobre la comunicación que raya lo preocupante y se expresa como una rara forma de comprender las relaciones personales en nuestra época.
Me ocurre con frecuencia ( tal vez a usted también, mi querido lector o al menos eso espero): El teléfono suena y de pronto, sufro una especie de parálisis de puro pánico. Miro el aparato — mientras por supuesto, la campanilla sigue sonando — sin atreverme a levantar el auricular hasta que en una especie de arrebato demencial, lo levanto. Se me seca la garganta cuando intento contestar. Escucho a mi interlocutor, que lógicamente no tiene idea de mi pequeño dilema y cuando finalmente le respondo, lo hago con una humillante vocecita temblorosa, como si contestar el teléfono fuera el gesto más aterrador del mundo. Y para mí, lo es. Tal vez parezca gracioso — realmente a mi me lo parece. Una vez que cuelgo claro — pero mi fobia telefónica me ha traído más de un traspiés, momento incomodo y sobre todo, una serie de situaciones más o menos sin sentido que me lleva esfuerzos controlar.
Entre los delirios que Graham Bell no soñó:
No fui de esas adolescentes que se colgaban horas a conversar por teléfono. Tampoco uso el teléfono para dar noticias, ni buenas ni malas. De hecho todos los que me conocen alguna vez han sido testigos de esta particularidad crisis de ansiedad vía cable directo. Largos silencios, respuestas incomodas y entrecortadas, risas sin sentido, respuestas cortas y espasmódicas a monosílabos sin mayor explicación. Durante años pensé que todo era medianamente normal, pero una vez que la cosa comenzó a ser realmente preocupante, me dediqué un poco de información al respecto. Y me encontré que no estaba sola. Como todo en este mundo moderno, esta especie de alergia telefónica está debidamente clasificada por la ciencia y se denomina “Telephonophobia” y se define — ¿podría ser de otra forma? — como un temor injustificado e irracional a contestar llamadas telefónicas Investigando un poco la información al respecto — que resulta tan hilarante que me pregunto si es cierta — el origen del padecimiento es una brusca experiencia desagradable mientras se sostiene una bocina telefónica o al recibir una llamada. Como no podía ser de otra forma, en EEUU hay toda una red de ayuda para el singular trastorno y de hecho, el padecimiento incluso se encuentra en el directorio de la mundialmente conocida red de ayuda para trastornos de ansiedad Social ( mira por aquí si te interesa ver la información o sientes simple curiosidad ) lo cual, sin duda, le brinda alguna respetabilidad — veracidad, vamos — al tema.
Pero en mi caso, el pánico a responder el teléfono no tiene ningún detonante, que yo recuerde. Ni sufrí una experiencia traumática sosteniendo el teléfono o padecí algún hecho tortuoso mientras conversaba animadamente por teléfono. Lo mio se trata de una combinación de timidez, impaciencia y como no, mi proverbial torpeza social. De manera que diagnósticos aparte, lo mio parece más el fruto de esa suprema incomodidad que me produce socializar — en cualquiera de sus variantes — y que se traduce sin duda, en este estrafalario comportamiento teniendo la bocina del teléfono en la mano. Y aunque parezca algo hilarante, la mayoría de las veces resulta preocupante y en otras, francamente vergonzoso. Porque, en un mundo intercomunicado, resulta imprescindible esa habilidad mínima que supone conversar telefónicamente y que por alguna razón que desconozco perdí o nunca tuve.
De ring misterioso al silencio incomodo: toda una odisea.
Suele ocurrirme que cuando debo realizar una llamada importante, comienzo a prepararme mentalmente horas antes. De hecho, he llegado al extremo de escribir una especie de “guión” de posibles respuestas, con toda la inocente intención de controlar el pánico y darme algo de seguridad. Algo totalmente inútil como es de suponer y que suele desembocar en situaciones más o menos descabelladas, como la siguiente:
Telefoneo a un potencial cliente con la intención de concertar una entrevista de trabajo. Durante dos horas, he practicado, un “tono profesional” e intento imaginar la posible conversación desde todos los puntos posibles. Aun así, retraso el momento del terror todo lo que puedo, hasta haciendo acopio de valor, tecleo el número. Escucho el sonido del repique con las manos heladas y la boca seca de puro pánico y cuando finalmente, me contestan, me quedo muda y sin saber que decir.
— ¿Alo? ¿Hay alguien allí? — insiste mi interlocutora.
Trago saliva y tomo una gran bocanada de aire, casi con ansiedad. Esta mujer va a pensar que hay un demente en la linea, pienso parpadeando aturdida. Pero no puedo convencerme de iniciar una conversación, de crear una respuesta normal, elemental sencilla. Por alguna razón que desconozco, mi mente se queda en blanco, paralizada y aturdida, como si el mero hecho de usar el teléfono fuera un reto insuperable, doloroso y desconcertante. Intento tranquilizarme, ordenar las ideas. Lo logro a medias.
- Buenas tardes, deseo…es decir…recibí un correo para concertar una cita. De trabajo — balbuceo. Y lo hago en voz baja. Un tartamudeo lamentable que hace que la persona al otro lado de la linea me interrumpa un par de veces para hacerme preguntas, en un mundano todo impersonal. Lo intento de nuevo — es que necesito concertar una cita…y me pidieron…
Mi interlocutora me interrumpe y comienza a pedirme todo tipo de datos, en un tono rápido y práctico que me produce vértigo. Claro está, aquello no mejora mis nervios y lo que debería haber sido un intercambio de información rápido y directo — agendar una fecha de mutuo acuerdo — se convierte en una trabajosa y agónica conversación que para cuando termina, deja dos cosas muy en claro: No tengo idea para cuando finalmente fue fijada la cita y que tampoco, me he molestado en preguntar con quién conversé ni si debo llamar de nuevo, cuestiones que claro está, terminan por mermar mi poco buen ánimo y disposición telefónica. Más tarde, cuando recibo el correo electrónico de confirmación, encuentro que tengo la cita justamente para el día en que no podía aceptarla y además en un horario imposible para mi. Y todo gracias a mis titubeos, carraspeos y largos silencios sin sentido.
Y es que la fobia telefónica, es una especie de handicap del delirio en un mundo intercomunicado. Y eso que mucho tengo que agradecer a los correos electrónicos, a los mensajes privados vía facebook y twitter y a las cada vez más esporádicas — pero todavía sobrevivientes — entrevistas personales para sobrevivir en el mercado laboral y en el personal. Pero todavía, estas fobias interfieren marcadamente con la rutina normal de la persona, con las relaciones laborales (o académicas), familiares o sociales. Dicho así, puede parecer extravagante y hasta exagerado, pero en mi caso, llamar por teléfono es todo una odisea que termina causando trastornos de pequeños a grandes en todo tipo de ámbitos: si veo mi teléfono celular sonando y el número me resulta desconocido, lo más probable es que no conteste, y permanezca largos minutos mirándolo sonar, sin saber que decir. Siendo freelance, la costumbre tiene la inmediata consecuencia que puedo ofender a un potencial cliente o lo que es peor, perder directamente el trabajo. Pero aun así, continuo mirando, con los ojos muy abiertos, la pantalla del celular sin atreverme a contestar. Si eso no es una fobia social paralizante, no sé cuál podría ser, suelo pensar con cierto cansancio.
Hace poco, conversaba con una amiga sobre lo extraño que resulta aquella fobia mía, y ella comentaba, con muy buen tino, que no es tanto lo singular que pueda parecer, sino lo completo inoportuna. Porque básicamente es la fobia menos conveniente para alguien que vive de llevar a cabo relaciones públicas y de largas conversaciones. Me hizo reir el pensamiento. Hace unos días, había estado leyendo algunas cosas sobre el síndrome de ansiedad telefónica y alguien ponderaba sobre la existencia o no del trastorno. Y tuve esa sensación, casi dolorosa de escucharme a mí misma pensar en términos parecidos, de preguntarme si no era exageraciones de mi mente hiperactiva o mi propia neurosis descontrolada. Claro está, todo eso lo reflexiono hasta que suena el teléfono y me congelo, con las manos apretadas casi en un nudo doloroso, escuchando el sonido del teléfono hasta que en un impulso lo respondo y toda aquel ciclo de silencio, tartamudeo y pánico comienza de nuevo. ¿Existe o no? Para mí, por supuesto, es muy real.
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