Durante casi siete años, cuidé junto a mi familia a mi abuelo, que sufría un avanzadisimo caso de Alzheimer. El padecimiento tuvo un acelerado proceso de deterioro: No sólo olvidó sus recuerdos a corto y a largo plazo, sino que también su identidad. De manera que de alguna u otra forma, mi abuelo volvió a ser un niño. Un hombre sin edad, desvalido, demandante y que dependía por completo de las decisiones y atenciones que la familia podía prodigar. Además, su cuadro médico abarcaba toda una serie de peculiaridades que lo hacían más complicado: el Alzheimer pronto le dejó sin la posibilidad no solo de recordar sino incluso, de la mínima independencia emocional. No se trataba entonces de ocuparse únicamente de su salud, bastante comprometida no sólo por su cuadro mental, sino también de su seguridad física. Por lo que, su cuidado llevaba una considerable cantidad de tiempo, esfuerzo y sobre todo amor. Y es que puede parecer abstracto, incluso peregrino, pero en una situación semejante, el amor — fraterno, familiar — es un elemento indispensable para sostener — y quizás, justificar — el esfuerzo y la dedicación. El amor, como una visión altruista y totalmente desinteresada de lo que haces y las decisiones que tomes. El amor, como una manera de otorgar significado a lo que haces.
Fue un proceso largo, duro y desgastante: el abuelo no mejoraría y de hecho, todo el esfuerzo familiar estaba consagrado a hacer más llevadero un cuadro clínico cada vez más crítico. Pero poco a poco, fue evidente que a pesar de todo lo que podíamos hacer — o no — para ayudarle, la situación comenzaba a desbordar una circunstancia que progresivamente, nos sobrepasó. Porque el abuelo simplemente dejó de existir como le conocíamos, se convirtió en un niño que necesitaba no sólo atención médica especializada, sino un tipo de cuidado psiquiátrico que nadie sabía muy bien como proporcionarle. Eso, a pesar de las buenas intenciones, del esfuerzo sostenido que cada uno de nosotros llevábamos a cabo para brindarle un poco de paz en un momento tan duro. Cualquier otra cosa nos parecía impensable: un abandono que el abuelo, quien había sido hombre y padre ejemplar, no merecía. Recuerdo noches de llanto, de furia, de irritación, de absoluta frustración. De simple cansancio. De semanas donde la rutina familiar se transformó en otra cosa, en una mezcla angustiosa y agobiante de nuestra necesidad de velar por la salud del abuelo y también, de afrontar la situación con un mínimo de cordura. Y es que no hay manera sencilla de asumir la lenta degeneración física de alguien que amas: la idea siempre te superará, te lastimará y te hará más consciente de tu vulnerabilidad, de tu profunda angustia existencial y de lo poco que sabes sobre esa etapa brumosa de la convalecencia. En una ocasión, mi tía, abrumada luego de noches de cuidar a mi abuelo en su sueño inquieto de niño descontrolado, se echó a llorar, enfurecida sin otro motivo que no fuera el simple cansancio.
- No entiendo como nada de lo que hago mejora nada. No importa el amor, no importa el esfuerzo, todo es exactamente igual — gritó.
Mi tía se quedó muy quieta en mitad de la cocina. Se tiró del cabello, pareció perder las fuerzas. La escuché aterrorizada, esencialmente porque durante días había pensando en cosas parecidas y además, me había obsesionado esa conclusión, ese no hacer que me hería incluso más que la misma noción que mi abuelo estaba muriendo, en una lenta agonía anónima incontrolable. Intenté calmarla, pero mis palabras de consuelo solo parecieron ofuscarla aún más. Chilló, llorando colérica, exhausta y por último se derrumbó de rodillas, indefensa.
- Lamento no saber como ayudar más — murmuré.
- Ni yo tampoco.
- ¿No deberíamos saber?
Me sentía genuinamente culpable, como si el estado de mi abuelo, fuera la consecuencia directa de algún olvido indiferente pero por completo involuntario de algún miembro de la familia. Mi tia sacudió la cabeza, con el rostro enrojecido por una emoción profunda y aún temblando de puro cansancio.
- No es lo que hacemos o incluso, cualquier omisión. Es que hay que aceptar que simplemente llegamos a un límite de lo que podemos darle, no sólo como familia, sino incluso para ayudarle a estar mejor — susurró — pero no lo sé…ahora mismo…no lo sé.
La escuché tomar aire con la barbilla inclinada sobre el pecho, las manos agarrotadas sobre las rodillas. Lentamente pareció recuperar el control, pero la noté abrumada. Me pregunté si yo tenía ese aspecto, si me encontraba al borde mismo de la desesperación, como lo estaba ella. Imaginé que sí.
- ¿Y que otra decisión podemos tomar?
- No lo sé. Pero realmente, así no podemos continuar.
En una ocasión leí, que en toda situación límite suele ocurrir una “grieta insuperable”, un momento donde simplemente, cualquiera de los involucrados sabe que la impotencia le dejó sin armas para continuar. Ese momento llegó la noche en que abuelo abrió la puerta de la casa de mi tío y simplemente escapó. Deambuló por horas por calles y Avenidas hasta que le encontramos, hambriento y confuso, casi al amanecer. Fue el momento donde todos debimos asumir que lo que ocurría con mi abuelo nos desbordaba, que poco o nada tenía que ver esa sensación — certidumbre — con nuestro amor por él. De la culpabilidad, pasamos a una mezcla confusa de angustia y profunda sensación de agotamiento. Porque más allá de todas nuestras buenas intenciones de procurarle a mi abuelo cariño y cuidados durante los últimos años de su vida, estaba el hecho incontestable que no podíamos hacerlo, que la situación critica de salud que padecía no era algo que pudiéramos manejar.
Tomar la decisión de llevar a mi abuelo a un hogar de cuidados especializados, es quizás la más dura que hayamos tomado en mi familia. No sólo por el hecho de lo que supone admitir que no puedes proporcionar a un pariente que amas los cuidados que necesita para mejorar su salud sino el hecho, que debe abandonar la casa familiar para que pueda recibirlos. Hay una mezcla de tristeza, angustia y sobre todo profunda desesperanza en el momento en que admites que hay una ruptura entre lo que consideras tu deber emocional y la realidad, esa que muchas veces carece de matices y es lo bastante pragmática como para resultar incluso abrumadora. Pero en el caso de mi abuelo fue inevitable. El Alzheimer le redujo no solo a un paciente que requería cuidados de salud específicos para sobrevivir, sino además, a una circunstancia que no haría otra cosa que volverse más dura, insoportable y cada vez más incontrolable. Un pensamiento dolorosísimo pero sobre todo, realista que finalmente tuvimos que aceptar.
Por días, me sentí profundamente culpable por lo que consideré un abandono desconsiderado. Porque aunque tengas todas las razones justas y aparentemente válidas para tomar una decisión complicada, jamás podrás perdonarte quizás el hecho de haberla tomado. Recuerdo pasar ratos a solas en la habitación del abuelo, abrumada por el pensamiento que quizás necesitaba de mi compañía, de las lecturas de las tardes, de ese silencio que ambos compartimos y que yo siempre interpreté como una forma de brindarle amor. Fue quizás lo más duro y trabajoso de aceptar fue que en ocasiones, el amor no es suficiente, por más profundo y sincero que sea. Un pensamiento inquietante porque sugiere, de alguna manera desconcertante y sumamente dolorosa, que hay una definitiva diferencia entre nuestra visión del amor — cual sea la manera en que lo concibamos — y nuestra capacidad para comprender sus implicaciones.
Del amor y el dolor: El amor más allá de la promesa abstracta.
Durante años, el tema del “sacrificio por amor” parece ser el centro de un continuo debate, que incluye aspectos tan disímiles como nuestra opinión sobre la vida y la muerte hasta nuestra concepción del yo individual. Desde la visión adolescente y levemente cruel de John Green en “Bajo la misma estrella” — que tanto caló en la opinión pública hace unos años — hasta una verdadera polémica sobre el tema el sacrificio y su reivindicación religiosa, el sacrificio como forma de expresión espiritual, parece ser parte inevitable de la identidad espiritual. Y es que la interpretación del amor como “una expresión de dolor y sacrificio” que se exige continúa siendo más o menos común no solo en nuestra comprensión sobre lo social sino en nuestra interpretación de quienes somos y cómo nos concebimos. Una idea, que en lo particular, me parece desconcertante.
Por supuesto, no se trata ni mucho menos, de una visión reciente o incluso novedosa. Para muchas religiones y creencias occidentales, el amor es de hecho una forma de expresión que involucra ideas muy concretas sobre la donación de la individualidad, la vocación de servicio e interpretaciones sobre la lealtad que resultan confusas e incluso directamente inquietantes. Para muchas culturas el dolor y el sufrimiento pueden llegar a ser una expresión de fe lo suficientemente válida y concisa como para merecer una cierta connotación divina y otras, la culpa se asume como parte de un complejo sistema de creencias. Al parecer el sufrimiento se asume como un proceso de depuración significativo, que brinda toda una elaborada idea sobre los alcances del altruismo y la visión del otro. No obstante, el cuestionamiento inevitable que suele provocar la idea es uno lo suficientemente duro como para inquietar e incomodar: ¿Hasta que punto el sacrificio es necesario para demostrar amor? ¿Por qué consideramos que el amor debe ser purificado por un tipo de sufrimiento emocional e incluso moral que sostenga la manera como lo conceptualizamos? Sí, probablemente este sea un tema difícil de debatir pero creo que es lo suficiente complejo y sustancial- una especie de súbito cuestionamiento de algunas ideas puntuales — como para al menos, intentarlo.
Un ejemplo claro de esa visión del amor como un concepto inherente al dolor y al sacrificio divinizado por la religión o la ética, es la historia de Larissa e Ian Murphy, un matrimonio que aparentemente sintetiza el concepto del sacrificio personal como una forma de expresar amor y sobre todo, fe religiosa y cuya perspectiva del tema, fue debatida durante meses hará unos cuantos años. La historia, resumida en un video profundamente conmovedor, plantea varios puntos concretos sobre la percepción del dolor, la necesidad de expresión del sentimiento como una forma de sacrificio personal y la intervención divina como parte de la necesidad de convalidar ideas concretas sobre la emoción. Hace siete años, Ian sufrió un grave accidente de tránsito que dejó importantes secuelas físicas y Larissa, a pesar de eso, decidió que debían contraer matrimonio. Por supuesto, toda la historia parece idílica e incluso ejemplarizante, pero la primera vez que la escuché — y tampoco ahora, que la recuerdo casi por casualidad — sé muy bien cómo encajar que hay un tema muy religioso en la manera como se concibe el matrimonio y el gravísimo problema de incapacidad que atraviesa la pareja. Lo más preocupante, continúa siendo esa noción que los “sacrificios” (ese término genérico, preocupante y un poco desconcertante) son necesarios, por encima de las consideraciones médicas, mucho más allá de la lógica pragmática e incluso del bienestar mental de cualquiera. El caso — como tantos otros — parece apuntar al hecho que el sufrimiento es necesario para demostrar amor y que el amor, es de hecho, una percepción sobre el dolor idealizado y convertido en una especie de visión preocupante sobre nuestra manera de analizar la bondad, el poder de la memoria y otras ideas semejantes.
Pero este caso sobre todo, me asombró — y continúa haciéndolo — por la percepción de la “donación” de la existencia y la vida en pareja a un ideal difuso. Aunque el mensaje sustancial es de amor y también de una profunda manifestación de sacrificio emocional, me inquieta mucho el hecho que se conciba como un tipo de deber religioso un poco confuso. Y es que a medida que transcurren los nueve minutos y un poco más del vídeo y escucho a la esposa hablar sobre su enorme esfuerzo y sobre todo como Dios interviene — y sostiene — su relación me hago inevitables preguntas sobre el motivo por el cual la relación se sostiene, sobrevive. ¿Lo asume como una visión redentora o como una real manifestación emocional hacia su esposo? ¿Es de hecho este enorme esfuerzo personal de la esposa una especie de acercamiento a su expresión religiosa o algo más complejo con respecto al amor y a la pareja como parte de una idea cultural?
Y es que mi desconcierto se basa además, en todos los elementos que hacen de esta historia desconcertante — o al menos así me lo parece así — y que me hacen analizarla desde una perspectiva objetiva, más allá de la emoción. Hablamos de una pareja jovencísima que decidió contraer matrimonio luego de que un gravísimo accidente dejara a Ian — por entonces de veinte años — en un estado de minusvalía grave. Hablamos de una mujer que asume un compromiso a muchos niveles emocionales y personales que trascienden lo que suele asumir como una idea elemental del matrimonio. Esta chica no solamente será la esposa, sino también la enfermera y con toda seguridad una figura maternal para su esposo. ¿Hasta donde esa visión del matrimonio como una absoluta ofrenda personal desdice un poco esa visión de las relaciones personales como una forma de expresión individual?
Aclaro que, el debate no es sobre el amor que pueda profesarse la pareja o los sacrificios que pueden o no llevarse a cabo, la pregunta es si la idea religiosa elabora una visión del sacrificio como imprescindible para demostrar amor. Algo que realmente me parece un poco inquietante, por la serie de implicaciones sobre las cual parece sostenerse. ¿Es entonces toda relación emocional una idea sobre la que versa una concepción sobre el sacrificio como donación emocional?
Me dediqué a investigar sobre la situación real que atraviesa tanto el joven matrimonio como su familia actualmente. Encontré que Larissa lleva un interesante blog en el cual comenta su vida diaria (que puedes leer aquí http://www.ianandlarissa.com/) y en donde además de dibujar a grandes rasgos lo que es su vida matrimonial, también analiza un poco la situación personal que atraviesa. Luego de siete años de casada, Larissa parece descorazonada e incluso directamente, abrumada por la situación insostenible de cuidar de la salud de Ian, cuyas lenta pero nunca suficiente mejoría es un elemento insuperable con el cual debe lidiar. Me inquietó, que mientras leía las descripciones de la vida en común de la pareja, tuve la sensación que Larissa comenzaba a sentir esa inevitable incertidumbre no sólo hacia el futuro inmediato, sino con respecto a lo que puede o no hacer para mejorar la vida de Ian y sus expectativas concretas como pareja. Porque a pesar de su visión del amor como una forma de sacrificio personal y su esfuerzo constante por asumir sus esfuerzos por mantener la salud de Ian como una forma de sacrificio, Larissa comienza a plantearse ideas sumamente duras sobre lo que puede esperar o no con respecto a lo que sucede y sucederá en el futuro. Un planteamiento que parece preocuparla lo suficiente como para dejar entrever un conflicto emocional cercano o lo que puede ser aún más preocupante, una natural necesidad de asumir que la situación la desborda y aún más, se hizo incontrolable.
El siguiente fragmento, es una traducción libre de una de las entradas de Larissa en su blog:
Una Vida Diaria
No estábamos seguros de cómo sería nuestra vida, si Ian podía caminar o conducir para trabajar, o ponerse sus calcetines. A veces me imagino como sentirá ser una pareja que se toma de las manos en la acera para celebrar y me pregunto como se sentiría. O lo que sería como volver a casa y ver a Ian hacer las cosas simples, como sentarse frente al ordenador, comprobando su correo electrónico y ESPN. Él no puede. Ian dice que no sueña ni imagina como yo, porque soñar no cambia nada.
Ahí es donde me detengo. El no poder imaginarme esas cosas me parece difícil. El día a día con una lesión cerebral es dificil. Si Ian quiere moverse del sofá a la silla de ala, tengo que moverlo. Si quiere tomar una copa, tengo que entregarle la copa y ayudarle a que la tome. Si quiere algo de comer, tengo que planificar si lo que coma no lo asfixiará y luego dar las malas noticias, si debo hacerlo. Es difícil olvidar soñar.
Me provoca escalofríos lo que puede leerse entre líneas, en esa pequeña descripción de un día a día cada vez más doloroso, lento y angustioso. ¿A cuales conclusiones está llegando Larissa, luego de cuatro años de casada con respecto a sus decisiones? ¿Cuanto le está llevando lidiar con la culpa? ¿Hasta que punto ese sacrificio parece eludir una idea concreta y evidente sobre su propia visión del mundo? Comprendo bien los motivos del enorme sacrificio de la chica. Pero aún así, me inquieta mucho la idea. ¿Cual es el límite entre el compromiso, el debate moral, la comprensión de nuestra capacidad moral y esa insistencia cultural del amor como un sacrificio?
Una idea inquietante que sin embargo, parece perdurar en la visión cultural sobre el amor y lo que resulta más desconcertante, sobre nuestra percepción sobre el compromiso romántico, la lealtad, la vocación de servicio y algo más confuso en medio de todas esas cosas, esa culpa latente sobre las decisiones y sus posibles consecuencias que todos sentimos con frecuencia. Un pensamiento que parece resumir esa idea emocional y espiritual que engloba el amor y también, algo mucho más angustioso y perenne, nuestra necesidad de comprensión de lo que el amor es en realidad.
C’est la vie.
Para ver:
Aquí el video con la historia de Ian y Larissa Murphy →http://www.upsocl.com/inspiracion/la-gente-se-quedo-paralizada-cuando-ella-decidio-casarse-con-el-dijeron-que-jamas-funcionaria/#
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